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Carmen de Burgos: una librepensadora cargada de razones

Muchas veces envidié las vidas sencillas que llevan trazado el camino, pero me duró poco. Hoy me gusta lo impensado, lo incierto; me atrae lo desconocido; el encanto del libro que no se ha leído y de la partitura que no se escuchó jamás. […] Si yo fuera rica, no tendría casa. Una maleta grande y viajar siempre. Deteniéndome en donde me agradase, huyendo de lo molesto…

Así se definía Carmen de Burgos en una autobiografía en forma de carta que Ramón Gómez de la Serna le pidió en 1909 para publicarla en su revista Prometeo. «Detesto la hipocresía y como soy independiente, libre y no quiero que me amen por cualidades que no poseo, digo siempre todo lo que siento y se me antoja», continuaba. Un retrato subjetivo en el que la escritora subraya sus contradicciones, como si buscara sorprender al lector. En primer lugar, a ese primer lector que le encargó que fuera sincera al definirse. Asumiendo unas contradicciones que le permitieron ser la intelectual, la escritora bohemia y viajera y la periodista divulgadora que fue. Una naturaleza volcánica que la dictadura trató de sepultar.

No le faltó reconocimiento en vida, pero Carmen de Burgos (1867-1932) fue borrada durante décadas de la cultura española. Su gloria fue tan intensa como efímera. La censura franquista la incluyó en la lista de autores prohibidos, junto a Zola, Voltaire, Rousseau, Gorki o Eduardo García Gasset (el hermano mayor del filósofo). Los censores no se molestaron en anatemizar títulos concretos de su extensa obra. Prohibieron su nombre. Fue una paradoja que una autora tan célebre en su tiempo acabara siendo olvidada a los pocos años de morir. Doblemente proscrita. Escribió decenas de libros y relatos cortos y centenares de artículos en la prensa nacional e internacional, pero sus libros desaparecieron de las librerías. A pesar de ser admirada por sus ideas regeneracionistas y sus incisivas columnas, sus ideas librepensadoras le granjearon ya en vida la inquina de los sectores reaccionarios. Han tenido que pasar varias décadas para que el nombre de esta recia y, sin embargo, sutil escritora sea redescubierto. Como una pionera entre las pioneras, abriendo camino a las mujeres de la generación del 27 y las políticas de la Segunda República.

María del Carmen Ramona Loreta de Burgos y Seguí nació en Almería el 10 de diciembre de 1867 a las tres de la madrugada. La copia de su partida de bautismo se conserva en el Archivo General de la Administración y muestra que fue inscrita en la parroquia de San Pedro, aunque el archivo de esta iglesia quedara destruido durante la Guerra Civil. Era la mayor de un matrimonio de clase media acomodada que tuvo diez hijos, de los que sobrevivieron seis. Sus padres procedían de clases sociales distintas y entre ellos había una diferencia de edad notable. Pero apenas apreció esas circunstancias de niña y su infancia fue razonablemente feliz. El padre, José de Burgos Cañizares, provenía de una conocida familia local venida a menos, y Nicasia Seguí y Nieto, la madre, era una rica heredera de origen campesino. Un benefactor para el que habían trabajado sus padres contribuyó a su educación y le dejó en herencia el cortijo La Unión en Rodalquilar, situado en el parque natural de Gata-Níjar. Algunos biógrafos de De Burgos especulan sobre si Nicasia Seguí pudo ser en realidad hija biológica del benefactor, como la escritora da a entender en su novela corta La miniatura. Nicasia Seguí tenía catorce años cuando se casó y dio a luz a la escritora a los quince: la escasa diferencia de edad entre ambas propició que, además de madre, se convirtiera en una especie de hermana mayor y amiga para Carmen de Burgos.

José de Burgos era vicecónsul de Portugal desde 1872 y la escritora recordaba haber visto desde niña en su casa el Jornal do Comercio y la bandera blanca y azul desplegada. Para completar sus ingresos, el padre solicitó permiso para explotar minas en sus tierras de Rodalquilar. En 1881 le adjudicaron tres: Vista Alegre, Chile y Virgen del Carmen. Pero tuvo problemas de financiación y los derechos de explotación vencieron. La familia acabó vendiendo el cortijo en 1896 para paliar su economía. La escritora tenía entonces 20 años y ese declive económico lo reflejará en su novela Los inadaptados.

El valle de Rodalquilar, entre Sierra Nevada y el mar, fue su refugio de adolescente. Sus padres la llevaron para fortalecer su salud y construyó allí su paraíso literario. En el cortijo de La Unión y los caminos que lo cruzaban, «se formó libremente mi espíritu y se desarrolló mi cuerpo. Nadie me habló de Dios ni de leyes, y yo me hice mis leyes y me pasé sin Dios. […] Pasé la adolescencia como hija de la naturaleza, soñando con un libro en la mano a la orilla del mar o cruzando a galope las montañas», confesó. Quizás fuera en ese paraje agreste donde cuajó esa naturaleza volcánica que Ramón Gómez de la Serna le atribuiría años más tarde.

En 1928 hubo un crimen en el Campo de Níjar que saltó a los periódicos y que inspiraría su novela Puñal de claveles. Tiempo después, Federico García Lorca recreó el suceso en Bodas de sangre. El crimen se desencadenó cuando la joven Francisca Cañadas, que vivía en el Cortijo del Fraile, decidió huir, el día de su boda, con su primo. Pero este fue asesinado en el trayecto por el hermano del novio burlado. Tanto Carmen de Burgos como García Lorca debieron leer la historia en los periódicos y tal vez conocieron a algunos testigos. Ella, además, guardaba en su imaginario el espacio de Rodalquilar, la geografía del crimen. Se desconoce si Federico leyó la narración de De Burgos. Ella jugó con el conflicto amoroso y ofreció al lector un final menos amargo; la obra de García Lorca se adentró en las oscuras aguas de los celos, con un desenlace más trágico.

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