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CAPÍTULO 3

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UNA CUESTIÓN DE VALORES

Daniel 1

Y el Señor entregó en sus manos a Joacim rey de Judá, y parte de los utensilios de la casa de Dios; y los trajo a tierra de Sinar, a la casa de su dios, y colocó los utensilios en la casa del tesoro de su dios (Daniel 1:2).

La mención de la toma de los utensilios del templo de Jerusalén y el traslado a Babilonia por parte de Nabucodonosor puede parecer extraño en un primer momento, pues podríamos pensar en un inicio que es un detalle de poca importancia en comparación con la derrota del rey de Judá y la deportación de Daniel y de muchos otros. Sin embargo, Daniel decide mencionar estos utensilios aquí por lo que seguiría.

Quizás se encontraban en el complejo del templo Esagila donde Nabucodonosor tenía su casa del tesoro. Es probable que fuera similar a un museo, con habitaciones que contenían bellos e innumerables artefactos de gran valor, lo mejor de los «tributos» (¡botín, en realidad!). Este Nabucodonosor acumuló de forma regular de todos los estados súbditos en su vasto imperio durante sus conquistas. En la actualidad, muchos de estos objetos aún se pueden apreciar en los principales museos del mundo.

En el Libro de Esdras aparece un inventario del tesoro que se tomó de Jerusalén, al menos un inventario de lo que Ciro, rey de Persia, finalmente les dio a los judíos para que devolvieran a Jerusalén al fin del exilio en Babilonia. La cantidad era 5.400 utensilios de oro y plata (Esdras 1:11).

Una cuestión de valores

Pudiéramos imaginar que Daniel y sus amigos iban de vez en cuando al museo para admirar los utensilios que Nabucodonosor había tomado de Jerusalén, y reflexionar sobre su significado. Para ellos, esos utensilios de oro que brillaban sobre las mesas de exhibición eran sagrados, en el sentido original de la palabra: eran utensilios apartados para la gloria de Dios. El oro con el que se habían hecho era el metal más precioso que se conocía en aquella época. Además, era muy difícil de conseguir en Israel, por lo que era especialmente apropiado para expresar la gloria de Dios y el hecho de que Él era «el valor supremo» (como pudiéramos expresar) de la nación. Los utensilios del templo de Jerusalén habían sido hechos por artesanos que amaban a Dios, como lo hacían Daniel y sus amigos.

Los cristianos también deben estar familiarizados con este concepto de santidad. Cuando el Señor Jesús enseñó a Sus discípulos a orar, indicó que debían comenzar con las palabras Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre (Mateo 6:9). La palabra «santificado» es una variante más antigua de la palabra «santo». Lo primero y más importante que los creyentes deben hacer es, de su propia voluntad, apartar el nombre de Dios como especial. Dios debe ser su valor supremo, y ellos deben recordar esto cuando se dirigen a Él. (Lo más triste es, entonces, cuando este concepto, fundamental para la expresión de la vida cristiana, se pierde en una oración formal susurrada sin pensar por una congregación.)

Aquellos utensilios de oro hechos de obra primorosa representaban todo lo que era esencial para la vida de aquellos cuatro jóvenes. Para ellos, eran un vínculo bien tangible con el templo de Dios en Jerusalén y todo lo que este representaba. El hecho de que no estuvieran más en el templo era un triste recordatorio de la catástrofe moral y espiritual en la que había sucumbido su tierra natal. Les recordaba que su nación había perdido el sentido de la gloria y la santidad de Dios.

Algo similar puede aún suceder hoy. No es necesario hacer un gran esfuerzo para darse cuenta de que, a los ojos de muchas personas, Dios ha perdido Su gloria y valor; la santidad se ha degenerado a un concepto exclusivamente negativo. Lejos de pensar en la santidad de Dios como algo glorioso, se asocia con monotonía y ausencia de vida y color, todo lo opuesto a gloria.

Cuando vemos imágenes tomadas por el telescopio Hubble de la belleza impresionante de los grupos de estrellas en el cielo nocturno, cuya luz centelleante es el producto de miles de millones de estrellas; o de igual forma cuando observamos a través de un telescopio terrestre; ¿cómo podríamos siquiera imaginar que el Creador es aburrido?

Y, sin embargo, así como las densas nubes o la contaminación lumínica debido al resplandor de las luces artificiales de la Tierra en ocasiones nos impiden ver el cielo nocturno en toda su gloria, quizás hay más contaminación moral y espiritual que oculta la gloria de Dios. ¿Pudiera ser también que hemos perdido algo de esa sensibilidad, por nuestra propia insuficiencia y fracaso, que Isaías el profeta indicó cuando, mucho antes del tiempo de Daniel, vio la gloria de Dios en el templo?

En el año que murió el rey Uzías vi yo al Señor sentado sobre un trono alto y sublime, y Sus faldas llenaban el templo. Por encima de él había serafines; cada uno tenía seis alas; con dos cubrían sus rostros, con dos cubrían sus pies, y con dos volaban. Y el uno al otro daba voces, diciendo: Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos; toda la tierra está llena de Su gloria. Y los quiciales de las puertas se estremecieron con la voz del que clamaba, y la casa se llenó de humo. Entonces dije: ¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos (Isaías 6:1-5).

El temor de la santidad de Dios, que la gloria del templo de Jerusalén estaba diseñada a transmitir, se perdió con facilidad. Y cuando se pierde, el peligro está en que los símbolos que alguna vez indicaron el camino a realidades espirituales y morales más profundas tienden a convertirse en fines en sí mismos. Una admiración por la arquitectura de la iglesia, o una apreciación del arte y ritual religiosos, no es lo mismo que la adoración a un Dios de gloria. Después de todo, no hay ni siquiera que creer en Él para admirar las cúspides de las torres y los altos techos arqueados de una catedral, o para disfrutar el canto de un coro de iglesia bien ensayado.

Para los estudiantes exiliados, aquellos utensilios de oro eran destellos de luz en un mundo sombrío, recordatorios de la esencia del sistema de valores que habían moldeado sus vidas. Para ellos, Dios, Su nombre y Su reputación eran sagrados.

¿Estoy exagerando con respecto a estos utensilios del templo de Jerusalén? No ciertamente, pues los volvemos a encontrar en la mitad del libro, donde toman el centro del escenario en el banquete del rey Belsasar, donde, de modo inextricable, están relacionados a su dramática caída.

Relativizar lo absoluto

Daniel tiene una cosa más importante que expresar sobre los utensilios de oro. Él enfatiza no solo que fueron llevados de un templo a otro, sino que fueron colocados en la casa del tesoro del templo del dios de Nabucodonosor. La mención de una casa del tesoro refuerza el hecho de que aún pensamos en valores, pero en este caso los valores de Nabucodonosor. Al colocar los utensilios de oro aquí, sin duda, Nabucodonosor pretendía mostrar que tenían cierto valor. Después de todo, eran objetos adquiridos en una de sus conquistas, así que su valor podría calcularse de manera simplista al demostrar la gloria superior de Nabucodonosor y sus dioses. Sin embargo, estos tesoros particulares de Jerusalén no eran más especiales a los ojos de Nabucodonosor que cualquiera de los miles de artefactos que había acumulado en sus cruzadas. Estos utensilios, con certeza, no transmitían ningún sentido de valor absoluto para él, como lo hacían para Daniel. Para Nabucodonosor, solo tenían valor relativo.

Daniel quizás mencionó los utensilios en este momento importante, al comienzo de su libro, porque lo que Nabucodonosor hizo con ellos era un ejemplo de una tendencia que observaría durante toda su vida. De hecho, es una tendencia que se aprecia en las culturas y las sociedades a través de la historia; y es tomar algo de valor absoluto y reducirlo a algo de valor relativo.

Por lo tanto, en este sentido, la acción de Nabucodonosor se puede entender como relativizar lo absoluto. Al tomar objetos que fueron diseñados para señalar al único Dios verdadero, Creador del cielo y la Tierra, y colocarlos al mismo nivel de objetos de culto a otros dioses, Nabucodonosor, ya sea que se diera cuenta o no, estaba relegando a Dios de Su posición única y haciéndolo uno entre muchas otras posibles deidades.

Tal relativización de lo absoluto es típica en la sociedad postmoderna de «escoge y mezcla» de nuestro propio siglo, especialmente en Occidente. Ya sea que crea en Jesús, Buda, los Beatles, cristales, la Madre Tierra, o alguna otra cosa que llame su atención, todo debe considerarse al mismo nivel; todo tiene el mismo valor para el relativista. De hecho, muchos están convencidos de que esta posición es por mucho la más segura de adoptar. Ellos expresan: los absolutistas son peligrosos, en especial las religiones absolutas. Sam Harris escribe (2005, pág. 15): «Hemos sido lentos en reconocer el grado al que la fe religiosa perpetúa la inhumanidad del hombre hacia el hombre». La solución que sugiere es radical: «Palabras como “Dios” y “Alá” tienen que seguir el camino de “Apolo” y “Baal”, o van a deshacer nuestro mundo» (pág. 14). Él no solo desea relativizarlos, sino relegarlos al museo de la historia de las ideas anticuadas y descartadas. Considera el ateísmo como la única opción defendible.

La historia sin duda ha mostrado que esto no puede ser tan simple, si no existe otra razón, por el hecho evidente pero fácilmente ignorado de que el comunismo inspirado en el ateísmo ha sido responsable de más derramamientos de sangre que la suma de todos los conflictos por motivos religiosos, sin importar cuánto Dawkins, Harris, Hitchens y otros intenten disimularlo (ver Lennox 2011, cap. 4). Sin embargo, debemos tomar en serio su crítica, ya que la cristiandad ha sido marcada de forma trágica por escándalos penosos e inexcusables, no son para menos las Cruzadas de la Edad Media y la violencia en Irlanda del Norte. Es importante analizar por qué estos eventos fueron inexcusables. La razón es que la misma Persona que las Cruzadas decían que representaban, abiertamente les prohibió a Sus seguidores el uso de la espada para defenderlo a Él o Su mensaje. Lejos de ser seguidores de Jesús, estaban desobedeciéndolo. (Tenga en cuenta que la cuestión de la defensa de un país o nación en particular lógicamente no tiene que ver con la defensa de Cristo y Su mensaje.)

Es necesario aclararle a nuestra generación (muchos de los cuales solo tienen una vaga idea de los hechos, cuanto más) que cuando Jesús fue traído ante el procurador romano bajo la acusación de activismo político contra el estado, es decir, fomento del terrorismo, Pilato públicamente lo declaró inocente de esa acusación. Bajo interrogatorio, Jesús con detenimiento le explicó a Pilato la naturaleza de Su reino y gobierno: Mi reino no es de este mundo; si mi reino fuera de este mundo, mis servidores pelearían (Juan 8:36). Así que estaba bien claro para el gobernador romano que Jesús no representaba ninguna amenaza revolucionaria. Pilato habría sabido que Jesús quería decir lo que expresó, porque él habría recibido el informe de las circunstancias que rodearon Su arresto. En especial, sabría que cuando uno de los discípulos de Jesús, Pedro, hizo una salvaje acometida con una espada y le cortó la oreja a uno de los siervos del sumo sacerdote, Jesús le ordenó que pusiera a un lado la espada, y le sanó la oreja a aquel hombre. Se nos pudiera perdonar si tan solo reconociéramos que el uso de espadas o cualquier otra fuerza física para defender a Jesús y Su reino tiene el efecto de cortar orejas, de una forma u otra: la violencia sigue siendo una de las principales razones por la que las personas no escuchan el mensaje de Cristo.

La principal implicación de todo esto es obvia. Si alguien usa fuerza de cualquier tipo para imponer el mensaje de Cristo a las personas desafía Sus mandamientos explícitos. En otras palabras, está involucrado en actividades anticristianas. Por lo tanto, se prueba que su pretensión de ser seguidor de Cristo es falsa. La existencia de dinero falso no prueba que no exista lo real y lo genuino, aun cuando se haga más difícil encontrarlos.

Rechazar las afirmaciones de Cristo sobre la base de que son absolutistas y que de forma inevitable conducen al derramamiento de sangre, sería una reacción muy superficial y desequilibrada. Sería mucho más justo para la historia leer sus declaraciones contra los antecedentes que, desde tiempos remotos, el cristianismo genuino ha tenido un registro positivo por cuidar a los miembros débiles e indefensos de la sociedad.

Relativizar la verdad

La tendencia a relativizar no termina con la religión. De hecho, cuando usted analiza esto, se da cuenta de que cualquier tendencia a relativizar afecta de forma inevitable los valores y al final incluso la verdad en sí misma. Este aspecto del postmodernismo está lejos de ser nuevo. Alrededor de tres siglos después de la época de Daniel, el sofista griego Protágoras desestimó la noción de la verdad absoluta sobre la base de que las personas bien podrían tener diferentes opiniones sobre si el viento se sentía frío o no. Más tarde, Sócrates expuso el error en la lógica de Protágoras, al hacer la distinción entre la verdad objetiva y nuestra respuesta subjetiva a ella. Nos preguntamos qué habría hecho Protágoras con un termómetro.

En el centro del postmodernismo yace una patente auto contradicción. Espera que aceptemos como verdad absoluta que no existen verdades absolutas. Debemos notar esta característica común y funestamente errónea del pensamiento relativista: trata de excluirse a sí mismo de sus propios pronunciamientos. El hecho es que nadie puede vivir sin un concepto de verdad absoluta. Si usted no cree esto, trate de convencer a un gerente de banco de que las cifras rojas que ve en su computadora debajo de su número de cuenta no son valores absolutos.

De hecho, en los negocios prácticos y comunes de la vida, las personas tienden a ser relativistas solo en aquellas áreas que consideran asuntos de opiniones y no de hechos. Todos actuamos como si creyésemos que los relojes nos indican la verdad sobre el tiempo. No somos pluralistas sobre si Londres es la capital de Inglaterra, o si 2+2=4. Los nuevos ateos no son postmodernos cuando se trata de proclamar la verdad del ateísmo y negar la existencia de Dios.

Este punto merita énfasis. Es muy superficial expresar que alguien es un relativista, por la sencilla razón de que nadie es un relativista en todas las áreas. De hecho, en la mayoría de las áreas, todos resultamos ser absolutistas.

Contra la corriente

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