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CAPÍTULO 4

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CUESTIÓN DE IDENTIDAD

Daniel 1

Aunque Nabucodonosor era un monarca despiadado, poseía la inteligencia y perspicacia suficientes como para no adoptar una política de total opresión a la hora de gobernar sobre los disímiles pueblos de su imperio. Creía que podía cambiar a las personas, así que elegía a los más capaces entre los cautivos de las naciones conquistadas y los entrenaba a fondo. Adiestraba a los jóvenes porque generalmente las personas mayores tienen conductas muy arraigadas y resulta más difícil moldearlas. Debían ser bien parecidos, poseer una excelente presencia física y mostrar grandes aptitudes tanto intelectuales como administrativas. Era necesario que aprendieran el idioma y la literatura babilónicos. Nabucodonosor conocía la importancia del lenguaje y de las letras en el proceso de asimilación cultural. Insistía en que su futura élite recibiera un curso intensivo de saturación cultural por tres años. Su intención a todas luces era que, al finalizarlo, los aprendices fueran partidarios y no extranjeros. Con el tiempo enviaban a algunos de los graduados a sus países de origen, para que combinaran su formación con el conocimiento local y ejercieran como representantes del gobierno de Babilonia. Sin embargo, Daniel y sus amigos demostraron ser tan capaces que permanecieron en el círculo de poder del imperio.

Daniel es parco en detalles. Registró un incidente temprano, que revela el tipo de ingeniería social que formaba parte de la filosofía de Babilonia. Estaba relacionado con los nombres. Aspenaz, el funcionario encargado de los nuevos reclutas del curso élite de la universidad, les comunicó a los cuatro jóvenes que iba a reemplazar sus nombres hebreos por nuevos nombres babilónicos. Pudiera parecernos algo inofensivo, pero en realidad era una forma de erradicar cualquier tipo de distinción que sus nombres extranjeros pudieran comunicar.

Las autoridades impedían tal posibilidad porque sus nombres no solo indicaban su origen hebreo, sino que daban testimonio del Dios en quien creían. A juzgar por el relato que sigue, podrían utilizarlos con facilidad en sus conversaciones y de esta manera comunicar algunos atributos de Dios que resultarían completamente nuevos para sus compañeros de estudios en Babilonia.

¿Qué transmite un nombre?

Imaginemos una conversación entre Daniel, sus amigos y tres estudiantes babilonios a quienes llamaremos Adapa, Ninurta y Nabu. Entramos en el debate cuando se enteran de que Adapa toma su nombre del primer mortal, hijo de los dioses Enlil y Ninlil, que Ninurta significa «señor de la tierra», el dios sumerio de la guerra, la fertilidad, la lluvia y el viento del sur, y que el hijo del dios Marduk precisamente se llamaba Nabu.

—¿Los nombres hebreos son así también? —pregunta Nabu.

—Sí —responde Daniel—. Mi nombre significa «Dios es mi juez.»

—Uf, suena un poco pesado —dice Adapa—. Me parece una visión de Dios bastante deprimente y estrecha. Como si tu Dios fuera un aguafiestas que siempre trata de sorprenderte en algo para castigarte.

—No es tan malo —aclara Daniel—. Para nosotros un juez no es solo la persona que preside un tribunal de justicia, aunque, por supuesto, forme parte de sus funciones. De hecho, en nuestra nación hubo etapas anteriores en las que fuimos gobernados por hombres llamados «jueces» antes de que tuviéramos reyes como David. En mi caso, la palabra «juez» transmite la idea de que Dios es quien gobierna y guía mi existencia, y eso es algo positivo. Significa que Él no está lejano. Le interesa mi vida y quiere lo mejor para mí. Por eso obedezco Sus leyes.

—Aun así, me suena opresivo y legalista —replica Ninurta.

—¿Verdad? —dice Azarías—, pero ese punto no es de por sí lógico, ¿no? Veamos, a ti te gusta tocar la lira, y a nosotros nos encanta escucharte. Me he dado cuenta de que antes de tocar (e incluso mientras lo haces) miras una tabla de arcilla con notas musicales. ¿Por qué? Porque para lograr una buena interpretación necesitas seguir las notas. Solo si las conoces y las obedeces, por así decirlo, tocarás melodías de primera calidad. Lo mismo sucede con nosotros. Queremos hacer música con nuestras vidas, y su calidad depende de la atención que le prestemos a la «partitura» de nuestras leyes, la Torá.

—Esa analogía es precisa hasta cierto punto —repara Misael—. No somos máquinas regidas por cierto engranaje. De hecho, nuestra Torá solo nos enseña los principios, no las acciones detalladas; y tenemos que pensar con cuidado cómo aplicarlos en diversas situaciones.

—Tienes razón —observa Azarías—. Déjame desarrollar un poco más mi metáfora musical. La música establece las notas que deben tocarse; pero es Ninurta quien determina el verdadero énfasis, el timbre y la expresión precisa; él expresa libremente su personalidad. Dos músicos pueden tocar las mismas notas y sin embargo sonar diferente. ¡De hecho la interpretación musical de dos artistas nunca es igual, aunque toquen la misma partitura!

—Pero bueno, Daniel, también te referías a la parte legal en el concepto de juez, ¿no? ¿Qué nos dices de eso?

—Sí, claro, algunas personas perciben el juicio como algo negativo, máxime si se trata de un juicio final. Pero si no hay un juicio, podemos deducir que no habrá una rendición de cuentas definitiva, así que en realidad no importa lo que haga porque nunca daré cuenta de ello. Ninguna sociedad puede funcionar así sin caer en la anarquía. Por eso, ustedes tienen el Código de Hammurabi y lo aplican en los tribunales. El estado babilónico sostiene que la ley se aplica mediante sanciones punitivas, de lo contrario no tiene sentido. Si funciona a nivel social, con seguridad también funciona en nuestra relación con Dios.

—La conclusión es que, dar cuentas de nuestros actos, le confiere dignidad y valor a nuestra persona. A ninguno de nosotros nos gusta que nos traten como si fuéramos irresponsables o descuidados. Dios nos ha creado con cierta libertad: podemos decidir. Negar esa rendición de cuentas final me denigra como ser humano, porque si mis acciones no tienen importancia, entonces yo tampoco la tengo.

—Además, si no hay que rendir cuentas, entonces el sentido de justicia que todos poseemos no es más que una vana ilusión; no se corresponde con ninguna realidad moral. Nos burla con la falsa promesa de que las cosas se arreglarán algún día.

—En este contexto, podemos entender por qué nuestros poetas frecuentemente expresaban satisfacción al pensar que un día Dios intervendrá para juzgar el mundo. Escucha esto:

Alégrense los cielos, y gócese la tierra; brame el mar y su plenitud. Regocíjese el campo, y todo lo que en él está; entonces todos los árboles del bosque rebosarán de contento, delante de Jehová que vino; porque vino a juzgar la tierra. Juzgará al mundo con justicia, y a los pueblos con su verdad (Salmos 96:11-13).

—El poeta imagina como se regocija la creación al saber que un día Dios entrará en la historia para dar Su última sentencia. ¿No deberíamos alegrarnos?

—Pero a mí no me gusta la idea de un juicio final —dice Nabu—. No estoy seguro de que quiera rendirle cuentas a un dios, y menos al tuyo. Porque si hay un solo Dios, y es santo como dices, ¡tú también estarás en problemas! Después de todo, no eres perfecto, ¿verdad?

(En su famoso libro Los hermanos Karamazov, el novelista ruso Fiódor Dostoyevski escribió: «Si Dios no existe, todo está permitido.» Por supuesto, Dostoyevski no sugiere que un ateo no pueda ser moral porque algunas veces los ateos aleccionan moralmente a cristianos profesos. Lo que expresa es que, si no hay Dios, entonces la moral no es necesaria. Muchos pensadores contemporáneos no están de acuerdo y proponen que podemos encontrar una moral aceptable en aspectos de la biología o incluso que la misma viene determinada por nuestros genes. Mis razones para cuestionar esta proposición se encuentran en otros trabajos [2011, páginas 97-114]).

—Creo que, en este sentido, tendrás que conversar con Ananías —señala Daniel—, porque mi nombre solo expresa una faceta de Dios.

—Correcto —dice Ananías—, el mío significa «el Señor muestra gracia.»

—¿Qué es la gracia? —pregunta Adapa.

—La gracia es la pura generosidad que Dios expresa al darnos lo que no merecemos. Por ejemplo, en el sitio de Jerusalén Nabucodonosor me perdonó la vida mientras que otros murieron. ¿Crees que yo merecía su perdón? ¿Merecía tener una familia maravillosa, mientras que otros han tenido experiencias trágicas en sus hogares? De hecho, ¿merezco tener nuevos amigos como tú aquí en Babilonia? Veo estas, y muchas otras cosas, como una expresión de la gracia de Dios.

—¡Un momento!, lo que Daniel explicaba, ¿no es completamente diferente? ¿Daniel adora al dios-juez y tú adoras al dios-gracia? Ustedes tienen diferentes dioses, igual que nosotros.

—¡No, ¡para nada! —aclaran al unísono—. Solo hay un Dios, piénsalo de esta manera. Nosotros declaramos que los seres humanos están hechos a la imagen de Dios, lo que significa que uno puede aprender sobre Él con solo mirar a los seres humanos. Nosotros somos personas, y Dios también lo es. Mira, piensa en alguien a quien respetas; esa persona está llena de matices, no es inflexible o monótona. Posee diferentes características: puede ser graciosa pero firme a la vez, ¿no es así? Lo que queremos expresar es que nuestros nombres reflejan la amplitud del carácter del único Dios verdadero. Espero que así lo entiendas mejor.

—Creo que es mi turno —dice Misael—, porque mi nombre se relaciona con la singularidad de Dios. Significa: «¿Quién es como Dios?» Por supuesto que la interrogante tiene una respuesta negativa: «Nadie es como Dios. Él es único.» Creo que mis padres lo tomaron de un pasaje del profeta Isaías: ¿A qué, pues, haréis semejante a Dios, o qué imagen le compondréis? (Isaías 40:18). Así protestó contra el politeísmo y defendió la fe en el único Dios verdadero.

—¿Y tú, Azarías? Dinos, ¿qué significa tu nombre?

—Significa: «el Señor ayuda» —responde—. Mis padres me lo pusieron para expresar su gratitud a Dios por la ayuda que les había dado en vida. Pero no solo mis padres se sintieron así. Nosotros la hemos experimentado personalmente. Su palabra ha sido nuestro salvavidas. Por ejemplo: Jeremías no solo profetizó que Nabucodonosor nos invadiría y que deportaría a muchos de nosotros, sino también por qué debía suceder. Gracias a eso pudimos enfrentar la situación. De hecho, cuando hago un recuento de nuestras vidas, veo que Dios nos ayuda a través de Su trato con nosotros por medio de la Palabra, cuando escuchamos Su voz.

—Disculpen —dice Nabu—, pero eso me parece inconsistente. Es una interpretación bastante subjetiva de las cosas. Quizás debo señalar que mi nombre es el del dios patrón de la ciencia y que, curiosamente, yo soy un científico. Ustedes afirman que los seres humanos estamos hechos a la imagen de Dios. Pero, pudiera ser al revés. En la universidad tenemos un profesor de psicología que nos ha enseñado que todos los dioses son en esencia proyecciones de nuestras propias ideas; por eso todos poseen una humanidad profunda y predecible, no existen de forma autónoma. Por cierto, a los sacerdotes no les gustan esas conversaciones; así que él se cuida mucho de lo que dice en público. Es difícil oponerse a los modelos establecidos.

—Es más, cuando afirmas que tu Dios te ayuda, yo mismo pudiera decir que Nabu me ha ayudado a convertirme en un científico y a obtener resultados relevantes en mis exámenes; o que Istar me ha ayudado a conseguir una novia estupenda. ¿Dónde está la diferencia en lo que dices? No puedes eludir la interrogante. ¿Cómo sabes que Dios te ayuda? ¿Cómo puedes asegurar que no estás acomodando tus experiencias para que apoyen tus creencias?

—¡Guau, no se te escapa nada! — responde Azarías—. Tu pregunta está plenamente justificada. Sin embargo, es una espada de doble filo. Supongamos que te preguntara cómo sabes que la impresionante novia que mencionaste te ama. No importa cuántos argumentos me des, yo siempre podría rebatirlos. Es imposible obtener las pruebas del amor por medio de las matemáticas, como Ananías pretende hacerlo. Pero la percepción sí es posible, ¿no es cierto? Si te observo a ti y a tu novia durante un tiempo, creo que podría asegurar si te ama o no. Entonces, ¿por qué no nos observas con atención durante los próximos meses? Si no logras percibir que Dios está con nosotros y que nos ayuda en nuestra vida diaria, entonces no tendrá sentido que lo afirmemos. Pero espero que logres ver, a través de nosotros, que Dios es real.

La oportunidad de usar sus nombres para iniciar una conversación no duraría mucho, si alguna vez la tuvieron. Enseguida, Aspenaz, el funcionario a cargo de los estudiantes, hizo una reunión con los extranjeros y allí les informó que, para facilitar su integración a la sociedad, les pondrían nombres babilónicos. Los nombres extranjeros estaban terminantemente prohibidos.

Ya incluso los habían elegido. Daniel se llamaría Belsasar (Balat su ussur), que significa «Que Bel (Marduk) proteja su vida» o también, «príncipe de Bel» (algo que resulta intrigante). A Ananías le pusieron Sadrac, que significa «mandato de Aku» (el dios-luna); y a Azarías lo llamaron Abed-nego, que se traduce como «servidor de Nabu» (el hijo de Marduk). Nabu o Nebo forma parte del nombre Nabucodonosor (Nabu kudurri usur); así que, Azarías y Daniel tenían nombres que formaban parte del nombre del emperador. Pero con Misael fueron más crueles. Su nombre babilónico se parecía al suyo en hebreo, pero lo que hacía era parodiarlo lingüísticamente. Le pusieron Mesac, que significa: «¿Quién es como Aku (el dios de la luna)?» No permitieron de ninguna manera que Misael usara en público el concepto de la singularidad del único Dios verdadero. Es probable que los jóvenes amigos usaron alguna que otra vez sus nombres cuando conversaban y es posible que se los explicaran a otros; pero, por supuesto, debían ser cuidadosos. Babilonia quería arrojar al olvido sus nombres y sus significados. (Se ha sugerido que Daniel deletrea de forma incorrecta algunos de estos nombres babilónicos, como si dijera: «En realidad no importa cómo me llamen, no pueden cambiar mi identidad».)

Cambiar sus nombres era una acción estratégica. Fue un primer intento de ingeniería social, encaminado a eliminar distinciones inconvenientes y homogeneizar a las personas para controlarlas con más facilidad. A lo largo de la historia, con frecuencia tales intentos vienen acompañados por el socavamiento de la dignidad humana. Un ejemplo actual de este fenómeno es la corrección política que, aunque originalmente estaba destinada a evitar la ofensa, se ha convertido en un intransigente supresor del debate público abierto y honesto.

De seguro este fue un momento difícil para Daniel y sus amigos, y quizás pensaron en protestar. Sin embargo, la Palabra no lo dice, así que solo podemos hacer conjeturas. Una cosa es evidente: Babilonia podía cambiar sus nombres, pero no sus identidades. La historia demuestra que el nombre de Daniel sobrevivió al Imperio babilónico, gracias al libro que nos legó. Tampoco perdió su identidad. Y podemos pensar que, entre ellos, usaban sus nombres propios todo el tiempo.

Babilonia y su búsqueda de sentido

Aún queda bastante por decir sobre los nombres y las identidades en este contexto, porque es el tema central de la fundación de Babilonia. Génesis relata lo siguiente:

Tenía entonces toda la tierra una sola lengua y unas mismas palabras. Y aconteció que cuando salieron de oriente, hallaron una llanura en la tierra de Sinar, y se establecieron allí. Y se dijeron unos a otros: Vamos, hagamos ladrillo y cozámoslo con fuego. Y les sirvió el ladrillo en lugar de piedra, y el asfalto en lugar de mezcla. Y dijeron: Vamos, edifiquémonos una ciudad y una torre, cuya cúspide llegue al cielo; y hagámonos un nombre, por si fuéremos esparcidos sobre la faz de toda la tierra (Génesis 11:1-4, énfasis mío).

Cada gran capital del mundo tiende a ser un símbolo de la ideología de la nación. Por ejemplo, durante la guerra fría, la radio anunciaba mensajes de este tipo: «Moscú dice esto, Washington ha respondido aquello, pero Londres cree lo otro.» Todos los oyentes sabían cuál era la posición de cada capital. Representaban ideologías opuestas. El pasaje de Génesis nos revela lo que Babilonia representaba. Su lema, hagámonos un nombre, nos muestra las bases filosóficas tanto de su construcción como de sus ambiciones.

Sin embargo, debemos ser cuidadosos en nuestro análisis. A fin de cuentas, ¿no significa esto que el proyecto babilónico era una búsqueda genuina de su identidad? ¿Qué hay de malo en ello? De por sí, todos queremos poseer una identidad. ¿No es precisamente el sentido lo que le da un propósito a la vida?; entonces ¿qué hay de malo en buscarlo?

¡Nada! El texto de Génesis no enseña que no debemos buscar el sentido; sino que lo importante es la manera en que lo buscamos. Desde la perspectiva de Dios, algo andaba mal con la forma en que los antiguos abordaron el proyecto original, porque Él intervino y lo destruyó.

Babel buscaba su identidad en la vanguardia de los logros científicos y tecnológicos de la época. Como hemos visto, los antiguos babilonios eran arquitectos e ingenieros expertos, y sus aspiraciones de construir los edificios más impresionantes del mundo fueron encausados por una sucesión de emperadores, principalmente Nabucodonosor.

El deseo de construir edificaciones que lleguen al cielo como una forma de mostrar los logros humanos se repite a través de los siglos: las pirámides, las imponentes estructuras mayas, el Empire State Building, las Torres Petronas, El Burj Khalifa; y ya se planean construcciones más altas. Todos son símbolos poderosos, tan poderosos, que cuando los terroristas quisieron golpear a Estados Unidos, eligieron las Torres Gemelas para su atentado.

No hay nada malo en buscar la excelencia en la arquitectura y en la ingeniería. Con razón admiramos a los babilonios y a otras naciones por sus magníficos logros. Entonces, ¿qué problema tienen con su búsqueda de sentido? El Libro de Génesis lo explica en el capítulo siguiente. Allí aparece un registro del mandamiento que Dios le dio a Abraham, un antepasado de Daniel, al ordenarle que saliera de Harán, una ciudad antigua situada en la misma región que Babilonia.

Pero Jehová había dicho a Abram: Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré. Y haré de ti una nación grande, y te bendeciré, y engrandeceré tu nombre, y serás bendición. Bendeciré a los que te bendijeren, y a los que te maldijeren maldeciré; y serán benditas en ti todas las familias de la tierra (Génesis 12:1-3, énfasis mío).

Este llamado debe considerarse como uno de los sucesos más importantes de la historia. Lord Sacks, el Gran Rabino del Reino Unido, escribe (2011, página 8):

Las civilizaciones surgen y desaparecen. La fe de Abraham sobrevive… Lo que hizo único el monoteísmo abrahámico es que dotó la vida de sentido. Pocas y raras veces entendemos este punto… Cometemos un grave error si concebimos el monoteísmo como un desarrollo lineal del politeísmo, como si la humanidad primero adorara a muchos dioses para luego reducirlos a uno solo. El monoteísmo es algo muy diferente. El sentido de un sistema se encuentra fuera del sistema. Por lo tanto, el sentido del universo está fuera del mismo. El monoteísmo, con su revelación del Dios trascendental, el Dios que está fuera del universo y que es Su creador, posibilitó que por vez primera creyéramos que la vida tiene un sentido, y no solo una explicación mítica o científica.

La filosofía babilónica sigue resonando hoy día en el cientificismo que nos anima a buscar el sentido y la salvación en la ciencia y en la tecnología. Pero ni el análisis ni la explicación científica nos proveen ese sentido que anhelamos como personas. Babilonia nos deja vacíos.

Dios no lo dejará vacío, así lo vio claramente el filósofo Ludwig Wittgenstein (1979, página 74e):

Creer en Dios quiere decir comprender el sentido de la vida. Creer en Dios quiere decir ver que con los hechos del mundo no basta. Creer en Dios quiere decir ver que la vida tiene un sentido.

El Señor Dios trascendente se revela a Abraham y le dice dónde encontrará el sentido de su vida: Engrandeceré tu nombre. Esta afirmación, inmediatamente después de presentarnos la ideología de Babel, nos invita a contrastar la filosofía fundacional de esta nación con la fe de Abraham en Dios. El Nuevo Testamento afirma que la fe de Abraham constituye la filosofía fundacional de otra ciudad que juega un papel del todo opuesto a Babilonia en la historia bíblica. Una ciudad celestial llamada Jerusalén.

La carta de Hebreos narra por qué Abraham salió de la ciudad de Ur:

Por la fe Abraham, siendo llamado, obedeció para salir al lugar que había de recibir como herencia; y salió sin saber a dónde iba. Por la fe habitó como extranjero en la tierra prometida como en tierra ajena, morando en tiendas con Isaac y Jacob, coherederos de la misma promesa; porque esperaba la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios. Por la fe también la misma Sara, siendo estéril, recibió fuerza para concebir; y dio a luz aun fuera del tiempo de la edad, porque creyó que era fiel quien lo había prometido. Por lo cual también, de uno, y ese ya casi muerto, salieron como las estrellas del cielo en multitud, y como la arena innumerable que está a la orilla del mar. Conforme a la fe murieron todos estos sin haber recibido lo prometido, sino mirándolo de lejos, y creyéndolo, y saludándolo, y confesando que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra. Porque los que esto dicen, claramente dan a entender que buscan una patria; pues si hubiesen estado pensando en aquella de donde salieron, ciertamente tenían tiempo de volver. Pero anhelaban una mejor, esto es, celestial; por lo cual Dios no se avergüenza de llamarse Dios de ellos; porque les ha preparado una ciudad (Hebreos 11:8-16).

Era natural y estaba bien que, como nosotros, Abraham estuviera interesado en su propia identidad. Sin embargo, la diferencia entre su actitud y la de los babilonios era que estos últimos confiaban en su propia capacidad y fuerzas para crear un «nombre» o una identidad. Ellos lo hacían al estilo Sinatra, «a mi manera»; pero Abraham aceptaba la identidad y el sentido que Dios le había dado. Eso lo distinguía como alguien que de verdad confiaba en el Señor, y la fe es el principio básico de la ciudad celestial de Dios. ¡Él no se opone a las ciudades! La cuestión radica en el sentido de las mismas.

En el caso de Abraham, de Daniel y del nuestro, el asunto no es en qué ciudad vivimos, sino para qué ciudad vivimos. En este sentido la Biblia narra la historia de dos ciudades. Volveremos a esta idea cuando analicemos Daniel 9.

Es fácil hablar de lo que hizo Abraham, pero no es fácil hacerlo. La mayoría, si no todos nosotros, tenemos problemas con la identidad. A veces nos resulta difícil encontrarles sentido a nuestras vidas, y nos preguntamos con tristeza: «¿para qué estoy aquí?» Al mismo tiempo, observamos claramente cómo otros tienen vidas llenas de logros y hasta deseamos ser uno de ellos. Son más talentosos que nosotros y tienen una personalidad más profunda e interesante. A veces pensamos que no enfrentan muchos problemas en sus familias o en sus trabajos. Es como si fuera sencillo reconocer el «nombre» de ellos, pero muy difícil reconocer el nuestro. Parecen tener definido «el porqué» de sus vidas mientras que nosotros no.

Seamos sinceros: en ocasiones es una batalla, incluso para los creyentes, aceptar el sentido que Dios nos ha dado. Es muy fácil buscar nuestro sentido en algo aparte del Señor y desgarrarnos en el proceso.

La pregunta: «¿quién soy realmente?», es una de las más profundas que podemos hacernos. La sicóloga Nola Passmore lo expresa con claridad:

La raza humana clama con desespero por un significado y un propósito, por un sentido de pertenencia cuando las relaciones humanas no satisfacen, por la necesidad de saber que alguien nos ama sin condiciones a pesar de nuestras circunstancias, por la necesidad de saber que no somos producto de la casualidad, sino de un diseño, por saber que tenemos un futuro y una esperanza incluso cuando todo a nuestro alrededor se está derrumbando.

Viktor Frankl, el psicoterapeuta vienés que sobrevivió al Holocausto, escribió un libro titulado El hombre en busca de sentido, en el que describe un tratamiento psicoterapéutico que llamó «logoterapia» (de la palabra griega logos, que significa «palabra» o «significado», la misma que los filósofos estoicos utilizaron para expresar el principio racional detrás del universo y que luego los cristianos usaron en el Nuevo Testamento para referirse a Cristo como el Verbo de Dios.) Él creía que la principal fuerza motivacional humana es la búsqueda de sentido. El hecho de que millones de ejemplares de su libro se hayan vendido en muchos idiomas, demuestra el doloroso vacío que existe en el corazón del hombre. Pensaba que lo más importante que podemos hacer por nuestros semejantes es darles esperanza para el futuro. Eso fue lo que Dios hizo con Abraham al darle promesas que se cumplieron después. Le dio un logos, una palabra esperanzadora.

En este contexto, vale la pena pensar no solo en los nombres individuales, sino en el nombre genérico de toda la raza humana. ¿De dónde vino? La respuesta bíblica es que vino de Dios. Génesis lo relata:

Este es el libro de las generaciones de Adán. El día en que creó Dios al hombre, a semejanza de Dios lo hizo. Varón y hembra los creó; y los bendijo, y llamó el nombre de ellos Adán [hebreo: adam], el día en que fueron creados (Génesis 5:1-2).

Lo interesante del relato de la creación en Génesis, es que hay muy pocas partes en las que Dios asigna nombres (día, noche, cielo, tierra y mares en Génesis 1:5, 8, 10), pero le asigna a Adán la tarea de nombrar a los animales.

Al señalar que Dios en persona nombró a los humanos, Génesis enfatiza que el sentido último de nuestra raza parte del hecho de haber sido creados a imagen de Dios. Deducimos entonces que al separamos de Él perdemos tal sentido. (No estoy insinuando que los ateos no pueden o no crean un sentido de significado y de propósito para su existencia. Lo que estoy sugiriendo es que su propia visión del mundo les impide conocer el sentido último de sus vidas.)

La afirmación más importante del cristianismo es que Jesús es el Verbo (Logos), idéntico a Dios y con Dios desde el principio (Juan 1:1-2). Él es la Palabra que se hizo humana para que pudiéramos oír de Su boca las palabras que nos dan sentido. De hecho, ese es el motivo de este libro: que, cuando leemos lo que dice Daniel, escuchamos que Dios nos habla. De hecho, ese es el tema del libro: Dios le habla a Daniel y por medio de él lo hace con nosotros. Es una afirmación bastante atrevida en una sociedad secular y escéptica. Luego profundizaremos en este sentido.

Finalmente señalamos la gran diferencia entre Abraham y Daniel. El primero, por un llamado de Dios, salió de Mesopotamia. Se fue por su voluntad y se convirtió en nómada, con rumbo a la tierra que más tarde llevaría el nombre de su nieto, Israel (Jacob). Aprendió lo que significa confiar en Dios; y el Nuevo Testamento nos lo presenta como un reto para nosotros (Hebreos 11). El segundo, por el contrario, fue forzado a entrar en la tierra prometida, en la misma región de la que Abraham había salido. El Señor llamó a Daniel, como un verdadero hijo de Abraham, a vivir y a testificar su fe públicamente dentro de Babilonia. Esta es la otra parte de la lección. Cuando aprendemos, al igual que Abraham, a confiar en Dios como peregrinos en el camino de la vida, Él nos enviará de nuevo a la sociedad para que seamos «sal y luz» (Mt 5:13-14), para que allí provoquemos sed de Dios y alumbremos el camino hacia Él por medio del Señor Jesucristo, Su Hijo encarnado.

Matthew Arnold

A menudo, en las más concurridas calles del mundo,

En los más estruendosos conflictos,

Se levanta un deseo inexplicable

Después del conocimiento de nuestra vida enterrada;

Una sed de derrochar nuestro fuego y el inquieto vigor,

De seguir nuestro rumbo verdadero;

Un anhelo de investigar

El misterio de este corazón latiente,

Tan salvaje, tan profundo en nosotros, para conocer

El origen de nuestras vidas y hacia dónde van.

La vida enterrada (1852)

Friedrich Nietzsche

Quien tiene un porqué para vivir, encontrará casi siempre el cómo.

Crepúsculo de los ídolos [Maxim 12] (1889)

La confusión del lenguaje

El pasaje en Génesis que registra los orígenes de Babilonia nos enseña el significado de su nombre:

Y descendió Jehová para ver la ciudad y la torre que edificaban los hijos de los hombres. Y dijo Jehová: He aquí el pueblo es uno, y todos estos tienen un solo lenguaje; y han comenzado la obra, y nada les hará desistir ahora de lo que han pensado hacer. Ahora, pues, descendamos, y confundamos allí su lengua, para que ninguno entienda el habla de su compañero. Así los esparció Jehová desde allí sobre la faz de toda la tierra, y dejaron de edificar la ciudad. Por esto fue llamado el nombre de ella Babel, porque allí confundió Jehová el lenguaje de toda la tierra, y desde allí los esparció sobre la faz de toda la tierra (Génesis 11:5-9).

Según la Escritura aquí se originaron los múltiples idiomas que existen, y fue lo que provocó que el hebreo fuera diferente del arameo y del caldeo. Como hemos visto, Nabucodonosor estaba claramente decidido a revertir los efectos de las diferencias lingüísticas y culturales a través de su política educativa, al insistir en que los jóvenes cautivos como Daniel y sus amigos aprendieran el idioma y la literatura del Imperio babilónico. Fue incluso más lejos cuando les cambió los nombres, como si intentara sacarlos de circulación.

Pudieran reprocharme que profundizo demasiado en este aspecto, pero hacerlo no le resta fuerza a lo que quiero expresar. La ola de relativismo que inunda hoy día el pensamiento occidental, presiona cada vez más para eliminar ciertas palabras de nuestros idiomas y reemplazarlas por otras que promuevan los planes seculares de descomponer la naturaleza misma de los seres humanos y de la sociedad en la que vivimos.

Por ejemplo, algunas palabras empiezan a carecer de corrección política: verdad, mandamiento, dogma, fe, conciencia, moralidad, pecado, castidad, caridad, justicia, autoridad, marido, esposa; mientras que otras palabras y conceptos ocupan el centro: derechos, no discriminación, elección, igualdad de género, pluralidad, diversidad cultural.

Estos cambios profundos surgen de una descomposición postmoderna de la verdad, que pretende desplazar la verdad del terreno objetivo hacia el subjetivo, y así relativizarla de manera efectiva. El Cardenal Ratzinger, antes de convertirse en el Papa Benedicto XVI, advirtió sobre la «dictadura del relativismo» en la sociedad europea al afirmar:

Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja solo como medida última al propio yo y sus apetencias.6

Suena paradójico, pero no lo es. La presión se hará evidente desde el mismo momento en que cuestionemos cualquier aspecto de este relativismo; por ejemplo, tenemos que aprobar todos los estilos de vida. El derecho a elegir va primero que todo lo demás, incluyendo la tradición y la revelación divina. Este es el único absoluto en un mar de relativismo, aunque sea algo contradictorio.

Hemos observado que el posmodernismo contiene la evidente autocontradicción de que «no hay verdad absoluta» pero que declara esto como una verdad absoluta; así que no es sorprendente que su lenguaje sea tan confuso. De hecho, el posmodernismo medra en la ambivalencia lingüística. Su propósito es eliminar cualquier objetividad de nuestra aprehensión de la «realidad» y reducirlo todo a un texto que debemos interpretar y en el que cada interpretación es válida siempre que no aborde el terreno de los valores.

Jürgen Habermas (de hecho, un ateo) ha advertido claramente los peligros del cambio de una base moral judeo-cristiana a una base posmoderna (2006, páginas 150-151):

El igualitarismo universalista, del que derivan los ideales de libertad y una vida colectiva solidaria, la conducción autónoma de la vida y la emancipación, la conciencia moral individual, los derechos humanos y la democracia, es el legado directo de la ética judía de la justicia y la ética cristiana del amor.

Este legado ha sido objeto de una constante apropiación e interpretación crítica, sin sufrir transformaciones sustanciales. Al día de hoy no existe ninguna alternativa a él. Y a la luz de los desafíos actuales de una constelación posnacional, seguimos alimentándonos de esa fuente. Todo lo demás son chácharas postmodernas.

¡Sí, una «Babel» posmoderna!

Contra la corriente

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