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Introducción

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El veterano actor y director estadounidense Clint Eastwood confesaba en una entrevista su nostalgia por los viejos westerns, aquellas películas que «te transportan a otra época en la que un individuo podía valerse solo por sí mismo, una fantasía hoy casi imposible» (Belinchón, 2020). El mito del llanero solitario cinematográfico añorado por la estrella hollywoodiense tiene su correlato social en el hombre (varón) hecho a sí mismo. La pantalla de cine no hace sino proyectar el ideal antropológico occidental de una persona madura, soberana absoluta sobre su vida y su hacienda. No depender de nada ni de nadie será la extraña meta propuesta por una especie animal que se caracteriza precisamente por todo lo contrario: necesitar imperativamente el cuidado de otros para poder sobrevivir. La ficción del pistolero insociable que recorre el lejano Oeste es la secuela de aquel hombre-hongo hobbesiano que nacía y florecía de forma espontánea sin la ayuda de nadie: «Si volvemos nuevamente al estado de naturaleza y consideramos a los hombres como si hubieran surgido súbitamente de la tierra [como hongos], y se hubieran hecho adultos sin ninguna obligación de unos con otros» (Hobbes, 1999, p. 78).

El imaginario social occidental se ha construido sobre esos pilares autosuficientes. En cualquiera de sus versiones, los mitos ilustrados que establecen las bases de nuestras actuales democracias liberales buscan la manera de establecer marcos de convivencia pacíficos entre sujetos independientes «condenados» a vivir juntos. El Leviatán hobbesiano; el Ensayo sobre el gobierno, de Locke; El espíritu de las leyes, de Montesquieu, o el Contrato social, de Rousseau, suministran los argumentos para la construcción de ciudadanías autodefensivas que buscan salvaguardar intereses privados. En el paradigma de la autosuficiencia, el ciudadano es aquel que es su propio señor, junto a sus iguales; el que no es súbdito, el que no es vasallo, el que es dueño de su vida. Ciudadano es el que hace su vida con los que son iguales que él en el seno de la ciudad (Cortina / Carreras, 2003, p. 3). Una definición inobjetable si no fuera porque en sus desarrollos educativos, morales y políticos, esa ciudadanía ha venido olvidando que la soberanía individual se construye siempre sobre nuestra interdependencia mutua.

Clint Eastwood lleva razón al reconocer la imposibilidad de seguir manteniendo la ficción de que las personas no necesitamos más que un caballo y un par de pistolas para sobrevivir. Si algo hemos aprendido de la pandemia que detuvo el mundo en 2020, es que todos los seres humanos sin excepción –incluidos los cowboys– somos interdependientes y ecodependientes, que nuestro ser vulnerable se sustenta sobre una tupida red de cuidados mutuos que hacen posible la vida personal y social.

Por qué no construir un nuevo contrato social cimentado sobre nuestra interdependencia constitutiva; un «pacto de cuidados» que dirima nuestra convivencia no con testosterónicos duelos al sol, sino desde la articulación política de relaciones de cuidado. Esa es la propuesta de la cuidadanía, un nuevo paradigma civilizatorio que quiere cimentarse sobre verdades esenciales que habíamos decidido ignorar: nuestra común vulnerabilidad y nuestra necesidad de cuidados. A justificar las razones del tránsito de la ciudadanía a la cuidadanía dedicamos las páginas siguientes.

Cuidadanía

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