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¿Qué es la ciudadanía?
Fronteras conceptuales

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La ciudadanía forma parte de esos conceptos que, como la democracia, la justicia o la política, damos por sobrentendidos. No necesitamos aclarar su significado para lanzarnos a reivindicar su necesidad o enumerar sus bondades. Sin embargo, la mayoría de las veces, ese saber intuitivo suele esconder un desconocimiento real de los límites conceptuales que determinan el significado de la ciudadanía y que permiten diferenciarla de otros discursos sobre sociedad, ética o política que no son estrictamente ciudadanos.

Acercamientos poco rigurosos al concepto de ciudadanía acaban convirtiéndola en un cajón de sastre donde caben todos aquellos contenidos que relacionamos espontáneamente con valores sociales, y, así, no es raro encontrar bajo su paraguas semántico llamadas a la fraternidad universal, invitaciones a la solidaridad, valoración de tradiciones culturales, defensa de los derechos humanos, sensibilización medioambiental, educación para la democracia, etc. Es indudable que todos estos contenidos están relacionados con valores y prácticas prosociales, pero, si no queremos acabar hablando de todo y de nada, conviene establecer con rigor a qué nos referimos cuando hablamos de ciudadanía, cuáles son los contenidos mínimos que toda aproximación a ella debería considerar. Si la cuidadanía se presenta como una alternativa a la ciudadanía, resulta capital detectar los núcleos esenciales que se pretenden resustantivizar.


Los imprescindibles de la ciudadanía


Basta con asomarse al Diccionario de la RAE para concluir que la ciudadanía se define siempre como pertenencia a un lugar (material y simbólico). Según el Diccionario, «ciudadano, na» es el natural o vecino de una ciudad o el miembro activo de un Estado. Incluso en su acepción ética más genérica como «hombre bueno», la ciudadanía mantiene su arraigo territorial-comunitario: «hombre que pertenecía al estado llano».

Desde las ciudades-Estado grecorromanas hasta los Estados-nación actuales, la ciudadanía siempre se vincula a la participación en una polis. Hablar, por tanto, de ciudadanía exige referirse ineludiblemente a un marco de reconocimiento y pertenencia social. Aventurando una definición personal capaz de recoger sus elementos esenciales, propongo describir la ciudadanía como una «construcción simbólica y material de vínculos sociopolíticos de pertenencia, participación y protección».

Aunque a lo largo del libro iré profundizando en cada uno de estos principios constitutivos, expongo ahora a modo de titulares algunos de los contenidos esenciales que se engloban en cada uno de ellos.


Construcción simbólica y material


La ciudadanía, como la democracia o los derechos, es un constructo social al modo como hace años lo describieran Berger y Luckmann en su imprescindible La construcción social de la realidad (1995). La ciudadanía es una convención cultural que alimenta un imaginario social compartido y que, mediante procesos de institucionalización y reificación, acaba sedimentando en organizaciones comunitarias. Nación, patria, etnia, idiosincrasia, tradición, cultura, etc. conforman un campo semántico de identidades simbólicas colectivas que muestran su cara visible en instituciones tales como ejércitos, Parlamentos, fronteras nacionales, escuelas o registros civiles.

Construir ciudadanía –y también cuidadanía– supone, en última instancia, construir un «nosotros»; un sujeto colectivo en el que inscribir nuestras identidades particulares. La metonimia, que toma la parte por el todo, y la metáfora, que conecta significantes heterogéneos, son dos mecanismos lingüísticos que, según Santiago Alba Rico, permiten «cocinar» los elementos que integran eso que damos en llamar nación o país:


No somos naturalmente españoles o franceses o chinos. España, Francia y China existen como relatos metonímicos que se apropian metafóricamente los cuerpos de sus ciudadanos. No formamos parte de esos relatos sino en virtud de una decisión arbitraria exterior que nos pone en relación con ellos y mediante nuestra adhesión –casi resinosa– a la lengua en que respondemos a la pregunta «qué eres»: soy español (Alba, 2017, p. 315).


Vínculos sociopolíticos


La ciudadanía define un ámbito de convivencia. No describe la mera agregación de individuos localizados en un territorio, sino que da cuenta de las relaciones comunitarias que los vinculan desde un horizonte consensuado de bien común.

Son muchos los contextos relacionales por los que discurre nuestra vida: familiares, escolares, profesionales, deportivos, culturales, religiosos, etc., y aunque todos ellos remiten en última instancia a una pertenencia comunitaria amplia, la pertenencia que reconoce la ciudadanía es necesariamente política, va más allá de los vínculos intrafamiliares o de las relaciones de vecindad. Una cosa es el reconocimiento que se da en el ámbito doméstico-comunitario (domus) y otra el del público-político de la polis. Ser ciudadano implica ser reconocido en un nivel de socialización secundaria en el que se establecen alianzas suprafamiliares que persiguen fines políticos compartidos. Solo en un contexto político podemos hablar de bien común, marcos normativos de convivencia, derechos y deberes; esto es, de ciudadanía. Aunque la filósofa Adela Cortina abogue por un concepto amplio de ciudadanía social (T. H. Marshall) que abarque ciudadanía civil, económica, intercultural y cosmopolita, no duda en afirmar su naturaleza política original:


La ciudadanía es primariamente una relación política entre un individuo y una comunidad política, en virtud de la cual el individuo es sujeto de pleno derecho de esa comunidad y le debe lealtad permanente. El estatus de ciudadano es, en consecuencia, el reconocimiento oficial de la integración del individuo en la comunidad política, comunidad que, desde los orígenes de la Modernidad, cobra la forma de Estado nacional de derecho (Cortina, 2009a, p. 35).


En nuestro reto por construir una ciudadanía desde la vulnerabilidad y los cuidados resultará vital mantener estos dentro del contexto político, toda vez que la tradición histórica ha venido acotándolos a las fronteras domésticas de las relaciones intrafamiliares. Tendremos ocasión de ocuparnos detenidamente en esta asignación interesada de espacios políticos y domésticos.


Pertenencia


A estas alturas resulta reiterativo insistir en la centralidad de la pertenencia en la determinación de la ciudadanía. Solo anticipamos que es precisamente en este ámbito de reconocimiento de nuevas identidades colectivas donde una ciudadanía global, multicultural y ecodependiente encontrará sus mayores tensiones y fragilidades. Alabar las bondades de una ciudadanía global eludiendo los enormes conflictos que se generan entre contextos de pertenencia local y mundial, u ocultar las dificultades de adscripción a la polis de sujetos no humanos como el sujeto-planeta, acaba degenerando en ciudadanías retóricas que no responden a las necesidades reales de identidades ciudadanas emergentes.

No hay ciudadanía sin pertenencia, y el reto actual es establecer de forma convincente el fundamento universal que nos acomuna en una polis universal realmente existente. La propuesta de la cuidadanía no rehúye la pregunta por las señas de identidad que conforman los nuevos ámbitos de pertenencia y relación social; la condición vulnerable de todo ser vivo se propone como principio universalizador, y las interacciones de cuidados que posibilitan la vida como fundamento de un nuevo contrato social como «pacto de cuidados».


Participación


Más arriba me refería al ámbito sociopolítico como el contexto de pertenencia que determina el estatus de ciudadanía. Pero la pertenencia social por sí misma no asegura el reconocimiento como ciudadano, se necesita además la participación activa en la vida de la polis. Los esclavos, las mujeres y los menores de edad formaban parte de la sociedad griega clásica, pero no se consideraban ciudadanos, porque estaban excluidos de los ámbitos de participación política. Para un griego libre, la dedicación a la cosa pública era un privilegio y un honor; de hecho, la capacidad para consagrarse a las tareas de la comunidad era lo que diferenciaba a un ciudadano de los hombres inútiles, tal como advertía Tucídides por boca de Pericles:


[En nuestra ciudad] nos preocupamos a la vez de los asuntos privados y de los públicos, y gentes de diferentes oficios conocen suficientemente la cosa pública; pues somos los únicos que consideramos, no hombre pacífico, sino inútil, al que nada participa en ella, y además, o nos formamos un juicio propio, o al menos estudiamos con exactitud los negocios públicos, no considerando la discusión como un estorbo para la acción, sino como paso previo indispensable a cualquier acción sensata (Tucídides, 1952).


Como ya ocurría con la pertenencia, el fenómeno de la globalización incide sobre el pilar de la participación, debilitándola hasta dejarla en expresiones residuales. La sospecha, cada vez más extendida, de que nuestras decisiones como ciudadanos tienen escasa incidencia en la configuración de un mundo global regido por los dictados de una economía trasnacional, dibujan ciudadanías con niveles de participación individual bajo mínimos. Votar periódicamente para cambios de legislaturas gubernamentales o pagar resignadamente impuestos son los únicos ejercicios conscientemente políticos para una inmensa mayoría de ciudadanos pasivos. Por si esto no fuera suficiente, la profesionalización de la actividad política acaba degenerando en exiguas democracias representativas entendidas como subrogación de responsabilidades cívicas.


Protección


Ser ciudadanos –hombres y mujeres– de una ciudad, nación o Estado no solo nos arraiga en una comunidad de valores compartidos e identidades colectivas, también nos inscribe en una comunidad que, en su configuración ideal, protege nuestros derechos individuales, provee de los medios necesarios para nuestro desarrollo personal y se ocupa de atender las necesidades básicas de sus miembros más vulnerables.

Podría haberme referido solo a la vinculación entre pertenencia y derechos para identificar las responsabilidades que la ciudadanía como institución contrae con cada uno de sus miembros: ser ciudadano de un determinado Estado –al menos en los democráticos– implica gozar de mecanismos jurídicos de amparo; pero utilizo pretendidamente el concepto más amplio de «protección» para caracterizar aquellas interacciones sociales que, aun poseyendo una dimensión jurídica incuestionable, generan responsabilidades mutuas más allá de marcos legales. Es el caso de la educación y la sanidad, por poner dos ejemplos cercanos: la educación universal y la sanidad pública, que muchas sociedades exhiben como sus derechos de ciudadanía más preciados, pueden interpretarse también como pactos de cuidados, que, sin menoscabo de sus reclamos legales, generan vínculos de ciudadanía no menos exigentes que la reivindicación de derechos.

Establecidos los mínimos conceptuales de la ciudadanía, de aquí en adelante toda referencia a ella habrá de considerar la expresión de un modelo sociopolítico de convivencia, la definición de un ámbito de pertenencia, la enumeración de instrumentos de participación social y, por último, la explicitación de instancias de protección. Comunidad sociopolítica, pertenencia, participación y protección constituyen el núcleo duro de la definición de ciudadanía; todo acercamiento educativo, filosófico o político que en su argumentario obvie estos elementos puede estar hablando de asuntos relacionados con la sociedad, pero no necesariamente de ciudadanía.


Ciudadanía(s)


El distinto peso otorgado, la jerarquización y las diferentes articulaciones que pueden establecerse entre la pertenencia, la participación y la protección determinan ciudadanías diferentes. No es lo mismo una ciudadanía de orden liberal, centrada en la defensa de derechos individuales y en la que la pertenencia y la participación se reducen a su mínima expresión; una ciudanía de signo comunitarista, configurada en torno a una concepción social de bien común anterior al individuo y en la que las identidades colectivas son muy relevantes, o una ciudadana cívico-republicana, que articula los contrapesos de poder de comunidades históricamente constituidas y en la que los derechos informan y limitan constitucionalismos regulados. No se trata de distintos acentos de una misma ciudadanía, sino de ciudadanías diferentes. El informe Eurydice, de la Comisión Europea, por ejemplo, recoge tres tipologías distintas de ciudadanía: ciudadanía liberal (democrática y neoliberal), ciudadanía comunitaria (liberal-comunitaria, cívico-republicana, comunitario-conservadora) y ciudadanía cosmopolita o posnacional (Comisión Europea, EACEA, Eurydice, 2017). Como ya he denunciado en otro lugar (Laguna, 2020b), me parece un tremendo error la asunción acrítica de una supuesta ciudadanía de «marca blanca» por parte de las instituciones educativas, dando por supuesto que la ciudadanía global que se enseña en sus aulas define un modelo unívoco y pacífico de convivencia social. Nada más lejos de la realidad. Los enfrentamientos entre los manifestantes norteamericanos que, en el contexto de pandemia de la COVID-19, defendían las medidas de autoconfinamiento en vistas del bien común y las de aquellos que reivindicaban su derecho individual a transitar libremente por donde quisieran ignorando las recomendaciones sanitarias de un Estado tachado de paternalista, visibiliza perfectamente modelos de ciudadanía contrapuestos y no solo puntos de vistas diferentes de una ciudadanía homogénea.

No basta con reivindicar la necesidad de una ciudad genérica; en el actual contexto mundial resulta vital definir los contornos precisos de la ciudadanía que se defiende y se promueve. En este sentido, la propuesta de la cuidadanía establece marcos propios de pertenencia, participación y protección.


Ciudadanía global y derechos humanos


Aunque definen realidades diferentes, ciudadanía y derechos humanos comparten un desarrollo conceptual y normativo entrelazado. El tránsito de unos derechos jurídicos vinculados a ámbitos de pertenencia estatales hacia un derecho natural reflejado en un supuesto orden del mundo y, posteriormente, inscrito en la naturaleza individual de cada ser humano, corre parejo a la progresiva ampliación de una ciudadanía territorial que, hoy en día, busca definirse desde la pertenencia global a una humanidad común.

A partir de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 hay que reformular la noción de ciudadanía (también la de democracia, Estado, Constitución, bien común, etc.). Los derechos fundamentales –dirá Gregorio Peces-Barba– suponen hoy el núcleo de la legitimidad en las sociedades democráticas, el contenido material de las Constituciones y la referencia axiológica que determina la idea de justicia y bien común. «Son quizá la realidad ético-jurídica más próxima a los ciudadanos, bandera de los procesos emancipatorios y de las pretensiones justificadas de libertad y de igualdad de los individuos y los grupos» (Peces-Barba Martínez, 1999, p. 15). Para Nira Yuval-Davis, los derechos humanos son una expresión particular de las múltiples capas que componen la ciudadanía (Yuval-Davis, 1990).

A pesar de las apariencias, la relación entre ciudadanía y derechos humanos está lejos de ser una convivencia pacífica. Los derechos humanos no son la culminación exitosa de una ciudadanía cosmopolita; la ciudadanía que se presenta hoy como global se muestra ineficaz para proteger los derechos de seres humanos apátridas. Nada nuevo por otra parte; ya Hannah Arendt, en el siglo pasado, había llamado la atención sobre la impotencia de las instituciones supraestatales para defender la vida de aquellos sujetos que eran expulsados a los márgenes de cualquier reconocimiento estatal. Según ella, el genocidio nazi se justificó por la condición de apátrida atribuida a judíos y gitanos. Su condición de ciudadanos de ninguna parte o, expresado en términos de derechos humanos, su ser «solo» humanos, fue lo que los dejó sin ninguna protección real frente a las atrocidades del Holocausto. Para Arendt, la ciudadanía, entendida como el «derecho a tener derechos», se vincula inexorablemente al reconocimiento de una ciudadanía territorial; solo el marco legal de un Estado-nación puede defender a sus miembros; apelar a un universalismo humanista no protege de abusos totalitaristas y violentos (Arendt, 1987). Aunque la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, de la Asamblea francesa de 1789, los utilice como términos equivalentes e intercambiables, la realidad es que solo los derechos de una ciudadanía vinculada a un Estado concreto auxilian a unos genéricos derechos del hombre. Llevado al extremo, podíamos llegar a concluir que la apelación a una ciudadanía global es un oxímoron; que, en último término, toda ciudadanía es siempre local y que, por tanto, deberíamos evitar la atribución de pertenencias universales a dicho concepto. Así lo advertía a principios del siglo XIX el filósofo y político contrarrevolucionario saboyano Joseph de Maistre: «La Constitución de 1795, como las precedentes, está hecha para el hombre. Ahora bien, el hombre no existe en el mundo. Yo he visto, durante mi vida, franceses, italianos, rusos..., y hasta sé, gracias a Montesquieu, que se puede ser persa: en cuanto al hombre, declaro que no me lo he encontrado en mi vida; si existe, lo desconozco» (De Maistre, 1955, p. 142).

Hoy sigue habiendo millones de apátridas (más de 65 millones de personas deambulan por el mundo a causa de conflictos bélicos, catástrofes climáticas y pobreza extrema), personas que no encuentran el abrigo de ninguna ciudadanía cosmopolita que les reconozca y les proteja. En la misma senda de un cosmopolitismo crítico, el jurista italiano Luigi Ferrajoli propone el camino inverso al de H. Arendt, esto es: más derechos humanos y «menos» ciudadanía.


Tomar en serio estos derechos significa hoy tener el valor de desvincularlos de la ciudadanía como pertenencia [a una comunidad estatal determinada] y de su carácter estatal. Y desvincularlos de la ciudadanía significa reconocer el carácter supra-estatal –en los dos sentidos de su doble garantía constitucional e internacional– y, por tanto, tutelarlos no solo dentro, sino también fuera y frente a los Estados, poniendo fin a este gran apartheid que excluye de su disfrute a la gran mayoría del género humano, contradiciendo su proclamado universalismo. Significa, en concreto, transformar en derechos de la persona los dos únicos derechos que han quedado hoy reservados a los ciudadanos: el derecho de residencia y el derecho de circulación en nuestros privilegiados países (Ferrajoli, 1999, p. 17).


Más allá de los debates jurídicos especializados, lo que me interesa resaltar es la urgencia por encontrar los anclajes universalistas que remitan a ciudadanías globales con eficacia real; como veremos, la vulnerabilidad y los cuidados que propone la cuidadanía son universales-concretos que permiten construir marcos socio-jurídicos de protección arraigados en la realidad.

Cuidadanía

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