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Reconocimiento y autonomía de la persona mayor: dimensiones bioéticas del envejecimiento

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Vivian Andrea Roa Vargas*7

Boris Julián Pinto Bustamante**8

María Camila Castro Fuentes***9

Los años enseñan muchas cosas que los días desconocen.

Ralph W. Emerson

Introducción

A lo largo de la historia, la vejez ha sido motivo de preocupación y objeto de diversas concepciones. En la mitología griega, Geras (personificación de la vejez), Tánatos (hermano de la muerte) y otras deidades consideradas hostiles a la humanidad se encontraban dentro del ánfora creada por Zeus. Este objeto fue el presente que le otorgó Zeus a Pandora, por ser la primera mujer; pero le advirtió que no podía ser abierta en ninguna circunstancia. Sin embargo, un día, Pandora no resistió la curiosidad, abrió el ánfora y liberó todos los males, aun cuando adentro dejó la esperanza (Hesíodo, 1997).

En el mito descrito se evidencia una de las concepciones negativas sobre el envejecimiento, porque lo considera un castigo o un mal por vencer. No obstante, estas percepciones se han transformado según el contexto histórico y cultural, promoviendo la comprensión del proceso de envejecimiento, desde modelos deficitarios, hasta modelos de envejecimiento significativo.

Las proyecciones demográficas realizadas por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal, 2018) estiman que para el año 2035 la población mayor de 60 años superará a la de los menores de 14 años, y que en algunas regiones este fenómeno sucederá con mayor velocidad.

En Colombia, el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (dane), en el censo realizado en 2005, estableció que los ciudadanos mayores de 65 años correspondían al 6,31 % de la población colombiana, y estimaron que para 2018 la proporción de adultos mayores de 65 años sería de alrededor del 8,1 %; sin embargo, los datos parciales obtenidos del censo de 2018 muestran que las expectativas han sido superadas en un punto porcentual, al contrario de lo ocurrido con la población menor de 5 años (dane, 2019a).

Adicionalmente, los resultados parciales del censo realizado en 2018 evidencian un incremento significativo en el índice de envejecimiento: de 20,5 en 2015 a 40,4 personas mayores de 65 años, por cada 100 menores de 15 años (dane, 2019b). Lo anterior supone un desafío para el Estado, que deberá implementar políticas públicas para afrontar retos de discriminación, maltrato, integración, seguro pensional, aseguramiento en salud, cuidado y bienestar de las personas mayores y sus cuidadores.

En este capítulo abordaremos algunas perspectivas que las sociedades han tenido sobre el envejecimiento, la relevancia del principio de respeto a la vulnerabilidad en el contexto del envejecimiento, el problema ético del maltrato hacia las personas mayores, los desafíos bioéticos del cuidado y el marco normativo existente en Colombia para la garantía de sus derechos fundamentales.

Percepción social y antropológica del envejecimiento

La representación social de los individuos y los grupos poblaciones varía en función del contexto histórico y cultural. Fericgla, en su libro Envejecer: una antropología de la ancianidad, afirma que los procesos de escolarización obligatoria y generalizada en el siglo xx, sumado al fenómeno de industrialización y migración de familias a centros urbanos, al igual que el creciente protagonismo de colectivos de jóvenes vinculados por intereses e ideologías políticas, promueven la consolidación de grupos etarios que comparten “intereses propios, rasgos culturales específicos y exigencias sociales definidas” (1992, pp. 20 y 21). Según este autor, el grupo social de los jóvenes constituye el primer colectivo determinado a partir de la edad, y los intereses y necesidades vinculados a este momento del ciclo vital, en contraposición a la estructura fundada en estamentos, característica de sociedades tradicionales. Al tiempo, el colectivo de personas mayores constituye el último grupo etario en consolidar su visibilidad social.

Fericgla (1992) analiza los roles y representaciones sociales de este colectivo a través de tres modelos culturales:

 Sociedades cazadoras-recolectoras: en este contexto, el valor de la persona mayor está vinculado a la disponibilidad de recursos en la comunidad. En los casos de insuficiencia alimentaria, o en algunas comunidades nómadas, se recurre al gerontocidio, al suicidio o al abandono, cuando las satisfacciones de las necesidades del anciano suponen una amenaza para la supervivencia del grupo. En otros casos, aquellos quienes logran sobrevivir representan los custodios de la tradición oral y el vínculo con los ancestros y las deidades. En algunos contextos, la vejez representa una recompensa por la vida social ejemplar, lo cual les otorga alto prestigio como chamanes, brujos, sabios o curanderos.

 Sociedades agrícolas y ganaderas: en las sociedades sedentarias o semisedentarias, en las que existe la posibilidad de acumular bienes y recursos, las personas mayores realizan actividades adaptadas a sus posibilidades y a los roles de género (cuidar los rebaños, labores del hogar, cultivo o confecciones), además de ejercer como agentes de transmisión cultural y expertos en técnicas de cultivo y gestión de los recursos agrarios. En estas sociedades, la persona mayor ostenta un estatus económico, político y social vinculado a la posibilidad de conservar y heredar propiedades, al tiempo que representan la autoridad moral y normativa de la comunidad.

 Sociedades industriales: en las sociedades de consumo, el vínculo que se establece entre la fuerza de trabajo y los medios de producción se traslada a la relación entre el valor del individuo y sus posibilidades de intercambio (Cortina, 2007) en el contexto de la economía de mercado. Ante el progreso de la economía neoliberal y el colapso de los estados de bienestar, cada individuo se convierte en el “empresario de sí mismo” (Mbembe, 2013). En este contexto, la persona mayor que no posee bienes significativos ni sustento económico estable es aislada de la cadena de producción y consumo, se convierte en carga para familias cada vez más desarticuladas, y en objeto de maltrato y abandono.

Nosotros consideramos, adicionalmente, que en la actualidad nos encontramos en una sociedad posindustrial, de la información, mediada por el desarrollo de tecnologías de información y comunicación (Burch, 2005), lo que delimita a su vez no solo nuevas formas de interconectividad, sino también de exclusión. La expansión tecnológica se convierte en un factor de riesgo de discriminación o aislamiento hacia las personas con habilidades insuficientes para integrarse a la sociedad digital (Chen, 2013). En este contexto, las personas mayores pueden experimentar una mayor condición de vulnerabilidad, debido a los constantes progresos tecnológicos; sin embargo, aquellos que cuentan con las habilidades necesarias perciben menor aislamiento, mayor empoderamiento y sensación de conectividad, en comparación con quienes no las poseen (Hill et al., 2015).

Con la Revolución Industrial se consolida el modelo deficitario para la comprensión del proceso del envejecimiento. Este modelo se caracteriza por su análisis desde una perspectiva mecanicista y organicista. En 1968, la psicóloga estadounidense Bernice L. Neugarten (citada en Ruiz y Uribe, 2002) plantea el análisis del envejecimiento desde una perspectiva ecológica del desarrollo, otorgando a la edad cronológica una importancia relativa, dado que esta variable no constituye un factor explicativo, descriptivo o que contribuya al estudio causal de la vejez. Desde una perspectiva biopsicosocial y cultural, el envejecimiento corresponde a un proceso diverso, progresivo, multidimensional, plástico y discontinuo, en relación con las influencias normativas y no normativas del ciclo vital.

Otra manera de analizar el rol social de las personas mayores es por medio de la teoría de la estratificación social tridimensional, propuesta por Max Weber (citado en Duek e Inda, 2006), la cual contempla las siguientes categorías de organización social:

 Clase: se encuentra estrechamente relacionada con la jerarquía económica; es entendida como la probabilidad de provisión, posesión de bienes y servicios.

 Estamentos: representan la distribución del poder social; no se encuentran influenciados por el poder económico, sino por el prestigio, estatus o un honor que le otorga la comunidad.

 Partidos: representan la distribución del poder político; corresponden a los grupos que conforman la estructura jerárquica de administración de poder.

Desde esta perspectiva, en las sociedades industriales, con la exigencia de una alta productividad, se percibe la jubilación como señal de un estatus social y económico insuficiente, lo cual se traduce en una disminución del prestigio social y político, dada la reducción en los ingresos (Bazo, 2007).

Desde una perspectiva antropológica-social existen diferentes tipos de envejecimiento (Osorio y Sadler, 2005):

 Envejecimiento individual: corresponde a la concepción del individuo acerca de su actividad productiva y como agente social. Se relaciona con la edad percibida por el individuo y el autoconcepto resultante de tal valoración.

 Envejecimiento cronológico: se correlaciona con la edad cronológica del individuo y los procesos biológicos asociados a ella.

 Envejecimiento social: surge en relación con el concepto de edad social, acuñado por la psicología evolutiva, el cual trata de explicar la manera en que las sociedades atribuyen a los individuos actividades sociales y funciones en relación con la edad cronológica, y que se transforma según la construcción sociocultural e histórica de la comunidad (Osorio y Sadler, 2005).

Adicionalmente, la variable de género modifica la noción de envejecimiento. En ciertos contextos culturales, el envejecimiento social en las mujeres inicia con la llegada de la menopausia, aproximadamente diez años antes respecto a los hombres, dada la relevancia de la reproducción en la valoración social de la mujer en tales entornos (Osorio y Sadler, 2005).

Estos estereotipos modifican la autopercepción de este grupo etario. Esto fue motivo de investigación para el sociólogo Hernández Rodríguez (2003, p. 137), quien con base en encuestas del Centro de Investigaciones Sociales, realizadas en junio de 1998, febrero y marzo de 1999 y diciembre de 2001, concluyó que:

En cuanto a la autopercepción, nuestros ancianos, según diferentes encuestas del cis (junio 1998, febrero-marzo 1999 y diciembre 2001), y conforme a los datos más recientes, piensan que la sociedad, en general, les ve como personas molestas (34 %), inactivas (23 %), tristes (13 %), divertidas (9 %) y enfermas (7 %), por este orden de importancia, mientras que ellos se ven, preferentemente, divertidos (27 %), tristes (24 %), inactivos (21 %), enfermos (7 %), y molestos (3 %). […] El 61 % de la población considera que las personas mayores no ocupan el puesto que les corresponde en la sociedad y son precisamente los más jóvenes los más críticos, puesto que mientras que solo el 24 % del intervalo de edad de 18 a 24 años considera que la sociedad trata bien a los ancianos, es el 41 % de los mayores de 65 años los que participan de esta opinión. (Hernández Rodríguez, 2003, p. 137)

No obstante, los estereotipos varían conforme al contexto sociocultural. Esto se evidencia en un estudio realizado en Bucaramanga (Colombia), donde aplicaron dos pruebas sobre estereotipos del envejecer en la mujer a 40 mujeres con edades entre los 20 y los 30 años, con el objetivo de conocer sus valoraciones respecto a los estereotipos relacionados con el envejecimiento femenino. De estas se obtuvieron estereotipos positivos en la categoría de vivencia de satisfacción sexual y autocuidado. En la categoría desarrollo intelectual, un 90 % de las participantes considera que las personas mayores son capaces de aprender cosas nuevas, y en la categoría social, un 55 % considera que la edad no es una limitante para establecer vínculos sociales (Cerquera et al., 2012).

A pesar de las transformaciones en torno a la comprensión del proceso del envejecimiento, algunos textos, como el Documento sobre envejecimiento y vulnerabilidad (Casado et al., 2016, p. 29), persisten en la comprensión del envejecimiento como un proceso deficitario que “transforma paulatinamente a un sujeto adulto con buena salud en un individuo frágil, cuya competencia y reservas de energía disminuyen, haciéndose más vulnerable y aumentando sus dificultades para desarrollar su propio modelo de vida” (p. 29), lo cual perpetúa los estereotipos negativos que aíslan a este colectivo social del resto de la comunidad.

Síndrome de fragilidad

Fried et al. (2001) definieron el síndrome de fragilidad como un conjunto de signos y síntomas caracterizado por la disminución en la reserva y resistencia a estresores, lo que resulta en un declive acumulativo en varios sistemas fisiológicos que, a la vez, causa vulnerabilidad y se diferencia claramente de discapacidad (limitaciones en las actividades básicas e instrumentales diarias), comorbilidad (presencia de dos o más enfermedades) y edad avanzada.

Adicionalmente, para el reconocimiento clínico del síndrome, se desarrolló el fenotipo de fragilidad, que clasifica a los individuos en frágiles, prefrágiles y no frágiles. Este fenotipo se validó calculando la incidencia de eventos adversos según los fenotipos y los datos obtenidos del Cardiovascular Health Study, el cual concluyó que el fenotipo de fragilidad (caracterizado por signos como sarcopenia, osteopenia, entre otros) es un predictor independiente para eventos adversos. La principal crítica fue realizada por Rockwood et al. (2005), debido a que considera que la aproximación física basada en la teoría de las reservas constituye un supuesto insuficiente, debido a las carencias en su cuantificación.

El modelo de fragilidad propuesto por Rockwood y Mitnitski (2007) comparte con el fenotipo físico de Fried et al. (2001) la consideración de la fragilidad como una característica individual que se modifica a lo largo de la vida y que confiere al individuo una mayor vulnerabilidad para eventos adversos en salud. Para Rockwood y Mitnitski (2012), la fragilidad constituye un síndrome definido por una acumulación de déficits mediados por procesos biológicos (senescencia y desdiferenciación celular, cambios neuroendocrinos, alteraciones proinflamatorias) y del estilo de vida (sedentarismo y hábitos alimentarios), los cuales configuran el Índice de Fragilidad, que incluye entre 50 y 80 déficits, los cuales deben cumplir con algunos criterios para ser validados como tales: deben ser adquiridos, relacionados con la edad, tener una prevalencia de al menos el 1 %, estar relacionados con un evento adverso y afectar varios sistemas orgánicos (Rockwood y Mitnitski, 2012). Esta acumulación de déficits afecta sistemas corporales relevantes e impacta su función. Desde esta perspectiva, la acumulación de déficits incluye también otras comorbilidades y la discapacidad, dado que estas condiciones impactan negativamente las reservas fisiológicas del individuo. Este Índice de Fragilidad es una herramienta que puede servir dentro de la valoración geriátrica integral para calcular el riesgo de sufrir un evento adverso y de mortalidad, si bien no constituye un síndrome geriátrico y su utilidad clínica es controvertida por algunos autores (Chen et al., 2014).

El síndrome de fragilidad es una categoría fundamental para la comprensión del envejecimiento, no solo en términos biomédicos, sino también en cuanto al reconocimiento de las diferentes formas de vulnerabilidad ética y psicosocial a la que se exponen las personas mayores.

Vulnerabilidad

Para el filósofo americano Richard Rorty (2002), el principal atributo que vincula a los hombres y mujeres en una comunidad de reconocimiento es la condición de vulnerabilidad, ante el dolor y la humillación (p. 41). En este sentido, la vulnerabilidad constituye “una expresión de la condición humana” (Luna, 2006, p. 1), si bien Kemp y Rendtorff (2000) la consideran la más característica de tales expresiones, y Lévinas (1961), una condición humana universal. En el contexto de la ética de la investigación, el Consejo de Organizaciones Internacionales de Ciencias Médicas (cioms) define a las personas o grupos vulnerables como aquellos en incapacidad de proteger sus propios derechos e intereses; así, la condición de vulnerabilidad confiere a individuos y grupos específicos, distintos niveles de indefensión e inseguridad, lo cual los expone a un mayor riesgo de explotación y abusos (cioms y who, 2016).

Simonsen (2012, p. 171) define unos indicadores de vulnerabilidad en el contexto de la investigación biomédica:

 Vulnerabilidad cognitiva/comunicativa.

 Vulnerabilidad situacional.

 Vulnerabilidad institucional.

 Vulnerabilidad por subordinación.

 Vulnerabilidad médica.

 Vulnerabilidad económica.

 Vulnerabilidad social.

Otras autoras comparten la visión de comprender la vulnerabilidad como una condición humana ontológica. Judith Butler (citada en Mackenzie et al., 2014) desarrolló el concepto de vulnerabilidad corporal, según el cual nuestro cuerpo y nuestros intereses están continuamente expuestos a las acciones de los otros (a través de la violencia, el abuso, el afecto, etc.) y nos confiere una condición de precariedad. Frente a esta situación, es necesaria la consolidación de un conjunto de obligaciones éticas y políticas indispensables para reducir los factores que aumentan dicha vulnerabilidad.

A partir de este concepto, la jurista americana Martha A. Fineman (2008) define la vulnerabilidad como “el aspecto universal, inevitable y duradero de la condición humana” (p. 1), desde lo cual formula una crítica a la idea de sujeto autónomo individualista propuesto el liberalismo anglosajón que confiere la responsabilidad de las desventajas al individuo; mientras que una política pública desde el reconocimiento del sujeto vulnerable hace hincapié en la responsabilidad por las desventajas a inequidades estructurales (citada en Mackenzie et al., 2014). La condición de vulnerabilidad debe ser entendida como un cúmulo de variables superpuestas que confieren distintos grados de precariedad a individuos y grupos humanos (Casado et al., 2016). Mackenzie et al. (2014) proponen, desde las éticas feministas, una taxonomía para entender el fenómeno moral de la vulnerabilidad:

Fuentes (dimensión sincrónica):

 Inherente: guarda relación con la dimensión corporal, biológica, afectiva y relacional del individuo, así como con los repertorios de afrontamiento con los que este cuenta para hacer frente a las necesidades cambiantes del entorno. Se relaciona con el ciclo vital individual y familiar.

 Situacional: es relativa al conjunto de variables contextuales (sociales, económicas, ambientales, políticas y laborales) en medio de las cuales se sitúa un individuo o un grupo concreto. Por ejemplo, en una situación en la que dos personas mayores tienen la misma edad cronológica (75 años), pueden compartir una vulnerabilidad intrínseca semejante, dada por el ciclo vital individual. No obstante, si uno de los dos cuenta con una red de apoyo, seguro médico y pensión laboral; mientras que su compañero no posee los mismos recursos, confiere a este último una dimensión adicional, contextual, de vulnerabilidad.

 Patogénica: esta forma particular de vulnerabilidad situacional se manifiesta a partir de la configuración de relaciones asimétricas de poder, en las que uno de los actores no cuenta con los recursos suficientes para proteger sus propios intereses y necesidades. Este tipo particular de vulnerabilidad se puede presentar de dos formas: paternalismo y maltrato.

Estados (dimensión diacrónica):

 Disposicional: se refiere a la identificación de un conjunto de factores de riesgo que es necesario intervenir oportunamente, para evitar la progresión de la vulnerabilidad intrínseca.

 Ocurrente o incidental: corresponde a la materialización de factores de riesgo no identificados o no intervenidos, lo cual confiere a la persona un espectro mayor de vulnerabilidad.

Por ejemplo: un hombre y una mujer que comparten la misma edad cronológica (70 años) y ciclo vital individual y familiar. El hombre es abogado, vive con su esposa en una casa, tienen cuidador formal, seguro médico y pensión laboral. La mujer es iletrada, vive en una finca por el empleo de su esposo e hijo como mayordomos, ella realizaba labores domésticas, ordeñaba al ganado y su seguridad médica es subsidiada por el Estado. Ambos presentaron fractura intertrocantérea derecha secundaria a una caída y recibieron manejo quirúrgico. Al egreso, les dieron cita control y para terapia física; aun así, la mujer no logró completar las sesiones de terapia física y, por miedo a que se volviera a caer, no la dejaban levantarse de la cama y quedó con dependencia funcional severa; mientras que el hombre se rehabilitó de manera adecuada y recuperó su funcionalidad previa.

Vulnerabilidad patogénica: el paternalismo hacia las personas mayores

Una de las manifestaciones de la vulnerabilidad patogénica es el paternalismo. En la relación paternalista, una de las partes, quien ostenta mayor poder, define los intereses y las necesidades del otro sin contar con su autonomía ni con el desarrollo de sus capacidades humanas. Esta heteronomía se constata frecuentemente en el trato hacia las personas mayores, en las que la motivación por evitar cualquier tipo de daño implica la imposición de estrategias de vigilancia y control que tienden a subestimar su participación efectiva en los procesos de toma de decisiones. Una noción del envejecimiento basada en el modelo deficitario del “edadismo” desconoce las posibilidades de participación de las personas mayores, quienes son así infantilizados. La invalidación de la autonomía de las personas mayores conlleva, a su vez, el desconocimiento de su dignidad.

El principio de autonomía constituye la expresión práctica de la libertad humana, como condición intrínseca que se opone a toda forma de discriminación y dominación. Álvarez (2002) afirma que la capacidad de autonomía requiere tres condiciones: racionalidad, independencia y opciones relevantes:

 La racionalidad integra un conjunto de habilidades funcionales necesarias para el despliegue de decisiones significativas para el agente moral. Estas habilidades funcionales (neurocognitivas y psicológicas) requieren un desarrollo gradual intrínseco, el cual, a su vez, se ve influenciado por diversos factores del entorno.

 La independencia articula condiciones internas del sujeto (la capacidad para tomar distancia ante elementos influyentes del entorno) e intersubjetivas, pues la toma de decisiones independientes se da en función de otros agentes y circunstancias.

 Joseph Raz (citado en Álvarez, 2015) hace hincapié en el rol de las opciones relevantes en el despliegue de la autonomía. El número y la calidad de las opciones disponibles para la expresión de las preferencias configura el espectro de la autonomía individual. Estas opciones constituyen una dimensión extrínseca al sujeto, y son relativas al contexto y a las relaciones concretas con individuos e instituciones.

La variación de estas condiciones está asociada con un mayor o menor grado de autonomía, lo cual puede incrementar la situación de vulnerabilidad en algunas personas y colectivos (Álvarez, 2015). En el contexto normativo catalán, por ejemplo, se ha implementado un conjunto de dispositivos legales de autoprotección, con el objetivo de mitigar estas diferencias y garantizar el respeto de los derechos de las personas mayores:

1 Autotutela: este instrumento legal permite al ciudadano designar, de manera anticipada, a la persona encargada de desempeñar el cargo tutelar.

2 Poderes preventivos: se equipara a un documento de voluntades anticipadas, el cual se hace efectivo cuando la competencia para la toma de decisiones del individuo se encuentra afectada.

3 Nombramiento de un asistente: mediante esta figura legal, la persona que sufre una discapacidad relativa puede solicitar a la autoridad judicial la designación de un asistente para la protección de sus intereses (Casado et al., 2016).

En Colombia, la Ley 1996 de 2019, “por medio de la cual se establece el régimen para el ejercicio de la capacidad legal de las personas con discapacidad mayores de edad”, afirma la presunción de competencia para la toma de decisiones de las personas con discapacidad, como sujetos de derechos y obligaciones, en igualdad de condiciones y sin discriminación. En este sentido, la ley desarrolla la figura del apoyo formal, como un conjunto de estrategias de asistencia para facilitar el ejercicio de la capacidad legal de estas personas, al tiempo que establece la directriz anticipada como un instrumento que permite, con antelación, la expresión de preferencias en decisiones relativas a negocios jurídicos. Estas directrices pueden formalizarse mediante cualquier medio de comunicación y son de obligatorio cumplimiento si su contenido es lícito (Ley 1996, 2019).

Con la expedición de la anterior ley se prohíbe iniciar o solicitar procesos de interdicción y se determina un plazo de 24 meses como periodo de transición para instaurar apoyo formal a la persona bajo sentencia judicial de interdicción (Ley 1996, 2019). Sin embargo, esto supone un problema en aquellos casos en que el individuo no se encuentra en capacidad de expresar su voluntad y preferencias (por ejemplo, discapacidad cognitiva severa, estados alterados de conciencia de carácter permanente, trastorno neurocognitivo mayor, etc.) y que ningún tipo de asistencia va a facilitar la toma de decisiones.

Vulnerabilidad patogénica: el maltrato a la persona mayor

El maltrato a la persona mayor es un problema social y de salud pública que debe ser caracterizado para avanzar en su prevención y tratamiento. La Organización Mundial de la Salud, las universidades de Toronto y de Ryerson y la Red Internacional para la Prevención del Maltrato al Anciano definen el maltrato como:

[…] un acto único o repetido que causa daño o sufrimiento a una persona de edad, o la falta de medidas apropiadas para evitarlo, que se produce en una relación basada en la confianza. Puede adoptar diversas formas, como el maltrato físico, psíquico, emocional o sexual, y el abuso de confianza en cuestiones económicas. También puede ser el resultado de la negligencia, sea esta intencional o no. (2002, p. 332)

La misma Organización Mundial de la Salud (2018) afirma que uno de cada diez adultos mayores ha sufrido maltrato o abuso; no obstante, los reportes sobre la magnitud del fenómeno son escasos y con seguridad estas cifras representan un subregistro del problema. Algunos estudios reportan tasas de prevalencia de abuso físico y psicológico entre el 27,9 % (Cooper et al., 2008) y el 55 % (Cooney y Mortimer, 1995). En otros estudios, el abuso psicológico es el más prevalente (62,3 %) (Yan y Kwok, 2011). Las distintas formas de maltrato, como negligencia, abandono, abuso sexual, maltrato económico, abuso físico, psicológico y violación de derechos (a la intimidad, al uso de sus bienes, ingreso involuntario, etc.) varían entre países y en diferentes entornos —en el domicilio, en hogares geriátricos o en instituciones hospitalarias— (Grupo de Trabajo de la Guía de Práctica Clínica sobre la Atención Integral a las Personas con Enfermedad de Alzheimer y Otras Demencias, 2010). En residencias de adultos mayores el maltrato puede asumir distintas modalidades: infantilización, deshumanización, despersonalización o victimización (Adams, 2012).

En Colombia, por ejemplo, en 2014 se reportaron 1414 casos de agresión a personas mayores, de los cuales el diagnóstico más frecuente fue politraumatismo (57,31 %), donde el principal agresor suele ser el hijo. La dependencia económica de la persona mayor ante el agresor dificulta la denuncia de la mayoría de los casos de maltrato (Fundación Saldarriaga Concha y HelpAge International, 2016). En México, un informe detectó maltrato psicológico como la principal forma de agresión. En Canadá se ha reportado maltrato emocional en el 7 % de los casos; físico, en el 1 %, y abuso económico, en el 1 %. En Chile, de un 20 % a un 30 % de adultos mayores han sido víctimas de distintas formas de maltrato, y en Estados Unidos, el 20 % (Grupo Centro de Referencia Nacional sobre Violencia, 2015).

En general, los datos revelan que las mujeres tienen mayor riesgo de ser víctimas de maltrato contra la persona mayor y que los principales maltratadores suelen ser familiares, parientes o cuidadores cercanos a la víctima (Grupo Centro de Referencia Nacional sobre Violencia, 2015), tanto en el ámbito doméstico como en las instituciones de atención a la persona mayor. En el caso específico de maltrato a personas mayores con demencia por parte de sus cuidadores, estudios internacionales reportan cifras del 34 % (Cooney et al., 2006) al 62 % (Yan y Kwok, 2011); mientras que en Estados Unidos, un porcentaje del 47 % (Wiglesworth et al., 2010).

Son diversas las instituciones, oficiales y no gubernamentales, que trabajan por la protección de los derechos de las personas mayores, particularmente en el contexto de una rápida transición demográfica global. La Declaración de Toronto señala algunos desafíos frente a este problema: la carencia de marcos legales capaces de responder ante los casos de maltrato a la persona mayor, la necesidad de articular una participación intersectorial efectiva en torno a este problema y la importancia de los trabajadores en atención primaria en salud en la identificación de los casos de maltrato (Organización Mundial de la Salud, Universidades de Toronto y de Ryerson y Red Internacional de Prevención del Abuso y Maltrato en la Vejez, 2002). La Declaración de Almería sobre el Anciano Maltratado insiste en la necesidad de perfeccionar la información sobre el problema con el propósito de proveer intervenciones multidisciplinarias que contribuyan a disminuir su frecuencia (Kessel et al., 1996).

En ese sentido, es fundamental identificar y caracterizar los casos de maltrato a la persona mayor con demencia, según factores de riesgo, factores protectores y signos de alarma. Ello precisa la realización de una buena historia clínica dirigida tanto al paciente como a su cuidador, así como la utilización de instrumentos estandarizados, capaces de orientar la identificación de maltrato: Elder Abuse Suspicion Index (easi), Indicators of Abuse (ioa), Escala de Detección del Maltrato por parte del Cuidador (case), entre otros (Grupo de Trabajo de la Guía de Práctica Clínica sobre la Atención Integral a las Personas con Enfermedad de Alzheimer y Otras Demencias, 2010).

Un ejemplo de maltrato en el que se resalta la importancia de la entrevista individual a la persona mayor para su diagnóstico, se puede observar en una escena de la película Siete almas (2008), dirigida por Gabriele Muccino, en la que el protagonista, en una entrevista privada con una mujer mayor, descubre que uno de los médicos de la institución de salud donde se halla internada la castiga negándole el derecho a sus rutinas de higiene. Un caso de maltrato, como el representado en esta película, puede ser denunciado en Colombia a la Policía, a la Fiscalía, al Centro de Atención a Víctimas de Violencia Intrafamiliar o la Comisaría de Familia (Fundación Saldarriaga Concha y HelpAge International, 2016).

Otra de las formas que puede asumir el maltrato al adulto mayor es la invisibilidad de sus opiniones, necesidades y su legado. En este sentido, es imprescindible la promoción de espacios de convivencia intergeneracional, en los que se recupere la tradición oral y escrita de la cultura, a partir de los relatos y las experiencias de vida de los abuelos y las abuelas, como lo proponen los Principios de las Naciones Unidas en Favor de las Personas de Edad (Organización de las Naciones Unidas, 1999). Ejemplos de iniciativas con este propósito son el programa Abuelos Cuenta Cuentos (en Medellín) o la convocatoria anual de relatos Historias en Yo Mayor, de la Fundación Farenheit 451, la Fundación Saldarriaga Concha y El Espectador (2015).

Desafíos bioéticos del cuidado a las personas mayores

El informe Panorama de envejecimiento y dependencia en América Latina y el Caribe (Aranco et al., 2018) considera a un individuo como dependiente cuando es incapaz de realizar de manera autónoma, al menos, una de las actividades básicas de la vida diaria (abvd) de forma permanente (dependencia total).

Según la Encuesta Nacional de Demografía y Salud (Ministerio de Salud y Profamilia, 2015), en Colombia, el grado de dificultad 1 (dependencia total) y 2 (dependencia severa) para realizar abvd aumenta exponencialmente con la edad, con un incremento significativo a partir de los 60 años. Esto mismo ocurre con la necesidad de ayuda permanente por otra persona: de los 2352 individuos encuestados, con edades entre 60 y 70 años, un 11,8 % requiere esta ayuda; pero en los individuos mayores de 80 años este porcentaje alcanza el 49,3 %.

La Encuesta Nacional de Salud, Bienestar y Envejecimiento de 2015 identificó mayor dependencia para las abvd en la población femenina (25 %) que en la masculina (16 %). De igual manera, mostró que entre un 3,5 % y un 11,9 % de las personas mayores demandan algún tipo de ayuda para realizar al menos una actividad instrumental de la vida diaria, y que entre un 2,5 % y un 8,7 % fueron incapaces de realizarlas (Ministerio de Salud y Protección Social y Colciencias, 2016, pp. 209 y 222).

La Encuesta Nacional de Demografía y Salud tuvo como muestra a 5405 personas mayores de 60 años, de las cuales 1369 necesitaban cuidador permanente. De estos cuidadores, aproximadamente un 48,1 % son mujeres (no se caracterizó específicamente el género de las parejas cuidadoras, cuidador no remunerado que no pertenece a la familia y personas remuneradas) y un 14,3 % de las personas mayores requieren un cuidador; pero no cuentan con los recursos o el apoyo para tenerlo (Ministerio de Salud y Profamilia, 2015, p. 149).

Lo anterior evidencia la inequidad de género en la división sexual del trabajo, originada en la sociedad industrial, en la cual la mujer debía elegir entre ir a las fábricas o mantenerse en el trabajo no remunerado del hogar (Cepal, 2018). Actualmente, existe un incremento de la participación de la mujer en el mercado laboral en América Latina y el Caribe (en 1960 era del 20 %, y en 2015 casi del 50 %) que no se correlaciona con un crecimiento proporcional de la participación de los hombres en actividades domésticas y trabajo no remunerados (Aranco et al., 2018; Cepal, 2018). Esta situación genera para las mujeres un conflicto de obligaciones entre sus aspiraciones laborales, remuneración económica y la obligación moral del cuidado.

En este contexto, muchas familias se ven obligadas a decidir entre asumir los costos de un cuidador formal o delegar en las mujeres el rol de cuidadora. No obstante, según Aranco et al. (2018), la oferta de cuidado formal se encuentra limitada por sus altos costos, índices de pobreza, vulnerabilidad económica y dificultades para ofrecer posibilidades viables, lo cual conlleva que muchas familias elijan opciones de cuidado, principalmente femenino, que en muchas ocasiones no es un cuidado cualificado, lo cual confiere mayor riesgo de maltrato para el sujeto de cuidado, como de deterioro para la salud de quien asume esta labor.

Uno de los problemas existentes para contrarrestar dicha división sexual del trabajo es que la mayoría de los estados en América Latina y el Caribe centran sus normativas de cuidado en dos estrategias: la protección de la mujer trabajadora en el contexto de la maternidad y el apoyo de guardería a partir de los 45 días tras el nacimiento de sus hijos. No obstante, si bien la protección de las personas mayores ha sido reconocida como derecho en el artículo 17 del Protocolo de San Salvador (oea, 1988), este no ha sido reconocido de forma equivalente para quienes desempeñan las labores de cuidado.

Lo anterior conduce a la perpetuación del modelo patriarcal del cuidado, caracterizado por la sobrerrepresentación femenina y el bajo reconocimiento del valor social y económico de la mujer cuidadora, lo cual se puede constatar en que un tercio del tiempo productivo semanal se destine a trabajo no remunerado (Cepal, 2018). Al tiempo, se ha observado otra consecuencia negativa en las personas mayores de bajos recursos económicos, quienes en muchas ocasiones se encuentran obligadas a continuar trabajando hasta edades avanzadas. En algunas regiones de América Latina y el Caribe, más del 20 % de los hombres mayores de 80 años persisten laborando (Aranco et al., 2018).

Diversos estudios han demostrado el impacto negativo del cuidado informal sobre la salud mental y física del cuidador, quien presenta mayor riesgo de presentar cuadros clínicos, como depresión, ansiedad, trastornos del sueño, dolor articular, palpitaciones, dolor torácico, temblores, hipertensión, artritis, úlcera gástrica, cefalea, entre otros (Chang et al., 2010).

Muchos casos de maltrato son secundarios a la sobrecarga en las labores de cuidado, las carencias en la capacitación del cuidador, la claudicación física y emocional que conlleva este trabajo y la sanción social ante el incumplimiento del cuidado como un deber moral. En este sentido, son múltiples las estrategias para disminuir estas cifras de maltrato contra la persona mayor: apoyo a los cuidadores, tanto desde la capacitación como desde la provisión de cuidado técnico cuando esta labor supera los recursos físicos, emocionales y económicos del núcleo familiar (Resolución 5928, 2016); consolidación de programas de respiro y relevo para los cuidadores; estrategias comunitarias de apoyo integral (rehabilitación basada en la comunidad); esfuerzos intersectoriales de apoyo al cuidador, como la estrategia Bancos de Tiempo; optimización y generalización del cuidado domiciliario a través de sistemas locales de atención; creación de seguros de dependencia; redistribución del trabajo de cuidado en términos de género; flexibilidad laboral para los cuidadores y políticas públicas para la prevención de la dependencia (contribución de las personas mayores en la economía del cuidado, seguros de retiro, educación continua, etc.).

En países como Francia y Holanda se han implementado alojamientos estudiantiles alternativos para promover la convivencia intergeneracional y, al tiempo, facilitar la movilidad estudiantil. En este tipo de alojamientos, la persona mayor debe proveer una habitación adecuada y permitir el acceso a salas comunes; el estudiante, por su parte, debe estar al cuidado de la persona mayor durante su tiempo libre, colaborar con las labores diarias y participar en el pago de servicios domésticos (Campus France, 2011).

La Política Pública para el Envejecimiento y la Vejez de Bogotá (2010-2015) planteó una línea de intervención enfocada en la formación de cuidadores y cuidadoras en la dimensión “Envejecer juntos y juntas”, al igual que otros ejes y líneas para favorecer la convivencia intergeneracional (Alcaldía Mayor de Bogotá y Secretaría Distrital de Integración Social, 2010).

Marco normativo para la protección a los derechos de las personas mayores

Es deber de la sociedad civil y el Estado atender y proteger los derechos de las personas mayores (Castilla, 2018). Con este propósito existe un amplio marco normativo que procura enfrentar esta obligación, al tiempo que se han estructurado políticas públicas con el objetivo de promover un cambio cultural en el que las personas mayores constituyen el eje de cada intervención, desde un componente integral y con especial enfoque en estrategias intersectoriales que comprenden el núcleo familiar y las instituciones educativas.

La Ley 599 de 2000, por la cual se expide el Código Penal en Colombia, enuncia obligaciones atribuibles a la familia, como son: la alimentación, la garantía de que las personas mayores cuenten con los recursos necesarios para tener un nivel de vida adecuado y un cuidado permanente (Castilla, 2018). La Ley 1251 de 2008, “Por la cual se dictan normas tendientes a procurar la protección, promoción y defensa de los derechos de los adultos mayores”, propone la base normativa para la formulación de políticas públicas sobre envejecimiento, así como regula el funcionamiento de las instituciones que prestan servicios de atención para la población de personas mayores. Un aspecto interesante en esta ley es la promoción de la participación activa de los mayores en la sociedad, a través de instancias como el Consejo Nacional del Adulto Mayor, el cual verifica la puesta en marcha de estas políticas.

Algunas personas mayores pertenecientes al régimen subsidiado en el Sistema General de Seguridad Social en Salud en Colombia tienen la posibilidad de recibir servicios integrales en centros de protección, centros de día e instituciones de atención, los cuales deben cumplir unas condiciones mínimas establecidas por la Ley 1315 de 2009. La Ley 1276 de 2009 establece criterios de atención integral del adulto mayor en los centros vida (centros orientados a la atención integral de personas mayores durante el día), específicamente de los niveles 1 y 2 del Sisbén, aun cuando estas instituciones contemplan la posibilidad de admisión a personas de niveles socioeconómicos mayores, de acuerdo con tarifas establecidas tras un estudio socioeconómico realizado por trabajo social.

La Ley 1850 de 2017 modificó las cuatro leyes mencionadas, estableció medidas de protección al adulto mayor y penalizó el maltrato intrafamiliar. Un punto importante en esta última ley es la caracterización del maltrato por abandono, tanto familiar como institucional. Esta ley promueve, desde el Consejo Nacional del Adulto Mayor, la creación de redes apoyo que fortalezcan los vínculos del núcleo familiar, con el propósito de evitar la institucionalización y la penalización. Al mismo tiempo, la ley impulsa la creación de redes sociales de apoyo comunitario, como instancias intersectoriales (Ministerio de Salud, Policía Nacional, Defensoría del Pueblo, Personería, ips, etc.), cuya función es emitir alertas tempranas sobre probables casos de maltrato o violencia intrafamiliar. Dentro de esta ley se elaboró la cartilla sobre buen trato a las personas adultas mayores, como apoyo a los procesos de sensibilización sobre la necesidad de disponer de una ruta de atención inmediata al maltrato (Ley 1850, 2017).

Finalmente, es importante hablar de la Política Nacional de Envejecimiento y Vejez (2007-2019), la cual está dirigida a toda la población colombiana mayor de 60 años, sobre todo a quienes se encuentran en condiciones de vulnerabilidad social, económica o de género. En complemento a esta política, el Distrito de Bogotá promulgó la Política Pública para el Envejecimiento y la Vejez (2010-2015), la cual, con el propósito de proteger la dignidad humana de las personas mayores, planteó cuatro dimensiones fundamentales para la formulación de estrategias:

 Vivir como se quiere en la vejez: esta dimensión reconoce el valor de la autonomía y la libertad individual para la construcción de un proyecto de vida propio, al tiempo que favorece la participación en proyectos comunes.

 Vivir bien en la vejez: esta dimensión hace referencia al conjunto de condiciones materiales y patrimoniales necesarias para desarrollar un proyecto de vida en condiciones de dignidad.

 Vivir sin humillaciones en la vejez: corresponde al conjunto de bienes intangibles y no patrimoniales relativos a la dignidad humana: integridad física, psicológica y moral, así como el reconocimiento de su valor en la sociedad.

 Envejecer juntos y juntas: contempla el envejecimiento como un proceso natural, diverso y continuo, en el cual es posible la promoción del diálogo intergeneracional, la consolidación de una cultura del envejecimiento activo y la superación del modelo deficitario (Alcaldía Mayor de Bogotá y Secretaría Distrital de Integración Social, 2010).

En octubre de 2019 fue aprobado en el Senado de la República el proyecto de ley que busca proteger los derechos humanos de la persona mayor. Contempla reconocer sus derechos políticos, el derecho al acceso preferente a la justicia y la posibilidad de acudir a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de forma directa como garantía de sus derechos (Redacción Política, 2019).

Conclusiones

La novela Las intermitencias de la muerte, del escritor portugués José Saramago, relata la historia de un país en el que un día de Año Nuevo se destierra la muerte de los seres humanos. No obstante, la enfermedad, la vejez y la discapacidad persisten entre las gentes del país. Tras la alegría de los primeros días, diferentes actores sociales (servicios funerarios, empresas aseguradoras, la Iglesia católica, entre otros) advierten sobre la importancia de la muerte para la dinámica cotidiana de la vida. La ciudad se llena de personas viejas y de enfermos, que no mueren, pero que tampoco se recuperan, hasta el punto de que, para muchos, la muerte se hace deseable. En este contexto, se relata una historia:

Érase una vez, en el antiguo país de las fábulas, una familia integrada por un padre, una madre, un abuelo que era el padre del padre y el ya mencionado niño de ocho años, un muchachito. Sucedía que el abuelo ya tenía mucha edad, por eso le temblaban las manos y se le caía la comida de la boca cuando estaban a la mesa, lo que causaba gran irritación al hijo y a la nuera, siempre diciéndole que tuviera cuidado con lo que hacía, pero el pobre viejo, por más que quisiera, no conseguía contener los temblores, peor aún si le regañaban, el resultado era que siempre manchaba el mantel o el suelo al dejar caer la comida, por no hablar de la servilleta que le ataban al cuello y que era necesario cambiarla tres veces al día, en el desayuno, al almuerzo y a la cena. Estaban las cosas así y sin ninguna expectativa de mejoría cuando el hijo decidió acabar con la desagradable situación. Apareció en casa con un cuenco de madera y le dijo al padre, A partir de ahora comerá aquí, sentado en el patio que es más fácil de limpiar para que su nuera no tenga que estarse preocupando con tantos manteles y tantas servilletas sucias. Y así fue. Desayuno, almuerzo y cena, el viejo sentado solo en el patio, llevándose la comida a la boca conforme era posible, la mitad se perdía en el camino, una parte de la otra mitad se le caía por la boca abajo, no era mucho lo que se le deslizaba por lo que el vulgo llama canal de la sopa. Al nieto no parecía importarle el feo tratamiento que le estaban dando al abuelo, lo miraba, luego miraba al padre y a la madre, y seguía comiendo como si nada tuviera que ver con el asunto. Hasta que una tarde, al regresar del trabajo, el padre vio al hijo trabajando con una navaja un trozo de madera y creyó que, como era normal y corriente en esas épocas remotas, estaría construyendo un juguete con sus propias manos. Al día siguiente, sin embargo, se dio cuenta de que no se trataba de un carro, por lo menos no se veía el sitio donde se le pudieran encajar unas ruedas, y entonces preguntó, Qué estás haciendo. El niño fingió que no había oído y siguió excavando en la madera con la punta de la navaja, esto pasó en el tiempo que los padres eran menos asustadizos y no corrían a quitar de las manos de los hijos un instrumento de tanta utilidad para la fabricación de juguetes. No me has oído, qué estás haciendo con ese palo, volvió a preguntar el padre, y el hijo, sin levantar la vista de la operación, respondió, Estoy haciendo un cuenco para cuando seas viejo y te tiemblen las manos, para cuando tengas que comer en el patio, como el abuelo. Fueron palabras santas. Se cayeron las escamas de los ojos del padre, vio la verdad y la luz, y en el mismo instante fue a pedirle perdón al progenitor y cuando llegó la hora de la cena con sus propias manos lo ayudó a sentarse en la silla, con sus propias manos le acercó la cuchara a la boca, con sus propias manos le limpió suavemente la barbilla, porque todavía podía hacerlo y su querido padre ya no. (Saramago, 2015, pp. 96-98)

En este relato se pueden evidenciar diferentes teorías explicativas sobre el maltrato a la persona mayor (Bover et al., 2003): por una parte, tenemos a una mujer (la nuera), quien está cansada de las labores derivadas del cuidado del abuelo (teoría del cansancio del cuidador). Por otra, el abuelo se encuentra en una condición de dependencia dada por su fragilidad funcional, temblores en las manos y, quizá, algún deterioro cognitivo (teoría de la dependencia) y pérdida de su autonomía, pues su voz nunca se escucha durante el relato. Esta situación exaspera los ánimos de su hijo, quien decide aislar al abuelo en el patio, donde en adelante debe tomar solo sus alimentos en un cuenco de madera, para no incomodar al resto de la familia (teoría del aislamiento). Por último, el nieto del abuelo, al ver esta situación, un día decide construir con sus manos, una navaja y un trozo de madera, un cuenco para alimentar a su padre, cuando este sea viejo (teoría del aprendizaje social o de la violencia transgeneracional).

Esta fábula permite identificar algunas de las categorías abordadas en este capítulo: el modelo deficitario y los estereotipos negativos asociados al envejecimiento, la feminización del cuidado, el síndrome de claudicación del cuidador, la violencia patogénica y el paternalismo, así como la ineludible responsabilidad familiar del cuidado de las personas mayores como una demanda ética, la cual, a su vez, requiere apoyos intersectoriales y capacitación.

Al final de la fábula, la actitud del niño suscita la reflexión moral de su padre, quien reconoce en su propia vulnerabilidad, la dignidad del abuelo; le trae de vuelta a la mesa familiar y le alimenta con sus propias manos. En una sociedad que experimenta una acelerada transición demográfica, la convivencia intergeneracional constituye un factor de protección y, al tiempo, un desafío urgente a través del cual podamos reconocer en la persona mayor, nuestra común vulnerabilidad y su dignidad.

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Notas

7* Médica, Escuela de Medicina y Ciencias de la Salud, Universidad del Rosario (Colombia).

8** Médico cirujano especialista y magíster en Bioética. PhD en Bioética. Candidato a posdoctorado en Bioética. Especialista en Creación Narrativa. Profesor investigador en Bioética, Universidad del Bosque. Profesor principal, Escuela de Medicina y Ciencias de la Salud, Universidad del Rosario (Colombia). Asesor de la ong Paliativos Sin Fronteras (País Vasco, España).

9*** Estudiante de Medicina, Escuela de Medicina y Ciencias de la Salud, Universidad del Rosario (Colombia).

Envejecer en el siglo XXI

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