Читать книгу La impostora - Nuria Barrios - Страница 5

Оглавление

Mi primera vez

Durante años me resistí a ser traductora, hasta que un buen día acepté, por razones económicas, el encargo de traducir a Benjamin Black, heterónimo del autor irlandés John Banville. Acababa de morir el artífice de su voz en español, Miguel Martínez-Lage. Antes de abrir Vengeance, la obra sobre la que yo debía trabajar, leí las dos últimas novelas de Black de las que mi predecesor se había ocupado. Descubrí que Martínez-Lage tenía un estilo elegante y también muy personal. Con perplejidad, comprobé que mi lectura traductora era distinta a la suya. No variaba la historia, por supuesto, sino los matices, pero, en literatura, los matices tienen una trascendencia enorme. Cada traducción lleva la impronta de su autor, su manera de entender el oficio. Yo lo ignoraba, a pesar de que la mayor parte de mis lecturas habían sido traducciones. Siempre me había entregado a ellas con una confianza ciega, con la misma inocencia con la que los niños creen en las historias que les cuentan sus padres. Así había sido durante mi infancia, mi adolescencia, mi juventud. Había leído como si cada cuento, cada novela, cada libro de poesía, cada ensayo, cada libro de filosofía que abría, hubiese salido directamente en español de las manos de sus autores.

Leer por primera vez con ojos de traductora puso fin a la confortable inocencia en la que había vivido. Mientras comparaba la escritura original de Benjamin Black con la versión traducida y publicada, la magia desapareció para siempre. No existía tal cosa como un texto y su reflejo en un espejo. No existía espejo. Sentí pánico. Es probable que, si me hubiese detenido a analizar la vasta dimensión teórica de aquel descubrimiento, habría sentido vértigo. Mi reacción fue física, no intelectual, porque las circunstancias –un plazo de entrega en un contrato firmado– exigían de mí una respuesta práctica inmediata: tenía que decidir si debía ser fiel al Black español, que se mantenía en las librerías con éxito, o centrarme exclusivamente en el Black irlandés y aportar mi propia traducción. ¿Y si esta última gustaba menos a sus editores y a sus lectores en español? ¿Debía imitar la voz del traductor anterior? Aún no había empezado a trabajar y ya me enfrentaba a un problema. Fue el primero en la larga lista que, con el tiempo, aprendería que implica una traducción.

Un buen amigo, editor y traductor, me avisó de que traducir solo es rentable si se trabaja con rapidez. Yo no soy rápida, soy concienzuda y padezco un terrible espíritu perfeccionista, agravado por mi inclinación a vivir en el presente y no pensar en el futuro; es decir, en los plazos de entrega. La traducción me descubrió un mundo de tormentos literarios. No solo no sería para mí una ocupación rentable, sino que me crearía pesares insospechados. Estaba trabajando en Vengeance cuando una noche, mientras preparaba la cena, rompí a llorar ante mi marido y mi hijo. «¿Qué te pasa?», me preguntaron, alarmados. Me apoyé en la pared de la cocina, como si temiera caerme, y balbuceé: No llego, no puedo… Estaba angustiada por la proximidad de la entrega y la inesperada complejidad de la tarea, atenazada por el temor a no lograr una buena traducción, torturada por la fiera exigencia flaubertiana de hallar le mot juste, la palabra exacta.

No he vuelto a llorar con ninguna traducción, pero cada vez que acepto un encargo, regresa el recuerdo de mí misma llorando, abatida, en la cocina. Qué irónico simbolismo: yo, que había aceptado traducir para mejorar la precaria economía doméstica, rompí a llorar en la cocina, el centro nuclear de la vida familiar, el estómago de la casa.

Para esa primera traducción arrastré hasta mi estudio un velador de mármol blanco veteado que tenía en la terraza. Lo había comprado en una tienda de muebles de segunda mano de la calle Hermosilla, en Madrid. Mientras miraba el precio, el dependiente me dijo con orgullo que era la mesa de cocina que aparece en la película Los otros, de Alejandro Amenábar, una historia de fantasmas en la cual los espíritus son los protagonistas y los vivos apenas poseen una existencia espectral. Al instante me pareció la mesa idónea para alguien que trabaja con la imaginación y concede más importancia a la vida ficticia que a la real. Allí donde ya habían comido fantasmas, alimentaría a los míos.

La coloqué en mi estudio, cerca de la mesa de madera oscura donde escribo, pero no junto a ella. Situé cada una frente a una pared distinta, de manera que mientras trabajaba en la de madera no veía la de mármol y a la inversa. La mesa de madera era sólida, con dos columnas de cajones y un tacto cálido y pulido por las manos, los folios, los años. La de mármol, fría y delgada, se alzaba sobre una estructura ligera de hierro negro. Las vetas de un gris azulado dibujaban líneas de agua que se estrechaban y se ensanchaban en un Zóbel espontáneo. Tenía un tamaño extraño: era pequeña para servir como mesa de cocina y demasiado grande para ser un velador. Recordé el café de doña Rosa en La colmena, la novela de Camilo José Cela, en el cual los mármoles de los veladores eran viejas lápidas y algunos todavía guardaban, ocultos, los nombres de los finados: «Aquí yacen los restos mortales de la señorita Esperanza Redondo, muerta en la flor de la juventud» o bien «R.I.P. el Excemo. Sr. D. Ramiro López Puente. Subsecretario de Fomento»1. Me senté ante mi nueva mesa y pasé las manos por debajo. La superficie oculta era rugosa y las yemas de mis dedos se deslizaron por ella como si pudiesen traducir aquel misterioso braille y rescatar el escondido nombre de los otros, los fantasmas de Amenábar a quienes pronto harían compañía los personajes que yo traduciría. Musité los versos de Quevedo: «Vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos»2.

Organicé las horas del día como había hecho con las mesas: dedicaría las mañanas a escribir en la gran pantalla de ordenador que reina sobre la mesa oscura, y las tardes, a hacer la traducción en un portátil que acomodé sobre la blanca de mármol. Saqué de la librería mis diccionarios y mis enciclopedias en inglés y las coloqué junto al portátil como si fuese una traductora de principios del siglo xx, ajena a internet. Solo me faltó sintonizar música clásica y preparar una taza de té.

Muy pronto la traducción desbarató mi cuidadosa planificación: se apoderó del horario de mañana y de tarde y, finalmente, se apropió de la mesa de madera e hizo suyo el ordenador principal. Descubrí que era incapaz de crear y traducir al mismo tiempo. La traducción, al igual que la escritura, reclamaba una entrega absoluta. Cerré el portátil y la mesa de mármol se llenó lentamente de libros apilados, como enseres en una encimera. Los diccionarios y las enciclopedias volvieron a la librería, desplazados por las ágiles fuentes digitales. Pero la traducción había desbaratado algo más serio que la planificación y las herramientas de trabajo.

¿Qué esperaba encontrar en aquella nueva ocupación? La tranquilidad de la rutina, la repetición de gestos aprendidos, la certeza de un tiempo con su principio y su final, la calma de trabajar sobre una obra que ya está hecha… No encontré nada de eso: ni rutina ni gestos aprendidos ni calma ni certeza. Lo que había imaginado era pura fantasmagoría. Humo.

La escritura siempre me había ayudado a hacer conocido lo desconocido. La traducción hizo desconocido lo conocido.

Traducir, una actividad que yo suponía un agradable quehacer, un viaje placentero entre palabras, reveló ser un perturbador viaje existencial al revelar la extrañeza del lenguaje e introducir esa extrañeza en la conciencia que tenía de mí misma: ¿quién soy yo?, ¿qué soy yo?

La angustia que sentí con aquella primera traducción, y que siento con cada nueva que acepto, es completamente distinta a la que acompaña la escritura. Escribir no es tarea fácil. El sufrimiento de no alcanzar a contar lo que quiero contar y cómo lo quiero contar me acompaña hasta la última página. La angustia de la traducción, aunque más breve al estar localizada al inicio del trabajo, atenta a la raíz de mi ser, a mi identidad. A menudo basta la primera línea de la obra que he de traducir para que la lengua extranjera convierta en extranjera mi propia lengua, que es mi herramienta como escritora. Una herramienta que mimo y pulo porque es mi voz, porque soy yo. O lo era antes de que, al emprender la traducción de Vengeance, sintiera por vez primera aquel despojamiento que me convirtió en una extraña para mí misma.

Mi amigo Javier sufrió hace años un ictus que afectó su capacidad verbal. Él, que había sido un gran periodista radiofónico, se esforzó con obstinado empeño en recuperar lo perdido: logopedia, ejercicios… Hablar era una batalla diaria a la que se enfrentaba sin desmayo; sabía lo que quería decir, pero con asombro y frustración comprobaba cómo de su boca salía a menudo la palabra equivocada. Una desazón similar siento yo cuando comienzo a traducir. Si los escritores temen la Seca, como llamaba José Donoso al bloqueo creativo, la traductora teme el farfullar perplejo, el balbuceo. El despojamiento.

¿Cómo explicar una experiencia íntima? El despojamiento no tiene que ver con el dominio mayor o menor del idioma extranjero que he de verter a mi idioma; tiene que ver con la súbita inseguridad con la propia lengua, con la conciencia temblorosa de un analfabetismo inesperado, con una visión desvalida de mi ser. Tiemblan las palabras y, con ellas, las estrellas, la noche, los rostros, el viento, el canto de los pájaros… Tiembla el universo entero y su temblor es contagioso, amenaza con la desaparición del mundo y de mí misma. La lengua materna, la lengua que he mamado, se agria en mi boca. Luego viene la adaptación de la herramienta, el oficio, la asimilación del nuevo personaje de traductora, la apropiación de la máscara, el trabajo terminado en fecha. De aquella niebla primera surge siempre el camino que lleva a un terreno donde puedo trabajar. El desasosiego desaparece, pero la ácida sensación inicial ya no desaparecerá. Es el saber de la impostura. Su sabor.

La máscara, esa pieza que en la antigüedad cubría el rostro de un actor teatral para desempeñar un papel en el escenario, se denomina persona en latín. Tanto en ese idioma como en griego –prósopon, delante de la cara–, el término pasó al ámbito filosófico para designar al ser humano. Persona, personaje. Máscara, rol. La máscara es oficio, pero además es disfraz; es desempeño público y también ocultamiento. En ella está presente lo que se ve y lo que no se ve. Lo visible es fingimiento, impostura. Lo invisible es la realidad. Cada máscara implica un rol: escritora, traductora, madre, hija, amante, amiga… Personare, origen etimológico de la palabra «persona», significa resonar. La voz de cada personaje se proyecta y resuena a través de su disfraz.

La máscara es asimismo protección frente a los otros y también frente a la vacuidad de uno mismo. «Lego la nada a nadie»3, escribió Jorge Luis Borges en el poema «El suicida». En árabe, masharah significa «objeto de risa». Cuando uno percibe la fragilidad que ocultan las máscaras, propias y ajenas, siente angustia y siente risa. Es hilarante descubrir que, tras tanto empeño por ser Alguien, los seres humanos somos Nadie. Ese es nuestro nombre primigenio.

Nadie. Niemand. No one. Nessuno. Esa gran N define nuestra oculta identidad: su anonimato y su infinita plasticidad. Ser Nadie es condición imprescindible para poder ser cualquiera. Sobre esa N primegenia se levantan todas las máscaras.

Escribe Juan de la Cruz en Subida del Monte Carmelo:

«Para venir a serlo todo, no quieras ser algo en nada. / Para venir a saberlo todo, no quieras saber algo en nada. / Para venir a lo que no gustas, has de ir por donde no gustas. / Para venir a lo que no sabes, has de ir por donde no sabes. / Para venir a lo que no posees, has de ir por donde no posees. / Para venir a lo que no eres, has de ir por donde no eres»4.

Cuatro siglos después, en 1940, sus versos serían recogidos por T. S. Eliot en Cuatro cuartetos:

«Para llegar a lo que no sabes, / debes ir por un camino que es el de la ignorancia. / Para poseer lo que no posees, / debes ir por el camino de la desposesión. / Para llegar a lo que no eres, / debes ir por el camino en que no eres. / Y lo único que sabes es lo que no sabes, / y lo único que posees es lo que no posees, / y en donde estás es en donde no estás»5.

Nada. Nadie. Esos dos términos, tan queridos por la mística, están en la raíz de la creación.

«Para venir a serlo todo, no quieras ser algo en nada», escribe el carmelita. «Para llegar a lo que no eres, / debes ir por el camino en que no eres», continúa el poeta estadounidense. Ambos, Juan de la Cruz y T. S. Eliot, parecen hablar asimismo sobre la traducción.

En 2012 publiqué un libro de poesía, Nostalgia de Odiseo. El actor Juan Luis Galiardo aceptó presentarlo en un hermoso jardín, casi clandestino, de Madrid, llamado El olivar de Castillejo. La noche de la lectura fueron dispuestas sillas entre los olivos y, mientras el público se acomodaba, Juan Luis se retiró conmigo, me hizo cerrar los ojos y, sujetándome las manos, dijo: «Solo somos los mensajeros de algo más grande, nada personal importa, salvo el arte». Luego abrió los ojos y exclamó: «¡Vamos!». Y fuimos a actuar como médiums ante el público.

Aquella misma mañana, Juan Luis había acudido a su oncólogo para conocer el resultado de unos análisis. El médico le dijo que el cáncer, que él creía haber superado, avanzaba sin remedio. Lejos de cancelar el acto de la noche, se presentó sin decir nada de lo sucedido.

La sinceridad es una categoría que pertenece a la vida; la autenticidad, al arte. Galiardo, convertido en Odiseo, proyectó su voz profunda y pausada entre las sombras.

La impostora

Подняться наверх