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Extrañeza

La asunción del exilio está en la raíz de la literatura. Para transformar lo vivido en una experiencia estética, para adentrarse en la ficción, la escritora ha de mantener una distancia con lo otro y con los otros. También consigo misma.

Aún mayor es el exilio de la traductora: su trabajo la expulsa del refugio más íntimo, que es la lengua. Al traducir se produce un desplazamiento en la relación espontánea que mantiene con su idioma materno. De la naturalidad pasa a la conciencia permanente del mismo. De la cotidianeidad, al alejamiento. Ese desplazamiento convierte lo que antes parecía sencillo en un problema. Su problema. Es como si viera su propia casa en un sueño. Es la misma, pero ha cambiado. Lo propio se hace extraño para que lo extraño se convierta en propio.

Ninguno de los libros que he escrito me ha cuestionado tanto y con tanta intensidad como lo hace la traducción, porque trabaja con la naturaleza esencial de la lengua, y la lengua es la metáfora principal de nuestro ser. La traducción es como el bruñido escudo que Atenea prestó a Perseo: en el texto a traducir se mira la traductora como en un espejo y descubre, con espantada fascinación, que la imagen de su reflejo es la Medusa.

Si en la escritura se da un ensimismamiento, en la traducción se produce un extrañamiento. Extraño proviene del latín extraneus: ‘exterior’, ‘ajeno’, ‘extranjero’. La traductora es dos veces extranjera: está fuera de la lengua que ha de traducir y la traducción desmorona la casa que es su lengua, convirtiéndola en apátrida. La soledad del oficio incrementa su vulnerabilidad y el temor a haberse convertido en un ser extraviado.

Su temor posee raíces muy hondas. La traducción es un camino de regreso a la extrañeza original del idioma. Nacemos sin palabras; con voz, pero mudos, y tenemos que aprender a hablar. La lengua materna es adquirida. Cuando la traductora no entiende el significado de una palabra, de una expresión, de una frase o de un párrafo del texto original, su incomprensión es una inmersión en el pasado, en su primera experiencia lectora. Pero, en esta ocasión, la inmersión va acompañada de conciencia y cuando la traductora ascienda de nuevo a la superficie ya no será la misma. Habrá vislumbrado la realidad arbitraria del mundo y llevará para siempre consigo la marca, el estigma de su propia fragilidad.

Durante el tiempo que dure su trabajo, residirá en una casa lejos de casa. Intensamente exiliada: lejos de su patria, lejos de su hogar, lejos de sí misma.

El viaje forma parte de la biografía de cualquier apátrida. Escribir es viajar, al igual que leer es viajar: se sale de lo conocido para introducirse en lo desconocido. También traducir es viajar. El viaje de la traductora es múltiple: a la lengua del autor, a su voz literaria, al mundo que ha creado. Entra en la vida de otros que, al mismo tiempo, entran en la suya, desbaratándola. Durante el tiempo que dure la traducción, su vida parecerá transcurrir en otra dimensión: ni aquí ni allá. En ese territorio de nadie, lo real adquiere un vago eco fantasmal y lo irreal ocupa sus desvelos y consume su energía.

«Cada pueblo calla unas cosas para poder decir otras», escribe José Ortega y Gasset 15. La lengua define nuestra cosmovisión: explora el mundo y lo abre ante nosotros. Es nuestra fuerza y es asimismo nuestra debilidad, oculta lo no nombrado, lo cierra ante nuestros ojos, llena de sombras la vida. Un idioma distinto implica otra exploración del mundo, otra cosmovisión, una nueva luz, también penumbras distintas. La dificultad de traducir no se limita a qué contar, es esencial cómo contar. La obra original se resiste siempre a ser cambiada y esa tensión cuestiona la lengua de destino, su capacidad de decir con precisión y de mantener la musicalidad, la belleza, el sentido originarios. Traducir es una escuela sobre los límites y recursos de la propia lengua, sobre nuestras zonas oscuras en el mundo.

Mientras que escribir es un acto de afirmación, traducir es un acto de cuestionamiento. Cuestionar es poner distancia: desprenderse de la tiranía de los conceptos, aceptar el sinsentido de las palabras, valorar la conjetura, la posibilidad permanente de poder decir de otro modo, asumir la trampa y la potencialidad de los malentendidos, comprometerse a las correcciones. Si dar nombre a las cosas es un acto de poder, nombrar de manera equivocada degrada la creación, el mundo.

Cuando el texto reta a quien traduce con expresiones o frases cuyo significado comprende, pero no acierta a expresar –lo tiene en la punta de la lengua–, se inicia un viaje por el propio idioma como si este fuese la oficina de objetos perdidos.

A la resistencia que opone la lengua de origen a ser traducida se suma la resistencia de la lengua de destino a abrirse para abrazar aquella. Su obstinación semeja un reproche velado a la traductora, que exige a su idioma materno adaptarse a otro ajeno y ponerse a su servicio. Y, sin embargo, aunque parezca rehén de un proceso de negociación donde la otra parte se muestra inflexible, la lengua materna se cobrará su venganza: aniquilará la lengua extranjera para transformarla en propia.

La venganza aún no ha llegado y, mientras busca la expresión o el término adecuados –¿por qué se dice tortuga y no galápago?–, la traductora anticipa con temor un Alzheimer futuro, cuando recorra la casa donde ha habitado durante toda su vida sin reconocer las habitaciones ni el pasillo ni la cocina ni los baños; cuando no acierte a articular con destreza y espontaneidad porque las palabras se disolverán en su cerebro igual que terrones de azúcar en una taza de té caliente. Perdidos los nombres de las cosas, el mundo se tornará desconocido y amenazador; lo domesticado enseñará los dientes, lo no nominado recuperará su alma salvaje.

Comprender y no atinar a traducir retrotrae a la traductora a una fase anterior al lenguaje verbal, a la etapa emocional previa al bautizo de la realidad y a su clasificación taxonómica. Es un viaje desde la punta de la lengua a su raíz. Esa inmersión en el pasado es tan poderosa que, cuando por fin surge el término buscado, la traductora no puede evitar sentir una leve extrañeza. La palabra le es, al mismo tiempo, conocida y ajena. La sombra de la arbitrariedad que proyecta cada palabra –¿por qué ella y no otra designa esa realidad?– alcanza al yo. «Rodeados de palabras por todas partes, hay un momento en que nos sentimos sobrecogidos: angustiosa extrañeza de vivir entre nombres y no entre cosas. Extrañeza de tener nombre», escribe Octavio Paz, y cita unos versos de un jovencísimo Federico García Lorca: «Entre los juncos y la baja tarde, / ¡qué raro que me llame Federico!»16.

Sin la raigambre del lenguaje, convertidas las raíces subterráneas en raíces aéreas, la traductora se pierde a sí misma como punto de referencia. La sensación de vértigo, lo que Milan Kundera llamaba la insoportable levedad del ser, tarda un rato en desaparecer.

Y, sin embargo, la distancia es imprescindible para traducir.

La distancia respecto al texto original obliga a la escucha. La distancia respecto a la propia lengua anima a la entrega.

¿Qué significa escuchar? Cuando me encuentro ante un texto cuyo sentido se me escapa, me agito, pero insisto porque intuyo que si Odiseo no hubiera huido, si hubiese permanecido atento y paciente, habría comprendido el canto de las sirenas. Traducir es comprender, y comprender requiere a menudo de la espera. Hay que aguardar a que el texto relaje su hermetismo. Hay que permanecer expectante y en silencio para escuchar el eco de la imaginación del escritor.

Traducir es esperar a que la vida irrumpa en la mano laboriosa que escribe ciegamente.

¿Cuál es la distancia adecuada?

Es imposible medir la objetividad.

No hay que pegarse al texto original, sofocándolo, ni tratarlo con desapego y alejarse, olvidándolo. Este oficio es una forma de levitación. Hay que dejar que el texto respire y sentir su respiración.

En un oficio en el que conviven el rigor y las ambigüedades, a menudo solo es posible acercarse a los conceptos mediante imágenes. Por ejemplo: traducir es caminar sobre las aguas de la lengua original, como Cristo o Buda.

Muy distinta es la distancia que impone la traducción respecto a la lengua materna, porque no es externa, sino íntima. La actitud ante esa distancia, que antes llamé «desplazamiento», requiere un modo de acción singular: «hacer no haciendo», concepto taoísta que los orientales conocen como wu wei y que en la caligrafía zen es representado con un círculo. La atención, volcada hacia fuera respecto a la lengua extranjera, se dirige ahora hacia dentro. Si antes era precisa la escucha, ahora es precisa la entrega.

La urgencia de los plazos agita a quien traduce. La traducción exige esfuerzo y raciocinio, pero el empeño voluntarioso –el arranque, el desarrollo, el final– no basta. Es conveniente no forzar. Para poder captar lo que se requiere, para fluir con el texto, a veces hay que abandonar el control, ponerse a disposición, confiar. Pensar en la luz del sol entrando por la ventana y en la taza de té humeante sobre la mesa. Aunque no existan. La entrega es un acto de fe, pero es una fe compatible con el conocimiento. Que posibilita el conocimiento.

Se trata de un concepto cercano al de intuición. Has de dejarle paso, en lugar de ajustarte al mapa trazado cuidadosamente. Es ella la que permite vislumbrar el vasto y misterioso mundo que se extiende fuera de la muralla racional. La intuición es el placer, el poder de la literatura. La luz de la cerilla en la oscuridad.

La entrega nos pone en contacto con lo desconocido. «En el ámbito de lo que está más allá de nuestro control se encuentra aquello que es para nosotros lo más importante y esencial»17, afirmaba el editor, escritor y traductor Roberto Calasso. Traducir es un viaje improbable porque lleva a un lugar inverosímil. Es una puerta a lo escondido.

El estigma de extranjería que asumí al traducir por primera vez ya no desapareció. El eco del exilio permanece en mí, agazapado, latente.

La impostora

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