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La pandemia como detonante

A Venganza, mi primera traducción, siguieron otras. Decidí espaciarlas para que la traductora no devorara a la escritora. Habría sido fácil que sucediera: los encargos de libros se enlazaban unos con otros y, por modestos que fuesen los honorarios, ese oficio me ofrecía unos ingresos regulares que no eran posibles con la literatura. Soy una escritora lenta, necesito sentir la necesidad –y digo necesidad, pero podría decir obsesión– de expresar una historia para sentarme delante del ordenador y embarcarme en un libro durante uno, dos o tres años.

Cuentan que, en una ocasión, Ósip Mandelshtam le dijo a Borís Pasternak: «Sus obras completas constarán de doce tomos de traducciones y solo uno con sus propios poemas». Aquellas palabras fueron pronunciadas con sorna, pero la amenaza que contienen es real. A mí no me costó decidirme. Como dicen los flamencos: soy dueña de mi hambre. La escritora lenta que soy ha determinado que sea una traductora de producción moderada: dos o tres libros, como máximo, por año. En cada ocasión la experiencia ha sido absorbente y agotadora.

Aun así, he pasado a formar parte del colectivo de escritores que traducen literatura. No trabajo con ensayos y apenas con poesía. Para reflexionar sobre esa doble condición de escritora y traductora me han invitado a festivales, a cursos, a encuentros. ¿Influye el trabajo como traductora en mi escritura? ¿He incorporado rasgos de los escritores que traduzco a mi obra? ¿Qué aporta mi trabajo como escritora a mi manera de abordar las traducciones? ¿He introducido elementos de mi estilo en las obras que traduzco? «Cuando como, como; cuando duermo, duermo», dice el maestro zen. ¿Debería ser esa mi filosofía: cuando escribo, escribo; cuando traduzco, traduzco? Pero ¿acaso no modifica cada máscara la siguiente y, a su vez, es modificada por la anterior?

A pesar de que existe una larga tradición de escritores que traducen, he comprobado cómo esa doble condición genera recelos en algunos traductores y cierto desdén en algunos escritores. Para aquellos soy una intrusa; para estos, traducir me convierte en una escritora accidental. Por exceso o por defecto, para unos y para otros soy una impostora. Y es cierto, lo soy, pero no por las razones que ellos piensan, sino por una cuestión ontológica que a todos atañe: ser Nadie es condición imprescindible para ser Alguien. Esa plasticidad originaria es la carne de la imaginación y la raíz de nuestra capacidad para ser esto o aquello o, más bien, esta y aquella, este y aquel. Nuestra maleabilidad esencial convierte la identidad en juego y a la impostora en paradójica verdad.

«Ningún problema tan consustancial con las letras y con su modesto misterio como el que propone una traducción»6, escribió Borges. La traducción ha dado origen a una vasta bibliografía; el apartado dedicado a quienes la ejercen es llamativo. Octavio Paz afirmaba que la traducción es una función especializada de la literatura y que solo los escritores deberían ejercerla 7. En su interesante ensayo El fantasma en el libro, Javier Calvo, escritor y traductor, lleva hasta el final la argumentación de Paz y concluye que el traductor literario es asimismo escritor. «Puede que pase toda su vida sin publicar libros bajo su nombre, pero aún así lo es. Y esto es porque la traducción es una modalidad propia de la creación literaria: lo que yo he llamado en este libro la escritura invisible o fantasmal»8. Los traductores se convertirían así en «escritores de la clase más rara y verdaderamente incomparables», tal como los concebía Walter Benjamin. Autores invisibles, fantasmales.

Julio Cortázar, traductor de Edgar Allan Poe y de Daniel Defoe, recomendaba la traducción como escuela de escritura: «Yo le aconsejaría a cualquier escritor joven que tiene dificultades de escritura, si fuese amigo de dar consejos, que deje de escribir un tiempo por su cuenta y que haga traducciones; que traduzca buena literatura, y un día se va a dar cuenta de que puede escribir con una soltura que no tenía antes»9. La escritora Lydia Davis asegura que fue exactamente así como ella empezó a traducir a Maurice Blanchot: para escapar del bloqueo creativo que sufría. Cortázar concluía: «Si yo no fuera un escritor, habría sido un traductor».

Yo nunca había sentido la necesidad de reflexionar por escrito sobre la traducción, a pesar de la experiencia de ese pequeño cataclismo que provoca en mí cada encargo. Arrastrada por la urgencia de lo cotidiano, entraba y salía de aquella perturbadora extrañeza como quien viaja en un tren que atraviesa en su recorrido bancos de niebla. Y, de repente, el tren se detuvo. Como surgida de la nada, llegó la pandemia del SARS-CoV-2 y el Gobierno decretó el estado de alarma. Aquel virus desconocido estaba desbordando el sistema sanitario. Parecía una neumonía, pero atacaba con una furia endiablada y mataba sobre todo a los ancianos. Sus efectos eran aún más graves porque se ignoraba cómo atacarlo. Se nos ordenó no salir a la calle a partir de la medianoche del 14 de marzo de 2020 e, igual que un rebaño atiende la voz alarmada de su pastor, entramos en nuestras casas y echamos la llave a las puertas.

El confinamiento, destinado a controlar la extensión de la enfermedad, duró hasta el 21 de junio. Esas catorce semanas no fueron un mero tránsito, sino una realidad en sí misma. Lo que aconteció en esos noventa y nueve días delimita un espacio y un tiempo únicos. Un territorio cubierto por la bruma de la incertidumbre. Un paisaje ajeno, en el que permanecimos súbitamente detenidos, absortos y asustados.

«Suspendido temporalmente el servicio del SER», decían los carteles que instaló el ayuntamiento de Madrid en los parquímetros. Con su aire cómico, aquella frase, que hacía referencia al Servicio de Estacionamiento Regulado, semejaba un aviso ontológico.

Los griegos denominaban epojé a la suspensión del juicio. Siglos después, Edmund Husserl redefinió la epojé en su fenomenología como la puesta entre paréntesis de la realidad. El confinamiento no solo metió la realidad entre paréntesis, también a nosotros mismos. Quietos, sin escape, desprovistos repentinamente de seguridades, obligados a pensarnos, a repensarnos como individuos, como colectividad, como especie. Aquí y ahora. Hic et nunc. ¿Qué somos? ¿Quiénes somos? ¿Qué queremos?

Vivíamos con una confianza muy parecida a la fe hasta que la llegada del virus agitó el miedo y el desasosiego. La estabilidad que habíamos construido saltó por los aires y descubrimos que no solo la vida nos resultaba desconocida, sino que también nosotros éramos extraños para nosotros mismos. De un día para otro, nos convertimos en niños abandonados que deambulaban por un bosque oscuro y amenazante. Nuestra vulnerabilidad y nuestro desvalimiento parecían las únicas certezas.

Todos aguardábamos con expectación a que los científicos descifraran el nuevo patógeno. Un virus es un texto recubierto de proteína con instrucciones para hacer copias de sí mismo. Con letras enfermamos y con letras nos curamos. No es extraño: el genoma humano se compone de tres mil cincuenta y cinco millones de nucleótidos, las letras químicas con las que está escrito el libro de instrucciones de una persona. Ese manual de funcionamiento de las células está plegado en su interior; es una gigantesca molécula de adn de unos dos metros de longitud. Ahí están las directrices para que, por ejemplo, una neurona del cerebro sepa transmitir un pensamiento.

Descifrar es traducir lo desconocido. Mientras los científicos traducían el virus, yo me desesperaba en casa. Encerrada, no conseguía escribir ficción, no lograba leer ficción. ¿Cómo leer, cómo escribir, cuando las propias palabras habían enfermado de ambivalencia? La casa, que había sido refugio, encerraba la cárcel. La normalidad, la anormalidad. El abrazo, el contagio. La vida, la muerte. El mundo que antes nombraban se resquebrajaba y nosotros, sus habitantes, sus hablantes, temblábamos ante la amenaza de quedarnos a la intemperie.

Nada parecía más irreal que la realidad en la que estábamos inmersos. Resultaba difícil separarse de ella para adentrarse en otros mundos, en otras vidas. No obstante, la literatura siempre me había ayudado a interpretar la vida en clave narrativa, a encontrar su sentido. Leí La peste, de Camus, y todos los libros que tenía a mano que hablaban sobre plagas pasadas: el inicio de la Ilíada, cuyo canto primero se titula «La peste: La cólera»; el libro segundo de la Historia de la guerra del Peloponeso, de Tucídides; Edipo, rey, de Sófocles; Diario del año de la peste, de Daniel Defoe; el Decamerón, de Boccaccio… El presente se multiplicaba con las voces del pasado, pero en ninguno de los libros que leí hallé las herramientas que necesitaba para comprender la realidad. La imaginación era como el personaje de Orfeo que, en La peste, durante la representación de la ópera Orfeo y Eurídice en el teatro de Orán, se derrumba en el escenario, víctima de la enfermedad.

Acudí al ensayo con la esperanza de que el lenguaje de la reflexión me ayudara a enfrentarme a lo inverosímil. Entre los libros que escogí estaban Una casa lejos de casa, de Clara Obligado, y La mitad de la casa, de Menchu Gutiérrez. El mundo, amenazado por el virus, había dejado de ser nuestra casa, ese concepto profundamente emocional, sutil como una membrana protectora frente a las vicisitudes de la vida.

Empecé a leer.

En Una casa lejos de casa, la argentina Clara Obligado habla de cómo su exilio en Madrid le hizo tomar una conciencia distinta de su lengua, al verse forzada a desplazar su español natal y traducirlo al español peninsular: valorar cada palabra, sopesarla, ser consciente de las variaciones semánticas, del ritmo, incluir dobles códigos de lectura. «Nunca pensé que podía ser extranjera en mi propio idioma»10.

En La mitad de la casa, Menchu Gutiérrez visita una antigua casa familiar, «la más parecida al vientre materno en la que he vivido». El nombre de la casa, escrito bajo un pequeño arco de hierro, le suena extraño, incluso si está ligado a lo más íntimo, al núcleo del primer recuerdo de su vida, o, quizá más exactamente, al recuerdo en el proceso de formarse. «Porque, tan pronto cobra sentido por primera vez, tan pronto parece señalar algo –la casa, la silueta de la casa en la colina–, se separa de lo señalado, lo que señala parece no pertenecerle, o, al menos, no completamente»11.

A través de Obligado y de Gutiérrez, me leía. Sus voces me guiaban en la niebla. Todo giraba en torno al concepto de extrañeza instalado en lo doméstico, en lo familiar: el hogar.

La índole más alta de moralidad es no sentirnos como en casa en el propio hogar, escribió el filósofo Theodor W. Adorno.

Lo que antes era conocido e íntimo, se había convertido en distante y desconocido. Inhóspito.

Friedrich Schelling acuñó el término unheimlich para definir la «extrañeza inquietante» que provoca la revelación de aquello que estaba destinado a permanecer oculto. El término juega con el doble sentido de heimlich en alemán, que designa lo familiar y también lo secreto. Al salir a la luz lo escondido, sentimos que nos es conocido y, al mismo tiempo, ajeno. Su aparición es siempre sorprendente, desconcertante, sobrecogedora.

Unheimlich definía bien el sentimiento que había generado la pandemia al revelar que el hogar no es algo natural, sino una construcción levantada sobre sótanos cuidadosamente cerrados. Y entonces, al dar nombre a la experiencia, vino a mí el recuerdo del pequeño cataclismo identitario que sufro cuando inicio una traducción. Esa extrañeza inquietante que acompaña siempre el encuentro de la lengua extranjera con la lengua materna.

Mi hogar como escritora es la lengua. La traducción, antes que el virus que nos asolaba, ya me había revelado lo que estaba destinado a permanecer oculto: el abismo del sentido, nuestro desvalimiento esencial. Las preguntas que plantea el oficio eran las mismas que las suscitadas por la pandemia: ¿Qué somos? ¿Quiénes somos? Escribir sobre la traducción significaba escribir sobre la incertidumbre, indagar sobre nuestra identidad.

«Yo no he habitado solo esta casa, sino el nombre de la casa, el misterio ligado al nombre de la casa (…) Y por este nombre he vuelto también aquí: como si en él arrancara la mecha de mi deseo de saber, esa necesidad nunca satisfecha, que clama una y otra vez: termíname, déjame descansar de la ansiedad que provoca el no saber algo del todo, el conocer solo la mitad de un secreto»12, escribe Menchu Gutiérrez.

Si la pandemia fue la inesperada mecha «de mi deseo de saber» que condujo a este ensayo, el fuego que encendió la mecha fue la poeta Amanda Gorman. Enfundada en un abrigo de un vivo amarillo, Gorman escribió y recitó The Hill We Climb en la toma de posesión de Joe Biden como presidente de Estados Unidos en enero de 2021. La encendida polémica que suscitó al cuestionar la elección de los traductores de su texto proyectó una inusitada luz sobre la esencia de la traducción, que es la esencia misma de nuestra vida: la imaginación. Soy su traductora al español, pero de ella hablaré más adelante.

Un año después del inicio del estado de alarma, me vacunaron contra el coronavirus. Mi vacuna estaba basada en el arn mensajero: instrucciones para que las células provoquen una respuesta del sistema inmunitario y este fabrique anticuerpos. Con letras, mi cuerpo se defendería del peligro. Eso, al fin y a al cabo, es lo que he hecho siempre.

La traducción es el arte de descifrar. Y eso es la vida: la traducción en la que todos estamos embarcados. Desde que nacemos, nos esforzamos en traducir el mundo exterior, en traducir a los otros, en traducir nuestra relación con el mundo y con los otros, en traducirnos a nosotros mismos.

Este ensayo es una exploración existencial de la lengua, que es nuestra casa. Un andar a tientas. Un viaje de descubrimiento.

La impostora

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