Читать книгу Princesa temporal - Donde perteneces - Más que palabras - Оливия Гейтс - Страница 11

Capítulo Seis

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–Castaldini –repitió ella, dándole un manotazo para liberarse–. No, no iremos a Castaldini –siseó.

–¿Por qué no? –él se mordió el labio inferior, disfrutando claramente de su violenta reacción.

–Porque me has engañado.

–No he hecho nada de eso.

–Cuando dijiste que volaríamos, supuse que sería a otra ciudad, o como mucho a otro estado.

–¿Y yo soy el responsable de tu error? Te di una pista muy clara al decir que íbamos a la joyería más exclusiva del planeta. ¿Dónde pensaste que estaba?

–No sabía que estábamos jugando al Trivial. ¿Para qué ir tan lejos a por un anillo? ¿Y esa hipérbole sobre las joyas castaldinianas? ¿Es el exceso de orgullo nacional lo que te lleva a pensar que todo lo de Castaldini es lo mejor del mundo?

–No sé si todo pero, sin duda, las joyas de la corona de Castaldini son de lo más exclusivo.

–Las joyas de la coro… –fue incapaz de repetir la asombrosa información–. ¡Bromeas! ¡No puedo ponerme un anillo de la colección real!

–Mi esposa no podría lucir otra cosa.

–No soy tu esposa. Seré tu pantalla solo un año. Pero, como dijiste, eso puede ser mucho tiempo. No quiero ser responsable de algo tan valioso –apartó sus manos cuando intentó abrazarla–. Durante la crisis de Castaldini, antes de la coronación de Ferruccio, la gente decía que si Castaldini vendiera la mitad de esas joyas, ¡cancelaría la deuda nacional!

–Propuse esa solución, pero los castaldinianos preferirían vender a sus hijos primogénitos.

–¿Y quieres que me ponga uno de esos anillos por una mentira? ¿Esperas que me pasee por ahí luciendo un tesoro en el dedo?

–Eso es exactamente lo que harás como mi esposa. De hecho, tú misma serás un nuevo tesoro nacional. Ahora que está todo claro…

–No está claro –masculló ella. Se sentía como si un remolino la estuviera atrapando–. No iré a Castaldini. Dile a tu piloto que dé la vuelta.

–Sabías que irías a Castaldini antes o después –razonó él. Su expresión de paciencia hizo que ella deseara darle un bofetón.

–Dijiste que podía decir que no a tu chantaje.

–Dije que no expondría a tu familia si decías que no –afirmó él, ecuánime–. Pero si dices que sí, me aseguraré de que no ocurra nunca.

–¿Qué quieres decir? –lo miró helada.

–Han cometido demasiados crímenes. Es cuestión de tiempo que alguien descubra lo mismo que yo. Cásate conmigo y haré cuanto esté en mi mano para limpiar los rastros de sus felonías.

–Eso sigue siendo el mismo chantaje.

–No. Antes dije que les haría daño si dices que no. Ahora digo que los ayudaré si dices que sí.

Ella sentía la mente tan liada como un ovillo de lana atacado por un gato.

–No veo la diferencia. E incluso si digo sí…

–Dilo, Gloria mía – le atrapó las manos y se las llevó hasta su musculoso pecho–. Consiente.

–Incluso si lo hago…

–Hazlo. Di que serás mi esposa.

–Bueno, vale, sí. Mira que eres insistente.

–¡Cuánto entusiasmo y cortesía! –rezongó él.

–Si crees que te debo alguna de esas cosas, estás loco. Esto no significa que haya cambiado nada. Sigue siendo una coacción. Y en ningún caso implica que acepte ir a Castaldini ahora.

–Dame una razón para estar tan en contra de ir –él se recostó, con expresión complacida.

–Podría darte un tomo tan grueso como tu contrato matrimonial.

–Me basta con una razón válida. Y, porque no quiero, no vale.

–Ya sé que lo que yo quiera no vale. Eso lo has dejado muy claro.

–He dejado claro que he cambiado de opinión –hizo un mohín tan delicioso que ella deseó morder esos labios que habían vuelto a hechizarla–. Sé flexible y cambia tú la tuya.

–Tampoco te debo flexibilidad. Me hiciste creer que este iba a ser un viaje dentro de mí país. No he firmado nada respecto a salir de él.

–Como esposa mía, lo harás. No para siempre.

–Ya, durante un año. Pero yo elijo cuándo empieza ese periodo.

–Me refería a que tendrás libertad para volver. Esta vez, puedes regresar a Nueva York mañana mismo, si es lo que quieres.

–No quiero salir de Nueva York. ¡No puedo viajar a otro país sin más!

–¿Por qué no? Siempre lo haces en tu trabajo.

–Esto no es trabajo. Y, hablando de eso, no puedo dejarlo todo sin avisar antes.

–Estás de vacaciones, ¿recuerdas?

–Tengo cosas que hacer, aparte del trabajo.

–¿Cuáles? –preguntó él, muy sereno.

–Yo también he cambiado de opinión. No eres una excavadora, eres un tsunami. Lo desenraízas todo y no cejas hasta tener el control.

–Aunque me encanta oírte diseccionar y detallar mis defectos, tengo hambre. Le pedí al chef que preparase platos típicos de Castaldini.

–No cambies de tema –protestó ella.

Él, ignorándola, se desabrochó el cinturón de seguridad y se inclinó para desabrochar el de ella.

–Ni siquiera en la comida me das opción.

Él se apartó y pulsó unos botones que había en un panel junto al sofá. Luego se puso en pie.

–Sí te la doy. Yo preferiría darme un festejo contigo y saltarme la comida. Te doy la opción de evitar lo que realmente deseas y optar por comer.

Ella se tragó la réplica. Sería tontería negarlo. Si no hubieran despegado, habría estado desnuda sobre él, suplicando y aceptando todo.

Exasperada, lo siguió. Tras un biombo de madera tallada, había una mesa puesta para dos. El mobiliario, del estilo característico de Castaldini del siglo XVII o XVIII, estaba montado sobre raíles unidos al fuselaje. La tapicería de las exquisitas sillas de caoba era de seda borgoña con estampado floral. La mesa redonda estaba cubierta con un mantel de encaje, sobre organdí borgoña, decorado a juego con la vajilla de porcelana. Velas encendidas, un jarrón con rosas rojas y crema, servilletas de lino, copas de cristal y cubiertos de plata, con el monograma real de Castaldini, completaban el espectacular conjunto.

–No puedo imaginarme aquí al rey Ferruccio –dijo ella cuando le apartó la silla.

–¿Sigues creyendo que es mi jet? –preguntó él enarcando las cejas y sentándose frente a ella.

Ella ni siquiera se había planteado dudar de su palabra. Una prueba más de que algunas personas eran tan tontas que no aprendían nunca.

–No es eso –suspiró–. Todo el avión es digno de un rey. Pero este rincón es demasiado…

–¿Íntimo? –apuntó–. Esto lo diseñó Clarissa, como nido de amor para ella y Ferruccio.

–¿Seguro que no le molesta que lo invadas? –Glory alzó la cabeza; se sentía como una intrusa en un lugar destinado al placer de otros.

–Fue él quien escaneó mis huellas digitales en los controles de acceso.

–Bueno, pero, ¿estás seguro de que lo habló antes con la reina Clarissa?

–Estoy seguro de que, si no lo hizo, le encantaría que ella lo castigara por su travesura.

–¿Otro D’Agostino fetichista del maltrato a manos de una mujer? –los labios de Glory se curvaron al imaginarse al rey Ferruccio recibiendo una azotaina de su bella reina.

–Ferruccio dejaría que Clarissa bailara claqué encima de él y pediría más. Pero ella, un ser angelical, no se aprovecha de su poder sobre él –su expresión se suavizó mientras hablaba de su reina y de su primo. Aunque Clarissa era hija del rey anterior, se había sabido poco de ella hasta que se convirtió en esposa del rey ilegítimo. Desde su boda se había convertido en uno de los personajes reales más románticos del mundo.

Glory solo había oído cosas buenas de ella. Se le encogía el estómago al captar el cariño de Vincenzo por la mujer, ser testigo de un afecto y ternura que no había sentido por ella. Que ella no había sido capaz de despertarle.

Vincenzo pulsó un botón del panel de control. La puerta de la sala se abrió. Segundos después, media docena de camareros de uniforme borgoña y negro, con el emblema real bordado en el pecho, entraron a la zona de comedor.

Ella les sonrió mientras colocaban las bandejas cubiertas sobre la mesa. El delicioso aroma hizo que el estómago le protestara con fuerza.

–Me alegra saber que tienes apetito de más cosas –dijo él. Es buen augurio que te interese más la comida que convertirme en diana de tu ira.

–Veo que te gusta vivir peligrosamente –ella levantó un tenedor, calibrando su peso–. ¿De plata? ¿No es mortal para los de tu clase?

–Si fuera de esa clase a la que te refieres –se recostó en la silla, plácido–, ¿no crees que disfrutaría con el reto del peligro?

Ella comprendió algo terrible: estaba disfrutando con el duelo de palabras y voluntades. Nunca había experimentado algo igual, y menos con él. Lo había amado con toda su alma, lo había deseado con pasión, pero nunca había disfrutado estando a su lado. Pero el nuevo Vincenzo era… divertido.

Divertido. Eso pensaba del hombre que casi la había secuestrado y la obligaba a aceptar un matrimonio temporal, al tiempo que la seducía porque podía hacerlo. Y a pesar de eso, seguía cautivándola. Se preguntó si era masoquista o si estaba desarrollando el síndrome de Estocolmo.

Él, ajeno a su torbellino emocional, reincidió en el tema que los ocupaba.

–No quiero que me destroces tirándome algo mientras intentas abrir el cangrejo… –le quitó el tenedor y el resto de los cubiertos y los puso en la bandeja de un camarero que se alejaba.

Ella decidió dejarse llevar y disfrutar.

–Podrías haberme dejado la cuchara –lo miró con ironía–. No suponía ningún peligro y me voy a poner perdida si bebo la sopa directamente del cuenco y limpio la salsa del plato con los dedos.

–Mánchate. Te limpiaré con la lengua.

Se inclinó y descubrió los platos y cuencos humeantes. Glory empezó a salivar con los deliciosos aromas. Él llenó un cuenco de sopa y la aderezó con eneldo y picatostes. Después, agarró su cuchara, la llenó, frunció los labios y sopló con sensualidad.

Ella se estremeció cuando alzó la cuchara hacia su boca. Vincenzo iba a darle de comer. Entreabrió los labios y tragó el cremoso y aromático líquido.

Un segundo después, él la besaba, posesivo, como si quisiera bebérsela, tragarse sus gemidos.

–Meravigliosa, deliziosa… –murmuró.

El estómago de ella volvió a rugir. Vincenzo se apartó con una sonrisa burlona.

–Así que la carne está deseosa, pero el estómago lo está más. ¿No podrías dejar de tener ese aspecto tan delicioso para que pueda seguir dándote de comer?

–¿Así que esto es culpa mía?

–Todo lo es, gloriosa mia. Todo.

Aunque lo dijo con tono indulgente, eso la confundió. No sonaba a broma. Sin embargo, a pesar de que unas horas antes había estado empeñada en resistirse a él, se rindió a sus mimos.

Sabía que lo que le ofrecía era temporal, pero esa vez estaba avisada y se sentía de maravilla. Se preguntó si valía la pena el dolor que podría llegar a sufrir después. Tal vez esa vez no lo superaría.

Miró los maravillosos ojos y permitió que su hechizo derrumbara el último pilar de su cordura. Tenía que admitir que lo había echado de menos como a un órgano vital.

Así que viajaría con él. Al coste que fuera.

***

–Aterrizaremos en unos minutos, príncipe.

El anuncio hizo que Glory girara de repente para mirar el reloj de pared. Parecía increíble que llevaran nueve horas en el avión. El tiempo nunca había pasado tan rápido ni de forma tan placentera. En vez de adormilarse, se había sentido deliciosamente lánguida y vital al mismo tiempo, electrificada, viva.

Estaban aterrizando en un lugar que había temido no visitar nunca. La patria de Vincenzo, un país de leyenda y tradición: Castaldini.

Había estado tan absorta en Vincenzo y la nueva afinidad compartida, que no había mirado por la ventanilla ni una sola vez. Estaban tumbados en el sofá, charlando y disfrutando.

–Aunque odio quitarte las manos de encima, tienes que ver esto –le apretó suavemente el muslo y, con un suspiro, le dio otro de sus devastadores besos–. Castaldini desde el aire es una maravilla.

Se levantó y alzó la cortinilla de la ventana que tenían a su espalda. Ella se arrodilló en el sofá para mirar. Sin embargo, solo fue consciente de él a su espalda, apretándola contra su erección y acariciando sus nalgas. Deseó suplicarle que pusiera fin al tormento que llevaba años creciendo en ella. Pedirle que la penetrara allí mismo, arrodillada, mientas se sentía vulnerable y abierta.

Él le succionó el lóbulo de la oreja, seductor.

–¿Lo ves, gloriosa mia? Ahí es donde volveré a hacerte mía, en esa tierra tan bella como tú.

–Me has quitado las manos de encima para sustituirlas con todo tu cuerpo –protestó ella, que latía de arriba abajo, exigiendo su invasión.

–No me lo digas a mí, díselo a tu cuerpo –le succionó el cuello, presionándola contra él–. Ejerce un control remoto sobre el mío. Mira ahora.

Ella no negó sus alegaciones. Dado cómo había estado respondiendo a cada caricia, le extrañaba que no la hubiera hecho suya aún. Tardó un segundo en mirar el lugar donde volvería a estar en sus brazos y a ser suya, el tiempo que durara.

Tal y como había dicho él, la imagen quitaba el aliento. La isla brillaba bajo el sol como una colección de gemas talladas. Palmeras y olivos color jade, tejados de rubí y granate sobre casas de ámbar y feldespato, carreteras de obsidiana. Las playas de oro blanco se unían al Mediterráneo turquesa y esmeralda.

–¿Cómo puedes irte de aquí y pasar tanto tiempo fuera? –le preguntó, asombrada.

–Espera a verlo desde el suelo –dijo él, complacido –la giró y, tras abrocharle el cinturón de seguridad, besó su mano–. Tienes razón, he pasado demasiados años lejos de aquí.

–Y cuando ocupes ese cargo en Naciones Unidas, será aún peor –apuntó ella con desilusión.

–Vendremos a menudo y pasaremos aquí el mayor tiempo posible. Podríamos quedarnos una temporada ahora. ¿Te gustaría?

Vincenzo le estaba preguntando si quería quedarse, pero no se había molestado en preguntarle si quería ir. Tal vez fuera parte de su campaña para tranquilizarla. Y si lo era, estaba teniendo un gran éxito. Espectacular.

Su solicitud la derritió. No se había atrevido a tomar parte activa en la seducción, pero se moría de ganas de tocarlo y saborearlo. Adoraba su piel satinada y bruñida como el bronce. Sabía que era así de arriba abajo, había explorado cada centímetro de su cuerpo en otro tiempo. Quería volver a hacerlo. Lo miró a los ojos y suspiró.

–Siempre que puedas conseguirme un cepillo de dientes mejor que el de cortesía de este avión.

Él le atrapó los labios en un beso triunfal.

–La siguiente vez que volemos, en este avión o en el mío, hablaremos, comeremos y pelearemos en la cama. Espero que sepas cuánto me ha costado no llevarte allí esta vez.

–¿Será porque es la cama de tu rey y tu reina?

–Bellissima, te recuerdo que cuando se trata de poseerte me da igual donde estemos.

Ella no necesitaba que se lo recordara. Había pasado años intentando olvidarlo. La había hecho suya en el trabajo, en el parque, en el coche, en todos sitios.

–Entonces, ¿por qué no lo has hecho?

–Porque quiero esperar a la noche de bodas.

* * *

Un Mercedes los esperaba. El chófer hizo una reverencia a Vincenzo, le entregó las llaves y corrió a otro coche. Vincenzo salió del aeropuerto y tomó una carretera que bordeaba la costa.

Ella observó el pintoresco paisaje. No sabía adónde iban, pero había dejado de resistirse y quería que la sorprendiera. Iba a disfrutarlo. No tener expectativas la liberaba y le permitía vivir el momento. Para una persona acostumbrada a preocuparse cada segundo, tanto despierta como dormida, era una sensación desconocida y fantástica. Como lanzarse en caída libre.

Vincenzo, el perfecto guía turístico, bromeaba y le contaba anécdotas sobre todo lo que veían. Dijo que la llevaría a la capital, Jawara, y al palacio real, más tarde. Antes quería enseñarle otras cosas.

Ella dejó que la magia de esa tierra de clima cálido y cielos brillantes la absorbiera.

El punto central era una ciudadela situada sobre una colina rocosa pero verde, que parecía salida de una fantasía. A sus pies, rodeada de naturaleza exuberante, se encontraba la ciudad, que parecía anclada en un pasado de otra época.

Flores silvestres, naranjos y olmos daban color al escarpado paisaje. Vincenzo abrió el techo del coche para que oyera el canto de los ruiseñores dándole la bienvenida.

Poco después cruzaron un foso y Glory tuvo la sensación de que había entrado en otra era.

Atravesaron unas enormes verjas de madera, rodearon una fuente de mármol y mosaico, en un patio adoquinado, y pararon ante la torre central. Vincenzo saltó del coche sin abrir la puerta y corrió su lado para sacarla en brazos.

Riendo por su actitud infantil, ella miró avergonzada a las docenas de personas sonrientes que iban de un lado a otro, contemplándolos.

Él subió las escaleras de piedra de un tirón, demostrándole que su peso no era nada para él. Sin duda, estaba en forma. Ella estaba deseando descubrir hasta qué punto.

En cuanto la dejó en el suelo, corrió a la terraza y se apoyó en la balaustrada para admirar la increíble vista que se extendía ante ella.

Vincenzo se situó a su espalda y le trazó un sendero de besos abrasadores desde la sien a la curva de los senos. Después, la giró hacia él, apretándola contra su torso.

–Divina mía, mi diosa, ahora sé qué le faltaba a este lugar. Tu belleza. A partir de ahora solo lo veré como el escenario perfecto donde adorarte.

Ella se preguntó cuándo había aprendido a hablar de forma tan extravagante. Tal vez con las mujeres que entraban y salían de su cama. Sintió que un puño se cerraba sobre su corazón, Vincenzo no era suyo. Nunca lo había sido.

Aun así, siempre había tenido la impresión de que las mujeres que lo rodeaban cumplían una función básica, no se lo imaginaba dándoles serenatas, ni adulándolas con poesía innecesaria.

Tal vez solo pretendía hacer que se sintiera mejor. Tenía que ser eso. Había dicho que su pasión por ella había sido real; fueran cuales fueran las razones de su crueldad pasada, ya no importaban. Aceptaría el paraíso mientras durara.

–Si es lo que quieres, posaré para una foto si alguna vez tienes que vender esto. Ya me imagino el anuncio, titulado «Propiedad en el paraíso». La verdad, ahora que lo he visto, me pregunto por qué no vives aquí la mayoría del tiempo.

–Puede que lo haga a partir de ahora.

Ella captó un interrogante en su tono, pero lo ignoró. A su pesar, sabía que el matrimonio era una locura sin futuro.

–¿Qué vamos a hacer aquí?

–Empezar a prepararnos para la semana que viene –respondió él.

–¿Qué ocurrirá la semana que viene?

Él la apretó contra la barandilla y le acarició el rostro con ojos que reflejaban el azul del cielo.

–Nuestra boda.

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