Читать книгу Princesa temporal - Donde perteneces - Más que palabras - Оливия Гейтс - Страница 9

Capítulo Cuatro

Оглавление

–¡Imposible!

Vincenzo ladeó la cabeza ante la estupefacción de su ayuda de cámara. Su cariño por Alonzo hizo que sus labios, tensos desde su conversación con Glory la noche anterior, se relajaran.

Incluso por teléfono, ella se había metido en su piel, trastornándole el sentido común. No tendría que haberla llamado, pero no había podido aguantarse. Además le había dejado claro que ardía de deseo por ella.

Y al oír un deje de decepción e indignación en su voz, le había ofrecido todo para borrarlo. Había renunciado a las precauciones que su mente, y más aún su abogado, creían imprescindibles.

Recordó el momento en que Alonzo lo había agarrado de los hombros.

–¿Bromeas? El otro día me lamentaba de que ambos acabaríamos viejos y solteros. Pero tú nunca bromeas –los ojos verdes se habían abierto de par en par–. Es en serio. Vas a casarte.

No le había explicado a Alonzo cómo ni por qué. Quería que creyera que era algo auténtico, y que lo gestionara todo como si lo fuera.

–¿Cuándo? ¿Cómo? –Alonzo se había agarrado la cabeza con dramatismo–. Conociste a una mujer, te enamoraste, decidiste casarte, se lo pediste y aceptó, ¿y no me dijiste nada?

Alonzo era como su sombra desde la adolescencia; se anticipaba a sus deseos y era meticuloso en su apoyo y resolución de problemas, tanto en el trabajo como en lo personal. Había tenido que enviar a Alonzo a realizar una gestión innecesaria para que no se enterara de su encuentro con Glory.

–¿Quién es? Es lo más importante –dijo Alonzo, inconsciente del torbellino emocional que asolaba a Vincenzo–. Por favor, no me digas que es una de las mujeres que luces ante los paparazzi.

Alonzo era el único que sabía que la reputación de Vincenzo era una farsa para mantener alejadas a las mujeres. En ese sentido, la imagen de playboy sin escrúpulos daba mejor resultado que la de príncipe científico. Un año después de romper con Glory había empezado a contratar a «acompañantes», para dar esa imagen.

Había intentado tener relaciones con mujeres no contratadas, pero habían durado poco. No conseguían interesarlo. Alonzo había llegado a preguntarle si había cambiado de orientación sexual, escandalizándose cuando le dijo que había decidido abstenerse del sexo un tiempo. A su modo de ver, un hombre viril tenía la obligación de dar y recibir placer en la medida de lo posible. Mientras no estuviera comprometido, claro.

El problema era que, aunque Vincenzo no tenía pareja, su cuerpo parecía pensar que sí. Tenía a Glory grabada a fuego en sus células.

Decidió contarle a Alonzo, un romántico sin remedio, lo que le quería oír. Lo que había sido verdad, si obviaba los detalles feos y dolorosos.

–Se llama Glory Monaghan. Una americana que fue mi consultora ejecutiva, y ahora es consultora de proyectos humanitarios. Me enamoré de ella cuando estuviste en Brasil, con Gio. La historia acabó mal. Pero Ferruccio me ha conminado a casarme para limpiar mi imagen y representar a Castaldini ante la ONU. A pesar de cómo nos separamos, y de los años transcurridos, fue en ella en quien pensé. La busqué y descubrí que me atraía tanto como antes. Las cosas siguieron su curso y… voy a casarme con ella.

–Oh, mio ragazzo caro! No tengo palabras –los ojos de Alonzo se llenaron de lágrimas.

Alonzo lo envolvió en un abrazo paternal.

–Por favor, dime que me vas a dar tiempo suficiente para organizarlo todo –dijo Alonzo, con ansiedad, tras soltarlo.

–Cualquiera pensaría que estamos hablando de tu boda, Alonzo –dijo Vincenzo, sonriente.

–¡Ojalá lo fuera! –dijo Alonzo, entre burlón y resignado–. Pero si Gio no me lo ha pedido en estos quince años, dudo que vaya a hacerlo ahora.

Era una de las razones por las que Vincenzo pensaba que Giordano Mancini era un estúpido. Todos el mundo sabía que Alonzo era su pareja, pero Giordano parecía creer que si no lo admitía abiertamente se libraría de los prejuicios asociados a las relaciones homosexuales. Hombre de negocios de una familia tradicional, sabía que obviarían su orientación sexual siempre que no hiciera alarde de ella.

Eso indignaba a Vincenzo. Consideraba a Giordano un cobarde que fallaba a Alonzo para protegerse a sí mismo. Los matrimonios del mismo sexo aún no se aceptaban en Castaldini, pero Vincenzo le había dicho a Gio que los apoyaría y haría que los respetaran, personal y profesionalmente. Eso no había sido suficiente para Gio, que había convencido a Alonzo de que siguieran como estaban. Pero era obvio que Alonzo seguía añorando una validación pública de su relación, y celebrarla por todo lo alto.

Vincenzo lo miró fijamente. Todos pensaban que era muy distinto del hombre, catorce años mayor que él, que lo había acompañado desde que cumplió los diez años. Solo él sabía cuánto se parecían. Además de su atención por los detalles y por el cumplimento de objetivos, compartían algo esencial: la monogamia. La única razón de que no le dijera a Alonzo que se librara de su pareja, era saber que Gio le era totalmente fiel. Vincenzo se había asegurado de eso; pero nada libraría a Gio de su furia si la situación cambiaba.

–Esto es peor –dijo Alonzo, interrumpiendo sus pensamientos–. Es tu boda. ¿Sabes cuánto tiempo he esperado este día?

–Más o menos desde que tenía veinte años. Hace dos décadas que empezaste a desear que llegara el improbable día de mi boda.

–¡Pero ya no es improbable! Me gustaría besar al rey Ferruccio por hacerte tomar la decisión.

–Te gustaría besar a Ferruccio con cualquier excusa –bromeó Vincenzo.

Alonzo empezó a asolarlo con preguntas sobre fechas, preferencias, Glory y todo lo necesario para empezar a preparar La Boda del Siglo. Insistió en conocer a Glory cuanto antes, para conocer sus gustos y crear el entorno ideal para «la joya real» de Vincenzo.

Solo lo dejó en paz cuando le dijo que tenía que prepararse para ir a elegir un anillo con Glory. Alonzo se fue, casi saltando de excitación por los preparativos que tenía ante sí.

Una vez solo, Vincenzo se concentró por completo en organizar la expedición. Después, decidió ducharse para que el agua caliente le relajara, porque se sentía a punto de explotar. Tenía la sensación de que sufriría daños permanentes si no pasaba toda la noche encima ella, dentro de ella, satisfaciendo el hambre que lo había asolado desde que había vuelto a verla.

A pesar de su agonía, se alegraba de que ella se le hubiera resistido. Eso era lo que quería, el esfuerzo y la excitación del reto. Y ella le había dado eso y más. Había exigido elegir el anillo.

Eso le había desatado algo en su interior. Su plan había tomado vida propia, ya no tenía el control de la situación. Y eso le encantaba.

«Te ha hechizado de nuevo», pensó.

Sonrió para sí. Su cautela e instinto de supervivencia solo le habían dado melancolía y soledad. Estaba harto de ambas cosas. Sabía que sin ella se sentiría así eternamente. Verla le había demostrado que solo ella le devolvía a la vida.

«Aunque sientas eso, es una ilusión. Siempre lo fue». Pero, si esa ilusión le hacía sentirse tan bien, podía permitirse sucumbir a ella.

«¿Y si saber que lo es no basta para protegerte cuando todo acabe?». Frunció el ceño.

Sin embargo, cualquier cosa sería mejor que la situación en la que se encontraba. Tras separarse de ella, se había centrado en su investigación, en su empresa y en obligaciones básicas: comer, hacer ejercicio y dormir. Cosas rutinarias en un interminable ciclo de vacío emocional.

Pero ya no volvería a estar solo. Daría rienda suelta a esa obsesión sexual que solo ella alimentaba y satisfacía. Durante un año.

«¿Y si no te basta? ¿Y si te hundes tanto que no puedes volver a salir a flote? La última vez casi te ahogaste, y los daños fueron irreversibles».

Aun así, iba a hacerlo. Iba a aprovechar cada segundo con ella, a pesar de los riesgos. Nunca tendría un matrimonio auténtico, ella había sido su única oportunidad. Ya había vivido lo peor, así que estaba preparado. Si al final del año seguía deseándola, negociaría una ampliación del acuerdo. Las que hicieran falta para apagar su pasión. Tenía que extinguirse, antes o después.

«¿Y si te consume? Esperas que no lo haga, aunque la experiencia sugiera lo contrario».

Después de seis años vacíos, salvaguardando sus emociones hasta atrofiarlas, buscando el éxito hasta dejar que se tragara su existencia y aburrirse hasta la muerte, tal vez había llegado el momento de vivir peligrosamente. De dejarse consumir.

No le importaba, siempre que la arrastrara en su estela. Estaba deseando lanzarse a ese infierno.

Aunque había estado contando los segundos hasta que sonara el timbre, el corazón de Glory se desbocó cuando sonó, a las cinco en punto.

Se secó las manos húmedas en los pantalones y fue lentamente hacia la puerta. Cuando la abrió, fue como si un coche la atropellara. Vincenzo parecía un calco de la primera vez que había aparecido en su umbral.

Le dio vueltas la cabeza al recordarlo.

Un traje azul marino y una camisa gris plata del mismo tono que sus ojos se ajustaban a su espectacular cuerpo. El cabello ondulado le rozaba el cuello de la camisa, exponiendo su frente leonina. Incluso olía igual que antes, a pino y brisa marina, menta y almizcle. El aroma era tan intenso como un afrodisíaco. No le cabía duda.

Tal vez había aparecido así a propósito, para recordarle que ya había estado allí antes. La única diferencia era la madurez que acrecentaba su atractivo. También captaba algo distinto en su mirada, en su sonrisa. Una promesa de que no habría ni reglas ni límites.

Pero eso no cuadraba con un hombre que imponía más limites y normas a su vida que los que exigían sus experimentos científicos. Con el príncipe que la obligaba a casarse con él para cumplir las normas sociales que exigía su país.

A pesar de todo, en ese momento lo que más deseaba era hacerlo entrar y perderse en su deseo de poseerla, devorarla, para así resurgir del desierto al que la había arrojado al dejarla.

–Ringrazia Dio, por cómo me miras, bellissima… –dijo, arrinconándola contra la pared. Su envergadura apagó la luz que entraba por la ventana del vestíbulo. La envolvió con su aura–. Como si te murieras por saborearme. Me alegro de no ser el único que se siente así.

Había dicho lo mismo aquel primer día, y Glory lo odió por jugar así con ella. La ira la sacó de su estupor sensual y lo taladró con la mirada.

–Te habrías ahorrado el viaje si hubieras leído mis mensajes –le espetó.

Él llevó las manos a su pelo y se lo apartó de la mejilla. Después se inclinó hacia su boca.

–Los leí, pero decidí ignorarlos –susurró.

–Peor para ti. Lo que decían era cierto, te guste o no. No iré a ningún sitio contigo. Dame el anillo que tengas, me da igual.

–Habría traído uno si me hubieras dicho que sí esta mañana –replicó él, echándose hacia atrás.

–Bueno. Pues cuando lo tengas, envíalo con uno de tus lacayos. Y envíame instrucciones por correo electrónico cuando quieras que inicie la campaña de limpieza de tu imagen.

–Veo que crees que no me acompañarás porque no te has vestido para la ocasión –estaba preciosa con camiseta azul y vaqueros desgastados.

–No existe esa ocasión. Estoy vestida como corresponde para pasar la tarde en casa. Sola.

–Tienes que entender que hay una columna A, con cosas no negociables –le tocó la mejilla, provocándole un escalofrío–. Y una columna B, que podemos negociar o dejar a tu albedrío. Elegir una alianza pertenece a la columna A.

–Vaya, conviertes la supuesta galantería en coacción –dijo ella.

–Y tú reniegas de nuestro acuerdo con agresividad pasiva –le devolvió él.

–¿Qué acuerdo? ¿Te refieres a mi silencio ante la audacia de concertar una cita sin preguntarme si estaba libre?

–Estás de vacaciones. Lo comprobé.

–Tengo una vida personal, aparte del trabajo.

–Ya no –su sonrisa satisfecha hizo que ella deseara darle un bofetón–. Déjate de pataletas y te llevaré a elegir el anillo.

–La pataleta es tuya por insistir. No exigí elegir el anillo porque dudara de tu impecable gusto, quería dejar claro mi punto de vista, pero no tenía sentido. No tengo elección, y simular que la tengo en cosas tan inanes no merece la pena. Así que no hace falta que alardees de generosidad dejándome elegir el diamante más grande, que sin duda es lo que esperabas que hiciera.

–Eso ni siquiera se me había ocurrido –la miró con seriedad–. Solo quiero que elijas todo lo íntimo y personal a tu gusto, sin imponerte el mío.

–Muy considerado por tu parte –se mofó ella–. Ambos sabemos que te importa un cuerno lo que opine. ¿Íntimo y personal? El anillo, o cualquier otra cosa que me des, será un disfraz para cumplir mi papel, que devolveré cuando acabe la farsa. Para tu tranquilidad, por si pierdo algo y para ahorrar en seguros, compra imitaciones. Todos creerán que son joyas genuinas, y encajarán mucho mejor en este asunto.

–Supongo que he hablado en italiano al decir que esto no es negociable –la miró, provocativo–. Será la razón de este fallo comunicativo.

–Dado que hablo un italiano decente, eso habría dado igual. Mi respuesta sigue siendo no. En los dos idiomas.

–Un no es inaceptable. ¿Acaso buscas que te persuada? –su mirada se volvió sensual.

Sabiendo cómo intentaría persuadirla, lo esquivó, fue al aparador y agarró el contrato matrimonial. Se lo dio con manos temblorosas. Él lo aceptó, sin dejar de mirarla.

–He firmado –dijo ella, casi sin aliento.

–Te lo di para que lo leyeras. Hay que firmarlo por duplicado, en presencia de nuestros abogados.

–Envíame tu copia para que la firme –dijo ella, confusa por el deje de desaprobación, o tal vez desilusión, que había captado en su voz.

–¿Significa eso que no te parece excesivo? –su mirada se volvió escrutadora.

–Sabes que «excesivo» es quedarse muy corto. Solo te falta pedir que devuelva el bronceado que adquiera durante mi estancia en Castaldini.

–Entonces, ¿por qué lo has firmado? ¿Por qué no has pedido cambios?

–Dijiste que era innegociable.

–Creí que tu abogado lo miraría y te diría que no hay nada innegociable. Esperaba una lista alfabética de supresiones y modificaciones.

–No hacen falta. No quiero nada de ti. Ni ahora ni antes. Si pensabas que discutiría tus paranoicos términos, no sabes nada de mí. Sé que nunca creíste que mereciera la pena conocerme, y no espero que me trates con más consideración ahora, cuando no soy más que tu pantalla de humo. Me da igual cómo intentes protegerte, me vale así. Garantiza que estaré fuera de tu vida, sin vínculos pendientes, en cuanto acabe el año.

–Un año es mucho tiempo –dijo él, con voz profunda y oscura.

–Ya. Quiero empezar a cumplir mi condena sin plantear resistencia, para que me infrinja el menor daño posible durante su transcurso.

Él pareció taladrarla con la mirada, como si pudiera leer sus pensamientos y emociones. Eso también era nuevo. En el pasado siempre había sentido su lejanía, excepto cuando estaban entregados a la pasión. Había sido el típico científico distraído, volcado en su investigación, que apenas prestaba atención al resto del mundo.

Él dejó el contrato en el aparador y se volvió hacia ella con absoluta gracia y tranquilidad.

–Esperaré mientras te pones algo adecuado para la ocasión. Si tardas, será un placer vestirte yo mismo. También puedo desnudarte antes, para placer de ambos. Recuerdo cuánto solías disfrutar con ambas actividades –la mirada ávida de sus ojos indicaba que cumpliría su amenaza con gusto.

Ella no podía arriesgarse, porque cabía la posibilidad de que acabara suplicándole que no se conformara con desnudarla. Le lanzó una mirada exasperada y, maldiciendo para sí, salió de la habitación mientras él se reía.

Media hora después, harta de hacer tiempo, salió del dormitorio. Lo encontró recorriendo el salón como una pantera enjaulada.

Él se paró y observó su nuevo conjunto. Viejo conjunto. El traje de chaqueta crema y la blusa de satén turquesa eran… adecuados. Ni siquiera los zapatos de tacón y el bolso a juego añadían glamour. Pero era el único traje que ella conservaba de su época empresarial. Su guardarropa actual solo contenía ropa utilitaria, o no habría elegido ese traje nunca. Era el que había llevado a su entrevista de trabajo con él y después a cenar.

Ella no supo si recordaba el traje, porque su mirada ávida no cambió en absoluto. Decidió tomarle la delantera antes de que hablara.

–Si no te parece adecuado, peor para ti. Es el único conjunto que tengo. Puedes comprobarlo si quieres.

–Sin duda es adecuado para la ocasión. Aunque solo sea por motivos nostálgicos.

Así que se acordaba. Lógico. Su mente era como un ordenador.

–Pero tenemos que hacer algo respecto a las deficiencias de tu vestuario. Tu incomparable cuerpo debe lucir las mejores creaciones. Los genios de la moda mundial se pelearán para adornar tu belleza sin par con sus modelos.

–¿Te han diagnosticado algún desorden de personalidad múltiple? –rezongó ella–. ¿Cuerpo incomparable? ¿Belleza sin par? ¿Cómo se llama la persona que piensa esas cosas?

–Si nunca te dije que me dejabas sin aliento, me merezco un castigo –se acercó a ella–. En mi defensa, diré que estaba ocupado enseñándote.

–Sí, hasta que me enseñaste la puerta y me dijiste que era intercambiable por cualquier mujer lo bastante dócil y dispuesta.

–Te mentí –dijo él con voz clara y seca.

–¿Mentiste? –lo miró desorientada. Él asintió–. ¿Por qué?

–No quiero entrar en detalles. Pero nada de lo que dije tenía base verídica. Dejémoslo así.

–Y al diablo con lo que yo quiero. Pero, claro, tú conseguirás lo que quieres, da igual lo que yo desee y cuánto me cueste. No sé por qué sigo esperando algo distinto. Debo de estar loca.

Él pareció contener un impulso, tal vez el de explicar sus crípticas aseveraciones.

Sin embargo, ella necesitaba algo. Si las palabras que, tantos años antes, habían destrozado su psique como una ráfaga habían sido mentira, ¿por qué las había dicho? ¿Para alejarla? ¿Se había aferrado tanto a él que le había hecho sentir pánico?

«No». Se negaba a racionalizar el maltrato que él le había infringido, era inexcusable. Y lo que le estaba haciendo en el presente era mucho peor. Atrayéndola y alejándola a un tiempo. Despojándola de la estabilidad que suponía odiarlo, de la certeza de por qué lo hacía.

–Cenaremos antes –afirmó él, ayudándola a ponerse el abrigo.

–¿En serio esperas que coma después de esto?

–Retrasaré la cena hasta que tengas hambre. Para entonces, espero que el apetito pueda más que tu deseo de clavarme un tenedor.

Ella lo miró con desdén y salió del apartamento. En el garaje esperaba un Jaguar color borgoña sin chófer. Él se sentó al volante.

Por lo visto, no pensaba hacer su relación pública aún. Tal vez no había esperado que firmara el contrato matrimonial y había contado con seguir presionándola esa tarde.

Llevaban un rato en el coche cuando Glory comprendió que estaban saliendo de la ciudad.

–¿Adónde vamos? –le preguntó.

–Al aeropuerto –contestó él con una sonrisa.

Princesa temporal - Donde perteneces - Más que palabras

Подняться наверх