Читать книгу Princesa temporal - Donde perteneces - Más que palabras - Оливия Гейтс - Страница 7

Capítulo Dos

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–¿Cómo puedo ofrecerte una esposa? –lo miró atónita–. ¿Te interesa alguien a quien yo conozca?

–Sí. Alguien a quien conoces muy bien –sus ojos volvieron a chispear con humor.

Ella sintió náuseas mientras pensaba en las mujeres a las que conocía. Muchas eran lo bastante bellas y sofisticadas como para satisfacer a Vincenzo. En especial Amelia, su mejor amiga, que acababa de comprometerse. Quizás Vincenzo pretendía que lo ayudara a romper la relación de su amiga para poder…

–Según mi rey, solo una esposa conseguirá mejorar mi reputación con la urgencia requerida.

–¿Tus escándalos sexuales dan mala fama a Castaldini? –aventuró ella–. ¿Ferrucio ha exigido que te reformes por decreto real?

–Más o menos viene a ser eso, sí –asintió–. Por eso busco una esposa.

–¿Quién lo habría imaginado? Hasta el intocable Vincenzo D’Agostino ha de inclinarse ante alguien. Debe de haberte escocido mucho que otro hombre, por muy amo y señor tuyo que sea, te regañe como a un crío y te diga lo que debes hacer y poner fin a tu estelar carrera de mujeriego.

–No voy a poner fin a nada –alzó un hombro con indiferencia–. Lo de la esposa será temporal.

–Claro que tendrá que ser temporal –alegó con frustración–. Ni todo el poder y dinero del mundo te conseguirían una mujer permanente.

–¿Estás diciendo que las mujeres no se desvivirían por casarse conmigo? –ironizó él.

–Supongo que harían cola con la lengua afuera. Digo que cualquier mujer, cuando te conociera, pagaría lo que fuera por librarse de ti. Ninguna te querría de por vida.

–¿No es una suerte que no quiera a nadie tanto tiempo? Solo necesito una mujer que cumpla las reglas de mi acuerdo temporal. Mi problema no es encontrar a una mujer que acepte mis normas. Sería difícil encontrar a una que no lo haga.

–¿Tan engreído eres? ¿Crees que todas las mujeres estarían dispuestas a aceptar tus términos, por degradantes que fueran?

–Es un hecho. Tú misma me aceptaste sin condiciones. Y te aferraste tanto que acabé teniendo que arrancarme tus tentáculos de la piel.

Ella lo miró y volvió a preguntarse a qué se debían tanta malicia y abuso de poder. Lo único que había hecho era perder la cabeza por él.

–Pero cualquier mujer que lleve mi apellido podría aprovechar mi necesidad de mantener las apariencias, la razón de mi matrimonio, para exprimirme y sacarme más. Necesito a alguien que no pueda plantearse eso.

–Entonces, contrata a una mercenaria –siseó ella–. Una con suficiente práctica para cubrir las apariencias por un tiempo y por un precio.

–Busco a una mercenaria que, a los ojos del mundo, tenga una reputación prístina. Intento pulir la mía y no serviría de nada añadir una joya dañada a una corona roñosa.

–Ni siquiera una joya inmaculada mejoraría tu vileza. Tendrías que haberme llamado antes. No conozco a nadie que encaje en esa categoría de mercenaria con supuesto pasado impoluto. No conozco a ninguna mujer tan desesperada como para aceptarte, sean cuales sean las circunstancias.

–Sí que conoces a alguien. Tú.

Vincenzo observó cómo palidecía el rostro que lo había perseguido durante los últimos seis años. Era el mismo, pero muy diferente.

Las suaves curvas de la adolescencia habían desaparecido, exponiendo una estructura ósea exquisita que realzaba la armonía y belleza de sus rasgos. Su piel tenía un tono miel tostado. Resplandecía. Tenía las cejas más tupidas, la nariz más refinada y la mandíbula más firme.

Pero seguían siendo sus ojos de cielo de verano los que le llegaban al alma. Y los labios sonrosados, que parecían más llenos y sensuales que nunca. Solo con mirarlos se tensaba y cosquilleaba de deseo. Eso antes de examinar el cuerpo que poseía la clave de acceso a su libido.

Llevaba un traje pantalón azul marino diseñado para esconder sus atributos, pero a él no podía engañarlo. Estaba deseando confirmar lo que intuía mediante un examen visual y táctil sin interferencias.

Se preguntó cómo esos ojos no mostraban rastro de la astucia que asumía en la mujer que lo había engañado. Trasmitían la fuerza indómita de una luchadora acostumbrada a enfrentarse a adversarios que superaban con creces su poder.

En ese momento, destellaban consternación y asombro. Pero, sin duda, estaba usando sus dotes de actriz.

–No importa lo cuantiosa que sea la deuda de mi padre y de mi hermano. La pagaré –le lanzó una mirada fría como el hielo.

–¿De veras crees que lo que tengo en su contra es una deuda? ¿Algo que podría resolverse con dinero? –se asombró él.

–Déjate de poses, maldito desgraciado. ¿Qué tienes en su contra?

Él paladeó lentamente su reacción al insulto. Tenía un sabor ácido y excitante que le hizo desear más. Eso debía ser indicio de que estaba harto de la deferencia que le otorgaban a diario, tanto en su cargo oficial como en el profesional.

–Solo unos cuantos crímenes –contestó.

–¿Serías capaz de implicarlos en algo para que yo haga lo que quieres? –lo miró boquiabierta.

–Solo expondría sus delitos. Algunos de ellos. Lee esto –le ofreció un informe que había en la mesita de café–. Comprueba mi evidencia. Tengo más, si la quieres. Pero sería rizar el rizo. Esto bastaría para encarcelarlos por desfalco y fraude casi todo el resto de su vida.

Ella aceptó el informe y, temblorosa, se hundió en el sofá donde él le había hecho el amor. La observó mientras hojeaba las páginas. La había amado muchísimo y había llegado el momento de exorcizarla, sacarla de su vida.

El tiempo pareció eternizarse hasta que ella alzó la mirada; tenía los ojos rojos y le temblaban los labios.

–¿Hace cuánto que tienes esto? –preguntó con voz ronca y espesa.

–¿Esa evidencia incriminatoria en concreto? Más de un año. Pero tengo archivos de sus crímenes anteriores, si te interesan.

–¿Hay más? –su expresión era de asombro total, como si nunca hubiera sospechado que su padre y hermano hubieran estado involucrados en actividades criminales.

–Son muy buenos, lo reconozco –resopló él con desagrado–. Por eso no los han atrapado aún.

–¿Por qué lo has hecho tú?

Ella estaba haciéndole las preguntas correctas. Si las contestaba con sinceridad, vería lo ocurrido en el pasado. Estaba harto de simulaciones.

–Los he tenido bajo vigilancia desde que intentaron robar mi investigación.

–¿Sospechabas de ellos?

–Sospechaba de todos los que tenían acceso a mí, ya fuera directo o indirecto.

La expresión de Glory delató que por fin entendía que también había sospechado de ella. Sin duda, seguía creyendo que no le habían robado nada de valor. Pero lo habían robado todo.

La importancia de sus descubrimientos había sido tal que, a pesar de su sistema de seguridad, había descompuesto los resultados en fragmentos que solo él podía recomponer. Aun así, habían sido robados y reconstruidos por sus rivales. Después había recibido pruebas de que la brecha de seguridad tenía su origen en Glory.

Él había afirmado que tenía que haber sido alguien que tuviera acceso a ella, y solo su familia lo tenía. Para evitarle dolor, se había enfrentado a ellos en secreto. Doblegados por sus amenazas, habían confesado y suplicado compasión. A cambio, les había exigido que nombraran a sus cómplices, y le habían dado pruebas de que Glory había sido su única forma acceder a los datos.

Y lo había hecho como una profesional. En ningún momento se había plantado protegerse de ella como hacía con el resto del mundo.

Dado que un juicio de proyección pública lo habría perjudicado y, peor aún, mantenido en contacto con ella, la había apartado de su vida para evitar que el sórdido asunto fuera a más.

Pero había ocurrido algo inesperado. También por culpa de ella.

Mientras luchaba por sacársela de la cabeza, había reiniciado su investigación desde cero, algo de lo que no tardó en congratularse. Lo que había creído un gran descubrimiento, tenía un fallo de base que podría haber costado millones a sus accionistas. Aún más catastrófico habría sido que, dado su renombre, hubieran comercializado su aplicación sin someterla a pruebas rigurosas; se podrían haber perdido vidas humanas.

En realidad, la traición de Glory había sido una bendición, porque lo había obligado a corregir sus errores y diseñar un método más seguro, racional y rentable que lo había catapultado a la cima en su campo. Pero no iba a agradecérselo.

–Pero ellos no tuvieron nada que ver con la filtración de tus datos –casi sollozó Glory–. Según tú, ni siquiera hubo una filtración real.

–No por falta de intención. Que pusiera datos falsos a su alcance no los exonera del crimen de espionaje industrial y robo de patente.

–Pero si no lo perseguiste entonces, ¿por qué has seguido vigilándolos todo este tiempo?

Él, al comprobar que seguía aferrándose al papel de inocente, decidió seguirle el juego. Tenía objetivos más importantes. Obtendría su propósito sin desvelar la verdad, dejaría que ella siguiera creyendo que había fracasado en su misión.

–¿Qué puedo decir? –torció la boca con amargura–. Mi instinto me decía que no les quitara ojo de encima. Como puedo permitírmelo, seguí vigilándolos, por eso sé lo que nadie más sabe. Analicé sus métodos, para anticiparme a ellos.

Siguió un largo silencio, dominado por el dolor y desilusión que oscurecía los ojos de Glory.

–¿Por qué no los has denunciado?

«Porque son tu familia», admitió él para sí. Hacerlo le quitó un peso de encima. De repente, respiraba de nuevo, sin opresión en el pecho.

Había tenido remordimientos por no informar a las autoridades de lo que sabía. Pero se había sentido incapaz de perjudicarla hasta ese punto. Sobre todo, no había querido arriesgarse a que la implicaran en el asunto y acabara en prisión.

–No creía que pudiera beneficiarme, a mí o a mi empresa –al ver su mirada, puntualizó–. Ya no soy un científico alocado, sin más. Gracias a los incidentes de hace seis años, descubrí la conveniencia de tener datos incriminatorios, para usarlos en el momento adecuado. Y es este.

–¿Y crees con eso que puedes coaccionarme para que me case contigo temporalmente?

–Sí. Serías la esposa temporal perfecta. La única que no tendría la tentación de pedir más al final del contrato, por miedo al escándalo.

Ella, con los ojos húmedos, echó la cabeza hacia atrás. Él tuvo que controlarse para no agarrar su cabello y devorar sus voluptuosos labios, someterla y derramarse en su interior.

–¿Y si te dijera que me da igual lo que hagas? Si han hecho lo que dice el informe, se merecen pagar por sus crímenes en la cárcel.

Su actitud desafiante y su disgusto por la situación lo llenaron de júbilo.

–Puede que lo merezcan, pero tú no dejarás que pasen años encerrados, si puedes evitarlo.

Ella, derrotada, dejó caer los hombros y la luz de sus ojos se apagó. Él intentó aparentar que eso no le afectaba. Sabía que no era inocente, estaba simulando, representando un papel.

–Es un trato beneficioso para todos. Tu padre y tu hermano merecen un castigo, pero eso no serviría de nada. Compensaré a todas las víctimas de sus timos –tuvo que controlarse para no decir que ya lo había hecho, de forma anónima–. Te librarás de la desgracia y dolor que supondría su encarcelamiento. Mi rey y Castaldini tendrán lo que quieren de mí. Y mi reputación quedará limpia el tiempo necesario para hacer el trabajo.

Ella lo taladró con la mirada antes de que un par de lágrimas se deslizaran por sus mejillas. Se las limpió con la mano, como si le molestara que viese su debilidad.

El dolor parecía tan auténtico que Vincenzo sintió que le reverberaba en los huesos. Pero tenía que ser otra interpretación de una actriz genial. Decidió no dar vueltas al asunto. Todos sus sentidos la creían, pero su mente sabía la verdad.

–¿Cómo de temporal? –susurró ella por fin.

–Un año.

El rostro de ella se convulsionó como si la hubiera acuchillado. Tragó saliva.

–¿Cuál sería el… trabajo?

Por lo visto, había pasado del rechazo y el desafío a intentar pactar los términos. Aunque era él quien jugaba con toda la baraja, tenía la sensación de que ella marcaba el ritmo. No le extrañaba; había sido la negociadora más eficaz y organizada de su equipo. La había querido tanto por su mente como por todo lo demás. La había respetado, creído y confiado en ella. Perderla había dañado los cimientos de su mundo.

–Voy a ser el delegado de Castaldini en Naciones Unidas. Es uno de los puestos de mayor rango del reino, la imagen de sus ciudadanos ante el mundo. Mi esposa tendrá que acompañarme en mis apariciones públicas, ser mi consorte en los eventos a los que asista, buena anfitriona en los que celebre yo, y amante esposa en todo lo demás.

–¿Y crees que estoy cualificada para ese papel? –inquirió ella, incrédula–. ¿No sería mejor alguna noble de Castaldini que desee atraer las miradas durante un tiempo, adiestrada desde la cuna para ese tipo de simulación? Estoy segura de que ninguna mujer se aferrará a ti ni buscará escándalos cuando quieras dejarla. Cuando me dejaste a mí, ni se te arrugó el traje.

«No, se me arrugó el corazón», pensó él.

–No quiero a ninguna otra. Y sí, estás más que cualificada. Eres experta en la vida ejecutiva y en sus formalidades. También eres camaleónica, te adaptas perfectamente a cualquier situación y entorno –vio que los ojos de ella se ensanchaban como si no hubiera oído nada más ridículo en toda su vida–. No te costará dominar la etiqueta diplomática. Te enseñaré qué decir y cómo comportarte ante los dignatarios y la prensa. El resto de tu educación quedará en manos de Alonzo, mi ayuda de cámara. Dada tu belleza y tus atributos –le recorrió el cuerpo con la mirada–, cuando Alonzo acabe contigo, la prensa rosa solo hablará de tu estilo y de tus últimos modelitos. Tu actual entrega a las causas humanitarias captará la atención del mundo, que la asociará a mi imagen de pionero de las energías limpias. Seremos la perfecta pareja de cuento de hadas.

En otro tiempo había pensado que lo eran de verdad. Percibió, de inmediato, que ella también lamentaba que nada de eso pudiera ser real y deseó atravesar la pared de un puñetazo.

–También ofrezco un cuantioso incentivo económico –masculló–. Es parte de la oferta que ya he dicho que no puedes rechazar.

Ella lo miró con lo que parecía una profunda decepción. No preguntó cuánto ofrecía. Seguía actuando como si el dinero no le importara.

–Diez millones de dólares –escupió él–. Netos. Dos de adelanto, el resto al final del contrato. Este es el contrato matrimonial que tendrás que firmar –agarró otro informe que había en la mesita y se lo dio–. Léelo. Puedes buscar asesoría legal, descubrirás que te favorece si cumples los términos. Espero verlo firmado mañana.

–Sí o sí, ¿es eso? –dijo ella, sin mirarlo.

–En resumen, sí.

Sus ojos se clavaron en los de él con una mezcla de furia, frustración y vulnerabilidad. De inmediato, lo devastó el deseo de devorarla, de poseerla. De protegerla.

Su debilidad por ella parecía incurable.

Había tenido la esperanza de que, al verla, comprendería que lo que creía haber sentido por ella no era sino una fantasiosa exageración. Pero había descubierto que su efecto sobre él se había multiplicado. La excitación que había sentido al verla de nuevo estaba convirtiéndose en agonía.

Su único consuelo era que ella también lo deseaba. No cabía duda al respecto. Ni siquiera ella podría haber fingido la respuesta corporal que había alimentado sus fantasías durante años. Cada manifestación de su deseo, su aroma, su sabor a miel, el tacto sedoso de su humedad en los dedos y en su miembro, los espasmos de placer que lo habían atrapado y llevado a la explosión.

Se preguntó cómo sería poseerla de nuevo, uniendo el pasado a la madurez y los cambios en ambos. Rechazó la pregunta porque había tomado una decisión: volvería a poseerla. Lo mejor sería dejar claras sus intenciones.

Le agarró el brazo cuando ella se levantó y, al ver su mirada de indignación, se inclinó para susurrarle lo que pensaba al oído.

–Cuando te lleve a la cama esta vez, será mejor que nunca.

–Nunca accederé a eso –las pupilas se le habían dilatado y él captó el perfume de su excitación.

–Solo te estoy haciendo saber que te quiero en mi cama. Y vendrás. Porque me deseas.

Ella se sonrojó, clara prueba de que él no se equivocaba. Aun así, expresó su disconformidad.

–Tendrías que hacerte mirar esa cabeza, antes de que su peso te rompa el cuello.

Él la tiró del su brazo y la apretó contra su cuerpo. Gruñó de satisfacción y oyó que a ella se le escapaba un gemido de placer.

El aroma que lo había hechizado desde que entró en la habitación: un mezcla de femineidad, piel tostada por el sol y noches de placer, le anegó los pulmones. Necesitando más, hundió el rostro en su cuello, absorbiendo su perfume.

–No te quiero en mi cama. Te necesito en ella. Llevo seis años anhelando tu presencia allí.

Notó que ella se tensaba y le apartaba lo suficiente para mirarlo, confusa. La soltó para no alzarla en brazos y llevarla a la cama en ese mismo instante.

El rostro de ella era un lienzo de emociones turbulentas, tan intensas que se sintió mareado.

–Lo único real que compartimos fue la pasión. Fuiste la mejor que había tenido nunca. Solo acabé contigo porque…parecías esperar más de lo que ofrecía –dijo con tono desafiante–. Pero ahora conoces la oferta. Tienes la opción de ser o no ser mi amante, pero tendrás que ser mi princesa.

Ella miró el contrato que tenía en la mano, que detallaba con fría precisión los límites de su relación temporal y cómo acabaría. Después, lo miró con ojos de un azul apagado y distante.

–Solo por un año –dijo ella.

«O más. Todo el tiempo que queramos», estuvo a punto de decir él. Pero se contuvo.

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