Читать книгу Las leyes de la moral cósmica - Omraam Mikhaël Aïvanhov - Страница 4

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I

Cosecharéis lo que hayáis sembrado

I

Si os acordáis, mis queridos hermanos y hermanas, ayer os dije unas palabras sobre lo que significa, desde el punto de vista psicológico, el hecho de estar en sintonía con alguien. Cuando escucháis a un amigo que os habla, os veis obligados a vibrar al unísono con él para comprenderlo. Comprender a un ser, es vibrar al unísono con él, ésta es la definición de la comprensión. Para recibir una emisión de radio, debéis captar cierta longitud de onda; de la misma manera, para recibir pensamientos, sentimientos, palabras, debéis estar en la misma longitud de onda que el que los emite. Si no comprendéis a alguien, es porque no sabéis o no queréis vibrar al unísono con él, elevaros o rebajaros a su nivel de conciencia. Pero, cuando le comprendéis, es porque habéis llegado, al menos por un momento, a sintonizar con él. Éste es el secreto de la comprensión. La comprensión es una especie de acuerdo con un objeto o un ser.

En realidad, en este punto habría que hacer algunas precisiones. Cuando escucháis a alguien, una parte de vosotros se ve obligada a ponerse en sintonía con él para oír y captar el significado de sus palabras, pero otra parte puede no estar en esta sintonía. El que escuchéis a alguien y tratéis de comprenderle no significa que tengáis la misma opinión que él: podéis estar de acuerdo en escucharle, en tratar de comprenderle sin estar de acuerdo con lo que dice. Pero si no sólo le escucháis, sino que también consentís y participáis con todo vuestro ser en lo que dice, entonces estáis doblemente en sintonía. Existen pues varias clases de sintonía.

El ser humano está constituido por un determinado número de órganos cuyas vibraciones son diferentes; las longitudes de onda del corazón, del cerebro, del hígado, del estómago, del bazo, etc., no son idénticas; sí, pero el organismo mismo las abarca todas. Y el pensamiento, digamos el cerebro, aunque ambos no sean lo mismo, es el reflejo del comportamiento de todas las células y expresa su voluntad, sus deseos, sus caprichos, sus dificultades y sus sufrimientos. Son pues las células del cerebro – unos miles de millones de células – las que están preparadas para ser los portavoces del individuo entero. Las otras células también hablan, explican, piden, pero les falta un instrumento, una “boca” que les permita hacerse comprender, y es pues el cerebro, el encargado de expresar la voluntad, las tendencias y las necesidades de todo este pueblo que representa el organismo. Pero no porque el cerebro sea inteligente, puede hacer hablar a la lengua, mover los ojos o la nariz, ser el único que sabe expresarse; no, todo habla en el hombre, pero de momento, es el cerebro el que ha recibido la misión de expresar todos los demás órganos. No todo el cerebro, sino solamente algunas células situadas en la parte media de la frente, las demás tienen una función diferente.

Todos esos órganos que constituyen el hombre están raramente de acuerdo unos con otros: lo que el estómago desea no lo quiere el corazón, o lo que quiere el corazón lo rechaza el cerebro. El ser humano no está bien armonizado, vive en medio de conflictos, atraído por opiniones y pasiones contrarias, y es desgraciado. Una parte de sí mismo aspira a la bondad, a la luz, a la honestidad, mientras que otra parte le empuja a la crueldad, a las tinieblas y a la violencia.

¿Qué debemos hacer con todas estas tendencias heteróclitas y contradictorias que hay en nosotros? Justamente, gracias a esas células del cerebro que están despiertas y son inteligentes, debemos descubrir el medio de dominar, de domar, de sosegar, y sobre todo de unir todas las demás células para que formen un solo país, y no varios estados, varios pequeños principados que se hacen la guerra. Y he aquí la historia que nos va a servir de ejemplo. Hace unos siglos, cada país estaba dividido en ducados, principados o pequeños reinos que estaban continuamente en guerra, hasta el día en que, en más o menos tiempo, claro, gracias a una expansión de la conciencia, llegaron a comprenderse mejor y a unirse. De la misma manera, es preciso que un día aparezca en el cerebro humano una luz, una inteligencia, un “rey” que tome el poder y que consiga convencer a las células de todos los órganos de que deben poner el interés colectivo en primer lugar, y de que para llegar a ser verdaderamente poderosas y ricas es necesario que estén todas unidas.

La enfermedad es la mayor prueba de que la anarquía y la discordia reinan en el organismo humano, de que la luz y la inteligencia todavía no han penetrado en cada órgano, en cada célula. El hombre ha permitido que el desorden se instale en él porque es ignorante. Pero, de ahora en adelante, por el interés común, debe imponer su voluntad a todo su pueblo, hacer reinar la disciplina, y con ayuda de ciertos métodos, lograr armonizar sus células, hacerlas vibrar al unísono. Así, todos los órganos obedecerán tranquila e inteligentemente, trabajarán juntos con amor y sólo habrá gozo y abundancia.1

Pero los humanos nunca podrán llegar a este estado de armonía en un mundo en el que reina la filosofía del desorden, de la anarquía y de la disgregación. Por tanto, hay que encontrar en la tierra un lugar en el que se cultive la filosofía de la armonía, y allí, después de haber penetrado y profundizado todas estas grandes verdades, hacer un trabajo sobre uno mismo. Este trabajo es el mejor que existe. Ninguna actividad en el mundo puede sobrepasar a la del hombre que hace esfuerzos para introducir dentro de sí mismo la armonía, el orden, la belleza, para unirse a la Inteligencia cósmica y fusionarse con ella. Todos los humanos ejercen un oficio (lo que está muy bien y es muy necesario, porque cada uno debe atender sus necesidades), pero han abandonado la mejor actividad que existe: la de hacer un trabajo sobre sí mismos para proyectar en todas sus células, hasta en los átomos y los electrones, este rayo de armonía que hará vibrar todas las partículas al unísono, de acuerdo con una idea divina, y seguir comunicando día y noche a todo su organismo la convicción de que sólo necesita esta armonía.

Pero ¿cómo hacer comprender a los humanos estas verdades que ni siquiera sospechan? En el pasado, estas verdades estaban perfectamente claras y eran evidentes para todos los sabios que sabían observar la vida. Los sabios, que vivían mucho tiempo y tenían así la posibilidad de verificar las grandes leyes con las que trabaja la naturaleza, dedujeron de sus observaciones una ley, una verdad sobre la que yo quiero insistir ahora. Y si hoy hacéis el esfuerzo de comprenderme, seréis inquebrantables y podréis resistir a todas las filosofías desordenadas y caóticas que se están difundiendo a través del mundo.

Esta ley, la más formidable que nos ha dado la Inteligencia cósmica, se encuentra allí donde nadie la busca, allí donde los filósofos y los religiosos ya no saben mirar: en la naturaleza, y más particularmente en la agricultura. Sí, en la agricultura. Todos los agricultores saben que, si plantan una higuera no cosecharán uvas, sino higos, y que no recogerán peras de un manzano. Ésta es la ley moral más grande: cosechamos lo que hemos sembrado o plantado. Los agricultores fueron pues los primeros moralistas; fueron ellos los que se dieron cuenta de que la Inteligencia de la naturaleza había establecido una ley estricta e inmutable. Después, observaron la vida, el comportamiento y las acciones de los hombres, y constataron que ahí también volvemos a encontrar las leyes de la agricultura: no cosechamos otra cosa que lo que hemos sembrado, lo que quiere decir que si os conducís con crueldad, egoísmo, violencia, un día u otro esta crueldad, este egoísmo y esta violencia recaerán sobre vosotros. Es también la ley del eco, de choque y de rechazo. La pelota rebota y vuelve a golpearos. La ley es absoluta.

La moral no es un invento humano, mis queridos hermanos y hermanas. Algunos acusan a la Iglesia de haber inventado reglas y prácticas para esclavizar y cloroformar al pueblo. Es cierto que han habido papas, cardenales que han cometido abusos sirviéndose de la religión, pero eso no quiere decir que hayan inventado las grandes leyes religiosas y morales. Las recibieron en herencia de los Iniciados que las descubrieron antes que ellos estudiando la naturaleza. La verdadera moral y la verdadera religión no son inventos humanos.2

Cosecharéis lo que hayáis sembrado. Si estudiamos en detalle esta ley fundamental, si expandimos su significado, se convierte en un sistema rico y profundo, porque cada verdad esencial tiene aplicaciones en todos los campos. Explicada detalladamente esta ley, da nacimiento a todo un sistema filosófico, y por eso la religión tiene ahora tantas reglas y preceptos. Pero, en el fondo, en el origen de todas estas reglas, hay una sola ley: cosecharéis lo que hayáis sembrado, a la que, sucesivamente, se han añadido otras igualmente verídicas, y que son como una consecuencia, una expansión de la misma en el terreno filosófico. Por ejemplo, las palabras de Jesús: “Y como queréis que hagan con vosotros los hombres, también vosotros haced con ellos de igual manera...”

Los que niegan y rechazan todas estas leyes fundamentales, se alejan cada vez más de la verdad; su alma se desgarra por las dudas y las incertidumbres, y eternamente son zarandeados. Sin embargo, la verdad es muy sencilla, está ahí ante sus ojos. Entonces, ¿por qué los pensadores actuales no quieren reconocerlo y proponen toda clase de teorías que inventan y están en desacuerdo con la Inteligencia cósmica? Ya no creen que exista una moral basada en las leyes de la naturaleza, y por tanto su razonamiento es falso, sus conclusiones son falsas también, y los que leen sus libros o les siguen, se creen todos sus errores y caen en el desorden, las angustias y las tinieblas. Os prevengo, mis queridos hermanos y hermanas, ¡cuidado! Debéis aprender a razonar y a juzgar. Si no tenéis criterios, cualquiera puede induciros a error. Vigilad pues, no os dejéis influenciar por unos intelectos humanos oscurecidos, seguid a la Inteligencia cósmica que ha ordenado y organizado tan maravillosamente las cosas.

Aunque alguien no crea en Dios, no puede dejar de reconocer que existe un orden y, por tanto, una Inteligencia en la naturaleza. Que considere al menos el hecho de que cada simiente produce su semejante. ¿Cómo no ver en ello la obra de una inteligencia? Sólo con observar esta ley se verán obligados a cambiar su visión del mundo. Podemos no creer en Dios, pero no podemos dejar de creer que toda simiente se reproduce con exactitud, sea a través de una planta, de un árbol, de un insecto, de un animal, o de un hombre... Porque si no es una semilla, es un germen, un huevo. Esta ley es absoluta, y debe hacer reflexionar a toda la humanidad. Podéis permitiros ser ingratos, injustos, crueles o violentos, pero debéis esperar que, tarde o temprano, esta ley venga a aplicarse en vuestra vida. Por ejemplo, tendréis un hijo o varios hijos, y como se os parecerán, seréis los primeros que tendréis que sufrir a través de ellos por vuestro comportamiento. Aunque Dios no existiese, la Inteligencia cósmica está ahí, sin cesar tenéis pruebas de ello.

Hacéis lo que os da la gana y creéis que nada se graba y que no seréis castigados... Creed lo que queráis, la Inteligencia cósmica ya lo ha grabado todo. En cada pensamiento, sentimiento o acto ponéis un germen que crecerá, y si os habéis mostrado ingratos, injustos, crueles, violentos, os volveréis a encontrar un día en vuestro camino las mismas ingratitudes, las mismas injusticias, las mismas crueldades, las mismas violencias; os volverán a caer sobre la cabeza veinte, treinta o cuarenta años después, y entonces empezaréis a comprender que existe una Inteligencia cósmica que lo graba todo.

Dejad la Biblia y los Evangelios si queréis, dejad a los profetas, las iglesias, los templos, pero aceptad al menos esta ley, que es irrefutable: cosecharéis lo que sembréis. “Quién siembra viento, recoge tempestades” dijeron también los sabios que habían observado bien las cosas. En cuanto a los científicos, a los pensadores y a los escritores que quieren rechazar esta verdad, pues bien, también ellos se verán acorralados, mordidos, no podrán escapar a las consecuencias de sus actos, y entonces comprenderán. ¡Son tan inteligentes y no ven lo que es más sencillo!... Os diré incluso que a partir de esta ley se pueden restablecer todos los Libros sagrados del mundo entero; sí, sólo a partir de esta ley.

Muchos se dicen: “Evidentemente, estas cosas están escritas en la Biblia, en los Evangelios, pero ¿existe Dios de verdad?”3 Os responderé que no tenéis que preocuparos de saber si Dios existe, ni siquiera de si existió Jesús o de si los Evangelios son auténticos o no. Tomad solamente esta ley, ella basta para restablecerlo todo y llevaros hacia la verdad. ¿Veis?, mi explicación es sencilla. Porque entonces, aunque Dios no existiese, nos veríamos obligados a inventarlo (fue Voltaire quien dijo esto, pero por otras razones); sólo debido a esta ley, nos veríamos obligados a inventarlo. ¿Por qué entonces, mis queridos hermanos y hermanas, dejarse embaucar por estos pensadores, de moda, según dicen, que lo disgregan todo? Pues bien, a mí no me embaucan, porque la verdad que he visto, la verdad que he conocido es verdaderamente irrefutable, eterna, y todos pueden verificarla. Sólo que, nunca se lleva a los humanos hacia las cosas sencillas que están ahí, visibles, tangibles, siempre se les arrastra a reflexiones y argumentos... “originales”, ¿comprendéis?, y por muy contrarios a la verdad que sean, no importa, todos están maravillados, ¡puesto que se trata de algo nuevo, original!

La moral es una realidad, mis queridos hermanos y hermanas; son los humanos los que no quieren verlo y los que todavía discuten sobre Dios, sobre tales y cuales puntos de teología... Es inútil discutir, basta con saber que todo se graba, todo. Si el árbol logra grabar en su semilla las propiedades, los colores, las dimensiones, los gustos y los perfumes de los frutos, ¿por qué, entonces, no podría hacerlo el hombre? Y ¿por qué no la naturaleza? La naturaleza ha conseguido grabarlo todo, y la moral está basada justamente en la grabación, en la memoria de la naturaleza. Sí, la memoria. Porque la naturaleza posee una memoria que nada puede borrar. ¡Y tanto peor para el que no tome esta memoria en consideración! Ella sigue grabando día y noche las cacofonías, los estados espantosos que el hombre lleva en sí, y un buen día, éste es mordido, aplastado, aniquilado. Nadie puede escapar a esta ley, nadie ha sido nunca lo suficientemente poderoso para lograr escapar de ella: ningún emperador, ningún dictador, nadie. En la memoria de la naturaleza todo está grabado.

Así que, cuidado con lo que estáis grabando. Todo lo que hacéis, todo lo que decís, todo lo que pensáis, todo lo que deseáis, se graba en las profundidades de vuestras células y, tarde o temprano, recogeréis sus frutos en vuestra vida. Si los hombres fuesen instruidos y razonables, si se vigilasen para no sembrar, plantar y propagar con sus pensamientos, sus sentimientos y sus actos semillas tenebrosas, negativas y destructivas, tendrían otro destino. No penséis que los que son buenos, generosos y llenos de amor, reciben siempre mal en vez de bien. Los que se apresuran demasiado en sacar conclusiones, propagan estupideces diciendo: “Haced el bien y cosecharéis siempre el mal...” No, esto es falso. El bien produce siempre el bien, y el mal produce el mal. Haced el bien, y os lo encontraréis aunque no queráis. Si hacéis el bien y os alcanza el mal, es porque aún hay gente en la tierra que se aprovecha y abusa de vuestra bondad. Pero debéis tener paciencia, debéis continuar, porque tarde o temprano serán castigados, serán sometidos por otros más fuertes y más violentos que ellos; y entonces, comprenderán, se arrepentirán y vendrán a reparar las faltas que cometieron con vosotros. Así es como el bien produce frutos, e incluso doblemente, porque en estos casos, el Cielo tiene en cuenta todo lo que habéis sufrido haciendo el bien, todas las desgracias que os sucedieron cuando no lo merecíais; lo tiene en cuenta, y la recompensa es doble.

Evidentemente, haciendo el bien empezamos a menudo encontrándonos con el mal, pero la ley es inmutable: un día lloverá el bien sobre vosotros, y lloverá incluso sin cesar. Todavía no sabéis lo que es el bien, no sabéis hasta qué punto es poderoso y capaz de protegeros, de curaros, de iluminaros. ¡El bien tiene un poder increíble! Como los hombres no están instruidos, repiten lo que han oído sin ni siquiera verificarlo: “Haced el bien y recibiréis el mal...” Evidentemente, la fórmula tiene algo de verdad, ¿a quién se lo decís? Yo también me he dado cuenta, pero sólo es en apariencia y por poco tiempo, por muy poco tiempo. ¡Seguid haciendo el bien y veréis después!

Los humanos necesitan ahora un saber sólido, verídico, irrefutable que cada uno podrá verificar, tocar. Y es este saber el que os traigo. ¡Vamos, tratad de negar que cosechamos lo que sembramos! Todo el mundo, por otra parte, está convencido de la veracidad de esta ley, pero solamente en el plano físico, no van más lejos. Si fuesen más lejos, más arriba, volverían a encontrar las mismas leyes, las mismas correspondencias, porque el mundo es una unidad: en todos los planos, en todos los niveles, reencontramos los mismos fenómenos, las mismas leyes, pero bajo una forma diferente y cada vez más sutil. Todo lo que hay en la tierra lo reencontramos en el agua, y todo lo que hay en el agua lo encontramos de nuevo en el aire, etc. Los cuatro elementos obedecen a las mismas leyes, pero dado que no son ni de la misma esencia ni de la misma densidad, constatamos algunas diferencias de uno a otro. Reaccionan más o menos lentamente, más o menos violentamente, pero son dirigidos exactamente por los mismos principios. El mundo mental del hombre, por ejemplo, corresponde al aire, y encontramos en él los mismos torbellinos y las mismas corrientes que en la atmósfera, pero bajo la forma más sutil de ideas y de pensamientos. Las leyes del mundo psíquico son idénticas a las leyes de la naturaleza.

La agricultura nos enseña que sólo cosechamos lo que hemos sembrado, pero debemos ir más lejos, al mundo del pensamiento, para encontrar en él estas mismas leyes y estas mismas correspondencias. Si los hombres creen que pueden permitírselo todo y que cosecharán siempre la felicidad, el gozo y la paz sembrando la violencia, la crueldad y la maldad, se equivocan, esto es imposible. Quizá se necesite cierto tiempo, pero si las semillas no crecen inmediatamente, tarde o temprano crecerán. Para determinadas plantas hay que esperar unas semanas o unos meses, y se conocen algunas plantas exóticas o árboles que sólo florecen un siglo después de haberlos plantado. De la misma manera, si tenéis la paciencia necesaria, verificaréis las consecuencias de vuestros actos. Lo que os digo aquí es absoluto.

Seguid pues haciendo el bien, seguid creyendo, amando. No escuchéis más a vuestra naturaleza inferior que siempre quiere tomar, esclavizar, engullir, y trabajad con vuestra naturaleza superior, con vuestra naturaleza solar que da, que irradia, que brota, ¡como el sol!4 Cuando os pregunté hace unos días por qué el rostro del sol era tan luminoso, os quedasteis sorprendidos con mi pregunta. En la escuela dónde he sido instruido, esto es lo que se enseña: el rostro del sol es luminoso porque siempre está pensando en dar, en sostener, en vivificar, en calentar, en resucitar. Cuando veo que el rostro de alguien se ilumina, me digo: “Tiene proyectos magníficos...” Aunque no me hable de ellos, lo adivino. Y ¿quién me ha enseñado a adivinarlo? El sol. Y si veo que el rostro de alguien se oscurece, se vuelve tenebroso, me digo: “Éste proyecta algo turbio”, y es la verdad.

Diréis que esto no es lo que se enseña en las universidades; es posible, pero me da igual. Si los sabios todavía no han llegado a estas conclusiones, un día llegarán. Y mis conclusiones son absolutamente verídicas. Si un hombre no tiene un rostro tan luminoso como el sol es porque el bien en el que medita todavía no es lo bastante grande como para darle una luz así a su rostro. Mientras que para el sol su luz es proporcional... ¡ah!, ahora voy a presentaros mis ecuaciones: la luz del sol es proporcional a la intensidad de su amor y de su sabiduría. ¡Que los matemáticos hagan los cálculos!

Entonces, no os inquietéis, mis queridos hermanos y hermanas, habrá nuevas fórmulas, nuevos descubrimientos, nuevas verdades, y así es cómo se escribirá el tercer Testamento.

Bonfin, 3 de agosto de 1968

II

¿Qué habría que añadir aún a lo que os he dicho esta mañana? ¿Veis?, incluso el pueblo conoce estas verdades, puesto que dicen: “Quién siembra viento recoge tempestades...” Pero ¿por qué solamente viento? Podemos reemplazar la palabra “viento” por muchas otras palabras, como odio, o dulzura, o bondad, o pureza, y hacer para cada una todo un desarrollo mostrando cada vez las consecuencias que se derivan. Si nos paramos sólo en esta frase, ¡cuántas cosas podemos comprender! Sí, pero los humanos la repiten y no han comprendido nada.

Cuando un jardinero no ve crecer lo que no ha sembrado, es justo, honesto, y no protesta, no grita, dice simplemente: “¡Qué le vamos a hacer, hombre, puesto que no tuviste tiempo de sembrar zanahorias, no tienes zanahorias. Pero tendrás lechugas, perejil y cebollas que has sembrado!” En apariencia, los humanos saben mucho de agricultura; cuando se trata de frutas y verduras, sí saben, pero en cuanto se trata del dominio del alma, del pensamiento, ya no saben nada, y creen que cosecharán la felicidad, el gozo, la paz, sembrando la violencia, la crueldad y la maldad. Después, se agitan, se enfurecen, se rebelan... No son pues buenos agricultores.

La primera regla de la moral, es no dejarse llevar jamás por un pensamiento, un sentimiento o un acto que sea peligroso o nocivo para los demás. Porque os veréis obligados a cosecharlo y a “comerlo”; y si se trata de venenos, vosotros seréis los primeros envenenados. Cuando toméis esto como una regla absoluta, empezaréis a perfeccionaros. Ya sé que, a menudo, lo que impide comprender a los humanos es la lentitud con la que se manifiestan las leyes: ni el bien llega inmediatamente, ni tampoco el mal. Un hombre no cesa de transgredir las leyes, y todo le va bien: come, bebe, trafica, y los demás, que le miran, se dicen: “No hay ley, no hay justicia, porque no es castigado...” Y lo imitan. Y a alguien honesto, que hace el bien, que reza, nada bueno le sucede. Entonces, los demás concluyen que no vale la pena seguirle. Todos piensan que si hubiese una justicia, debería manifestarse más rápidamente; no conocen la razón de esta lentitud en las recompensas y en los castigos. Se hacen preguntas y dicen: “Si las leyes actuasen más rápidamente, sería mejor, porque seríamos corregidos inmediatamente, comprenderíamos y no volveríamos a empezar, nos retendríamos...”

Pues bien, yo conozco la razón de esta lentitud. Nos muestra la bondad y la clemencia de la Inteligencia cósmica que quiere dar a los humanos tiempo para hacer experiencias, para reflexionar, y hasta para arrepentirse, para mejorarse y reparar sus errores. Si las leyes viniesen a castigar inmediatamente a los humanos por sus faltas, éstos serían aniquilados, y no podrían, por tanto, ni siquiera mejorarse. Mientras que si se les deja mucho más tiempo, mandándoles algunos pequeños inconvenientes para pincharles y morderles un poco a fin de hacerles reflexionar, tienen la posibilidad de reparar.

Y el que hace el bien, tampoco es recompensado inmediatamente, porque si recibiese inmediatamente una recompensa, empezaría a dejarse llevar y entonces transgrediría todas las leyes. Así pues, el Cielo deja que se refuerce para que se consolide un poco, para que se conozca; no le da todo inmediatamente para ver hasta qué punto continuará haciendo el bien. Veis pues, que hay razones para esta lentitud. Pero que el bien verdaderamente aporta el bien, esto es algo absoluto, y que el mal acaba... muy mal, también lo es. Lo que es difícil de saber, es el tiempo que hará falta; puede prolongarse, o puede acelerarse, pero la ley es absoluta.5

Evidentemente, para seguir haciendo el bien cuando el mundo entero se hunde, ¡qué fuerza, qué poder, qué voluntad, qué decisión, qué fe hay que tener! Y esto es lo meritorio, porque, en otras condiciones es demasiado fácil creer en el bien y continuar en este sentido; todo es agradable, todo es benéfico, todo es fácil. No, no, es ahora, cuando la situación empeora, que es meritorio continuar sin dejarse influir por las condiciones. Un discípulo, un Maestro, procura siempre contar con las fuerzas, con los poderes de su espíritu. Incluso en las peores condiciones, se esfuerza siempre por despertar en él los poderes de la voluntad, del bien y de la luz. Es ahí donde se ve a un verdadero espiritualista. De palabra, claro, muchos pueden pasar por espiritualistas, pero ante los menores inconvenientes se derrumban inmediatamente.

Cada uno espera que todo el mundo sea delicado, amable, paciente e indulgente con él. Sí, pero ¿cómo obtener esto? Empezando por ser uno mismo delicado, amable, etc. Si queréis que se comporten bien con vosotros, comportaos bien vosotros también. Diréis: “¡Pero eso ya lo sabemos!” Sí, pero sólo teóricamente, porque hay millones de seres en la tierra que se muestran groseros, duros, crueles, y que se extrañan siempre al ver cómo los demás les responden. Están convencidos de que los demás deben someterse y plegarse a su voluntad.

Leed la historia y veréis que, por ejemplo, para obtener el amor de una mujer, muchos hombres utilizaban las amenazas o los golpes. Como tenía miedo, evidentemente la mujer se veía obligada y acababa sometiéndose a un hombre, pero interiormente, en su alma, en su corazón, en su espíritu, estaba a millones de kilómetros de él. Nunca podemos ganarnos el alma de alguien de esta manera. Pues bien, la gente lo cree, y en todos los campos, las nueve décimas partes de la humanidad siguen sirviéndose de estos métodos para conseguir sus fines. Mirad su comportamiento: creen que obtendrán satisfacciones con medios completamente contrarios a lo que desean, e inversamente, no creen que sembrando la dulzura, el amor, la bondad, obtendrán también el amor, la dulzura y la bondad.

Y sin embargo, os lo aseguro, aunque alguien se muestre todavía ingrato y malvado con vosotros, seguid enviándole buenas cosas, y al cabo de algún tiempo, capitulará. La ley es verídica: un día cosecharéis lo que hayáis sembrado. Si la gente conociese esta ley y supiese cómo aplicarla, la faz de la tierra habría cambiado desde hace mucho tiempo. Intelectualmente, claro, la conocen, pero con sus actos, con su actitud, con su comportamiento, hacen todo lo que pueden para no obtener lo que desean. Para obtener el afecto, la confianza, hay que llamarlos. “¡Pero los llamamos y no vienen!” No, cuando digo llamarlos, significa producirlos: cuando producís buenos estados en vosotros mismos, es cien por cien seguro que vais a encontrarlos también en los demás. Sólo cuando los creáis en vosotros mismos los llamáis. Toda la magia está ahí. Si los humanos no llegan a atraer el amor o el gozo, es porque no se han concentrado en crearlos y enviarlos para que les vuelvan un día por otro lado.

Así que, probadlo ahora: si queréis recibir algo que os gusta mucho, procurad primero darlo, y lo tendréis inmediatamente. No podemos recibir aquello que no hemos dado. Diréis: “Pero esto no es cierto, hay personalidades muy ricas, muy bien situadas, que no dan nada a los demás, son cerradas, despreciativas, y sin embargo reciben sin cesar respeto, estima, honores…” Es, sencillamente, porque dieron todo esto en el pasado y ahora lo reciben. Pero si siguen siendo altaneras y sin amor, recibirán exactamente las mismas cosas más tarde, a través de los demás.

El secreto del éxito, el secreto de la felicidad, consiste en manifestar aquello que queréis tener. Si queréis sonrisas, buenas miradas, dad sonrisas y buenas miradas. Si queréis que el Cielo, que un ángel venga a instruiros, encontrad a alguien que esté menos instruido que vosotros, y empezad a ponerle algunas luces en la cabeza; inmediatamente, esto se refleja en el mundo invisible y así ya estáis llamando a alguien para que venga a hacer lo mismo con vosotros.

Sí, esta ley es formidable, y podemos utilizarla en muchos otros terrenos. Porque solamente sonreír y recibir una sonrisa es muy poca cosa. Habéis dado una sonrisa y os la han devuelto... Habéis sido gentiles y amables, y han sido gentiles y amables, bueno, está bien; os habéis saludado atentamente, vale, es necesario, os sentís reconfortados, pero hay que aplicar esta ley en otras regiones para que provoque resultados aún más formidables que una sonrisa, que un apretón de manos, que una mirada, o unas palabras amables al pasar. Podemos remover el universo entero con esta ley, y esto es lo interesante: poder ir lejos, muy lejos, remover regiones en el espacio.

Sólo podéis cosechar los frutos que corresponden a las semillas que habéis sembrado. Que haya habido intemperies, que el sol haya sido demasiado fuerte y lo haya quemado todo, que no haya llovido, o que los pájaros o los topos se hayan comido vuestras semillas, eso es otra cuestión. Se trata de accidentes que no cambian en nada la realidad. Lo que la semilla posee dentro de sí misma, no podéis quitárselo. Podéis impedirle que dé frutos, pero no podéis cambiar su naturaleza. Y de lo que yo os hablo, es de la naturaleza de la semilla. Por tanto, que seáis siempre amables, gentiles, educados, y que nunca os tengan en cuenta, todo esto son detalles; hay que ver quién lo hace, cuándo y en qué condiciones... Sois demasiado buenos, demasiado caritativos, demasiado generosos, demasiado confiados, y entonces ya estáis clasificados en la categoría de los imbéciles, y sufrís los convencionalismos pasajeros de los humanos. Pero eso no quiere decir nada, porque la gente y las condiciones cambian, mientras que las leyes son inmutables. Y cuando de nuevo cambien los valores, cuando cambien las opiniones y los comportamientos, todo volverá a su sitio y cosecharéis lo que hayáis sembrado.

De momento, claro, hay que ser un jefe para ser apreciado, hay que aplastar un poco a la gente, morderla, sacudirla, y así os consideran como alguien muy interesante, pero esto no será así durante toda la eternidad, y al cabo de algún tiempo, vendrá otro jefe y os retorcerá el cuello. ¿Por qué? Porque habéis sembrado esta semilla, y ahora os envenena vuestra propia semilla, es una cuestión de ajuste, de tiempo. No debéis dejaros extraviar por las apariencias, porque las apariencias no duran: algún tiempo después vemos cómo esta persona violenta, es maltratada por otra todavía más violenta que ella. Así que, no os apresuréis en buscar objeciones. Yo las conozco mejor que vosotros, y puedo objetar yo mismo mis propios argumentos, yo soy el primero en poner objeciones para destrozarlos, no espero a que los demás me pregunten: “Sí, pero... ¿por qué esto?, ¿por qué aquello?...” Dentro de mí, cojo mis argumentos, los ataco, y si resisten, haga lo que haga, entonces digo: “Esto es oro, esto es oro; así que se trata de una verdad...” ¿Y los que no resisten? Pues bien, no me queda sino enterrarlos: “Amén... aquí yace...”

Ahora, os daré una imagen. Imaginaos una selva con animales, pájaros, flores y árboles frutales de todas clases. ¡Una riqueza! Todo el mundo puede disfrutarla. Pero hay un inconveniente: está rodeada por unos muros muy altos y muy espesos que la hacen inaccesible. Incluso han puesto sobre estos muros trozos de vidrio y alambre de espino. Por si fuera poco, esta selva es peligrosa porque hay animales que se pasean por ella: osos, leones, tigres que se zamparán al imprudente que venga a aventurarse por ahí. Sí, pero vosotros necesitáis estos frutos, ¿qué hacer?... De repente os dais cuenta de que hay monos en los árboles, ¡Ya está!, ¡estáis salvados! Tomáis una cesta de naranjas, os acercáis al muro y empezáis a lanzarlas, una tras otra, contra los monos... Y como los monos son perfectos imitando, ellos también toman frutos de los árboles, muchos, y os los lanzan. Sólo tenéis que recogerlos, y os volvéis cargados de cestas de frutos. El secreto era, pues, lanzar naranjas contra los monos.

Diréis: “¿Pero qué historia es esa? ¡Como si tuviésemos ocasión de ir ante el muro de una selva a lanzar naranjas contra los monos!” Pero es una imagen. ¿Nunca habéis visto a un sembrador en su campo? Lanza naranjas contra los monos; sólo que estas naranjas son minúsculas, y los monos están ocultos un poco más abajo, bajo tierra. Cuando el sembrador ha terminado, se va tranquilamente, y cuando vuelve unos meses después, recoge la cosecha para llenar los graneros. “¡Ah bueno!, diréis, si es así, lo hemos comprendido...” No, no habéis comprendido nada todavía, no habéis descifrado la imagen... Aquí, los monos son las fuerzas de la naturaleza; que estén bajo tierra o que estén sobre los árboles, esto no tiene ninguna importancia, es un símbolo. Y ahora, ésta es la explicación: el universo que Dios ha creado es una selva que encierra todas las riquezas que el hombre pueda desear. Los muros son los obstáculos que le impiden al hombre alcanzarlas; los monos son criaturas del mundo invisible; las naranjas, son la luz y el amor que decidís proyectar con vuestros pensamientos y vuestros sentimientos. ¿Y qué sucede entonces? Algún tiempo después, las criaturas del mundo invisible hacen lo mismo que vosotros, y os mandan el céntuplo de frutos, es decir de bendiciones. Pero si lo que enviáis es vuestra acritud, vuestro odio, vuestra ira, éstos también os serán devueltos un día.6

“Cosecharéis lo que hayáis sembrado”, es lo mismo que decir: según la forma en que actuéis en el presente, ya os preparáis vuestro futuro. En cada instante, con vuestro trabajo interior, podéis orientar vuestro futuro. En cuanto tomáis una decisión, buena o mala, orientáis ya vuestro futuro en sentido bueno o malo.

Suponed que hoy hayáis decidido servir a Dios, ayudar a los humanos, no dejaros influenciar más por vuestra naturaleza inferior: inmediatamente, vuestro futuro se vuelve bello, luminoso, poderoso, todas las maravillas os están reservadas. ¿Por qué no las vivís? Porque el pasado os tiene cogidos todavía. Pero si trabajáis manteniendo siempre la misma decisión, la misma dirección, poco a poco el pasado se liquida, y un buen día recibís vuestra herencia divina. Pero si decidís vivir de nuevo una vida egoísta, todo cambia: os preparáis un futuro muy distinto lleno de sufrimientos y desilusiones. Claro que, de inmediato, seguís alegrándoos, haciendo negocios, vuestro presente sigue siendo el mismo porque todavía tenéis algunas reservas y no veis el futuro sombrío que os espera. Pero cuando las reservas se agoten, este futuro espantoso estará ahí, de repente. El futuro es fácil de crear, pero el pasado es difícil de borrar.

Os daré otra imagen. Queréis salir de viaje y dudáis entre Niza y Moscú... Supongamos que, finalmente os decidís por Niza: desde ese momento, el camino por el que vais a pasar está determinado, los paisajes, las estaciones, los encuentros... Desde el momento que partís en tal dirección, todo está calculado, debéis seguir un itinerario fijado de antemano. No sois vosotros los que creáis los paisajes, su existencia no depende de vosotros, pero lo que sí depende de vosotros es la elección de la dirección.

Nosotros no creamos el futuro. Cuando decimos que el hombre crea su futuro, se trata de una forma de hablar, sería mejor decir que escoge una dirección. Decís: “Tomaré este camino”, de acuerdo, pero no seréis vosotros quiénes crearéis lo que os encontréis en este camino. Se trata de regiones, de entidades que han sido creadas por Dios desde hace mucho tiempo. Nosotros no creamos nuestro mal destino, nos dirigimos hacia él: arenas movedizas, ciénagas, selvas peligrosas... Nosotros decidimos solamente nuestra orientación, eso es todo. Y si se trata de un futuro espléndido, es lo mismo, nosotros decidimos visitarlo, y él está allí, nos espera. Existen en el espacio miles de regiones o de esferas pobladas por una infinidad de criaturas y, según nuestra decisión, nos elevamos o nos hundimos para ir a visitarlas.7 Todas las desgracias y todas las dichas existen ya, otros las han conocido antes que nosotros, han sido creadas desde hace mucho tiempo; depende sólo de nosotros decidir hacia dónde iremos.

Por eso, ahora debéis decidir cambiar vuestra dirección y orientaros hacia las regiones del Paraíso que Dios ha creado para vosotros desde toda la eternidad.

Bonfin, 3 de agosto de 1968

1 Armonía y salud, Col. Izvor nº 225.

2 La fe que mueve montañas, Col. Izvor nº 238, cap. VII: “La religión no es más que una forma de fe”.

3 La fe que mueve montañas, Col. Izvor nº 238, cap. IX: “La prueba de la existencia de Dios está en nosotros”.

4 Naturaleza humana y naturaleza divina, Col. Izvor nº 213, cap. V: “El sol, símbolo de la naturaleza divina”.

5 En las fuentes inalterables de la alegría, Col. Izvor nº 242, cap. III: “El aguijón del sufrimiento”.

6 En las fuentes inalterables de la alegría gozo, Col. Izvor nº 242, cap. XVIII: “La visita de seres angelicales”.

7 Las semillas de la felicidad, Col. Izvor nº 231, cap. XI: “La tierra de Canaán”.

Las leyes de la moral cósmica

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