Читать книгу Qué sabes de... PLATÓN - Ramon Alcoberro - Страница 8

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El 7 de noviembre del año 347 a.C., Espeusipo, sobrino de Platón y su sucesor a la cabeza de la Academia, ofreció un banquete en memoria de su tío. En ese banquete, que conocemos por el llamado «fragmento 27» de las obras de Espeusipo, el nuevo director y heredero pronunció un discurso en el que reveló por primera vez, ni más ni menos, la divina ascendencia del filósofo. Al parecer, su madre, Perictione, se había unido a Apolo para engendrar al gran sabio, quien, por tanto, merecía ser recordado en adelante como «el divino Platón» y situarse, junto con Pitágoras, en el panteón de sabios divinizados. No sabemos si fue antes o después de pronunciado ese discurso cuando Aristóteles, uno de los alumnos más destacados de la Academia, decidió abandonar Atenas, pero resulta tentador suponer que lo hizo escandalizado por esa burda astucia familiar.

En la Antigüedad, no obstante, no era tan extraño que un ser humano excepcional fuese identificado con un dios. Tampoco lo era justificar el poder mundano o la legitimidad de unas doctrinas apelando a la divinidad, por mucho que esa argumentación hubiese sido puesta en duda por los sofistas un par de generaciones antes de Platón. Baste recordar que del considerado primer filósofo de la historia, Tales de Mileto, incluido por sus contemporáneos en la selecta lista de los Siete Sabios, se decía que había debatido con el centauro Quirón. Pitágoras, por su parte, estaba ya del todo mitificado en la Atenas platónica. Y tras el de Platón, los intentos de divinización de grandes hombres perduraron durante siglos. Los biógrafos de Alejandro Magno lo presentaban como el supuesto hijo de Zeus Amón, y el general romano Escipión el Africano, según Tito Livio, gustaba de hacer correr el rumor según el cual le había engendrado Júpiter. La obra de Platón, y la centralidad que la política ocupa en ella, toman un peculiar sentido cuando se lee a partir de este dato, porque con él la política se convirtió en una especie de saber «divino», derivado del alma y propio de una élite espiritual.

Platón nació en Atenas, en el 427 a.C., en el seno de una familia aristocrática, tal vez la más rica de la ciudad de su tiempo, y su verdadero nombre parece haber sido Aristocles, que era también el nombre de su abuelo. Su linaje se remontaba, por vía paterna, al mítico rey Codro, fundador de Atenas, y por parte de su madre descendía del legislador Solón, otro de los Siete Sabios. La familia materna, además, estaba vinculada al partido oligárquico y sus tíos formaron parte del brutal gobierno de los Treinta Tiranos, instaurado en el año 404 a.C. tras la derrota de Atenas a manos de Esparta en la guerra del Peloponeso. El sobrenombre de «Platón» se lo puso su maestro de gimnasia a causa de su vigor físico, dado que, en griego, platos significa algo así como «amplitud, vastedad».

Este mosaico, fechado en el siglo I, se encontró en una villa pompeyana. Siendo la más célebre representación de la Academia platónica que haya llegado a nuestros días, resulta irónico que no se sepa con certeza cuál de las figuras representa a Platón. El candidato más probable es el tercer hombre por la izquierda, apoyado como está en un olivo, símbolo de Atenea y la sabiduría. La otra figura destacable es la situada en el extremo izquierdo; es, junto con el supuesto Platón, el único que habla, y por ello se le identifica a menudo con Aristóteles, el alumno que se atrevió a pensar por sí mismo. En la esquina superior derecha del mosaico se observa Atenas y sus murallas.

Conocemos su vida gracias especialmente a Vidas y opiniones de los más ilustres filósofos, de Diógenes Laercio, obra escrita en el siglo III d.C., y por la supuesta autobiografía que se conoce como la Carta VII. Sin embargo, la vida de Platón no debe leerse con los criterios con los que nos aproximaríamos a la de un contemporáneo. Más bien al contrario, su biografía, como la de todos los grandes pensadores de la Antigüedad, se construye como una narración y responde a una intencionalidad profundamente simbólica de carácter político. En consecuencia, el personaje que nos llega de ambos textos tiene mucho de arquetipo o de modelo moral.

La Carta VII es un documento excepcional que ha de leerse en clave histórica pero que a la vez funciona como un ejercicio de retórica, uno de cuyos objetivos es retratar a Platón como crítico de la democracia ateniense. Platón, quien vivió en tiempos de crisis de Atenas, sometida primero a Esparta y después a Corinto, desconfiaba de la democracia, a la que consideraba un régimen basado en opiniones cambiantes y por ello alejada de la verdad. A diferencia del socratismo o la sofística, el platonismo político no nace del ágora, sino en contraste crítico con ella.

La Carta VII repasa los principales acontecimientos históricos de la Atenas de su época y nos cuenta la desazón que produjo en Platón la política autoritaria del gobierno títere proespartano de los Treinta Tiranos tras la derrota ateniense en la guerra del Peloponeso. También habla de su vinculación con Sócrates, a quien denomina «el más justo de los hombres», y tras juzgar duramente las circunstancias de la muerte del maestro —Platón no olvida que ha sido una democracia la responsable de su ejecución—, presenta al autor viajando por todo el Mediterráneo, y muy especialmente a la corte de Siracusa, en Sicilia, para llevar a la práctica su modelo de Ciudad justa. Para Platón, la ciudad (polis) era la principal forma de Estado, y esta debía culminar en un gobierno justo que quedaba recogido en la denominación de «Ciudad justa». Hacia el año 388 a.C., incitado por sus amigos pitagóricos, y especialmente por el matemático Arquitas de Tarento, Platón creyó posible aplicar su teoría política en tierras sicilianas. Convertido en consejero de Dionisio el Viejo, no tardó en indisponerse con él. Expulsado de Siracusa (y, según la tradición, vendido como esclavo), Platón regresó a Atenas en el 387 a.C. para fundar allí una institución revolucionaria para la época, la Academia, mezcla de santuario dedicado a las musas y de escuela para jóvenes aspirantes a políticos. Así llamada por estar situada en un paraje, parece que bastante insalubre, propiedad de los herederos de un héroe ateniense llamado Academos, la Academia fue desde ese momento el centro de la actividad de Platón y puede considerarse la primera universidad del mundo.

Dos viajes posteriores a Siracusa, en el primero de los cuales —en el 367 a.C.— Platón estuvo a punto de morir, secuestrado por los mercenarios del tirano de la ciudad, Dionisio el Joven, hijo y sucesor de Dionisio el Viejo, terminaron en fracaso. Tras el último viaje, en el año 361 a.C., una facción de amigos de Platón, dirigida por Dión de Siracusa, tío de Dionisio el Joven, intentó contra el parecer del filósofo un confuso golpe de Estado, a resultas del cual Dión fue asesinado por sus propias tropas. Este suceso pudo influir en la composición del último de sus diálogos, las Leyes, en el que se pregunta si no sería mejor que el político ilustrado se apoyara en un tirano —benévolo y también ilustrado— que garantizara la puesta en práctica de las reformas necesarias. La muerte le sorprendió durante la redacción de los doce libros de esta obra; la única, por cierto, en la que no aparece Sócrates.


LA LUCHA POR EL ALMA GRIEGA

Dos ciudades se disputaban la supremacía en la Grecia del siglo v a.C.: la democrática Atenas y la autocrática Esparta. Entre los aliados de la primera, agrupados en la llamada «Liga de Delos», se contaba el grueso de las ciudades del mar Egeo, entre ellas Éfeso, Samos y Mileto. La mayoría de las ciudades de la península del Peloponeso, con Corinto a la cabeza, eran aliadas de la segunda. El elemento clave que determinaba una u otra afiliación era el régimen político: las polis democráticas estaban del lado de Atenas, mientras que las oligárquicas siguieron la estela de Esparta. Esta última polis era el modelo de ciudad autoritaria, totalmente militarizada y dependiente en buena parte de una comunidad de sirvientes propiedad del Estado, los ilotas, sometida a un trato degradante. Los espartanos eran igualitaristas entre sí, comían juntos en una especie de cuarteles militares y se les atribuye la frase: «No importa si las leyes son buenas o malas. Lo que importa es que sean coherentes». Tras la derrota del enemigo común persa, en el 449 a.C., era inevitable que estos dos modelos tan radicalmente distintos de entender el Estado se enfrentaran con las armas. La conocida como «guerra del Peloponeso» se extendió a lo largo y ancho de Grecia y duró del año 431 al 404 a.C.




Derrota de la democracia

La primera fase del conflicto se caracterizó por la igualdad de fuerzas, con la superioridad marítima ateniense contrarrestando la mayor capacidad militar de la infantería espartana. En el 421 a.C. ambos bandos firmaron la paz de Nicias, la cual, sin embargo, no puso fin a los enfrentamientos. Con la intención de ayudar a uno de sus aliados, amenazado por la poderosa Siracusa, y espoleada por el carismático Alcibíades, en el 415-413 a.C. Atenas se embarcó en una desastrosa expedición a Sicilia que le costó miles de hombres y buena parte de su flota. Nueve años después Esparta sitiaba a su enemigo, que por fin hubo de capitular. El gobierno democrático fue sustituido por otro de corte autoritario, el de los Treinta Tiranos, que a pesar de su breve duración influiría poderosamente en los destinos de Sócrates y Platón.


Curiosamente, a la vez que es casi el único pensador antiguo en dejarnos algo parecido a una autobiografía, Platón fue extremadamente parco al hablar de sí mismo en sus diálogos; apenas encontramos un par de referencias autobiográficas en toda su obra. Una de ellas es para decirnos que no estuvo presente en ese drama central que fue la muerte de Sócrates; y la otra para contarnos que salió fiador, junto con otros, del pago de la multa de treinta minas impuesta a Sócrates.

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