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1. Génesis

La historia de Alfredo Suárez no es una excepción.

Muchos otros han encontrado la muerte en las montañas de Chile en circunstancias que, si bien en ocasiones están rodeadas de facetas vergonzosas, también han sacado a relucir lo mejor del espíritu humano. Episodios que emocionan e inspiran a quienes han tenido el privilegio de conocerlos en detalle.

Infortunadamente, la gran mayoría de tales historias permanecen anónimas. Sí, es verdad que cuando ocurren accidentes en nuestra cordillera hay inmediata atención periodística, especialmente en los tiempos contemporáneos donde los medios de comunicación y las redes sociales parecieran ser omnipresentes. Pero esta cobertura es una que por su propia naturaleza difícilmente explora en profundidad las implicancias de lo sucedido; por no mencionar que, al estar inserta en una dinámica vertiginosa, pronto deriva en una indiferencia que sin dilación da comienzo al olvido.

Esta situación es un antecedente que explica los orígenes de la frustración que comencé a sentir a fines de la década del 90, cuando, derivado de experiencias propias como montañista y escalador, fui testigo directo de cómo estas “historias” se estaban perdiendo. Lo que me pareció una pena. Pero no solo en el sentido humano y narrativo, sino que también a que con ello se estaba desperdiciando la oportunidad de aprender de lo sucedido; esto porque, en caso de que no estén al tanto, un factor fundamental para sobrevivir en las montañas es conocer de los errores y aciertos de quienes nos antecedieron.

¿Una cordada desarrolló mal de altura a seis mil metros por subir en auto? Bueno, realizaremos la aproximación a pie. ¿Tres excursionistas se perdieron en ese tupido bosque al llegar la noche? OK, tendremos que llevar GPS. ¿Una grieta se abrió a los pies de un guía en un lugar donde supuestamente no había? Entonces, nos encordaremos. ¿Un joven se cayó por un nevero y no pudo detenerse por perder el piolet? Queda claro, este lo amarraremos al arnés. Y así.

En el extranjero, especialmente en los países que cuentan con un montañismo desarrollado (principalmente Europa y Norteamérica), existe la posibilidad de tal aprendizaje porque sus accidentes son analizados por organizaciones o personas competentes; quienes incluso, en ocasiones, no vacilan en expresar duras críticas a los protagonistas por lo sucedido. Pero como yo no veía que tal inspección se estuviera dando en Chile, al menos no de una manera consistente y seria, me nació el impulso de comenzar a registrar en una libreta de apuntes los incidentes de este tipo de los que me iba enterando. Nada muy elaborado y sin un propósito específico; tan solo un ayuda memoria que mantuve tan actualizado como pude, a la espera de ver cómo evolucionaría este tema en nuestro país.

Llegó el nuevo milenio, los años pasaron y, por supuesto, nada cambió al respecto en Chile. Mis datos se acumularon, estuve obligado a migrarlos a una planilla de cálculo y, al regresar de una expedición a Torres del Paine a mediados de esa década, de súbito me encontré en casa con tiempo libre. Momento que fue el adecuado para ver qué iba a hacer con la información recopilada; si me iba a involucrar en rescatar esas historias de accidentes que habían sucedido en nuestra cordillera, o, por el contrario, que era más inteligente dejarlo de lado porque era un esfuerzo inviable, porque alguien ya lo estaba haciendo o porque alguien más lo iba a hacer.

Para decidir en conciencia, primero tenía que documentarme, por lo que di inicio a un periplo cuya primera parada fue una lógica: la Federación de Andinismo de Chile. Una institución que llevaba años en crisis, pero que justo en ese instante se estaba rearmando gracias al esfuerzo de una nueva generación de dirigentes; personas que comprendieron de inmediato la potencial utilidad que podía tener esta investigación, por lo que no dudaron en darme acceso, sin restricciones y de la forma como yo estimara más conveniente, a su biblioteca.

Era pleno verano cuando entré por primera vez en ella. La “biblioteca”. Una habitación de unos 25 metros cuadrados que de seguro había visto tiempos mejores, pero donde ahora reinaba el desorden; con libros, archivadores y papeles en los armarios y también en el piso, las sillas y sobre la gran mesa de madera ubicada al centro. Todo cubierto con una fina capa de polvo que resaltaba perfecta por los varios rayos de sol que se filtraban por entre las cortinas; los cuales además hacían recordar que, afuera, el abrasador calor arrasaba Santiago.

Adentro, en cambio, se estaba muy bien; fresco y en silencio. Así es que, tras limpiar una silla y una parte de la mesa con un paño que estaba por ahí, me instalé y comencé a revisar el material.

Había de todo: actas, anuarios, cartas, periódicos, presupuestos... La mayoría de ellos previos a mi fecha de nacimiento; varios, anteriores al de mi madre. Y aunque mi foco estaba claro, buscar cualquier documento que estuviera relacionado con los accidentes, me fue imposible no distraerme con las múltiples historias que surgían de los volúmenes que iba abriendo: los premios a los deportistas destacados, la organización de los campamentos, los resultados de las elecciones, los conflictos por mala conducta... Y sí, también acerca de las tragedias sucedidas; con los nombres de las víctimas y heridos, el resumen de lo ocurrido, los recortes de prensa, las condolencias a los familiares o los costos de los operativos de rescate.

Un ejercicio de revisión que se me hizo adictivo y desarrolló una necesidad embriagante por saberlo todo; incluyendo cómo irían a terminar los acontecimientos mencionados. Compulsión que se veía potenciada por la fantasía de que yo tenía el control del flujo del tiempo, porque, al dar vueltas las hojas a mi entero albedrío, podía ver el desarrollo de los eventos de semanas y meses en segundos; como si estos se estuvieran dando en tiempo “real”. Tiempo real de un pasado ido, claro está.

He de admitirlo, aquella fue la primera vez en mi vida que pude sentir físicamente la Historia.

Finalmente, tras días y días de esta fascinante experiencia, dejé la habitación para no volver. Luego visité otros organismos que podían tener registros relevantes; en algunos me fue bien, en otros no, pero al acabar lo que se podría llamar una primera ronda de investigaciones, no solo pude triplicar la cantidad de datos que tenía originalmente, sino que también, más importante aún, adquirí perspectiva. Una que me hizo entender el esencial hecho que podía narrar todas las historias que yo quisiera, pero que por ningún motivo debía permitir que tales relatos derivaran en evaluaciones o juicios de valor acerca de lo ocurrido.

O, dicho de otra manera, que a pesar de su utilidad y entendiendo que es lo que la gente más desea conocer, sería un error de mi parte involucrarme en hacer estudios de casos con los accidentes.

La razón no es obvia y explicarla tampoco es fácil. De hecho, a mí solo se me hizo evidente después de bastante tiempo y tras observar en detalle decenas de informes, artículos y reportes que ya lo habían intentado desde principios del siglo XX; los cuales mezclaban hechos (asumo que correctos) con ideas preconcebidas, aseveraciones antojadizas y silogismos equivocados. Una combinación no virtuosa que forzosamente no podía más que desembocar en discutibles conclusiones, tanto así que en varias ocasiones parecía ser que tales análisis no eran nada más que ajustes de cuentas por pasados conflictos entre los actores involucrados; o bien, herramientas de poder para desbancar a posibles competidores en futuros negocios que se estaban haciendo en torno a las actividades de montaña (sí, una vez más, la gama completa de la naturaleza humana presente).

Peor aún, dichos esfuerzos estaban condenados a la inutilidad desde su concepción debido a que adolecían de la misma falla fundamental: ninguno de ellos se sustentaba en un marco conceptual de trabajo. Es decir, las investigaciones eran realizadas sin un conjunto de definiciones, criterios o metodologías que dieran vida a una estructura formal que tuviera sentido, fuera coherente y generara un consenso mínimo en la comunidad.

Esta falencia, así como se describe, pareciera ser una cuya importancia es meramente académica; sin implicancias concretas. No obstante, nada más alejado de la realidad. Sin ella, por ejemplo, no es posible comprobar cuán ciertas son la multitud de frases manidas que rodean el montañismo (por ejemplo, si es verdad que la mayoría de los accidentes suceden al regreso). O, a que cuando se efectúan sumarios, por los mismos hechos se castiguen a unos pero no a otros dependiendo del “estado de ánimo” de los inquisidores (dirigentes, comités o tribunales de disciplina). Sin olvidar, por supuesto, la multitud de problemas que causa la continua publicación de estadísticas que son hechas sin rigor; las cuales, como dan para probar cualquier cosa, prontamente son utilizadas por quienes están en posiciones de poder para justificar lo que se les venga en gana. Tales como cobrar por rescates, cerrar áreas silvestres, aprobar centrales hidroeléctricas, establecer cuestionables normativas, promulgar equivocadas leyes o incidir en las decisiones de las cortes de justicia en las demandas por negligencia (o en las de carácter criminal).

Mantener en la sociedad un debate ilustrado importa. Y para el caso de este tema, eso nunca fue posible debido a la mencionada ausencia de marcos conceptuales válidos. Los que, de haber existido, hubieran permitido clasificar correctamente los datos.

Que tampoco había.

Otro descubrimiento que se me reveló pronto en las indagaciones y que literalmente me dejó con la boca abierta. Efectivamente, y por más increíble que pueda parecer, tras doscientos y más años de historia como país, ninguna persona o entidad había sido capaz de construir un catastro de accidentes. Sí, es cierto, en mis recorridos encontré varios dignos intentos, pero ellos eran demasiado incompletos y/o excesivamente informales como para convertirlos en un punto de partida sólido para estudiar el fenómeno.

En resumen, el estado del análisis de la accidentabilidad en las montañas de Chile a esa fecha se podía resumir en una simple frase: no había nada. Ni marcos conceptuales, ni datos, ni estudios previos en los cuales basarse.

Pasaron dos años. Yo continué con mis visitas a otras organizaciones, sostuve decenas de entrevistas con personas cercanas al tema (testigos, socorristas, guardaparques, policías, etcétera) y la información recopilada creció tanto que tuve que ahora migrarla a una base de datos. En todo aquel período dilatando la decisión de si, dado que no era tan buena idea abocarme a lo que originalmente quería, me dedicaría en cambio a contribuir de alguna manera en atacar las carencias descritas; específicamente compilando los accidentes producidos. Dudas que se mantuvieron por bastante tiempo porque, dadas mis experiencias previas, sabía exactamente a lo que me iba a enfrentar: me tomaría años, no habría ayuda y probablemente sería criticado.

Hasta que estando en otra biblioteca, esta vez incómodo y con frío mientras afuera llovía, al abrir un nuevo tomo de hojas gastadas di sin querer con la historia de Alfredo Suárez.

No me olviden

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