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Capítulo 1

Pesez le mattin que vous n’irez peut-être pas jusqu’au soir

Et au soir que vous n’irez peut-être pas jusqu’au matin.1

PLACA GRABADA EN LAS CATACUMBAS DE PARÍS

Una hilera de calaveras relucía en lo alto del muro de fémures y tibias apilados de manera confusa. A pesar de que era junio y la doctora Maura Isles sabía que en las calles de París, veinte metros más arriba, brillaba el sol, sintió un escalofrío al avanzar por el oscuro corredor cuyas paredes estaban forradas de restos humanos casi hasta el techo. A pesar de estar familiarizada con la muerte, incluso de tutearse con ella y de haberse enfrentado a ella en múltiples ocasiones sobre la mesa de autopsias, se quedó anonadada ante la magnitud de esa exhibición y la cantidad de huesos almacenados en aquella red de túneles debajo de la Ciudad de la Luz. La excursión de un kilómetro le había permitido ver sólo una pequeña parte de las catacumbas. Prohibidos a los turistas, había numerosos túneles secundarios y cámaras repletas de huesos, con sus oscuras bocas abiertas seductoramente tras las rejas cerradas con candado. Allí estaban los restos de seis millones de parisienses que en el pasado habían sentido el sol en su cara, que habían experimentado el hambre, la sed y el amor, que habían sentido en su pecho los latidos del propio corazón, la ráfaga del aire al entrar y salir de sus pulmones. Tal vez nunca llegaran a imaginar que un día desenterrarían sus huesos de su lugar de reposo en el cementerio y los trasladarían a aquel lóbrego osario debajo de la ciudad.

Que algún día los exhibirían para que grupos de turistas los contemplasen embobados.

Ciento cincuenta años atrás, con el fin de dejar espacio a la continua afluencia de muertos en los abarrotados cementerios de París, habían desenterrado los esqueletos y los habían trasladado a la enorme colmena que formaban las antiguas canteras de piedra caliza que se extendían bajo la ciudad. Los peones que trasladaron los esqueletos no los habían amontonado de cualquier manera; habían realizado su macabra tarea con sentido artístico, apilándolos de modo que adoptaran formas caprichosas. Como albañiles esmerados, habían levantado altos muros decorados con capas alternas de calaveras y huesos largos, transformando la descomposición en manifestación artística. Y habían colgado placas grabadas con citas sombrías, recordatorio para todos los que recorrían aquellos pasillos de que nadie escapa a la muerte.

Una de aquellas placas captó la atención de Maura, que se detuvo entre la marea de turistas para leer lo que decía. Mientras se esforzaba por traducir las palabras utilizando el vacilante francés que había aprendido en el instituto, oyó el discordante sonido de risas de niños en los oscuros pasillos y el acento nasal de un hombre de Texas que murmuraba a su esposa:

—¿Puedes creer que exista un sitio así, Sherry? Me pone la carne de gallina... La pareja de Texas se alejó y sus voces se extinguieron hasta que de nuevo reinó el silencio. Por un momento, Maura se quedó a solas en la cámara, respirando el polvo de los siglos. Bajo la tenue penumbra de la luz del túnel, el moho había crecido entre las calaveras, cubriéndolas con una capa verdosa. En la frente de una de ellas, como una especie de tercer ojo, se abría el agujero de una bala.

«Sé cómo te llegó la muerte.»

El frío de los túneles se le había filtrado en los huesos, pero no se movió, decidida a traducir aquella placa, a sofocar el horror acometiendo esa tarea intelectual inútil. «Vamos, Maura. ¿Tres años de francés en el instituto y no puedes descifrar esto?» En aquellos momentos se había convertido ya en un reto personal, que mantenía a raya todas las ideas sobre la mortalidad. Entonces las palabras adquirieron significado y Maura sintió que se le helaba la sangre... Dichoso aquel que siempre se enfrenta a la hora de su muerte y todos los días se prepara para su fin.

De pronto fue consciente del silencio. No había voces, ni eco de pasos. Dio media vuelta y abandonó aquella lóbrega cámara. ¿Cómo había podido quedarse tan rezagada de los demás turistas? Estaba sola en el túnel, a solas con los muertos. Pensó en repentinos apagones de luz, en tomar el camino equivocado en medio de la más absoluta oscuridad. Había oído comentar que, un siglo atrás, unos trabajadores parisienses se habían extraviado en aquellas catacumbas y habían muerto de hambre. Apresuró el paso, ansiosa por alcanzar al resto del grupo, por unirse a la compañía de los vivos. Sintió que el apremio de la muerte era demasiado cercano en aquellos túneles. Pensó que las calaveras la miraban con resentimiento; eran un coro de seis millones de personas recriminándola por su curiosidad morbosa.

«Hubo una vez en que estuvimos tan vivos como tú. ¿Crees poder escapar al futuro que aquí contemplas?»

Cuando por fin salió de las catacumbas y llegó a la zona soleada de la calle Remy Dumoncel, respiró profundas bocanadas de aire. Por una vez agradeció el ruido del tráfico, las prisas de la gente, como si se le acabara de conceder una segunda oportunidad de vivir. Los colores le parecieron más brillantes; los rostros, más afables. «Mi último día en París —pensó—, y sólo ahora aprecio de veras la belleza de esta ciudad».

Había pasado gran parte de la semana anterior encerrada en salas de reuniones, asistiendo a la Conferencia Internacional de Patología Forense. Había dispuesto de muy poco tiempo para visitar la ciudad, y hasta las excursiones programadas por los organizadores de la conferencia estaban relacionadas con la muerte y las enfermedades: el museo de la Historia de la Medicina, el antiguo anfiteatro de la Escuela de Cirugía.

Las catacumbas.

De todos los recuerdos que se iba a llevar de París, resultaba irónico que el más intenso fuera el de restos humanos. «Eso no es saludable —pensó mientras permanecía en la terraza de un café, saboreando la última taza de café exprés y una tartaleta de fresas—. Dentro de dos días estaré de regreso en mi sala de autopsias, rodeada de acero inoxidable, aislada de la luz del sol. Respiraré sólo aire frío, filtrado, procedente de los aparatos de refrigeración. Este día será como un recuerdo del paraíso.»

Se tomó su tiempo para grabar aquellos recuerdos. El olor del café, el sabor de la pasta mantecosa. Los pulcros hombres de negocios con el móvil pegado a la oreja, los complicados nudos de las pañoletas que revoloteaban en torno al cuello de las mujeres. Se entretuvo con la fantasía que sin duda había rondado por la cabeza de todos los estadounidenses que alguna vez habían visitado París: «¿Qué pasaría si perdiera el avión, si me quedara aquí, en este café, en esta espléndida ciudad, para el resto de mi vida?».

Sin embargo, al final se levantó de la mesa y paró un taxi para que la llevara al aeropuerto. Al final se alejó de la fantasía, de París, pero sólo con la promesa de que algún día volvería. Lo malo es que no sabía cuándo.

El vuelo de regreso llevaba tres horas de retraso. Habría podido pasar esas tres horas paseando junto al Sena, pensó mientras aguardaba contrariada en el aeropuerto Charles de Gaulle. Tres horas en las que habría podido deambular por el Marais o curiosear por Les Halles. En cambio, estaba atrapada en un aeropuerto tan abarrotado de viajeros que no encontraba sitio donde sentarse. Cuando por fin subió a bordo del reactor de Air France, se sentía cansada y dominada por el malhumor. El vaso de vino que acompañaba la cena que les sirvieron fue lo único que necesitó para quedarse profundamente dormida, sin soñar.

No despertó hasta que el avión empezó a descender sobre Boston. Le dolía la cabeza y el sol poniente fulguró en el interior de sus ojos. El dolor de cabeza se intensificó mientras aguardaba en la recogida de equipajes, examinando maleta tras maleta, ya que ninguna de las que se deslizaban por la cinta era la suya. Más tarde, mientras hacía cola para rellenar el formulario reclamando el equipaje extraviado, el dolor se intensificó y se convirtió en un martilleo implacable. Había oscurecido cuando subió al taxi sin más equipaje que el de mano. Lo único que ansiaba era un baño caliente y una generosa dosis de Advil. Se hundió en el asiento trasero del taxi y de nuevo se refugió en el sueño.

El brusco frenazo del coche la despertó.

—¿Qué ocurre ahí? —oyó que decía el taxista.

Maura se enderezó y, con los ojos legañosos, observó las centelleantes luces azules. Necesitó un segundo para identificar lo que estaba viendo. Entonces comprendió que habían doblado por la calle donde vivía y se sentó erguida, repentinamente alerta, alarmada por lo que veía. Había cuatro coches patrulla de la policía de Brookline aparcados; las luces del techo cercenaban la oscuridad.

—Parece que hay alguna emergencia —comentó el taxista—. Esta es su calle,

¿verdad?

—Y aquella de allí es mi casa. Hacia la mitad de la manzana.

—¿Donde están los coches de la policía? No creo que nos dejen pasar. Como para confirmar las palabras del conductor, se acercó un agente haciendo señas de que dieran media vuelta. El taxista sacó la cabeza por la ventanilla.

—Traigo aquí una pasajera a quien debo dejar. Vive en esta calle.

—Lo siento, amigo. Toda la manzana está acordonada.

Maura se inclinó hacia delante y le dijo al chófer:

—Oiga, yo me bajo aquí.

Le tendió el importe del trayecto, cogió el equipaje de mano y bajó del taxi. Poco antes se había sentido torpe y embotada; ahora incluso la cálida noche de julio parecía haberse cargado de electricidad con la tensión. Avanzó por la acera; la sensación de ansiedad era cada vez mayor a medida que se acercaba a la concentración de curiosos, al descubrir que todos los vehículos oficiales estaban aparcados delante de su casa. ¿Le habría ocurrido algo a alguno de los vecinos? Un montón de posibilidades terribles cruzó por su mente. Suicidio. Homicidio. Pensó en el señor Telushkin, un hombre soltero, ingeniero robótico, que vivía en la casa de al lado. ¿No tenía un aspecto llamativamente melancólico la última vez que le vio?

Pensó también en Lily y en Susan, sus vecinas del otro lado, dos abogadas lesbianas cuyo activismo en defensa de los derechos de los gays lasconvertía en objetivos destacados. En ese instante divisó a Lily y a Susan, de pie al lado de los curiosos, las dos vivas y coleando; así que su preocupación volvió al señor Telushkin, a quien no veía entre los espectadores.

Lily miró de soslayo y vio que Maura se acercaba. No la saludó con la mano; se quedó mirándola sin decir nada, antes de dar un fuerte codazo a Susan. Esta se volvió y, al ver a Maura, se quedó boquiabierta. Todos los vecinos se volvieron a mirarla. Y en todos los rostros, asombro. La perplejidad era evidente.

«¿Por qué me miran? —se preguntó Maura—. ¿Qué habré hecho?»

—¿Doctora Isles? —Había un policía de Brookline a su lado, con la boca abierta—. Es... Es usted, ¿verdad? —preguntó.

Bueno, la pregunta era una estupidez, pensó.

—Aquélla es mi casa. ¿Qué ocurre, agente?

El policía dejó escapar una aguda exhalación.

—Yo... Creo que será mejor que me acompañe.

La cogió del brazo y la guió entre la gente. Los vecinos se apartaban solemnes ante ella, como si dejaran paso a un condenado. Su silencio resultaba escalofriante, el único ruido era el crepitar de las emisoras de la policía. Llegaron ante la barrera de cinta amarilla de la policía, que colgaba entre diversas estacas, algunas clavadas en el patio delantero del señor Telushkin. «Está orgulloso de su jardín, y esto no le hará ninguna gracia», fue su primer pensamiento, del todo disparatado. El policía levantó la cinta y ella se agachó para pasar por debajo, cruzando lo que comprendió que era el escenario de un crimen.

Supo que lo era porque en el centro distinguió una silueta familiar. Incluso desde el otro lado del césped, Maura reconoció a la detective de homicidios Jane Rizzoli. Embarazada de ocho meses, la pequeña Rizzoli parecía una pera madura embutida en un traje pantalón. Su presencia era otro detalle que la desconcertaba.

¿Qué hacía una detective de Boston en Brookline, fuera de su jurisdicción habitual?

Rizzoli no vio acercarse a Maura; tenía fija la mirada en un coche aparcado en la acera, frente a la casa del señor Telushkin. Claramente alterada, sacudía la cabeza y sus oscuros rizos le salían disparados con el desorden habitual. Fue el colega de Rizzoli, el detective Barry Frost, quien vio primero a Maura. La miró, luego miró hacia otro lado y, acto seguido, como si lo hubiera vuelto a pensar, la miró de nuevo. Sin decir palabra, tiró del brazo de su colega. Rizzoli se quedó muda, y los destellos estroboscópicos de las luces azules de los coches patrulla iluminaron su expresión de incredulidad. Como si estuviera en trance, empezó a caminar hacia Maura.

—¿Doc2? —preguntó Rizzoli, a media voz—. ¿Eres tú?

—¿Quién iba a ser, si no? ¿Por qué todo el mundo me lo pregunta? ¿Por qué me miráis como si fuese un fantasma?

—Porque... —Rizzoli se interrumpió y sacudió la cabeza, haciendo oscilar los indómitos bucles—. Dios, por un instante he pensado que sí, que eras un fantasma.

—¿Por qué?

Rizzoli se volvió y llamó:

—¡Padre Brophy!

Maura no había visto al clérigo, que se mantenía apartado en la periferia. Entonces salió de entre las sombras; el alzacuello era un destello blanco sobre la garganta. Su rostro, por lo general atractivo, parecía demacrado; la expresión, anonadada. «¿Por qué está aquí Daniel?» No era habitual que llamaran a un sacerdote al escenario del crimen, a no ser que algún familiar de la víctima necesitara consuelo. Y su vecino, el señor Telushkin, no era católico sino judío. No había razón alguna para que llamaran a un clérigo.

—Por favor, padre, ¿podría acompañarla dentro de la casa? —le pidió Rizzoli.

—¿Alguien va a decirme qué ocurre? —inquirió Maura.

—Ve adentro, Doc. Por favor. Ya te lo explicaremos después. Maura sintió el brazo de Brophy en torno a la cintura, su firme presión comunicándole que aquél no era el momento para resistirse. Dejó que él la guiara hacia la puerta de entrada y advirtió la secreta emoción del estrecho contacto entre los dos, el calor de su cuerpo pegado al de ella. Era tan consciente de que él permanecía a su lado, que las manos se le enredaron al meter la llave en la cerradura. A pesar de que ambos eran amigos desde hacía meses, nunca había invitado a Daniel Brophy a entrar en su casa; y la reacción ante su presencia en aquellos momentos fue un recordatorio de por qué había mantenido con tanto cuidado la distancia entre los dos. Entraron y se dirigieron a la sala, donde las luces estaban ya encendidas gracias a un temporizador automático. Maura se detuvo un momento junto al sofá, indecisa acerca de qué debía hacer.

Fue el padre Brophy quien tomó la iniciativa.

—Siéntate —le dijo, indicando el sofá—. Te traeré algo para beber.

—En mi casa eres el invitado; debería ser yo quien te ofreciera algo de beber — dijo ella.

—En estas circunstancias, no.

—Ni siquiera sé cuáles son «estas circunstancias».

—La detective Rizzoli te lo explicará.

El padre Brophy salió de la sala y regresó con un vaso de agua: no era la bebida que ella hubiese elegido para aquel momento, pero no consideró apropiado pedirle a un sacerdote que le trajera una botella de vodka. Tomó un sorbo de agua y sintió cierto desasosiego bajo la mirada de él. Brophy se sentó en el sillón frente a ella, mirándola como si temiera que fuera a desvanecerse.

Entonces oyó que Rizzoli y Frost entraban en la casa y murmuraban algo con una tercera persona en el vestíbulo, una voz que Maura no reconoció. «Secretos — pensó—. ¿Por qué secretea todo el mundo? ¿Qué quieren ocultarme?»

Alzó la mirada cuando los dos detectives entraron en la sala de estar. Con ellos iba un hombre que se presentó como el detective Eckert, de Brookline, nombre que con toda probabilidad olvidaría al cabo de pocos minutos. Dedicó toda su atención a Rizzoli, con quien había trabajado con anterioridad, una mujer que le caía muy bien y a la que además respetaba.

Los detectives se sentaron en distintas sillas, Rizzoli y Frost frente a Maura, al otro lado de la mesita de centro. Maura se sintió superada en número: cuatro contra uno, la mirada de todos fija en ella. Frost sacó el bloc de notas y el bolígrafo. ¿Por qué se disponía a tomar notas? ¿Por qué tenía la sensación de que aquello era el inicio de un interrogatorio?

—¿Qué tal estás, Doc?—preguntó Rizzoli.

Estaba tan atónita que hablaba con un hilo de voz.

Maura rió ante la trivialidad de la pregunta.

—Estaría mucho mejor si supiera qué sucede.

—¿Puedo preguntarte dónde has estado esta noche?

—Venía del aeropuerto.

—¿Qué hacías en el aeropuerto?

—Acabo de llegar de París. Salí del Charles de Gaulle. Ha sido un vuelo largo, y no me siento con ánimos para contestar una veintena de preguntas.

—¿Cuánto tiempo has estado en París?

—Una semana. Me marché el miércoles pasado. —Maura creía haber detectado cierto matiz incriminatorio en la brusquedad de las preguntas de Rizzoli, y su irritación se estaba transformando en cólera—. Si no me crees, puedes preguntárselo a Louise, mi secretaria. Es quien me hizo la reserva de los vuelos. Viajé allí para asistir a una reunión...

—A la Conferencia Internacional de Patología Forense. ¿Es así?

Maura se quedó desconcertada.

—¿Ya lo sabías?

—Nos lo ha dicho Louise.

«Han estado preguntando cosas sobre mí. Han hablado con mi secretaria incluso antes de que yo llegase a casa.»

—Nos dijo que tu avión debía aterrizar en Logan a las cinco de la tarde — añadió Rizzoli—. Ahora son casi las diez. ¿Dónde has estado?

—Salimos con retraso del Charles de Gaulle. Algo relacionado con medidas de seguridad extraordinarias. Las líneas aéreas se están volviendo tan paranoicas que fue una suerte despegar con sólo tres horas de retraso.

—¿Así que salisteis con tres horas de retraso?

—Es lo que acabo de decir.

—¿A qué hora aterrizasteis?

—No lo sé. En torno a las ocho y media.

—¿Y has necesitado una hora y media para llegar a casa desde Logan?

—Mi maleta no apareció. He tenido que rellenar los impresos de reclamación de Air France. —Maura se interrumpió; de repente había llegado al límite—. ¡Maldita sea! Oye, ¿a qué viene todo esto? Antes de contestar a más preguntas tengo derecho a saber qué ocurre. ¿Me estáis acusando de algo?

—No, Doc. No te acusamos de nada. Sólo tratamos de ajustar horarios.

—¿Horarios de qué?

—¿Ha recibido amenazas, doctora Isles? —preguntó Frost.

—¿Cómo? —Maura le miró perpleja.

—¿Conoce a alguien que quisiera hacerle daño?

—No.

—¿Está segura?

Maura soltó una risa de contrariedad.

—Bueno, ¿hay alguien que pueda estar seguro de algo?

—Debes de haber tenido algunos casos en los tribunales en los que tu testimonio ha fastidiado a alguien —apuntó Rizzoli.

—Sólo si les fastidia la verdad.

—En los tribunales se ganan enemigos. Tal vez hayas ayudado a condenar a alguien.

—Estoy segura de que tú también, Jane. Por el simple hecho de hacer tu trabajo.

—¿Has recibido alguna amenaza específica? ¿Cartas o llamadas por teléfono?

—El número de mi teléfono no figura en la guía. Y Louise nunca da mi dirección.

—¿Y qué me dices de las cartas que te envían al centro de medicina forense?

—De vez en cuando se recibe alguna carta extraña. Todos las recibimos.

—¿Extraña?

—La gente escribe sobre extraterrestres o conspiraciones. O nos acusa de intentar encubrir la verdad a propósito de determinada autopsia. Nos limitamos a guardar esas cartas en el archivo de los chiflados; a no ser que se trate de una amenaza verosímil, en cuyo caso las enviamos a la policía.

Maura vio que Frost garabateaba algo en su bloc de notas y se preguntó qué estaría escribiendo. A esas alturas ya no estaba enfadada, sólo ansiaba alargar la mano por encima de la mesita de centro y arrancarle el bloc de las suyas.

—Doc —dijo Rizzoli, con voz suave—, ¿tienes una hermana?

La pregunta, formulada de forma tan imprevista, sobresaltó a Maura, que, olvidando de repente su irritación, miró a la detective.

—¿Cómo dices?

—¿Tienes una hermana?

—¿Por qué preguntas eso?

—Porque necesito saberlo.

Maura soltó un profundo suspiro.

—No, no tengo ninguna hermana. Y sabes muy bien que soy adoptada.

¿Cuándo diablos vas a decirme a qué viene todo esto?

Rizzoli y Frost se miraron.

Frost cerró el bloc de notas.

—Supongo que ha llegado el momento de enseñárselo.

Rizzoli se encaminó hacia la puerta de entrada. Maura salió a la calle y se encontró en la cálida noche de verano, iluminada como un vistoso carnaval por las luces centelleantes de los coches patrulla. El cuerpo todavía le funcionaba con el horario de París, donde en aquellos momentos eran las cuatro de la madrugada. Lo veía todo como a través de la neblina del agotamiento en esa noche tan surrealista como un mal sueño. En cuanto salió de la casa, todos los rostros se volvieron a mirarla. Vio que sus vecinos, concentrados al otro lado de la calle, la observaban desde detrás de la cinta que delimitaba el escenario del crimen. En calidad de médico forense, estaba habituada a ser objeto de la atención general, a que tanto la policía como los medios de comunicación siguieran cada uno de sus movimientos. Pero esa noche la atención era en cierto modo distinta; más impertinente, atemorizante incluso. Se alegró de tener a Rizzoli y a Frost a su lado, como si la amparasen de las miradas curiosas a medida que avanzaba por la acera en dirección al Ford Taurus oscuro aparcado junto al bordillo, delante de la casa del señor Telushkin. Maura no reconoció el coche, pero sí al hombre barbudo que estaba al lado con las recias manos embutidas dentro de guantes de látex. Era el doctor Abe Bristol, su colega del centro forense. Abe era un hombre de buen apetito, y el contorno de su cintura reflejaba su afición a los alimentos sustanciosos: el vientre le caía por encima del cinturón con toda su fofa abundancia. Fijó los ojos en Maura y exclamó:

—¡Dios, sí que es extraño! Habría podido engañarme. —Hizo un gesto señalando el coche con la cabeza—. Confío en que estés preparada para esto, Maura.

«¿Preparada para qué?»

Maura miró el Taurus aparcado. Entre los haces de las linternas vio a contraluz la silueta de una persona caída sobre el volante. Salpicaduras negras oscurecían el parabrisas. «Sangre.»

Rizzoli enfocó la linterna hacia la puerta del pasajero. Al principio, Maura no entendió qué se suponía que debía mirar; aún mantenía centrada su atención en el parabrisas manchado de sangre y en el ocupante en tinieblas del asiento del conductor. Entonces vio lo que la linterna de la detective iluminaba. Justo debajo de la manecilla de la puerta había tres arañazos paralelos, profundamente grabados en el acabado de la pintura del coche.

—Parece la marca de una zarpa —comentó Rizzoli, curvando los dedos como si quisiera dar un arañazo.

Maura examinó las marcas. «No es ninguna zarpa —pensó, al tiempo que un escalofrío le recorría la espalda—. Es la garra de un ave de rapiña.»

—Acércate al lado del conductor —indicó Rizzoli.

Maura no hizo preguntas mientras seguía a la detective por detrás del Taurus.

—Matrícula de Massachusetts —dijo Rizzoli al barrer con el haz de la linterna el parachoques trasero.

Pero era sólo un detalle dicho de paso. La detective siguió hasta la puerta del conductor. Allí se detuvo y se volvió a Maura.

—Esto es lo que tanto nos ha impresionado —explicó, mientras dirigía el foco al interior del coche.

El rayo de luz cayó de lleno sobre el rostro de la mujer, que miraba hacia la ventanilla. Tenía la mejilla derecha apoyada en el volante y mantenía los ojos abiertos.

Maura fue incapaz de pronunciar palabra. Miró pasmada la piel marfileña, el cabello negro, los labios carnosos y ligeramente separados, como paralizados por la sorpresa. Se tambaleó hacia atrás; las piernas le flaquearon de repente y tuvo la vertiginosa sensación de que se alejaba flotando, como si el cuerpo se liberara del anclaje de la tierra. Alguien la agarró del brazo, sosteniéndola. Era el padre Brophy, que estaba justo detrás de ella. Maura ni siquiera había advertido que estuviera allí. Entonces comprendió por qué todos se habían sorprendido al verla llegar. Observó el cadáver del interior del coche, con el rostro iluminado por la luz que proyectaba la linterna de Rizzoli.

«Soy yo. Esta mujer soy yo.»

1 (Reflexiona por la mañana que quizá no llegues a la noche/y por la noche, que tal vez no llegues a mañana.)

2 En inglés se usa coloquialmente esta expresión para referirse a los doctores (N del T)

Hermanas de sangre

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