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Capítulo 4

Cuando Rizzoli entró en J. P. Doyle’s encontró a los sospechosos habituales en torno a la barra. La mayoría eran policías que intercambiaban las batallitas del día frente a una cerveza y cacahuetes. Situado justo en la calle donde estaba la subcomisaría de policía de Jamaica Plain, Doyle’s era con toda probabilidad el bar más seguro de Boston. Si alguien llegara a hacer un movimiento en falso, una docena de polis saltarían sobre él como una horda de patriotas de Nueva Inglaterra. La detective conocía a aquellos parroquianos, y todos la conocían a ella. Se apartaron para dejar paso a la señora embarazada, y Rizzoli descubrió algunas sonrisas mientras avanzaba entre la gente. Su vientre abría la marcha como la proa de un barco.

—¡Jesús, Rizzoli! —le gritó alguien—. ¿Has engordado o qué?

—Sí —contestó riendo—. Pero, a diferencia de ti, en agosto ya habré adelgazado.

Se dirigió hacia los detectives Vann y Dunleavy, que la saludaron desde el fondo del bar. Sam y Frodo, así llamaban todos a la pareja. El Hobbit gordo y el Hobbit flaco, compañeros desde hacía tanto tiempo que actuaban como un viejo matrimonio y, con toda probabilidad, pasaban más tiempo el uno con el otro que con sus respectivas esposas. Raras veces Rizzoli los veía por separado, e imaginaba que era sólo cuestión de tiempo antes de que empezaran a vestirse con trajes que hicieran juego.

Le sonrieron y la saludaron con pintas de Guinness idénticas.

—Hola, Rizzoli... —dijo Vann.

—Llegas tarde —añadió Dunleavy.

—Ya vamos por la segunda ronda...

—¿Quieres una?

Jesús, cada uno concluía las frases que iniciaba el otro.

—Hay mucho ruido aquí —dijo ella—. Vayamos a la otra sala.

Se encaminaron al comedor, al reservado habitual situado bajo la bandera irlandesa. Dunleavy y Vann se sentaron frente a ella, muy cómodos uno al lado del otro. Rizzoli pensó en su colega Barry Frost, un tipo agradable, incluso simpático, pero con quien no tenía absolutamente nada en común. Al final de la jornada, ella seguía su camino y Frost el suyo. Los dos se caían bien, pero ella no creía que pudiera soportar más intimidad que ésa. Y, sin la menor duda, no tanta como mostraban aquellos dos tipos.

—Así que te ha tocado la víctima de una Black Talon —comentó Dunleavy.

—Anoche, en Brookline —contestó—. La primera desde tu caso... ¿Cuánto hace de eso? ¿Dos años?

—Sí, más o menos.

—¿Cerrado?

Dunleavy se rió.

—Sellado como un ataúd.

—¿Quién fue el autor del disparo?

—Un tipo llamado Antonin Leonov. Un inmigrante ucraniano, un elemento de tres al cuarto que jugaba a hacerse el importante. De no haberle arrestado nosotros primero, al final la mafia rusa se lo habría cargado.

—Menudo imbécil —bufó Vann—. No tenía la menor idea de que le teníamos vigilado.

—¿Y por qué le vigilabais? —preguntó Rizzoli.

—Nos llegó el soplo de que estaba esperando una entrega de Tayikistán — añadió Dunleavy—. Heroína. Una entrega importante. Le pisábamos los talones desde hacía casi una semana y nunca nos descubrió. Así que le seguimos hasta la casa de su socio Vassily Titov. Vimos cómo Leonov entraba en casa de su socio. Debió de cabrearse con él, o algo por el estilo, porque oímos disparos y luego Leonov salió.

—Pero nosotros le estábamos esperando —remató Vann—. Como ya he dicho, un imbécil.

Dunleavy levantó su Guinness para brindar.

—Caso abierto y cerrado. Asesino atrapado con el arma. Nosotros estábamos allí y fuimos testigos. No sé por qué se molestó siquiera en declararse inocente. El jurado tardó menos de una hora en regresar con el veredicto.

—¿En algún momento os dijo dónde había conseguido aquellas Black Talons?

—preguntó Rizzoli.

—¿Estás bromeando? —inquirió Vann—. No podía decirnos nada porque apenas hablaba inglés. Aunque no cabe la menor duda de que conocía el término

«Miranda», porque exigió que se le leyeran sus derechos3.

—Mandamos un equipo para que registrara su casa y su negocio —explicó

Dunleavy—. Encontraron ocho cajas de Black Talons guardadas en el almacén, ¿te lo puedes creer? No sabemos cómo consiguió semejante cantidad, pero era todo un alijo. —Se encogió de hombros—. Y eso es todo lo que hay sobre Leonov. Yo no veo nada que lo relacione con tu asesinato.

—Aquí sólo ha habido dos asesinatos con Black Talon en cinco años —dijo ella—. Vuestro caso y el mío.

—Sí, bueno, es posible que queden todavía algunas balas por ahí, circulando por el mercado negro. Consulta la página de subastas de eBay. Todo cuanto te puedo decir es que cogimos a Leonov, y nada más. —Dunleavy se acabó la pinta de cerveza—. Tendrás que buscar a otro asesino.

Una pista que ya podía dar por descartada. Unos cuantos mafiosos rusos de hacía dos años no parecían relevantes en relación con el asesinato de Anna Jessop.

Aquella bala Black Talón era un eslabón perdido.

—¿Me dejaríais ese expediente sobre Leonov? —preguntó—. Sigo interesada en echarle un vistazo.

—Mañana lo tendrás en tu escritorio.

—Gracias, muchachos.

Se deslizó fuera del banco y tuvo que apoyarse para ponerse en pie.

—¿Para cuándo piensas soltarlo? —inquirió Vann, al tiempo que le señalaba el vientre.

—No veo la hora.

—Los muchachos han organizado una apuesta. Sobre el sexo de la criatura.

—Bromeas.

—Creo que está a setenta pavos a favor de que es una niña, cuarenta a que es un chico.

Vann soltó una risita burlona.

—Y veinte pavos a que es... otra cosa.

Cuando Rizzoli entraba en su piso, sintió que el bebé le daba una patada.

«Estáte quieto, pequeño —pensó—. Ya es suficiente con que me hayas golpeado como si fuera un saco de arena todo el día. ¿Piensas seguir así toda la noche también?» Rizzoli no sabía si llevaba encima un niño, una niña o cualquier otra cosa; todo cuanto sabía era que su bebé estaba ansioso por nacer.

«Deja ya de intentar abrirte paso con golpes de kung-fu, ¿vale?»

Dejó el bolso y las llaves sobre la encimera de la cocina, se quitó los zapatos junto a la puerta y arrojó la chaqueta encima de una silla del comedor. Hacía dos días que su marido, Gabriel, había salido para Montana. Formaba parte de un equipo del FBI que investigaba un alijo paramilitar de armas. Ahora el piso mostraba la misma anarquía confortable que había reinado en él antes de su matrimonio. Antes de que Gabriel se instalara allí e insuflase cierta apariencia de disciplina. Antes de permitir que un antiguo marine le ordenara los cazos y sartenes según su tamaño. En el espejo del dormitorio descubrió su reflejo y apenas se reconoció. Mejillas hinchadas, bamboleo, vientre abultado bajo los pantalones elásticos de maternidad.

«¿Cuándo voy a desaparecer? —pensó—. ¿Aún sigo ahí, escondida en algún lugar de ese cuerpo deformado?» Se comparó con el reflejo de aquella desconocida, acordándose de lo plano que era antes su vientre. No le gustaba cómo se le había hinchado la cara, el hecho de que las mejillas se le hubiesen vuelto sonrosadas como las de un niño pequeño. El fulgor del embarazo: así lo llamaba Gabriel, esforzándose por convencer a su esposa de que en realidad no se parecía a una ballena de hocico reluciente. «En realidad, esa mujer de ahí no soy yo —pensó—. Ésa no es la poli capaz de derribar una puerta de una patada o arrestar a un asesino.»

Se dejó caer de espaldas sobre la cama, con los brazos extendidos a cada lado en el colchón, como un pájaro a punto de levantar el vuelo. Percibió el olor de Gabriel en las sábanas. «Te echo de menos esta noche», pensó. Se suponía que el matrimonio no debía ser así. Dos profesiones, dos obsesos por el trabajo. Gabriel de viaje, ella en aquel piso. Pero, pensándolo bien, desde un principio había sabido que no sería fácil, que habría muchas noches como aquélla, en que el trabajo de él, o el de ella, los mantendría separados. Rizzoli pensó en volver a telefonearle, pero ya habían hablado dos veces aquella mañana y, tal como estaban las cosas, Verizon ya se llevaba un buen pellizco de su paga.

«¡Oh, qué diablos!»

Rodó de costado, bajó los pies de la cama y se disponía a coger el teléfono que había encima de la mesita de noche cuando, de repente, empezó a sonar. Sobresaltada, miró la pantalla de identificación de llamadas. Un número que no le era familiar. No era el de Gabriel.

Descolgó el auricular.

—¿Diga?

—¿Detective Rizzoli? —preguntó la voz de un hombre.

—Yo misma.

—Disculpe por telefonear a estas horas. Acabo de regresar a la ciudad esta noche y...

—¿Quién llama, por favor?

—El detective Ballard, del departamento de policía de Newton. He sabido que lleva usted la investigación del asesinato que se cometió anoche en Brookline. Una víctima llamada Anna Jessop.

—Sí, así es.

—El año pasado tuve un caso aquí en el cual estaba involucrada una mujer llamada Anna Jessop. No sé si es la misma persona, pero...

—¿Dice que pertenece a la policía de Newton?

—Sí.

—¿Identificaría a la señora Jessop? Me refiero a si viera sus restos. Se produjo un silencio.

—Creo que eso es lo que tengo que hacer. Necesito estar seguro de que se trata de ella.

—¿Y si lo es?

—En ese caso sé quién la mató.

Incluso antes de que el detective Rick Ballard sacara su placa, Rizzoli podría haber adivinado que aquel hombre era policía. Cuando ella entró en el edificio de medicina forense, él se levantó de inmediato, como si fuera a ponerse en postura de firmes. Sus ojos miraban directos y eran de un azul cristalino; el corte de cabello, de color castaño, conservador; la camisa estaba planchada con pulcritud militar. Tenía el mismo aire de autoridad pausada que poseía Gabriel, la misma mirada sólida que parecía decir: en caso de necesidad, cuenta conmigo. Por un instante le hizo desear tener de nuevo la cintura esbelta, recuperar su atractivo. Ambos se estrecharon la mano, y mientras ella echaba un vistazo a la placa, sintió que él le estudiaba el rostro. Un poli, sin la menor duda, pensó.

—¿Está preparado para lo que ha venido a ver? —le preguntó; y cuando él asintió, Rizzoli se volvió a la recepcionista—. ¿Está abajo el doctor Bristol?

—Ahora mismo está finalizando una autopsia. Ha dicho que pueden reunirse con él abajo.

Cogieron el ascensor hasta el sótano y entraron en la antesala del depósito de cadáveres, en cuyas taquillas había todo un surtido de protectores para zapatos, mascarillas y gorros de papel. Al otro lado de la enorme cristalera de observación se veía el laboratorio de las autopsias, donde el doctor Bristol y Yoshima trabajaban inclinados sobre un hombre descarnado de cabello gris. Bristol les descubrió al otro lado del cristal y les saludó con la mano.

—¡Diez minutos más! —les avisó.

Rizzoli asintió.

—Esperamos.

Bristol acababa de hacer la incisión en el cuero cabelludo y retiró el colgajo de piel, que cayó sobre la cara.

—Siempre he aborrecido esta parte —explicó Rizzoli—. Cuando empiezan a manosear la cara. El resto me siento capaz de soportarlo.

Ballard no dijo nada. Le miró y vio que tenía la espalda rígida, el rostro torvamente estoico. Dado que no era un detective de homicidios, lo más probable era que no hiciese muchas visitas al depósito de cadáveres, y el proceso que iba a desarrollarse al otro lado del cristal sin duda le resultaría sobrecogedor. Rizzoli recordó la primera visita que había hecho allí siendo aspirante al cuerpo de policía. Formaba parte de un grupo de la academia, la única mujer entre los seis fornidos cadetes que la superaban en estatura. Todos esperaban que la chica fuera la remilgada, la única en desviar la mirada durante la autopsia. Pero se había plantado delante en el centro y había observado todo el proceso sin arredrarse. Fue uno de los hombres, el más fornido de todos, quien palideció y se tambaleó hasta una silla cercana. Rizzoli se preguntó si Ballard haría lo mismo. Bajo la luz de los fluorescentes, su piel había adquirido la palidez del que tiende a marearse. En la sala de autopsias, Yoshima empezó a serrar el cráneo sin cuero cabelludo. El zumbido de la sierra contra el hueso era más de lo que Ballard podía soportar. Se volvió y fijó la mirada en las cajas de guantes apiladas en el estante según su tamaño. Rizzoli sintió un poco de pena por él. Debía de resultar muy humillante ser un tipo duro como Ballard y ver cómo una chica policía era testigo de que se le doblaban las rodillas.

Empujó un taburete junto a él y cogió otro para ella. Soltó un suspiro al sentarse.

—Ahora no puedo estar de pie mucho rato.

También él se sentó, aliviado al poder centrarse en otra cosa que no fuera el zumbido de la sierra contra el hueso.

—¿Es el primero? —preguntó, señalándole el vientre.

—Sí.

—¿Niño o niña?

—No lo sabemos. Sea lo que sea, nos hará felices.

—Así es como me sentí cuando nació mi hija. Diez dedos en las manos y diez en los pies, eso era todo cuanto pedía... —Se interrumpió y tragó saliva mientras la sierra seguía con su zumbido.

—¿Qué edad tiene su hija ahora? —preguntó Rizzoli, procurando distraerlo.

—Oh, catorce. Va para los quince. Ahora no es lo que se dice una fuente de alegría.

—Una edad difícil para las chicas.

—¿Ha visto cómo me salen las canas?

Rizzoli se echó a reír.

—Mi madre solía decir lo mismo. Se señalaba la cabeza y decía: «Todos estos cabellos grises son por tu culpa». Admito que no era agradable estar a mi lado a los catorce años. Es cosa de la edad.

—Bueno, hemos tenido algunos problemas también. Mi esposa y yo nos separamos el año pasado. Katie siente que tiran de ella en direcciones opuestas. Dos padres que trabajan, dos hogares...

—Eso tiene que ser difícil para una criatura.

El zumbido de la sierra se mostró compasivo y cesó. Rizzoli vio que Yoshima retiraba la tapa del cráneo. Luego Bristol liberó el cerebro, lo cogió delicadamente con ambas manos y lo extrajo del estuche. Ballard seguía evitando mirar al otro lado del cristal, fija su atención en la detective.

—Es duro, ¿verdad? —inquirió.

—¿El qué?

—Trabajar como policía. En su estado y todo eso.

—Al menos en estos días nadie espera que derribe puertas a patadas.

—Mi esposa era una novata cuando se quedó embarazada.

—¿En la policía de Newton?

—De Boston. Quisieron que dejara de patrullar. Les dijo que estar embarazada era una ventaja, que los delincuentes se mostraban mucho más respetuosos.

—¿Los delincuentes? A mí nunca me han mostrado ningún respeto. En la sala contigua, Yoshima cosía las incisiones del cadáver con aguja e hilo de sutura, un sastre macabro que no cosía tela sino carne. Bristol se quitó los guantes, se lavó las manos y luego salió para reunirse con los visitantes.

—Perdonen el retraso. Me ha llevado más tiempo del que esperaba. El tipo tenía tumores por todo el abdomen y nunca había visitado a un médico. En cambio, me ha visitado a mí... —Tendió la regordeta mano, todavía húmeda, para saludar a Ballard—. ¿Detective? Así que ha venido a echar un vistazo a nuestra víctima de un disparo.

Rizzoli vio que la cara del detective Ballard se tensaba.

—La detective Rizzoli me lo pidió.

Bristol asintió.

—Bien, vayamos, pues. Está en la cámara frigorífica.

Les precedió por la sala de autopsias y les guió hasta el umbral que comunicaba con la amplia unidad de refrigeración. Su apariencia era como la de cualquier cámara para conservar grandes piezas de carne, con diales que indicaban la temperatura y una gruesa puerta de acero inoxidable. En la pared de al lado colgaba una pizarra con el registro de las entregas. El nombre del sujeto a quien Bristol acababa de hacer la autopsia figuraba ya en la lista: entregado a las once de la noche del día anterior. A nadie debía de atraerle la idea de figurar en aquella lista. Bristol abrió la puerta y una nube de vaho los envolvió. Entraron y poco faltó para que el olor a carne fría provocase arcadas a Rizzoli. Desde que se había quedado embarazada era incapaz de tolerar cualquier atisbo de olor corrupto; hasta el menor indicio de podredumbre la enviaba corriendo al lavabo más cercano. Esta vez consiguió reprimir las náuseas mientras observaba con hosca determinación la hilera de camillas en la cámara. Había cinco bolsas de cadáveres, amortajados con plástico blanco.

Bristol se paseó ante la hilera de camillas mientras revisaba las distintas etiquetas. Se detuvo ante la cuarta.

—Aquí está nuestra chica —dijo, y descorrió la cremallera de la bolsa lo bastante para dejar al descubierto la parte superior del torso, la incisión en forma de Y cosida con suturas de empleado de pompas fúnebres, en gran parte obra de Yoshima.

Cuando Bristol separó el plástico, Rizzoli no miró a la mujer muerta sino a Rick Ballard. El detective guardó silencio mientras mantenía la mirada fija en el cadáver. La visión de Anna Jessop parecía haberle petrificado.

—¿Y bien? —inquirió Bristol.

Ballard dio un respingo, como si saliera de un trance. Dejó escapar un suspiro.

—Es ella —musitó.

—¿Está seguro?

—Sí —dijo, tragando saliva—. ¿Qué ocurrió? ¿Qué ha encontrado?

Bristol miró a Rizzoli, una muda solicitud para que le autorizase a facilitar la información. Ella asintió.

—Un único disparo en la sien izquierda —dijo Bristol, señalando la herida de entrada en el cráneo—. Amplios destrozos en el temporal izquierdo, así como en ambos lóbulos parietales, debido al rebote dentro del cráneo. Abundante hemorragia intracraneal.

—¿Es la única herida?

—En efecto. Rápido, muy eficiente.

Ballard había deslizado la mirada por el torso. A los pechos. Era una respuesta masculina nada sorprendente cuando se enfrentaban al desnudo de una mujer joven, pero aun así turbó a Rizzoli. Viva o muerta, Anna Jessop tenía derecho a conservar su dignidad. Rizzoli se sintió aliviada cuando el doctor Bristol, de manera rutinaria, cerró la bolsa, devolviendo su intimidad al cadáver.

Salieron de la sala y Bristol cerró la pesada puerta de la cámara frigorífica.

—¿Conoce usted los nombres de sus familiares? —inquirió—. ¿Alguien a quien debamos notificar la muerte?

—No hay nadie.

—Está usted muy seguro de eso.

—No tiene ningún deudo...

De repente su voz se apagó: se había detenido y miraba al otro lado del cristal, hacia el laboratorio.

Rizzoli se volvió para ver qué estaba mirando, y de inmediato supo qué era lo que había llamado su atención. Maura Isles acababa de entrar en el laboratorio, llevando consigo un sobre de radiografías. Cruzó hasta el expositor, colocó las películas y prendió la luz. Mientras observaba las imágenes de los huesos astillados de unas extremidades, no se dio cuenta de que también la observaban a ella. De que tres pares de ojos la miraban al otro lado del ventanal.

—¿Quién es? —inquirió Ballard, cuchicheando.

—Una de nuestras forenses —contestó Bristol—. La doctora Maura Isles.

—El parecido es asombroso, ¿verdad? —dijo Rizzoli.

Ballard asintió sobresaltado.

—Por un instante he pensado...

—Todos lo pensamos cuando vimos a la víctima.

En la sala contigua, Maura volvió a meter las radiografías en el sobre y salió del laboratorio sin darse cuenta de que la estaban mirando. «Qué fácil es seguir a otra persona —pensó Rizzoli—. No existe un sexto sentido que nos informe de que otros nos están observando. No sentimos la mirada del perseguidor en nuestra espalda; sólo cuando se nos echa encima nos damos cuenta de que estaba allí». Rizzoli se volvió a Ballard.

—Bien, ya ha visto a Anna Jessop. Ha confirmado que la conocía. Díganos ahora quién es ella en realidad.

3 Los Derechos Miranda, que toman su nombre de un caso ocurrido en 1966, implican que la policía debe informar a cualquier imputado bajo custodia que tiene derecho a guardar silencio y a un abogado. (N. del T.)

Hermanas de sangre

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