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1 ENERGÍA Y SOCIEDAD

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La energía es la única moneda de cambio universal: sin transformación de energía no hay nada —nada de nada; niet—. La rotación de las galaxias y las reacciones termonucleares en el seno de las estrellas son dos manifestaciones universales de transformación de energía. En la Tierra, la transformación de energía abarca desde la fuerza de la tectónica de placas, que separa los fondos oceánicos y crea cadenas montañosas, hasta el impacto erosivo acumulativo de minúsculas gotas de lluvia (como decían los romanos, gutta cavat lapidem non vi, sed saepe cadendo: «una gota de agua no perfora la piedra por la fuerza, sino por repetición»). La vida en la Tierra —que, a pesar de nuestros esfuerzos por captar señales extraterrestres que tengan algún tipo de sentido, sigue siendo la única vida que conocemos en el universo— sería imposible sin la conversión fotosintética de la energía solar en fitomasa (biomasa vegetal). Los humanos dependen de este tipo de transformación para su supervivencia —y de muchos otros flujos de energía para su existencia civilizada—. Como dijo Richard Adams (1982, 27):

Podemos pensar millones de cosas, pero, si no tenemos los medios para convertir esas cosas en acciones, seguirán siendo meros pensamientos. [...] La historia actúa de manera impredecible. Sin embargo, los eventos históricos toman necesariamente una estructura acorde con sus componentes energéticos.

La evolución de las sociedades humanas ha generado un importante crecimiento poblacional, sistemas sociales cada vez más complejos y mayor calidad de vida para cada vez más personas. Desde una perspectiva biofísica básica, tanto la evolución humana prehistórica como el curso de la historia pueden pensarse como la búsqueda por controlar mayores reservas y flujos de formas de energía cada vez más concentradas y versátiles, y por convertirlas en calor, luz y movimiento de manera cada vez más asequible y eficiente y menos costosa. Esta tendencia ha sido modelizada por la ley de la máxima energía del matemático, químico y estadista estadounidense Alfred Lotka (1880-1949): «Mientras exista materia y energía disponible (sin utilizar), la selección natural operará en todo momento para aumentar la masa total del sistema orgánico, la velocidad de circulación de la materia a través del sistema y el flujo de energía total que circula a través del mismo» (Lotka, 1922: 148).

La historia de las civilizaciones —los organismos más grandes y complejos de la biosfera— ha seguido este curso. La dependencia humana respecto a flujos de energía cada vez más importantes puede pensarse como una continuación inevitable de la evolución orgánica. Wilhelm Ostwald (1853-1932, ganador del Premio Nobel de Química de 1909 por su trabajo sobre la catálisis) fue el primer científico que de manera explícita extendió «la segunda ley de la energía [termodinámica] a todas y cada una de las acciones del universo y, en particular, a todas las acciones humanas». Y sigue: «No todas las energías están listas para esta transformación; solo ciertas formas, conocidas como energías libres. [...] Esto significa que la energía libre es el capital consumido por todas las criaturas de todo tipo, y que su conversión explica todo lo que ocurre» (Ostwald, 1912: 83). Esta observación lo condujo a formular su imperativo energético: «Vergeude keine Energie, verwerte sie». Es decir: «No desperdicies ninguna energía, utilízala» (Ostwald, 1912: 85).

Tres citas ilustran cómo los seguidores de Ostwald han reafirmado sus conclusiones y en algunos casos han hecho que el vínculo entre energía y actividad humana sea aún más explícitamente determinista. A principios de la década de 1970, Howard Odum (1924-2002) introdujo una variación sobre el tema clave de Ostwald: «La disponibilidad de fuentes de energía determina la cantidad de trabajo que puede existir y el control de los flujos de energía determina las relaciones de poder entre los seres humanos y para con la naturaleza» (Odum, 1971: 43). A finales de la década de 1980, Ronald Fox, en las conclusiones de un libro sobre el papel de la energía en la evolución, señaló que «cada mejora de la gestión de los flujos de energía ha provocado una mejora de los mecanismos culturales» (Fox, 1988: 166).

No es necesario ser un gran especialista para constatar el vínculo entre el suministro de energía y el progreso social. Esto es lo que escribió Eric Blair (George Orwell, 1903-1950) en 1937 en el segundo capítulo de El camino a Wigan Pier, después de una visita a una mina de carbón subterránea:

Según Chesterton, la dependencia de nuestra civilización respecto al carbón es más completa de lo que cabe imaginar espontáneamente. Todas las máquinas que nos mantienen vivos (así como las máquinas que fabrican máquinas) dependen directa o indirectamente del carbón. En el metabolismo del mundo occidental, solo el hombre que ara la tierra es más importante que el minero de carbón. Este es una suerte de cariátide sobre cuyos hombros reposa casi todo lo que no es mugriento. Por eso vale la pena observar por uno mismo el proceso de extracción de carbón si se tiene la oportunidad de hacerlo y se está dispuesto a tomarse la molestia. (Orwell 1937, 18)

Sin embargo, reafirmar este vínculo fundamental (como hizo Orwell) y afirmar que el progreso cultural siempre ha ido de la mano del progreso en el control de los flujos de energía (como hace Fox) son dos cosas distintas. La conclusión orwelliana es inatacable. En cambio, el enunciado de Fox es una clara reafirmación de la visión determinista que se desprende de la primera ley del desarrollo cultural propuesta por la antropóloga Leslie White (1900-1975) en la década de 1940: «En igualdad de circunstancias, el grado de desarrollo cultural es una función de la cantidad de energía aprovechada por persona y año» (White, 1943: 346). Mientras que la formulación de Ostwald y el efecto general de la energía sobre la estructura y la dinámica de las sociedades que describe Orwell no son verdaderamente discutibles, la existencia de un vínculo determinista entre el nivel de consumo de energía y el progreso cultural sí que lo es. En el último capítulo del libro examino esta correlación (o su ausencia).

La naturaleza fundamental del concepto «energía» no está en cuestión. Como dijo Robert Lind (1975: 2):

Si pudiéramos hallar una palabra que representara una idea que se aplicara a cada elemento de nuestra existencia de tal manera que sintiéramos que tenemos una comprensión genuina de la misma, habríamos logrado algo económico e importante. Esto es lo que ha sucedido con la idea expresada por la palabra energía. Ningún otro concepto ha unificado tanto nuestra comprensión de todo lo que es.

Pero ¿qué es la energía? Sorprendentemente, incluso los ganadores del Premio Nobel tienen importantes dificultades para ofrecer una respuesta satisfactoria a una pregunta aparentemente sencilla. En sus famosas Lecciones de física, Richard Feynman (1918-1988) reconoce que «la física actual no sabe claramente qué es la energía. No tenemos ninguna foto que nos muestre que la energía se desplaza en pequeñas burbujas de un tamaño determinado» (Feynman, 1988: 4-2).

Lo que sí sabemos es que toda la materia es energía en reposo, que la energía se manifiesta de múltiples formas y que todas las formas de energía están unidas entre sí por numerosas conversiones, muchas de ellas universales, omnipresentes y constantes, y otras altamente localizadas, esporádicas y efímeras (figura 1.1). La comprensión de estos potenciales, reservas y transformaciones se expandió y sistematizó fundamentalmente durante el siglo XIX y se perfeccionó durante el siglo XX, cuando —hecho que refleja la complejidad de las transformaciones de energía— entendimos cómo liberar energía nuclear antes (teóricamente a finales de la década de 1930 y en la práctica en 1943, cuando el primer reactor nuclear comenzó a funcionar) de comprender cómo funciona la fotosíntesis (cuyas secuencias solo se revelaron durante la década de 1950).


Figura 1.1 Matriz de conversiones de energía. Cuando existen diversas posibilidades, solo se identifican dos transformaciones especialmente importantes.

Energía y civilización. Una historia

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