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DIFICULTADES Y ADVERTENCIAS

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Utilizar unidades estándar para medir flujos y reservas de energía es físicamente sencillo y científicamente impecable. Sin embargo, el uso de un único denominador común también conlleva dificultades. En particular, no refleja las diferencias cualitativas críticas que existen entre los tipos de energía. Dos tipos de carbón distintos pueden tener una densidad energética idéntica, pero uno arder limpiamente y producir muy poca ceniza y otro generar mucho humo y residuo incombustible y, además, emitir una gran cantidad de dióxido de azufre. La abundancia de carbón energéticamente muy denso —ideal para alimentar máquinas de vapor— contribuyó de manera decisiva al dominio británico del transporte marítimo en el siglo XIX, ya que ni Francia ni Alemania tenían acceso a grandes cantidades de carbón de calidad comparable.

Las unidades de energía abstractas tampoco diferencian entre biomasa comestible y no comestible. Una misma masa de trigo y paja seca de trigo contienen casi la misma energía térmica, pero la paja, que está mayoritariamente compuesta de celulosa, hemicelulosa y lignina, no puede ser digerida por los humanos, mientras que el trigo, que contiene un 70% de carbohidratos almidonados complejos y hasta un 14% de proteínas, es una excelente fuente de nutrientes básicos. Las unidades de energía abstractas también ocultan el origen específico de la energía alimentaria, que es clave para una nutrición adecuada. Muchos alimentos altamente energéticos no contienen (o casi no contienen) ni proteínas ni lípidos, dos nutrientes necesarios para el crecimiento y el mantenimiento normal del cuerpo, y, además, puede que no proporcionen ningún micronutriente esencial (vitaminas y minerales).

Las medidas abstractas ocultan otras cualidades importantes. La accesibilidad de las reservas de energía es un asunto crítico. La madera del tallo del árbol y la de las ramas tienen la misma densidad de energía, pero en muchas sociedades preindustriales solo se podían recolectar ramas porque no existían ni hachas ni sierras. De hecho, en las regiones más pobres de África y Asia, donde los niños y las mujeres recogen fitomasa leñosa, sigue ocurriendo lo mismo; la forma —y, por tanto, la transportabilidad— también importa, porque después tienen que cargar con la madera a pie y recorrer distancias considerables. Del mismo modo, la facilidad de uso y la eficiencia de conversión pueden ser decisivas a la hora de elegir un combustible. Una casa puede calentarse con madera, carbón, gasóleo o gas natural, pero las mejoras estufas de gas tienen una eficiencia de hasta el 97% y, por tanto, resultan mucho más baratas que cualquier otra opción.

La quema de paja en una estufa rudimentaria requiere un trabajo continuo, mientras que los grandes troncos de madera pueden quemar durante horas sin necesidad de atención. La cocina de interior sin ventilación (o mal ventilada mediante un agujero en el techo) con estiércol produce mucho más humo que la quema de madera seca en una buena estufa, y, de hecho, la combustión de biomasa en interiores es una causa de enfermedades respiratorias muy importante en muchos países pobres (McGranahan y Murray, 2003; Barnes, 2014). Y, a menos que se especifique su origen, las densidades y los flujos de energía no diferencian entre energías renovables y fósiles, distinción fundamental para comprender la naturaleza y la sostenibilidad de cualquier sistema energético. El mundo moderno se ha basado en la combustión masiva de combustibles fósiles, pero esta práctica se ve claramente limitada por su abundancia en la corteza terrestre, así como por las consecuencias ambientales de la quema de carbón e hidrocarburos, de modo que nuestras sociedades solo podrán garantizar su supervivencia si llevan a cabo una transición hacia fuentes de energía no fósiles.

Si comparamos la eficiencia de conversión de la energía humana y animal con la de la inanimada, surgen nuevas dificultades. En el caso de la energía inanimada, se trata de una mera relación entre aporte de combustible o electricidad y producción de energía útil. En cambio, en el caso de la energía humana y animal la ingesta diaria de alimentos (o pienso) no debería incluirse como aporte de energía para el trabajo humano o animal, porque la mayor parte de esa energía es necesaria para el metabolismo basal —es decir, para mantener activos los órganos vitales, hacer circular la sangre y mantener una temperatura corporal estable—, que funciona independientemente de si las personas o los animales descansan o trabajan. Lo mejor es calcular el coste energético neto (recuadro 1.10).

RECUADRO 1.10

Calcular el coste energético neto del trabajo humano

No existe una forma unívoca de expresar el coste energético del trabajo humano. Quizá la mejor opción sea calcular el coste energético neto: el consumo de energía total de una persona menos el consumo necesario para su supervivencia en reposo. Así, este método vincula el trabajo humano con su coste energético marginal. El gasto energético total (GET) es el producto de la tasa metabólica basal (TMB) y el nivel de actividad física (NAF) (GET = TMB × NAF), mientras que el coste energético marginal es la diferencia entre el GET y la TMB. La TMB de un hombre adulto de 70 kg sería de 7,5 MJ/día, mientras que el de una mujer de 60 kg sería de 5,5 MJ/día. Asumiendo que el trabajo físico aumenta el requerimiento energético diario en un 30%, entonces el coste energético neto sería de 2,2 MJ/día para los hombres y 1,7 MJ/día para las mujeres. Por tanto, a modo de aproximación utilizaré 2 MJ/día para calcular el coste energético neto diario de la caza y recolección, la agricultura tradicional y el trabajo industrial.

El consumo diario de alimentos no debería considerarse como un aporte energético del trabajo humano porque el metabolismo basal funciona independientemente de si la persona trabaja o descansa. La fisiología muscular, y muy especialmente el trabajo de Archibald V. Hill (1886-1977, ganador del Premio Nobel de Fisiología o Medicina en 1922), permitió cuantificar la eficiencia del trabajo muscular (Hill, 1922; Whipp y Wasserman, 1969). La eficiencia neta del rendimiento aeróbico constante es del 20 %, lo que significa que 2 MJ/día de energía metabólica atribuible a una tarea física produce un trabajo útil de 400 kJ/día. Todos los cálculos relevantes de este libro parten de este supuesto aproximativo. En su comparación histórica de fuentes de energía, Kander, Malanima y Warde (2013) utilizaron la ingesta total de alimentos en lugar del gasto real de energía útil. Asumieron un consumo medio de alimentos de 3,9 GJ/cápita constante entre 1800 y 2008.

No obstante, incluso en sociedades mucho más sencillas que la nuestra, buena parte del trabajo no era físico, sino intelectual (decidir cómo abordar una tarea, cómo ejecutarla con los medios disponibles, cómo reducir su coste energético, etc.), y el coste metabólico del trabajo intelectual, incluso cuando estamos muy concentrados, es muy pequeño comparado con el esfuerzo muscular. Por otro lado, el desarrollo intelectual requiere años de trabajo de adquisición de idiomas, socialización, aprendizaje y acumulación de experiencia, y, a medida que las sociedades progresaron, este proceso de aprendizaje se hizo más largo y exigente y dio lugar al desarrollo de sistemas formales de educación y formación, que hoy en día constituyen un considerable aporte de energía indirecto de cualquier infraestructura física o actividad humana.

Cerramos un círculo. He subrayado la necesidad del análisis cuantitativo, pero para comprender el verdadero papel de la energía en la historia no basta con reducirla a julios y vatios. En este libro abordaré el desafío de ambos modos: hablaré de requisitos y densidades de energía y potencia y subrayaré las mejoras de eficiencia, sin ignorar los numerosos atributos cualitativos que favorecen o desincentivan cada uso energético específico. Porque los requisitos y usos energéticos han dejado una poderosa huella en la historia, pero muchos detalles, secuencias y consecuencias de estos factores evolutivos determinantes solo pueden explicarse refiriéndonos a las motivaciones y preferencias humanas y reconociendo las sorprendentes —y en ocasiones aparentemente inexplicables— elecciones que conforman la historia de nuestra civilización.

Energía y civilización. Una historia

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