Читать книгу Tal vez somos eléctricos - Val Emmich - Страница 11

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Recojo el botiquín de primeros auxilios y vuelvo a colocarlo en el último estante. Me quedo agachada detrás del mostrador y lo toqueteo durante más tiempo de lo normal. Necesito pensar. ¿A qué ha venido esa llamada telefónica? ¿Por qué me ha pedido que la haga yo? ¡Y la sangre! ¡No podemos olvidar la mala sangre! Tal vez, al ponerme de pie, Mac haya desaparecido por arte de magia para que pueda volver a centrarme solo en mí.

Me levanto y mis plegarias han sido escuchadas, porque se ha desvanecido. No ha costado nada. Miro por la ventana, pero no hay rastro de él. A continuación, me apresuro hacia la puerta principal y echo el pestillo pegajoso para abstraerme del mundo. Suspiro de alivio. ¿O es de decepción? ¿Acabo de desaprovechar el momento más interesante de mi vida? Juro que estaba aquí hasta hace un segundo. Mac Durant. Se ha marchado sin despedirse. Ni darme las gracias por vendarle la mano. De repente, un ruido en la habitación de atrás hace que me gire. Cuando llego, Mac está sujetando uno de los fonógrafos.

—Cuidado —le advierto, aliviada al encontrarlo aquí y, a la vez, asustada de nuevo. Da tanto miedo como toparse con un unicornio: porque has asumido que no es real.

Doy un paso hacia delante y alcanzo el brazo del gramófono antes de que toque el disco. Ya hemos manchado la cara del señor Edison. Lo último que necesito es ser responsable de dañar uno de estos valiosos aparatos.

—Es de los años treinta —le informo—. No se puede romper.

—Tenemos un tocadiscos en casa.

—No es como este.

—Bastante similar. —Supongo que es genial que haya recuperado la confianza al máximo, pero, por desgracia, no tiene ni idea de lo que habla—. ¿Funciona? —pregunta.

Incluso en su estado actual, con el pelo grasiento y desaliñado y un claro rubor en las mejillas, Mac desprende un poder del que es difícil defenderse. Sí, el tocadiscos funciona, aunque no con cualquier disco, solo con los que pertenecían a Edison y estos se usan únicamente durante las visitas guiadas. El museo abre cuatro días a la semana. Hoy, sábado, ha cerrado a las cuatro y volverá a abrir mañana a las diez, si el tiempo lo permite. Sin embargo, hace meses que no trabajo en el Thomas Edison Center y ninguno de los dos debería estar aquí.

Pero aquí estamos. Genial. Vamos a darnos prisa. Abro el panel frontal del fonógrafo más grande y dejo caer la aguja. La música suena alta y llena de vida. La escuchamos durante un largo minuto (aunque me cueste). Por injusto que parezca, me siento responsable de lo que estamos escuchando, como si fuera el artista que ha grabado la canción y lo que pensase Mac me afectara personalmente. Marca el compás con un pie y lo mueve a un ritmo rápido. Echa un vistazo al móvil antes de guardarlo. Cuando la música termina, enfundo la aguja y cierro el panel.

—Es un gran éxito para el público de más de noventa años —comento con la esperanza de que no me asocie con el rollo que le he obligado a soportar.

Entonces se dirige hacia otra exhibición. Su forma de andar, pausada e inquisitiva, crea la absurda sensación de que esto era lo que tenía planeado para la tarde del sábado, repasar la historia de Thomas Edison que llevaba mucho tiempo ignorando. Sigo sus movimientos y lo estudio de perfil (por razones de seguridad, por supuesto). Tiene una nariz pronunciada que le queda bien. Los labios parecen pintados con un caro pincel. Para ser sincera, he soñado despierta con difamar su cuadro.

—¿No deberíais haber cerrado ya? —pregunta Mac—. La cosa se está poniendo fea ahí fuera.

Me dedica una mirada rápida y solo entonces asimila mi apariencia, cada curioso centímetro de ella. La sudadera roja encogida en la lavadora con la que llevaba holgazaneando todo el día es mi apuesta segura de comodidad y vaguería, pero no es un atuendo de trabajo muy convincente. Quizá parezca una empleada del museo por la forma de hablar, pero es evidente que mi aspecto indica lo contrario.

—El taxi está a punto de llegar —contesto—. En cualquier momento. —Una mentira en toda regla.

—Puede que el Gobierno declare el estado de emergencia. —Niega con la cabeza—. Siempre exageran este tipo de cosas. A la gente le encanta el drama.

Gente. Es decir, otras personas. A él no. A Mac Durant no le gusta el drama. Ese es el mensaje que trata de mandar. Aun así, es él quien está provocando el drama ahora mismo. Planeaba esconderme en el museo durante un tiempo, pero, por su culpa, mi refugio ya no es un lugar seguro. Debería irme. Ya.

No quiero volver a casa, pero ¿qué otra opción me queda? No tengo dinero ni móvil. Ninguno de mis amigos vive lo bastante cerca como para llegar a su casa a pie. Tal vez acudiría a Neel en un momento así, pero nos hemos peleado. Volver a casa no tiene por qué significar que vaya a hablar con mi madre. Podría ir directamente a mi habitación y esconderme bajo la manta. Sin embargo, antes de eso, tengo que conseguir que Mac se vaya. Me aclaro la garganta.

—Estoy segura de que tienes… ya sabes, planes o lo que sea.

No responde, está demasiado ocupado leyendo con atención las paredes del museo. Voy a apagar las luces para que pille la indirecta. Es una decisión extrema y tal vez lo descoloque, pero ha llegado el momento de atreverse a hacer las cosas. Supero la aversión a mí misma y me escabullo hasta el interruptor de la luz; sin embargo, cuando lo alcanzo, Mac se interpone en mi camino sin darse cuenta y me veo obligada a retroceder.

—¿Todavía vas en bus? —me pregunta mientras hace una pequeña pirueta para interceptarme.

—Sí —respondo, sorprendida de que lo recuerde—. Por desgracia.

Mac no ha cogido el bus desde primaria y, entonces, casi siempre estaba dormido por las mañanas. Este es un tema del que me encantaría oírle hablar largo y tendido: el pasado, nuestro pasado, los pequeños momentos que compartimos, pero abandona el recuerdo de forma tan abrupta como lo ha evocado.

Decido que es hora de enviar el mensaje que está demostrado que funciona: un bostezo. Mientras Mac explora, hago mi primer intento, pero apenas es audible. En mi segundo intento, proyecto la voz y lo preparo para que suene como un viejo mago que está expulsando una piedra del riñón.

—Tío —digo, sobreactuando—. Estoy supercansada.

Sin percatarse, Mac mira el móvil por millonésima vez y se lo vuelve a meter en el bolsillo. Su siguiente pregunta es absurda dado que he visto lo que ha hecho en los últimos cinco minutos.

—¿Puedo usar el teléfono otra vez?

«¿Por qué no utilizas el tuyo?» sería la respuesta más lógica, pero no la formulo.

—Claro —digo.

Acto seguido, regresa a la sala principal. Cuento hasta diez y lo sigo antes de detenerme al final del pasillo y aferrarme al último trozo de pared. Me inclino con lentitud hacia un lado hasta que uno de mis indiscretos ojos capta una pizca de la escena. Mac mantiene el auricular alejado de su cara mientras piensa sin moverse. Lo levanta, marca y escucha. Cuelga y espera. En ese momento, se gira hacia la ventana, aunque no se ve nada ahí fuera. Se da la vuelta y sé que debería esconderme, pero la mitad de mi cara queda a la vista, lo cual resulta mucho más raro que ver mi cara completa.

—Hola —dice Mac.

Doy un paso al frente y le muestro mi rostro entero.

—Hola.

Se sienta en un taburete detrás del mostrador. Reposa los brazos sobre el cristal, deja caer la cabeza y se la sostiene con las manos. Solo hay una buena razón por la que Mac no querría hacer una llamada desde su propio teléfono: no quiere que la persona a la que está llamando lo identifique. Eso explica la primera llamada al 911. Pero ¿y esta nueva llamada? ¿A quién habrá llamado esta vez?

Levanta la cabeza y mira al techo. Estira el torso y echa el cuello hacia atrás. Suelta un gruñido grave y deja caer la cabeza hacia un lado, sobre la almohadilla de su mano. Lo observo sorprendida. Distraído, pregunta:

—¿Tus padres siguen juntos?

Es una pregunta que no viene a cuento pero que, a la vez, resulta oportuna. Niego con la cabeza. No, no lo están.

—¡Qué suerte!

¿Suerte? No, no estoy de acuerdo. No es ninguna suerte. Si Mac supiera por lo que he tenido que pasar justo hoy porque mi núcleo familiar se ha hecho pedazos…

Se sienta erguido frente a la ventana. Fuera, la nieve es espesa. Los copos se toman de la mano mientras caen. No se ve nada a través de la barrera que forman. Su atención se desvía hacia la pared antes de centrarse en la puerta principal.

—Llega bastante tarde —comenta Mac.

—¿Quién?

—El taxi.

Ah, sí, mi taxi imaginario.

—Será por el temporal —respondo. Me parece bastante creíble.

Se pone en pie y sale del mostrador. A medida que se acerca, su tamaño aumenta. La mano vendada le cuelga. Hundo la espalda en la pared. Cuando pasa a mi lado, oigo el roce de su abrigo, que se desvanece a medida que se aleja de mí. Parece que se dirige hacia la puerta. Por fin, Elvis se marcha del edificio. Sin embargo, no lo hace, pasa por delante de la puerta.

Qué tortura. Cuando me he marchado de casa, me sentía la persona más sola del mundo, pero, ahora que tengo compañía, de hecho con alguien guay, también me resulta aterrador y confuso. Además, no es un buen momento.

—Necesito cerrar —digo para que concluya este rollo coloquial—. ¿Te puedo ayudar en algo más o…? —Mira el móvil de nuevo. ¿Está esperando a alguien? ¿Qué narices ocurre? No lo soporto más—. ¿Por qué sigues aquí?

Levanta la cabeza.

—¿Yo? ¿Y tú?

¿Va en serio? ¿Hola?

—Trabajo aquí, es evidente.

—No has pedido un taxi. Ningún mensaje. Nada.

—Porque… me he olvidado el móvil en casa.

Me dedica una sonrisa de superioridad.

—¿En serio? Hay un teléfono justo ahí. —Siento un nudo en la garganta. Da un paso hacia mí e invade mi espacio vital—. No quiero parecer un capullo, pero no creo que nadie vaya a venir a buscarte.

Toco la pared por si necesito ayuda para mantenerme en pie.

—¿Por qué dices eso?

Señala a la puerta principal. Antes, cuando se ha acercado a la ventana, debe de haber visto el cartel donde se indica el horario del museo.

—Has cerrado a las cuatro —contesta—. Ya pasan de las siete.

En la enorme patraña que he entretejido, llevo tres horas esperando con paciencia desde que ha acabado mi jornada laboral, sin preocuparme de contactar con nadie ni acercarme a la ventana para ver si venía el taxi. Voy vestida como toda una adicta a la televisión. Además, hasta hace un momento estaba hecha un ovillo en el suelo del cuarto de atrás. Y Mac se ha dado cuenta de todo esto. Pensaba que yo era la experta a la hora de prestar atención.

—¿Y?

Sigo sin entender por qué le importa o de qué estamos hablando.

—Y… —dice Mac mientras comienza a trazar con lentitud un círculo por la habitación—, ¿me vas a contar por qué estás aquí?

Me encojo de hombros. Llevo meses, años en realidad, manteniendo la compostura, o intentándolo, pero, después del día que he tenido, me rindo con facilidad. En voz baja, admito:

—No quiero irme a casa.

—Yo tampoco —suspira.

Lo observo. Sigue trazando círculos constantes, aunque ahora parece que deambula nervioso. Lo que debería haber captado desde el principio es que este chico, por alguna razón, no puede quedarse sentado y quieto.

—Bueno… —comenta antes de levantar los brazos en el aire como si se hubiera rendido—, ninguno de nosotros quiere irse a casa. —Sus ojos dorados se topan con los míos al otro lado de la sala—. Pues no lo hagamos.

Tal vez somos eléctricos

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