Читать книгу Tal vez somos eléctricos - Val Emmich - Страница 8

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Estoy acurrucada en el duro suelo del museo, con la espalda pegada al rodapié que se calienta poco a poco, a la espera de que los temblores cesen. El suelo cuadriculado que hay bajo mi cuerpo está agrietado en algunas partes, lo que me duele porque me recuerda que todo es nuevo y casi perfecto al comienzo, pero, al final, se resquebraja en varios puntos.

A mi alrededor hay cientos de caras, todas en blanco y negro. La mayoría pertenecen al reputado caballero, al inventor que en el pasado convirtió este lugar cualquiera de Nueva Jersey en un destino internacional y que, luego, se ganó que el pueblo llevara su nombre. Junto a estas fotografías de Thomas Edison hay muestras de sus numerosos inventos. Bombillas incandescentes. Aparatos de sonido. Transmisores de teléfono. Algunas de las cuatrocientas patentes desarrolladas en Menlo Park cubren la pared. Expuesta en una vitrina hay una maqueta del laboratorio que hace años se erigía en este suelo. Todo se encuentra apiñado en un espacio de dimensiones similares a mi salón.

Sin embargo, es mejor que mi salón. Ahora mismo no quiero estar en ningún lugar cerca de mi casa. Solo desearía haber cogido algunos objetos imprescindibles antes de salir de allí. Sobre todo el móvil, aunque una chaqueta también habría sido una elección inteligente.

En mi mente, redacto un correo para mi padre: «Es lo peor. Lo digo en serio. Lo ha fastidiado todo. Por favor, no te pongas de su parte esta vez. No es lo que necesito». Me imagino su respuesta: «Mamá lo hace lo mejor que puede. No me estoy poniendo de su parte, lo prometo. Sí, a veces es lo peor. Le puede pasar a cualquiera».

Me abrazo las rodillas y hundo mi cara, húmeda, en el abismo que he creado entre ellas. Tiemblo en silencio durante un minuto, una hora. Hasta que un pitido familiar me sobresalta. Todos los que trabajamos aquí conocemos ese insoportable sonido. Desvía nuestra atención de lo que estemos haciendo en ese momento y nos avisa de que alguien ha entrado en el museo. Se me ha olvidado cerrar la puerta con llave.

Tal vez mi madre haya venido a buscarme, a pesar de la nieve. No puede ser Charlie, tenía un bolo y ya se ha marchado, por lo que se ha perdido el drama en casa. Si es mamá, estoy acorralada. El Thomas Edison Center tiene muchas cosas, pero espacio no es una de ellas. Consiste en una sala principal, el cuarto trasero en el que me encuentro, un baño y un diminuto armario para las herramientas. La puerta de atrás conduce al exterior, a un cobertizo y a un monumento conmemorativo, pero, si la abro, sonará otro pitido.

—¿Hola? —saluda una voz que, sin duda, no es la de mi madre.

Me quedo muy quieta con la esperanza de que la voz y su propietario, sea quien sea, se marchen tan rápido como han llegado. Una sombra se mueve por el pasillo y se adentra en el cuarto trasero. Se detiene y, cuando levanto la mirada, veo que una figura encapuchada se cierne sobre mí. La nieve cae al suelo cuando se baja la capucha.

Lo conozco. Vamos al mismo curso, otro estudiante de cuarto de secundaria. Se llama Mac Durant. Mac Durant reúne todos los atributos deseables en un chico (es guapo, inteligente, encantador, popular, estrella del deporte, el típico rompecorazones que aparece en todas las comedias románticas que hayas visto y que es demasiado bueno para ser real). Y, además, ese nombre le pega a alguien como él, Mac Durant. ¿Qué narices hace aquí?

¡Estoy hecha un desastre! Hace dos días que no me lavo el pelo. Llevo una sudadera cutre, unas mallas desgastadas y un calcetín de cada color. Tampoco es que me encante mi aspecto ni siquiera en los días en los que me esfuerzo al máximo, cuando sé que alguien me va a ver, pero calificar como trágico mi aspecto ahora mismo, junto a mis ojos rojos e hinchados, se queda corto.

Me froto la cara con la manga para limpiármela y trato de imitar lo mejor posible a una persona estable. Me mira confuso con esos enormes ojos dorados. Es probable que esté intentando recordar mi nombre. ¿Quién es esta chica junto a la que paso todos los días, pero con la que nunca he hablado? ¿Y por qué está hecha un ovillo como si fuera una pelota temblorosa en este suelo sucio y agrietado?

—Necesito usar el teléfono —dice Mac Durant—. Es una emergencia. —Esas no son las palabras para las que me había preparado ni la voz que me había imaginado que las pronunciaría. Oír la inquietud en una persona que siempre rezuma confianza me sorprende todavía más. «El museo está cerrado», quiero decir. No debería estar aquí, y yo tampoco—. Por favor —me suplica, con educación, pero con una nota de desesperación en la voz.

Levanto la mano y señalo con el dedo. Se gira a toda velocidad con su sombra a la zaga. Me pongo en pie y salgo al pasillo como una espía escondida en una esquina. Se acerca al viejo teléfono, pero no coge el auricular. En ese momento, me doy cuenta de que tiene la mano ensangrentada. Entonces, levanta la cabeza y me ve.

—Hazlo tú —me pide. Me cuesta hablar. Me tiende el auricular—. Necesito que hagas la llamada. Yo te diré lo que tienes que decir.

No veo maldad en sus ojos, solo apremio. Lo observo mientras presiona tres números con la mano ensangrentada. No quiero tener nada que ver con ninguna llamada que se pueda hacer con solo tres números. Estoy a punto de advertirlo de esta nueva política no escrita que me he inventado, pero me hace un gesto con un movimiento rápido de la mano y pronuncia mi nombre.

—Tegan —dice. Acaba de decir mi nombre, sabe mi nombre… Es demasiado.

Dejo que me pase el auricular. Una débil voz dice:

—911. ¿Cuál es su emergencia?

Mac me hace un gesto para que me lleve el auricular a la oreja. Es como si me enseñara a utilizar un aparato que no he visto antes, como si perteneciera a la época de Edison. Es lo que hace cualquier persona cuando llama por teléfono: colocarse la parte superior en la oreja y la inferior junto a la boca antes de hablar, pero ¿qué se dice?

—Me gustaría informar sobre algo que ha pasado —susurra Mac para indicarme lo que tengo que decirle a la operadora.

No puedo. Me he quedado muda. Me suplica con sus enormes ojos y, claro, me oigo repetir la frase palabra por palabra:

—Me gustaría informar sobre algo que ha pasado.

Mac entorna los párpados por el dolor antes de dictar la siguiente frase.

—Hay un hombre dentro de un garaje.

—Hay un hombre… —comienzo.

—Dentro de un garaje —me apremia Mac.

—Dentro de un garaje.

—Tiene el coche en marcha. Dentro del garaje.

—Tiene el coche en marcha dentro del garaje —repito.

—Creo que está intentando autolesionarse —prosigue.

Me detengo. Mac asiente. No pasa nada. No pasa absolutamente nada. Con los ojos me promete que estamos juntos en esto, por lo que le digo a la operadora:

—Puede que esté intentando autolesionarse.

Levanta los pulgares. Alejo el auricular de mi boca y le informo de que la operadora me ha pedido una dirección.

—El número 88 de Anchorage Road —contesta Mac.

Le doy la dirección a la operadora y solo entonces asimilo la información. Mac vive en Anchorage, cerca del museo, en la dirección opuesta a mi casa. El centro cultural se encuentra más o menos a medio camino.

La operadora me pregunta cómo me llamo. Al oír esto, Mac me indica mediante señas que cuelgue. Vacilo, pero me arrebata el auricular y cuelga. El museo está en silencio, tranquilo. Me doy cuenta de que tiene la mano ensangrentada, pero se la mete en el bolsillo del abrigo.

Mac Durant respira hondo, levanta los hombros y exhala. Toda la tensión con la que ha entrado en el museo ha desaparecido. Una transformación. Vuelve a ser el chico de siempre, con sus distendidos hoyuelos, ojos de un dorado líquido y eterna fanfarronería. Y me está mirando a mí, a mí, mientras pronuncia la palabra más directa en la situación menos directa de todas:

—Gracias.

Tal vez somos eléctricos

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