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Introducción
ОглавлениеExisten dos cosas que son indispensables para la vida cristiana: la primera, un conocimiento claro del deber, y la segunda, una práctica consciente de este deber que se corresponda a dicho conocimiento. Así como sin obediencia, no podemos tener una esperanza de salvación eterna bien fundamentada, igualmente no podemos tener un estándar seguro de obediencia sin el conocimiento. Aun cuando puede haber conocimiento sin práctica, no puede sin embargo haber práctica de la voluntad de Dios sin conocimiento. Y para que podamos estar informados de lo que debemos hacer o evitar, le ha placido al Soberano y Juez de toda la tierra prescribir para nosotros leyes para la regulación de nuestras acciones. Cuando de forma miserable desfiguramos la Ley de la naturaleza escrita originalmente en nuestros corazones, de tal manera que muchos de sus mandamientos ya no eran legibles, le pareció bien al Señor transcribir la Ley en las Escrituras, y en los Diez Mandamientos tenemos un resumen de la misma.
Primero consideremos su promulgación. La forma en la que el Decálogo fue dado formalmente a Israel fue muy impresionante, pero repleta de instrucción valiosa para nosotros. Primero, al pueblo se le mandó pasar dos días preparándose por medio de un lavamiento ceremonial, de toda contaminación externa, antes de que estuvieran listos para estar de pie en la presencia de Dios (Éxodo 19:10-11). Esto nos enseña que se debe hacer una preparación seria del corazón y de la mente antes de venir a esperar delante de Dios Sus ordenanzas y recibir la palabra de Su boca; y que si Israel tenía que santificarse para poder presentarse delante de Dios en el Sinaí, cuánto más nosotros debemos santificarnos para poder presentarnos delante de Dios en el cielo. Luego, el monte en donde Dios se apareció debía ser cercado, con una prohibición estricta en el sentido que nadie debía acercarse al monte santo (19:12-13). Esto nos enseña que Dios es infinitamente superior a nosotros y merece nuestra máxima reverencia, y da a entender la rigurosidad de Su Ley.
Después tenemos una descripción de la pavorosa manifestación en donde Jehová apareció para entregar Su Ley (Éxodo 19:18-19), la cual estaba designada para imprimir en el pueblo de Israel una admiración de Su autoridad y a significar que si Dios era tan terrible en la entrega de la Ley, ¿cuánto más lo será cuando Él venga a juzgarnos por la violación de ella? Cuando Dios terminó de dar las Diez Palabras, tan grandemente afectado estaba el pueblo que le rogaron a Moisés que actuara como mediador e interprete entre Dios y ellos (20:18, 19). Esto nos enseña que cuando la Ley es entregada a nosotros directamente por Dios es (en sí misma) la ministración de condenación y muerte, pero al ser entregada a nosotros por el Mediador, Cristo, podemos escucharla y guardarla (ver Gálatas 3:19; 1 Corintios 9:21; Gálatas 6:2). Por consiguiente, Moisés subió al monte y recibió la Ley, escrita por el mismo dedo de Dios sobre dos tablas de piedra, significando que nuestros corazones son naturalmente tan duros que nada sino el dedo de Dios puede hacer una impresión de Su Ley sobre ellos. Esas tablas fueron quebradas por Moisés en su celo santo (Éxodo), y Dios las escribió una segunda vez (34:1). Esto representa que la Ley de la Naturaleza fue escrita en nuestros corazones en la creación, rota cuando caímos en Adán, y reescrita en nuestros corazones en la regeneración (Hebreos 10:16).
Pero alguien pudiera preguntar, “¿No ha sido la Ley completamente abrogada por la venida de Cristo al mundo? ¿Nos vas a colocar bajo este pesado yugo de esclavitud el cual nadie ha sido capaz de soportar? ¿No declara expresamente el Nuevo Testamente que no estamos bajo la Ley, sino bajo la Gracia; que Cristo nació bajo la Ley para liberar a Su pueblo de ella? ¿Acaso el intento de sobrecargar la conciencia del hombre con la autoridad del Decálogo no es una imposición legalista, que a su vez subestima la libertad cristiana que el Salvador ha comprado con Su obediencia hasta la muerte?”. Respondemos así: Con respecto a que la Ley ha sido completamente abolida por la venida de Cristo a este mundo, Él mismo declara enfáticamente, “No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas; (los ejecutores de la misma): no he venido para abrogar, sino para cumplir. Porque de cierto os digo que hasta que pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la ley, hasta que todo se haya cumplido” (Mateo 5:17, 18). Cierto, el cristiano no está bajo la Ley como un pacto de obras ni como una ministración de condenación, pero sí está bajo ella como una regla de vida y un medio de santificación.
Segundo, consideremos su singularidad. Esto aparece primero en que esta revelación de Dios en el Sinaí, que existía para servir a todas las edades venideras como la mayor expresión de Su santidad y la suma del deber del hombre, fue llevada a cabo con manifestaciones tan impresionantes que la misma manera de su publicación mostro plenamente que Dios Mismo le asignó al Decálogo una peculiar importancia. Los Diez Mandamientos fueron hablados por Dios en voz audible, con los complementos temibles de nubes y oscuridad, truenos y relámpagos y el sonido de una trompeta, y fueron las únicas partes de la revelación divina así habladas—ninguno de los preceptos ceremoniales o civiles fueron distinguidos de tal manera. Esas Diez Palabras, en sí mismas, fueron escritas por el dedo de Dios sobre tablas de piedra, y ellas mismas fueron depositadas en el arca santa para su conservación. Así en este honor único conferido al Decálogo, podemos percibir su fundamental importancia en el gobierno divino.
Tercero, consideremos su fuente, que es el amor. Muy poco énfasis se ha puesto sobre su divino prefacio: “Yo soy Jehová tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre”. Sin importar la terrible grandeza y solemne majestad que asistieron a la promulgación de la Ley, no obstante, tenía su fundamento en el amor. La ley procedía de Dios como una clara expresión de Su carácter, como misericordioso Redentor y el Señor justo de Su pueblo. La conclusión obvia y el principio sumamente importante que debemos obtener de este conocimiento es este: la redención conlleva una conformidad al orden Divino. Debemos pues, reconocer esta relación del Decálogo, así como también de aquellos que lo recibieron y de Aquel que nos lo entregó, con el gran principio del amor, porque solo así podía haber conformidad entre un Dios redentor y un pueblo redimido. Las palabras al final del segundo mandamiento, “y que hago misericordia a millares, a los que me aman y guardan mis mandamientos”, nos hacen ver con claridad que la única obediencia que Dios acepta es aquella que procede de un corazón afectuoso. El Salvador declaró que los requerimientos de la Ley se resumían en amar a Dios con todo nuestro corazón y amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos.
Cuarto, consideremos su perpetuidad. Que el Decálogo es impuesto sobre cada hombre en cada generación futura es evidente de muchas consideraciones. Primero, como la expresión necesaria e inmutable de la rectitud de Dios, su autoridad sobre todos los agentes morales llega a ser inevitable: primero tendría que cambiar el mismo carácter de Dios antes que la Ley (la ley de Su gobierno) pudiera ser revocada. Esta es la Ley que fue dada al hombre en su creación, de la cual su subsecuente apostasía no podía liberarlo. La Ley Moral está fundada en relaciones que subsisten donde sea que haya creaturas dotadas con razón y voluntad. Segundo, Cristo mismo prestó a la Ley una obediencia perfecta, dejándonos así ejemplo para que sigamos Sus pisadas. Tercero, el Apóstol a los Gentiles específicamente planteó la pregunta “¿Luego por la fe invalidamos la ley?” y respondió, “En ninguna manera, sino que confirmamos la ley” (Romanos 3:31). Finalmente, la perpetuidad de la Ley aparece en la Escritura de Dios en los corazones de Su pueblo en su nuevo nacimiento (Jeremías 31:33; Ezequiel 36:26-27).
Quinto, pasamos a decir una palabra sobre el número de los mandamientos de la Ley Moral, siendo el diez indicativo de su plenitud. Esto es enfatizado en la Escritura al ser expresamente designadas como “Las Diez Palabras” (Éxodo 34:28 nota al margen LBLA), lo que nos da a entender que formaron por ellos mismos un todo compuesto por las partes necesarias, y no más que las necesarias. Fue debido a esta simbólica importancia numérica que las plagas sobre Egipto fueron precisamente diez, formando como tal una ronda completa de juicios divinos. Y fue por la misma razón que se permitió que las transgresiones de los Hebreos en el desierto siguieran hasta alcanzar el mismo número: cuando ellos le habían “tentado ya diez veces” (Num. 14:22) habían “llenado la medida de sus iniquidades”. De ahí también la consagración de los diezmos o décimos: todo el incremento era representado por diez, y uno de estos era separado para el Señor en señal de que todo derivaba de Él y pertenecía a Él.
Sexto, consideramos su división. Ya que Dios jamás actúa sin una buena razón, podemos estar seguros que Él tenía un diseño particular al escribir la Ley sobre dos tablas. Este diseño es evidente en la superficie, porque la misma sustancia de estos preceptos, que juntos comprenden la suma de la justicia, los separa en dos grupos distintos, los primeros representan nuestras obligaciones hacia Dios y el segundo nuestras obligaciones a los hombres; los primeros tratan lo que pertenece particularmente a la adoración de Dios, los últimos lo que pertenece a las obligaciones de caridad en nuestras relaciones sociales. Completamente sin valor es esa justicia que se abstiene de actos de violencia en contra de nuestros semejantes al mismo tiempo que negamos a la Majestad del cielo la gloria que le es debida. Igualmente vano es pretender ser adoradores de Dios si rechazamos esos oficios de amor que son debidos a nuestros prójimos. Abstenerse de fornicación es más que irrelevante si yo blasfemamente tomo el nombre del Señor en vano. La más puntillosa adoración es rechazada por Él cuando uno roba o miente.
Ni tampoco los deberes de adoración divina llenan la primera tabla porque sean, como Calvino los denomina, “la cabeza de religión”, sino, como él correctamente añade, porque son “la misma alma de ella, constituyendo toda su vida y vigor”. Sin el temor de Dios, los hombres no preservan equidad y amor entre ellos. Si el principio de piedad faltara, cualquier justicia, misericordia y templanza que los hombres pudieran practicar entre ellos es vana a la vista del Cielo; siempre que a Dios le es concedido Su legítimo lugar en nuestros corazones y vidas, venerándolo como el Árbitro de lo correcto e incorrecto, esto nos constriñe a tratar equitativamente a nuestros semejantes. Hay variedad de opiniones sobre cómo las Diez Palabras fueron divididas, si el quinto mandamiento estaba al final de la primera tabla o al principio de la segunda. Nos inclinamos decididamente a lo primero: porque los padres están en el lugar de Dios en nuestra juventud; porque en la Escritura nunca se les denomina “prójimos” (como en una igualdad); y porque cada uno de los primeros cinco mandamientos contiene la frase “Jehová tu Dios”, la cual no se encuentra en los siguientes cinco.
Séptimo, consideremos su espiritualidad. “La ley es espiritual” (Romanos 7:14), no solo porque procede de un Legislador espiritual, sino porque demanda algo más que la mera obediencia de conducta externa, es decir, la obediencia interna del corazón a su grado sumo. Es únicamente al percibir que el Decálogo se extiende hasta los pensamientos y deseos del corazón que descubrimos cuánto hay en nosotros que está en oposición directa a Él. Dios requiere la verdad “en lo íntimo” (Salmo 51:6) y prohíbe la más pequeña desviación de la santidad, incluso en nuestras imaginaciones. El hecho de que la Ley tome conocimiento de nuestras más secretas disposiciones e intenciones, que demande la regulación santa de nuestra mente, afectos y voluntad, y que requiera toda nuestra obediencia para proceder del amor, a la vez demuestra su origen divino. Ninguna otra ley profesó gobernar al espíritu del hombre, pero Aquel que escudriña el corazón demanda nada menos que esto. Esta alta espiritualidad de la Ley fue evidenciada por Cristo cuando Él insistió en que una mirada impúdica era adulterio y que el enojo maligno era un incumplimiento al sexto mandamiento.
Octavo, consideramos su oficio. El primer uso de la Ley Moral es revelar la única justicia que es aceptable a Dios, y al mismo tiempo descubrir ante nosotros nuestra propia injusticia. El pecado ha cegado nuestro juicio, nos ha llenado con amor propio y nos ha forjado un sentido falso de nuestra propia suficiencia. Pero si nos comparamos seriamente con las demandas altas y santas de la Ley de Dios, entonces somos hechos conscientes de nuestra injustificada insolencia, condenados por nuestra corrupción y culpa, y somos hechos conscientes de nuestra falta de fuerza para hacer lo que se requiere de nosotros. Calvino, en sus Institutos de la Religión Cristiana (Libro II, Capitulo 7, sección 7), dice, “Así la Ley es un tipo de espejo. Ya que en un espejo descubrimos cualquier mancha en nuestro rostro, así en la Ley contemplamos, primero, nuestra impotencia; después, en consecuencia a eso, nuestra iniquidad; y, finalmente, la maldición, como consecuencia de ambas”. Su segundo uso es restringir a los malvados, quienes a pesar de que no tienen preocupación por la gloria de Dios y ningún pensamiento de agradarlo a Él, aun así se refrenan de muchos actos exteriores de pecado a través del temor por su terrible penalidad. Si bien esto no les hace agradables a Dios, es un beneficio a la comunidad en donde ellos viven. Tercero, la ley es la regla de vida del creyente, para dirigirlo y para mantenerlo dependiente de la gracia Divina.
Noveno, consideremos sus sanciones. No solo nos ha traído el Señor bajo infinitas obligaciones por habernos redimido de la esclavitud del pecado, no solo le ha dado a Su pueblo tal vista y sentido de Su impresionante majestad como para engendrarles una reverencia por Su soberanía, sino que Él se ha agradado en proveer incentivos adicionales para que nosotros nos rindamos a Su autoridad, gustosamente llevemos a cabo Su voluntad y nos alejemos con aversión de aquello que Él prohíbe, adjuntando promesas y amenazas, diciendo, “Porque yo soy Jehová tu Dios, fuerte, celoso, que visito la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen, y hago misericordia a millares, a los que me aman y guardan mis mandamientos”. De este modo somos informados que aquellos quienes lleven a cabo Su voluntad no trabajarán en vano, tal como los rebeldes no se escaparán con impunidad.
Y décimo y finalmente, consideramos su interpretación, dijo el salmista, “amplio sobremanera es tu mandamiento” (119:96). Tan comprensiva es la Ley Moral que su autoridad se extiende a todas las acciones morales de nuestras vidas. El resto de las Escrituras no son más que un comentario de los Diez Mandamientos, sea animándonos a la obediencia con argumentos, atrayéndonos con promesas, restringiéndonos de la transgresión con amenazas o estimulándonos hacia las promesas y alejándonos de las transgresiones mediante ejemplos registrados en las porciones históricas. Correctamente entendidos, los preceptos del Nuevo Testamento no son sino explicaciones, amplificaciones y aplicaciones de los Diez Mandamientos. Se debe observar cuidadosamente que en las cosas expresamente mandadas o prohibidas siempre se implica más de lo que formalmente se declara. Pero seamos más específicos.
Primero, en cada Mandamiento el principal deber o pecado se toma como un representante de todos los deberes o pecados menores, y el acto visible es tomado como representativo de todos los afectos que le están relacionados. Cualquiera que sea el nombre del pecado específico, todos los pecados del mismo tipo, con todas las causas y provocaciones del mismo, están prohibidas, ya que Cristo explicó que el sexto mandamiento condena no solamente el homicidio, sino también el impetuoso enojo del corazón. Segundo, cuando cualquier vicio se prohíbe, la virtud contraria es ensalzada, y cuando cualquier virtud es mandada, el vicio contrario es condenado. Por ejemplo, en el tercer mandamiento Dios prohíbe tomar Su nombre en vano, así que, por consecuencia necesaria, se ordena santificar Su nombre. Y como el octavo mandamiento prohíbe robar, así igualmente requiere el deber contrario: ganarse la vida y pagar por lo que recibimos (Efesios 4:28).