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Tememos que nuestra atención al aspecto particular de este tema multifacético que ahora tenemos ante nosotros sea demasiado abstruso para que algunos de nuestros lectores lo sigan, sin embargo, confiamos en que tendrán la amabilidad de soportarnos mientras nos esforzamos por escribir para aquellos que están ansiosos por recibir ayuda en las cosas más profundas de Dios.

Como se dijo anteriormente, estamos tratando de ministrar a clases muy diferentes, a aquellas con capacidades diferentes, y por lo tanto deseamos proporcionar un menú espiritual variado. El que tiene hambre no se levantará de la mesa con disgusto porque un plato no le guste. Les pedimos paciencia, mientras buscamos tratar nuestro tema como un todo.

«Como la humanidad de Cristo fue asumida en la unión hipostática, podemos decir correctamente, que la Persona de Cristo fue ungida en lo que concierne al llamamiento al oficio; mientras a su vez, tenemos que considerar que es la humanidad la que fue ungida para recibir los dones, gracias, ayudas y dotes necesarios para la ejecución del oficio. Pero para que no nos quedemos con una perspectiva limitada, tenemos que añadir que la medida del Espíritu Santo (Quien según el orden de la Trinidad, interpone Su poder para ejecutar la voluntad del Hijo) dada al Hijo en Su unción, difiere conforme a tres grados de impartición sucesiva. Primero en Su encarnación, después en Su bautismo, y posteriormente en Su ascensión cuando Se sentó en Su trono mediador, y recibió del Padre al Espíritu para darlo a Su Iglesia en abundante medida» (George Smeaton).

Ya hemos contemplado la primera unción del Señor Jesús cuando, en el vientre de Su madre, Su humanidad fue dotada de todas las gracias espirituales, y cuando desde la infancia y hasta los 30 años fue iluminado, guiado y preservado por las operaciones inmediatas de la Tercera Persona en la Deidad. Llegamos ahora a considerar brevemente Su segunda unción, cuando fue consagrado formalmente a Su ministerio público y divinamente investido para Su obra oficial. Esto sucedió en el río Jordán, cuando fue bautizado por Su precursor. Entonces fue, al emerger de las aguas, que se abrieron los cielos, el Espíritu Santo descendió sobre Él en forma de paloma, y se escuchó la voz del Padre dando testimonio de Su infinito placer en Su Hijo encarnado (Mateo 3:16-17). Todas las referencias a esa transacción única exigen un examen detenido y un estudio en oración.

Lo primero que se registra después de esto es: «Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán, y fue llevado por el Espíritu al desierto» (Lucas 4:1). La razón por la que se nos dice esto parece ser con el propósito de mostrarnos que la humanidad de Cristo fue confirmada por el Espíritu y victoriosa sobre el diablo por Su poder. Por eso leemos, justo después de la tentación, «Y Jesús volvió en el poder del Espíritu a Galilea» (Lucas 4:14). A continuación se nos dice que entró en la sinagoga de Nazaret y leyó Isaías 61: «El Espíritu del Señor está sobre mí, Por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; Me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; A pregonar libertad a los cautivos, Y vista a los ciegos; A poner en libertad a los oprimidos; A predicar el año agradable del Señor», y declaró: «Hoy se ha cumplido esta Escritura delante de vosotros» (Lucas 4:18-19, 21).

Aquí entonces podemos ver la distinción principal entre el primer y segundo «grado» de la «unción» Espiritual de Cristo. El primero fue para formar Su naturaleza humana y dotarla de perfecta sabiduría y santidad sin mancha. El segundo fue para dotarlo de poderes sobrenaturales para Su gran obra. Así, el primero fue personal y privado; el segundo oficial y público; uno le estaba otorgando gracias espirituales, el otro le impartía dones ministeriales. Su necesidad de esta doble «unción» residía en la naturaleza como criatura que había asumido y el lugar de siervo que Él había tomado; y también como una certificación pública del Padre de Su aceptación de la Persona de Cristo y Su inducción a Su oficio de mediador. Así se cumplió ese antiguo oráculo: «Y reposará sobre él el Espíritu de Jehová; espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de poder, espíritu de conocimiento y de temor de Jehová. Y le hará entender diligente en el temor de Jehová» (Isaías 11:2-3).

«Porque el que Dios envió, las palabras de Dios habla; pues Dios no da el Espíritu por medida» (Juan 3:34). Esto inmediatamente resalta la preeminencia de Cristo, porque Él recibe el Espíritu como ningún simple hombre podría hacerlo. Observe el contraste señalado por Efesios 4:7, «Pero a cada uno de nosotros fue dada la gracia conforme a la medida del don de Cristo». En nadie sino en el Mediador habitó «corporalmente toda la plenitud de la Deidad» (Colosenses 2:9). La singularidad de la relación del Espíritu con nuestro Señor se manifiesta de nuevo en Romanos 8:2, «Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte». Note cuidadosamente las palabras que hemos puesto en cursiva: esta declaración no solo nos revela la fuente de todas las acciones de Cristo, sino que da a entender que en Él mora más gracia habitual que en todos los seres creados.

El tercer grado de la unción de Cristo estaba reservado para Su exaltación, y así se describe: «Así que, exaltado por la diestra de Dios, y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, ha derramado esto que vosotros veis y oís» (Hechos 2:33). Esta unción suprema, cuando Cristo fue ungido «con óleo de alegría más que a sus compañeros» (Salmo 45:7), la cual llegó a ser evidente en Pentecostés, fue un don de la ascensión. La declaración que Pedro dio al respecto no fue más que una paráfrasis del Salmo 68:18: «Subiste a lo alto, cautivaste la cautividad, Tomaste dones para los hombres, Y también para los rebeldes, para que habite entre ellos JAH Dios». Ese abundante suministro del Espíritu fue diseñado para erigir y equipar a la iglesia del Nuevo Testamento, y fue debidamente otorgado después de la ascensión sobre aquellos para quienes el Espíritu fue comprado.

Como Mediador, el Señor Jesús fue ungido con el Espíritu Santo para la ejecución de todos Sus oficios y para la realización de toda Su obra mediadora. Su derecho a enviar el Espíritu a los corazones de los hombres caídos fue adquirido por Su expiación. Fue la recompensa bien ganada de todas Sus fatigas y sufrimientos. Uno de los principales resultados de la perfecta satisfacción que Cristo Le ofreció a Dios en nombre de Su pueblo, fue Su derecho a conceder el Espíritu sobre ellos. Antiguamente se prometió de Él: «por su conocimiento justificará mi siervo justo a muchos, y llevará las iniquidades de ellos. Por tanto, yo le daré parte con los grandes, y con los fuertes repartirá despojos; por cuanto derramó su vida hasta la muerte» (Isaías 53:11-12). Así también, Su precursor había anunciado: «él os bautizará en Espíritu Santo y fuego» (Mateo 3:11).

Lo que se acaba de decir arriba lo confirma Gálatas 3:13-14. «Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición […] para que en Cristo Jesús la bendición de Abraham alcanzase a los gentiles, a fin de que por la fe recibiésemos la promesa del Espíritu». El Espíritu prometido siguió a la gran obra de cancelar la maldición así como el efecto sigue a la causa. Dar el Espíritu Santo a los hombres implicaba claramente que sus pecados habían sido quitados; cf. Levítico 14:14, 17 para el tipo de esto: ¡el «aceite» (emblema del Espíritu) colocado sobre la «sangre»! El derecho de Cristo de otorgar el Espíritu Santo a Sus redimidos no solo implica la cancelación de sus pecados, sino que también argumenta claramente Su dignidad divina, ya que ningún siervo, por muy exaltado que sea su posición, ¡podría actuar así o conferir tal Don!

De las diversas citas que se han hecho de las Escrituras en referencia a la unción de Cristo para todos Sus oficios, a veces parece como si estuviera en la posición subordinada de necesitar dirección, ayuda y poder milagroso para los propósitos de Su misión (Isaías 11:1-3; 61:1-2, etc.); en otras ocasiones se dice que tiene el Espíritu (Apocalipsis 3:1), que da el Espíritu (Hechos 2:33), que envía el Espíritu (Juan 15:26) como si las operaciones del Espíritu estuvieran subordinadas al Hijo. Pero toda dificultad desaparece cuando percibimos, de todo el tenor de la Escritura, que había una misión conjunta en la que el Hijo y el Espíritu actúan juntos para la salvación de los elegidos de Dios. El Hijo efectuó la redención: el Espíritu la revela y la aplica a todos para quienes fue comprada.

Al escribir sobre el Espíritu Santo y Cristo, debe entenderse que ahora no estamos contemplando a nuestro Señor como la Segunda Persona de la Trinidad, sino más bien como el Mediador Dios-hombre, y el Espíritu Santo no en Su Deidad considerada de manera abstracta, sino en Su desempeño oficial de la obra que Se le asignó en el Pacto Eterno. Este es sin duda es el aspecto más difícil de nuestro tema, sin embargo, es muy importante que debemos esforzarnos en oración por tener puntos de vista bíblicos claros al respecto. Comprender correctamente, incluso de acuerdo con nuestra limitada capacidad actual, la relación entre el Espíritu Santo y el Redentor, arroja mucha luz sobre algunos problemas difíciles, proporciona la clave de varios pasajes desconcertantes de la Sagrada Escritura y nos capacita para comprender mejor la obra del Espíritu en el santo.

«Acercaos a mí, oíd esto: desde el principio no hablé en secreto; desde que eso se hizo, allí estaba yo; y ahora me envió Jehová el Señor, y su Espíritu» (Isaías 48:16). Este notable versículo nos presenta al Señor Jesús hablando de la antigüedad por el espíritu de profecía. Él declara que siempre se había dirigido a la nación de la manera más abierta, desde el momento en que se apareció a Moisés en la zarza ardiente y se llamó a sí mismo: «Yo soy el que soy» (Éxodo 3); y estaba constantemente presente con Israel como su Señor y Libertador. Y ahora el Padre y el Espíritu lo habían enviado para efectuar la liberación espiritual prometida de Su pueblo; enviado en semejanza de carne de pecado, para predicar el Evangelio, cumplir la Ley y hacer una perfecta satisfacción de la justicia Divina para Su iglesia. Aquí, entonces, hay un testimonio glorioso de una Trinidad de Personas en la Deidad: el Hijo de Dios es enviado en naturaleza humana y como Mediador; Jehová el Padre y el Espíritu son los Emisores, y esto es una prueba de la misión, comisión y autoridad de Cristo, que no vino de Él mismo, sino que fue enviado por Dios (Juan 8:42).

«Porque Jehová creará una cosa nueva sobre la tierra: la mujer rodeará al varón». (Jeremías 31:22). Aquí tenemos uno de los anuncios proféticos de la maravilla de la encarnación Divina, el Verbo eterno hecho carne, un cuerpo y un alma humanos preparados para Él por la intervención milagrosa del Espíritu Santo. Aquí el Profeta insinúa que el poder creador de Dios debía ser puesto adelante bajo el cual una mujer debía rodear a un Hombre. La virgen María, bajo la sombra del poder del Altísimo (Lucas 1:35) concebiría y daría a luz un Niño, sin la ayuda o cooperación del hombre. Isaías llama a esta maravilla trascendente una «señal» (7:14); Jeremías «una cosa nueva sobre la tierra»; el Nuevo Testamento registra: «Estando desposada María su madre con José, antes que se juntasen, se halló que había concebido del Espíritu Santo». (Mateo 1:18).

«Y el niño crecía y se fortalecía, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios era sobre él. Y Jesús crecía en sabiduría y en estatura, y en gracia para con Dios y los hombres» (Lucas 2:40, 52). No sólo la humanidad de Cristo fue engendrada sobrenaturalmente por el Espíritu Santo, sino que fue «ungida» por Él (cf. Levítico 2: 1 para el tipo), dotada de todas las gracias espirituales. Todo el progreso en el desarrollo mental y espiritual del Santo Niño, todo Su avance en conocimiento y santidad debe atribuirse al Espíritu. El «progreso», en la naturaleza humana que Él Se humilló a asumir, al lado de Su propia perfección Divina, es bastante compatible, como lo indica claramente Hebreos 2:14, 17. Como George Smeaton ha señalado tan útilmente en su libro, las operaciones del Espíritu «formaron el vínculo entre la deidad de Cristo y la humanidad, impartiendo perpetuamente la plena conciencia de la personalidad y haciéndole consciente interiormente de Su filiación Divina en todo momento».

Así, el Espíritu, en la encarnación, se convirtió en el gran principio rector de toda la historia terrenal de Cristo, y que, según el orden de funcionamiento que siempre pertenece a la Santísima Trinidad: todo procede del Padre, por el Hijo, y es por el Espíritu Santo. Fue el Espíritu Quien formó la naturaleza humana de Cristo y dirigió todo el tenor de Su vida terrenal. Nada se emprendió excepto por la dirección del Espíritu, nada se habló sino por Su guía, nada se ejecutó sino por Su poder. A menos que esto se mantenga firmemente, corremos grave peligro de confundir las dos naturalezas de Cristo, absorbiendo la una en la otra en lugar de mantenerlas separadas y distintas en nuestros pensamientos. Si Su Deidad hubiera sido absorbida por Su humanidad, entonces el dolor, el temor y la compasión hubieran sido imposibles. El uso correcto de las facultades de Su alma debían su ejercicio al Espíritu Santo que Lo controlaba completamente a Él.

«Desde el nacimiento hasta el bautismo, el Espíritu dirigió Su desarrollo mental y moral, Lo fortaleció y Lo mantuvo a través de todos los años de preparación y trabajo. Estuvo en el Carpintero tan verdaderamente como en el Mesías, y su trabajo con la madera fue tan perfecto como su sacrificio en la cruz» (Samuel Chadwick). A primera vista, tal afirmación puede parecer una derogación del honor personal del Señor Jesús, pero si percibimos que, según el orden de la Trinidad, el Espíritu ejerce Su poder solo para ejecutar la voluntad del Padre y del Hijo, entonces la aparente dificultad desaparece. Las obras del Espíritu no interfieren con la gloria del Hijo; en lugar de eso, El Espíritu Lo revela de manera más plena; podemos ver entonces que en la obra de redención, las actividades del Espíritu en cuanto a orden, prosiguen a las del Hijo.

A esto podemos agregar otro extracto de George Smeaton: «Las dos naturalezas de nuestro Señor concurrieron activamente en cada acto mediador. Si asumió la naturaleza humana en el sentido verdadero y propio del término en unión con Su Persona Divina, esa posición debe ser mantenida. La objeción sociniana de que no podría haber más necesidad de la agencia del Espíritu y, de hecho, no hay lugar para ella, si la naturaleza Divina estuvo activa en todo el rango de la mediación de Cristo, tiene la intención de dejar perpleja la cuestión, porque estos hombres niegan la existencia de cualquier naturaleza Divina en la Persona de Cristo. Ese estilo de razonamiento es inútil, porque la pregunta simplemente es: ¿Qué enseñan las Escrituras? ¿Afirman que Cristo fue ungido por el Espíritu (Hechos 10:38)? ¿fue llevado por el Espíritu al desierto por el Espíritu? ¿regresó en el poder del Espíritu para comenzar Su ministerio público? ¿realizó Sus milagros por el Espíritu? ¿dio Él antes de Su ascensión mandamientos por el Espíritu a Sus discípulos a quienes había elegido (Hechos 1:2)?

«No existe ninguna garantía para nada parecido a la teoría kenótica que lo despoja de los atributos esenciales de Su Deidad y pone Su humanidad en un mero nivel con la de otros hombres. Y existen pocas garantías para negar la obra del Espíritu en la humanidad de Cristo en todo acto mediador que Él realizó en la tierra o en el cielo. La unción del Espíritu debe trazarse en todos Sus dones personales y oficiales. En Cristo coinciden la Persona y el oficio. En Su Persona Divina, Él era la sustancia de todos los oficios para los cuales fue designado, y en éstos Él fue capacitado por el Espíritu para desempeñar. Los oficios no serían nada separados de Él mismo, y no podrían tener coherencia ni validez sin la Persona subyacente».

Si lo anterior todavía parece derogar la gloria de la Persona de nuestro Señor, lo más probable es que la dificultad se deba a que el objetor no se da cuenta de la realidad de la humanidad del Hijo. El misterio es realmente grande, y nuestra única salvaguardia es adherirnos estrictamente a las diversas declaraciones de las Escrituras al respecto. Tres cosas deben tenerse constantemente en cuenta. Primero, en todas las cosas (excepto el pecado) el Verbo eterno fue «en todo semejante a sus hermanos» (Hebreos 2:17): todas Sus facultades humanas se desarrollaron normalmente a medida que pasaba por la infancia, la niñez y la juventud. Segundo, Su naturaleza Divina no sufrió ningún cambio o modificación cuando se encarnó, sin embargo no se fusionó con Su humanidad, sino que conservó su propia distinción. Tercero, fue «ungido con el Espíritu» (Hechos 10:38), es más, fue el receptor absoluto del Espíritu, derramado sobre Él en tal plenitud, que fue no por medida (Juan 3:34).

El Espíritu Santo

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