Читать книгу El Espíritu Santo - A. W. Pink - Страница 9
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Tememos que el terreno que ahora vamos a pisar será nuevo y extraño para la mayoría de nuestros lectores. En las ediciones de Studies in the Scriptures [Estudios de las Escrituras] de enero y febrero de 1930, escribimos dos artículos bastante extensos sobre «El pacto eterno». En ellos consideramos principalmente la conexión entre el Padre y el Hijo: ahora vamos a abordar la relación del Espíritu Santo en este mismo asunto. Los oficios de Su pacto están íntimamente conectados y de hecho fluyen de Su Deidad y Personalidad, porque si Él no hubiera sido una Persona Divina en la Deidad, no habría tomado parte en el Pacto de Gracia ni podría haberlo hecho. Antes de continuar, definamos nuestros términos.
Por «Pacto de Gracia», nos referimos a ese pacto santo y solemne celebrado entre las augustas Personas de la Trinidad en nombre de los elegidos, antes de la fundación del mundo. Por la palabra «oficios» entendemos la totalidad de esa parte de este pacto sagrado que el Espíritu Santo Se comprometió a realizar. No sea que algunos supongan que la aplicación de tal término a la Tercera Persona de la Deidad sea despectiva a Su inefable majestad, señalemos que de ninguna manera implica subordinación o inferioridad. Significa literalmente un cargo, confianza, deber o empleo particular, conferido para algún fin público o beneficioso. Por eso leemos del «oficio del sacerdote» (Éxodo 28:1; Lucas 1:8), del «oficio» apostólico (Romanos 11:13), etc.
Por tanto, no hay nada incorrecto en usar la palabra «oficio» para expresar las partes diversas que el Hijo y el Espíritu Santo asumieron en el Pacto de Gracia. Como Personas en la Trinidad son iguales; como partes pactantes son iguales; y ello en Su infinita condescendencia Se comprometieron a comunicar a la Iglesia favores y bendiciones indecibles. Sus oficios misericordiosos (que tan bondadosa y voluntariamente abrazaron) no destruyen ni disminuyen esa igualdad original en la que Ellos subsisten desde la eternidad en la perfección y gloria de la esencia divina. De la misma manera en la que el hecho de que Cristo asumiera el «oficio» de «Siervo» no opacó ni canceló Su igualdad como Hijo; asimismo, el hecho de que el Espíritu libremente asumiera el oficio de aplicar los beneficios del pacto eterno (el Pacto de Gracia) a Sus beneficiarios, no mengua Su honor, y gloria esencial y personal.
La palabra «oficio», entonces, aplicada a la obra del pacto del Espíritu Santo, denota lo que Él bondadosamente Se comprometió a realizar mediante un compromiso estipulado y establece, bajo un término integral, la totalidad de Sus benditas promesas y actuaciones en nombre de la elección de gracia .En el pacto mismo (en su realidad y provisiones) hay un remedio singularmente maravilloso y precioso para proporcionar un entendimiento iluminado y un corazón creyente. Que haya existido un Pacto en absoluto, que las tres Personas en la Deidad Se hayan dignado a entrar en un pacto solemne en nombre de una sección de la raza caída, arruinada y culpable de la humanidad, debería llenar nuestras mentes con santo asombro y adoración. Cuán firme se estableció así un fundamento para la salvación de la iglesia. No se dejó lugar para contingencias, no se dejó lugar para incertidumbres; su ser y su bienestar estaban asegurados para siempre por un decreto eterno y convenio inalterable.
Ahora bien, el «oficio» del Espíritu Santo en relación con este «pacto perpetuo, ordenado en todas las cosas, y será guardado» (2 Samuel 23:5), puede resumirse en una sola palabra: santificación. La Tercera Persona de la Santísima Trinidad acordó santificar los objetos de la elección eterna del Padre y de la satisfacción redentora del Hijo. La obra de santificación del Espíritu fue tan necesaria, sí, tan indispensable para la salvación de la iglesia, como lo fue la obediencia y el derramamiento de sangre de Cristo. La caída de Adán hundió a la iglesia en inconmensurables profundidades de dolor y miseria. La imagen de Dios en la que habían sido creados sus miembros fue desfigurada. El pecado, como una lepra repugnante, los infectó hasta el fondo del corazón. La muerte espiritual se extendió con efecto fatal sobre todas sus facultades. Pero el misericordioso Espíritu Santo Se comprometió a Si mismo a santificar a esos miserables y prepararlos y adecuarlos para ser participantes de la santidad y vivir para siempre en la presencia inmaculada de Dios.
Sin la santificación del Espíritu, la redención de Cristo no serviría de nada a nadie. Es cierto que Él efectuó una expiación perfecta e introdujo una justicia perfecta, por lo que las personas de los elegidos son reconciliadas legalmente con Dios. Pero Jehová es santo, además de justo, y el poder disfrutar de Su morada también es un asunto santo. Allí ministran santos ángeles cuyo clamor incesante es: «Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos» (Isaías 6:3). Entonces, ¿cómo podrían los pecadores impíos, no regenerados y no santificados habitar en ese lugar inefable en el que «no entrará en ella ninguna cosa inmunda, o que hace abominación y mentira» (Apocalipsis 21:27)? Pero ¡oh, la maravilla de la gracia del pacto y el amor del pacto! El más vil de los pecadores, el peor de los miserables, el más vil de los mortales, puede y entrará por las puertas a la Ciudad Santa: «Y esto erais algunos; mas ya habéis sido lavados, ya habéis sido santificados, ya habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesús, y por el Espíritu de nuestro Dios» (1 Corintios 6:11).
De lo dicho en el último párrafo debe quedar claro que la santificación es tan indispensable como la justificación. Ahora bien, hay muchas fases presentadas en las Escrituras de esta importante verdad de la santificación, en las cuales no podemos entrar aquí. Baste decir que ese aspecto que ahora tenemos ante nosotros es la obra bendita del Espíritu sobre el alma, mediante la cual Él internamente hace que los santos sean reunidos para su herencia en la luz (Colosenses 1:12) sin este milagro de gracia, nadie puede entrar al Cielo. «Lo que es nacido de la carne, carne es» (Juan 3:6): no importa cómo sea educado y refinado, no importa cuán disfrazado por ornamentación religiosa, sigue siendo carne. Es como todo lo demás que produce la tierra: ninguna manipulación del arte puede cambiar la naturaleza original de la materia prima.
Ningún proceso de fabricación puede transmutar el algodón en lana, o el lino en seda: trazamos, torcemos, hilamos o tejemos, blanqueamos y revestimos todo lo que podamos, su naturaleza sigue siendo la misma. De modo que los predicadores hechos por hombres y todo el cuerpo de religiosos de las criaturas pueden trabajar día y noche para transformar la carne en espíritu, pueden trabajar desde la cuna hasta la tumba para hacer a las personas aceptas para el Cielo, pero después de todo su trabajo para blanquear al etíope y para mudar las manchas del leopardo, la carne sigue siendo carne y no puede de ninguna manera entrar en el reino de Dios. Nada más que las operaciones sobrenaturales del Espíritu Santo servirán. El hombre no solo está contaminado hasta la médula por el pecado original y actual, sino que hay en él una incapacidad absoluta para comprender, abrazar o disfrutar de las cosas espirituales (1 Corintios 2:14).
La necesidad imperativa, entonces, de la obra de santificación del Espíritu radica no solo en la pecaminosidad del hombre, sino en el estado de muerte espiritual por el cual es tan incapaz de vivir, respirar y actuar hacia Dios, así como el cadáver en el cementerio es incapaz de abandonar la tumba silenciosa y moverse entre los ajetreados lugares de los hombres. De hecho, sabemos poco de la Palabra de Dios al igual que de nuestro propio corazón, si es que necesitamos pruebas de un hecho que nos encontramos a cada paso; la vileza de nuestra naturaleza y la completa muerte de nuestro corazón carnal se nos imponen a diario y cada hora, que son una cuestión de conciencia tan dolorosa para el cristiano, como si viéramos la visión repugnante de un matadero, u oliéramos la mancha de muerte de un cadáver.
Supongamos que un hombre nace ciego: tiene una incapacidad natural para ver. No hay argumentos, licitaciones, amenazas o promesas que puedan hacerle ver. Pero en cuanto se hace el milagro: que el Señor toque los ojos con Su mano Divina; él ve de inmediato. Aunque no puede explicar cómo ni por qué, puede decir a todos los que se oponen: «una cosa sé, que habiendo yo sido ciego, ahora veo» (Juan 9:25). Y así es en la obrade santificación del Espíritu, iniciada en la regeneración, cuando se da una nueva vida, se imparte una nueva capacidad, se despierta un nuevo deseo. Se lleva adelante en su renovación diaria (2 Corintios 4:16) y se completa en la glorificación. Lo que quisiéramos enfatizar especialmente es que ya sea que el Espíritu nos esté redarguyendo, obrando el arrepentimiento en nosotros, soplando sobre nosotros el espíritu de oración o tomando las cosas de Cristo y mostrándolas a nuestros corazones gozosos, Él está cumpliendo Sus oficios del pacto. Rindámosle la alabanza y la adoración que Le corresponde.
Para la mayor parte de lo anterior, estamos en deuda con algunos artículos del difunto J. C. Philpot.