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Es un gran error suponer que las obras del Espíritu son todas de un mismo tipo, o que Sus operaciones conservan una igualdad en cuanto a su grado. Insistir en que lo son sería atribuir menos libertad a la Tercera Persona de la Deidad de la que disfrutan y ejercen los hombres. Hay variedad en las actividades de todos los agentes voluntarios: incluso los seres humanos no están confinados a un solo tipo de trabajo, ni a la producción del mismo tipo de efectos; y cuando así lo planean, los moderan en grados de acuerdo con su poder y placer. Mucho más lo es con el Espíritu Santo. La naturaleza y el tipo de Sus obras están reguladas por Su propia voluntad y propósito. Algunas las ejecuta con el toque de Su dedo (por así decirlo), en otras extiende Su mano, mientras que en otras (como en el día de Pentecostés) desnuda su brazo. Él obra no por necesidad de Su naturaleza, sino únicamente según el placer de Su voluntad (1 Corintios 12:11).

Muchas de las obras del Espíritu, aunque perfectas en su género y cumpliendo plenamente su diseño, son obra de Él sobre y dentro de los hombres que, sin embargo, no son salvos. «El Espíritu Santo está presente en muchos en cuanto a operaciones poderosas, con quienes Él no está presente como en una habitación de gracia. O muchos son hechos partícipes de Él en Sus dones espirituales, quienes no son hechos participes de Él en Su gracia salvadora: Mateo 7:22-23» (John Owen sobre Hebreos 6:4). La luz que Dios proporciona a las diferentes almas varía considerablemente, tanto en clase como en grado. Tampoco debería sorprendernos esto en vista del panorama del mundo natural: cuán grande es la diferencia entre el brillo de las estrellas del resplandor de la luna llena y el brillo del sol del mediodía. Igual de ancho es el abismo que separa al salvaje con su débil iluminación de conciencia de uno que ha sido educado bajo un ministerio cristiano, y aún mayor es la diferencia entre la comprensión espiritual del más sabio profesor no regenerado y el más débil bebé en Cristo; sin embargo, cada uno ha sido sujeto de las operaciones del Espíritu.

«El Espíritu Santo obra de dos maneras. En el corazón de algunos hombres obra únicamente con la gracia restrictiva, y la gracia restrictiva, aunque no los salvará, es suficiente para evitar que estallen en los vicios abiertos y corruptos en los que algunos hombres se complacen, quienes quedan completamente abandonados por las restricciones del Espíritu […] Dios el Espíritu Santo puede obrar en los hombres algunos buenos deseos y sentimientos, y sin embargo no tiene el propósito de salvarlos. Pero observe, ninguno de estos sentimientos son cosas que acompañan a la salvación, porque si así fuera, continuarían. Pero Él no obra omnipotentemente para salvar, excepto en las personas de Sus propios elegidos, a quienes ciertamente atrae a Sí mismo. Creo, entonces, que el temblor de Félix debe ser explicado por la gracia restrictiva del Espíritu vivificando su conciencia y haciéndolo temblar» (C. H. Spurgeon sobre Hechos 24:25).

Al Espíritu Santo se Le ha robado gran parte de Su gloria distintiva debido a que los cristianos no han percibido Sus variadas obras. Al concluir que las operaciones del Espíritu bendito se limitan a los elegidos de Dios, se les ha impedido ofrecerle la alabanza que Le corresponde por mantener este mundo inicuo como un lugar apropiado para vivir. Pocos hoy se dan cuenta de cuánto Le deben los hijos de Dios a la Tercera Persona de la Trinidad por guardar a los hijos del Diablo y evitar que consuma por completo la iglesia de Cristo en la tierra. Es cierto que hay comparativamente pocos textos que se refieran específicamente a la Persona distintiva del Espíritu reinando sobre los malvados, pero una vez que se ve que en la economía Divina todo proviene de Dios el Padre, todo es a través de Dios el Hijo, y todo es por Dios el Espíritu, a cada uno se le da Su lugar apropiado y separado en nuestros corazones y pensamientos.

Entonces, señalemos ahora algunas de las operaciones generales e inferiores del Espíritu en los no elegidos, a diferencia de Sus obras especiales y superiores en los redimidos.

1. En refrenar el mal. Si Dios dejara a los hombres absolutamente a sus propias corrupciones naturales y al poder de Satanás (tal cual lo merecen ahora, y como efectivamente estarán en el infiero, y tal como estarían en este momento si no fuera por el bien de los elegidos de Dios), toda muestra de bondad y moralidad sería completamente desterrada de la tierra: los hombres dejarían de sentir el pecado, y la maldad se tragaría rápida y completamente al mundo entero. Esto es muy claro en Génesis 6:3,4,5 y 12. Pero el que controló el horno de fuego de Babilonia sin apagarlo, el que impidió que las aguas del Mar Rojo fluyeran sin cambiar su naturaleza, ahora obstaculiza el funcionamiento de corrupción natural sin mortificarla. Aunque este mundo es muy vil, tenemos causas abundantes para adorar y alabar al Espíritu Santo, pues por causa de Él las cosas no son peores.

El mundo odia al pueblo de Dios (Juan 15:19): ¿por qué, entonces, no los devora? ¿Qué es lo que detiene la enemistad del impío contra el justo? Nada más que el poder restrictivo del Espíritu Santo. En el Salmo 14:1-3 encontramos un cuadro terrible de la total depravación de la raza humana. Luego, en el versículo 4, el salmista pregunta: «¿No tienen discernimiento todos los que hacen iniquidad, Que devoran a mi pueblo como si comiesen pan, Y a Jehová no invocan?». A lo que se responde: «Ellos temblaron de espanto; Porque Dios está con la generación de los justos» (versículo 5). Es el Espíritu Santo Quien coloca ese «espanto» dentro de ellos, para mantenerlos alejados de muchos ultrajes contra el pueblo de Dios. Frena su malicia. Los réprobos están tan completamente encadenados por Su mano omnipotente, que Cristo pudo decirle a Pilato: ¡«Ninguna autoridad tendrías contra mí, si no te fuese dada de arriba» (Juan 19:11)!

2. En incitar a las buenas acciones. Toda la obediencia de los hijos a los padres, todo el verdadero amor entre esposos y esposas, debe atribuirse al Espíritu Santo. Cualquier moralidad y honestidad, generosidad y bondad, sumisión a los poderes existentes y respeto por la ley y el orden que aún se encuentra en el mundo, debe remontarse a las operaciones de gracia del Espíritu. Una ilustración sorprendente de Su benigna influencia se encuentra en 1 Samuel 10:26, «Saúl también se fue a su casa en Gabaa, y fueron con él los hombres de guerra cuyos corazones Dios (el Espíritu) había tocado». Los corazones de los hombres están naturalmente inclinados a la rebelión, son impacientes al ser gobernados, especialmente por alguien que ha salido de una condición mezquina entre ellos. El Señor el Espíritu inclinó el corazón de esos hombres a someterse a Saúl, les dio la disposición para obedecerle. Más tarde, el Espíritu tocó el corazón de Saúl para perdonar la vida de David, derritiéndolo hasta tal punto que lloró (1 Samuel 24:16). De la misma manera, fue el Espíritu Santo Quien dio gracia a los hebreos ante los ojos de los egipcios —que hasta entonces los odiaban amargamente— para darles aretes (Éxodo 12:35-36).

3. En convencer de pecado. Pocos parecen entender que la conciencia en el hombre natural es inoperante a menos que sea despertada por el Espíritu. Como criatura caída, completamente enamorada del pecado (Juan 3:19), el hombre resiste y disputa contra cualquier convicción de pecado. «No contenderá mi espíritu con el hombre para siempre, porque ciertamente él es carne» (Génesis 6:3): el hombre, siendo «carne», nunca sentiría el menor desagrado por ninguna iniquidad a menos que el Espíritu excitara esos remanentes de luz natural que aún permanecen en el alma. Siendo «carne», el hombre caído es perverso contra las convicciones del Espíritu (Hechos 7:51), y permanece así para siempre a menos que sea vivificado y hecho «espíritu» (Juan 3:6).

4. En iluminar. Con respecto a las cosas Divinas, el hombre caído no solo está desprovisto de luz, sino que es «tinieblas» en sí mismo (Efesios 5:8). No tenía más aprensión por las cosas espirituales que las bestias del campo. Esto es muy evidente por el estado de los paganos. ¿Cómo, entonces, explicaremos la inteligencia que se encuentra en miles en la cristiandad, que aún no dan evidencia de que son nuevas criaturas en Cristo Jesús? Han sido iluminados por el Espíritu Santo (Hebreos 6:4). Muchos se ven obligados a investigar los temas bíblicos que no exigen nada a la conciencia ni a la vida; sí, muchos se deleitan en ellos. Así como las multitudes se complacían al contemplar los milagros de Cristo, quienes no podían soportar Sus escrutadoras demandas, así la luz del Espíritu agrada a muchos para quienes Sus convicciones son dolorosas.

Nos hemos detenido en algunas de las operaciones generales e inferiores que el Espíritu Santo realiza sobre los no elegidos, que nunca llegan a un conocimiento salvador de la Verdad. Ahora consideraremos Su obra especial y salvadora en el pueblo de Dios, enfocándonos principalmente en la absoluta necesidad de la misma. Debería facilitarle al lector cristiano percibir el carácter absoluto de esta necesidad cuando decimos que toda la obra del Espíritu dentro de los elegidos es plantar en el corazón un odio por y un aborrecimiento del pecado como pecado, y un amor por y anhelo de la santidad como santidad.

Esto es algo que ningún poder humano puede lograr. Es algo que la predicación más fiel como tal no puede producir. Es algo que la mera circulación y lectura de la Escritura no imparte. Es un milagro de gracia, una maravilla Divina, que nadie más que Dios la puede llevar a cabo.

Por supuesto, si los hombres son sólo parcialmente depravados (que es realmente la creencia actual de la gran mayoría de los predicadores y sus oyentes, que nunca han sido enseñados experimentalmente por Dios sobre su propia depravación), si en el fondo de sus corazones todos los hombres realmente aman a Dios, si son tan bondadosos que se les puede persuadir fácilmente para que se conviertan en cristianos, entonces no hay necesidad de que el Espíritu Santo ejerza Su poder omnipotente y haga por ellos lo que son totalmente incapaces de hacer por sí mismos. Y nuevamente: si «ser salvo» consiste simplemente en creer que soy un pecador perdido y en camino al infierno, y simplemente en creer que Dios me ama, que Cristo murió por mí y que Él me salvará ahora con la sola condición que yo «lo acepte como mi Salvador personal» y «repose en Su obra consumada», entonces no se requieren operaciones sobrenaturales del Espíritu Santo para inducir y capacitarme para cumplir esa condición; el interés propio me impulsa y una decisión de mi voluntad es todo lo que se requiere.

Pero si, por el contrario, todos los hombres odian a Dios (Juan 15:23, 25), y tienen mentes que son «enemistad contra Dios» (Romanos 8:7), de modo que «No hay quien busque a Dios» (Romanos 3:11), prefiriendo y determinando seguir sus propias inclinaciones y placeres. Si en lugar de estar dispuesto a lo bueno, «el corazón de los hijos de los hombres está en ellos dispuesto para hacer el mal» (Eclesiastés 8:11). Y si cuando se les dan a conocer las proposiciones de la misericordia de Dios y se les invita libremente a valerse de las mismas, «todos a una comenzaron a excusarse» (Lucas 14:18), entonces es muy evidente que el poder invencible y las operaciones transformadoras del Espíritu son indispensables si el corazón de un pecador es cambiado por completo, de modo que la rebelión dé lugar a la sumisión y el odio al amor. Por eso Cristo dijo: «Ninguno puede venir a mí, si el Padre (por el Espíritu) que me envió no le trajere» (Juan 6:44).

Además, si el Señor Jesucristo vino para defender y proclamar las altas exigencias de Dios, en lugar de suavizarlas e ignorarlas; si declaró que «estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que la hallan», en lugar de recomendar un camino ancho y espacioso que cualquiera encontraría fácil de recorrer; si la salvación que Él proveyó consiste en la liberación del pecado, la auto complacencia, la mundanalidad y la indulgencia de los deseos de la carne; si consiste del otorgamiento de una naturaleza que desea y determina vivir para la gloria de Dios, y agradarle en todos los detalles de la vida presente, entonces es perfectamente claro que nadie, sino el Espíritu Santo es capaz de impartir un deseo genuino por tal salvación. Y en lugar de que «aceptar a Cristo» y «descansar en Su obra consumada» sea la única condición para la salvación, Él exige que el pecador arroje las armas de su desafío, abandone todo ídolo, entregue sin reservas a sí mismo y a su vida, y lo reciba como Su único Señor y Maestro, entonces nada más que un milagro de gracia puede permitir que cualquier cautivo de Satanás cumpla con tales requisitos.

Contra lo dicho anteriormente, se puede objetar que no existe en el corazón de la gran mayoría de nuestros semejantes el odio a Dios que hemos afirmado, que si bien puede haber unos pocos degenerados, que se han vendido al Diablo y están completamente endurecidos en el pecado, sin embargo, el resto de la humanidad tiene una disposición amistosa hacia Dios, como es evidente por los incontables millones que tienen una forma u otra de religión. A tal objetor respondemos: El hecho es, querido amigo, que aquellos a quienes se refiere ignoran casi por completo al Dios de las Escrituras: han oído que Él ama a todos, se inclina benévolamente hacia todas Sus criaturas y es tan despreocupado que a cambio de sus actuaciones religiosas dará un guiño a sus pecados. ¡Por supuesto, no odian a un «dios» como este! Pero diles algo del carácter del Dios verdadero: que aborrece a «todos los que hacen iniquidad» (Salmos 5:5), que es inexorablemente justo e inefablemente santo, que es un soberano incontrolable, que «de quien quiere, tiene misericordia, y al que quiere endurecer, endurece» (Romanos 9:18), y su enemistad contra Él pronto se manifestará, una enemistad que nadie sino el Espíritu Santo puede vencer.

Puede objetarse de nuevo que, lejos de que el panorama sombrío que hemos esbozado anteriormente sea exacto, la gran mayoría de las personas desean ser salvas (de tener que sufrir el castigo por su pecado), y se esfuerzan más o menos por su salvación. Esto se concede fácilmente. Hay en todo corazón humano un deseo de liberación de la miseria y un anhelo de felicidad y seguridad, y aquellos que son expuestos a la Palabra de Dios están naturalmente dispuestos a ser liberados de la ira venidera y desean tener la seguridad de que el Cielo será su morada eterna, ¿quién quiere soportar las quemaduras eternas? Pero ese deseo y disposición es bastante compatible y consistente con el mayor amor al pecado y la más completa oposición del corazón a esa santidad sin la cual nadie verá al Señor (Hebreos 12:14). ¡Pero a lo que se refiere el objetor aquí es a algo muy diferente a desear el cielo en los términos de Dios y estar dispuesto a recorrer el único camino que conduce allí!

El instinto de auto conservación es lo suficientemente fuerte como para mover a multitudes a emprender comportamientos y penitencias con la esperanza de escapar del Infierno. Cuanto más fuerte es la creencia de los hombres en la verdad de la revelación Divina, más firmemente se convencen de que hay un Día del Juicio, en el que deben comparecer ante su Hacedor y dar cuenta de todos sus deseos, pensamientos, palabras y hechos y más serias y sobrias serán sus mentes. Dejemos que la conciencia los convenza de sus vidas malgastadas, y estarán listos para pasar una nueva hoja; que se convenzan de que Cristo está listo como una escalera de incendios y está dispuesto a rescatarlos, aunque el mundo todavía reclama sus corazones y miles están dispuestos a «creer en Él». Sí, esto lo hacen multitudes que todavía odian el verdadero carácter del Salvador y rechazan con todo su corazón la salvación que Él da. Muy, muy diferente es esto de una persona no regenerada que anhela la liberación del yo y del pecado, y la impartición de esa santidad que Cristo compró para Su pueblo.

A nuestro alrededor están aquellos que están dispuestos a recibir a Cristo como su Salvador, quienes no están dispuestos a entregarse a Él como su Señor. Quieren Su paz, pero rechazan Su «yugo», sin el cual Su paz no se puede encontrar (Mateo 11:29). Admiran Sus promesas, pero no se preocupan por Sus preceptos. Descansarán sobre Su obra sacerdotal, pero no estarán sujetos a Su cetro real. Creerán en un «Cristo» que se adapte a sus propios gustos corruptos o sueños sentimentales, pero desprecian y rechazan al Cristo de Dios. Como las multitudes de antaño, quieren Sus panes y peces, pero por Su enseñanza que escudriña el corazón, que marchita la carne y que condena el pecado, no tienen apetito. Lo aprueban como el Sanador de sus cuerpos, pero como el Sanador de sus almas depravadas no lo desean. Y nada más que el poder que obra milagros del Espíritu Santo, puede cambiar este prejuicio y doblegar cualquier alma.

Es justo porque la cristiandad moderna tiene una estimación tan inadecuada de los efectos universales y espantosos que ha producido la Caída, que la necesidad imperativa del poder sobrenatural del Espíritu Santo ahora se comprende tan poco. Es debido a que tales concepciones falsas de la depravación humana prevalecen tan ampliamente que, en la mayoría de los lugares, se supone que todo lo que se necesita para salvar a la mitad de la comunidad es contratar a algún evangelista popular y cantante atractivo. Y la razón por la que tan pocos son conscientes de las terribles profundidades de la depravación humana, la terrible enemistad de la mente carnal contra Dios y el odio innato e inveterado del corazón hacia Él, es porque Su carácter es ahora tan raramente declarado desde el púlpito. Si los predicadores entregaran el mismo tipo de mensajes que Jeremías en su edad degenerada, o incluso como lo hizo Juan el Bautista, pronto descubrirían cómo sus oyentes se verían realmente afectados hacia Dios; y entonces percibirían que, a menos que el poder del Espíritu acompañase su predicación, sería mejor que ellos guardarán silencio.

El Espíritu Santo

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