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2. FRANCISCO FRANCO, CUARENTA AÑOS DESPUÉS

Alfonso Botti Università degli Studi Carlo Bo-Modena

Fue cuando el presidente del Gobierno, Carlos Arias Navarro, con voz quebrada y cara de ultratumba, apareció en la pantalla de la televisión, a las diez de la mañana del 20 de noviembre de 1975, cuando los españoles se enteraron. «Españoles... Franco ha muerto», fueron sus primeras palabras. Después de una complicada y larga agonía, el dictador, que había tenido durante treintaiséis años (sin contar los de la Guerra Civil) el derecho de vida y de muerte sobre los españoles, finalmente había fallecido.1

Como confirmación de que la fractura social, política y cultural de 1936 no se había sanado, una parte de los españoles lloró, otra hizo fiesta en sus hogares. Nadie salió a la calle. La mayoría se quedó a la espera de los acontecimientos, convencida, en todo caso, de la necesidad de pasar página. La obstinación terapéutica había conseguido mantener a Franco con vida hasta el 20 de noviembre: el mismo día en el cual, en 1936, había sido fusilado el fundador de la Falange, José Antonio Primo de Rivera. Al lado del «ausente», con quien nunca se había llevado bien y del cual había aguantado muy mal la competencia en el plano simbólico, el dictador fue a continuación sepultado en el triste Valle de los Caídos, el mausoleo que alrededor de veinte años antes había encargado levantar también con el trabajo forzoso de los presos del ejército republicano.

La muerte de Franco no produjo una inmediata ruptura del ordenamiento franquista, que le sobrevivió durante más de un año, aunque ahora bajo la jefatura de Estado del rey Juan Carlos de Borbón, que el dictador había elegido como su sucesor. Solo empezó a plantearse realmente un cambio a fondo del régimen cuando, en el verano de 1976, el rey, consciente que de otra forma la monarquía no tendría porvenir, deslegitimó a Arias Navarro y encargó a Adolfo Suárez formar un nuevo gobierno, al que a continuación sostuvo en el complicado camino hacia la democracia. Un camino que llevó a la recuperación de la soberanía por parte de la ciudadanía mediante las elecciones de junio de 1977.

En la Europa occidental de la segunda posguerra ningún régimen se había empeñado con igual centralismo aplastador sobre las diferencias culturales y lingüísticas, imponiendo aquella nacionalización coactiva (y por ende totalitaria) que habría dejado heridas muy hondas de las cuales todavía se encuentran las consecuencias en Cataluña y en el País Vasco. Ninguna dictadura, al margen de la portuguesa de Salazar y Caetano, había sido tan larga y superado sin daños, es decir, sin trastornos políticos profundos en el interior del país, la ruptura de 1945.

Frente a Portugal, sin embargo, España, precisamente cuando media Europa había caído (Italia, Portugal, Hungría, Polonia) o estaba a punto de caer (Alemania, Austria, Grecia) bajo dictaduras militares, autoritarias o fascistas, había conocido a lo largo de la Segunda República la irrupción de las masas en la vida pública y puesto en marcha con los partidos obreros, a lomos de la ola de un entusiasmo inversamente proporcional a la prudencia política, un amplio y radical programa de reformas. Quizá demasiado revolucionarias y concomitantes como para desarmar a las derechas, de las que tras las elecciones de noviembre de 1933 dependía el Gobierno del Partido Radical. Pero, divididas entre sí y con el radicalismo hundido por la corrupción, las derechas habían sido derrotadas en febrero de 1936, cuando una alianza de Frente Popular, que de esta forma se estrenaba en el panorama europeo (adelantando lo que pasaría unos meses después en Francia), triunfó en las elecciones. En los meses siguientes un débil gobierno republicano no había conseguido ni encauzar los conflictos sociales, ni parar la violencia política falangista callejera, por un lado, ni la iconoclastia anticlerical por otro. Se lo habían dificultado unas izquierdas radicales (anarquistas, trotskistas, caballeristas del PSOE y comunistas del PCE) que anunciaban la inminente revolución (cada cual a su manera), coincidiendo tan solo en el rechazo de la «democracia burguesa». En este clima muy tenso cuajó la conspiración militar, que venía de atrás y que llevó al alzamiento del 17 y 18 de julio de 1936. Un golpe que habría tenido que concluirse rápidamente con la instauración de una dictadura militar y que, debido a su fracaso, llevó al conflicto civil.2

Fue justamente la Guerra Civil la que puso en primer plano al más joven de los generales involucrados en la conspiración, de la cual Franco no había sido ni el ideador, ni el principal propulsor. Su ascensión había sido rápida, pero no fulgurante. Del héroe guerrero que la propaganda construyó después, su biografía no presentaba por entonces ni huella. Sin embargo, cuando se trató de combatir, la Legión a su mando se convirtió en decisiva gracias al puente aéreo, facilitado por los aviones enviados por Mussolini y Hitler, que la trasladó a Andalucía. Mientras tanto el jefe de la rebelión, el general Sanjurjo, había fallecido en un accidente de avión, el líder de la derecha radical parlamentaria, Calvo Sotelo, había sido asesinado el 13 de julio y Primo de Rivera estaba preso en la cárcel de Alicante. Fue por estas razones por las que a finales de septiembre de 1936 los generales rebeldes nombraron a Franco jefe de los ejércitos, del Gobierno y del Nuevo Estado en construcción. Unos meses después, en abril de 1937, se ubicó también en la cumbre del partido único, la FET y las JONS, después de la unificación, de la cual su fascistísimo cuñado, Ramón Serrano Súñer, había sido el promotor y arquitecto.

Las ayudas de Mussolini y Hitler durante la Guerra Civil facilitaron la deriva fascista del régimen durante el conflicto y en los primeros años siguientes. Y posiblemente de esta naturaleza hubiera sido el resultado final del régimen en construcción de no haberse producido la intervención de EE. UU. en la Segunda Guerra Mundial y el desembarco de las tropas estadounidenses en las costas de África en noviembre de 1942. A partir de entonces Franco empezó a poner en marcha una paulatina maniobra de desenganche del Eje y una paralela operación cosmética para acreditar a los ojos del mundo otra España diferente con relación al fascismo y al nazismo. La maniobra se concretó con el acercamiento a los aliados y el estreno de una doble diplomacia: la operación cosmética con la defenestración de Serrano Súñer. En 1945 Franco acabó su operación de lavado de cara del régimen. Declaró que se había negado a entrar en el Eje en la tremenda guerra que acababa de terminar (cuando en realidad sus reivindicaciones para hacerlo habían sido consideradas demasiado onerosas por Hitler), que había desarrollado una política humanitaria frente a las persecuciones antijudías (mientras que hasta 1942-1943 las autoridades franquistas concedieron con cuentagotas los permisos de tránsito a los judíos que querían atravesar España para embarcarse desde Portugal hacia EE. UU.) y que había enviado la División Azul a Rusia no como aliado de la Alemania nazi, sino para luchar contra el comunismo. En el propio 1945 hizo aprobar el Fuero de los Españoles, donde los derechos escritos sobre el papel quedaron en papel mojado, pero que le sirvió para intentar presentar a España como una «democracia orgánica». Despiadado en el plano interno con los presos de guerra y los opositores, así como lo había sido con los enemigos durante la Guerra Civil, no le faltó la inteligencia política para garantizar la supervivencia de su dictadura en el nuevo panorama internacional marcado por la Guerra Fría. De esta forma, a pesar del aislamiento internacional y con un país hambriento debido a la política económica autárquica, Franco consiguió superar el único momento en que el régimen del cual se había convertido en el héroe epónimo corrió el riesgo de ser derrotado. Una derrota que habían esperado inútilmente los cientos de miles de exiliados republicanos (varios millares de los cuales combatieron en la resistencia antinazi francesa), convencidos de que la liberación de Europa se habría extendido a la España franquista.

No fue lo que pasó y Franco falleció como jefe del Estado treinta años después. Sobre la duración de su régimen los historiadores siguen investigando y buscando respuestas, coincidiendo con respecto a los motivos principales. La división del mundo en dos bloques a raíz de la Guerra Fría y la capacidad de la dictadura española de presentarse como baluarte y centinela de Occidente contra el comunismo fueron sin lugar a dudas la causa principal. La tremenda represión en el plano interno, que impidió a la oposición organizarse y levantar la cabeza hasta el tardofranquismo, fue la segunda. El apoyo de la Iglesia católica, por lo menos hasta el Concilio Vaticano II, al régimen clerical de Franco, que algunos ambientes de la Curia romana apuntaron como magnífico modelo de estado católico, fue el tercero. A las causas anteriormente dichas hay que sumar la camaleónica capacidad del dictador de amoldarse al variar del contexto internacional y de dosificar la presencia en sus ejecutivos de las diferentes familias y culturas políticas que le apoyaban. Emblemáticos, desde este punto de vista, fueron la progresiva marginación de la componente falangista, sin cortar nunca con ella; la utilización de un personal procedente del catolicismo político, conservador antes y tecnocrático vinculado al Opus Dei después, y la capacidad de guardar hasta 1969 la fidelidad de ambas ramas dinásticas, por lo que se refiere a la familia monárquica, a pesar de un reino (proclamado en 1947) que existía tan solo sobre el papel. Le facilitó la tarea una impresionante campaña de propaganda que a lo largo de los años construyó sobre su figura mitos diferentes, como ha apuntado Antonio Cazorla: el mito del héroe militar (por su actuación en la guerra de Marruecos), el del salvador de la patria (a raíz de su triunfo en la Guerra Civil), el del hombre de paz (por no haber ingresado en el segundo conflicto mundial), el del gobernante prudente (por haber liderado la difícil reconstrucción del país y garantizado un largo periodo de paz) y, finalmente, el del modernizador (en virtud del boom económico de los años sesenta). Mitos a los cuales hay que añadir el póstumo de un Franco artífice de la democratización de España (por haber elegido como sucesor a Juan Carlos).3

Sin embargo, la realidad histórica queda bastante lejos de los mitos. Todas las investigaciones solventes apuntan a que fue a pesar de Franco y de su obsoleta dictadura que España empezó a cambiar a lo largo de los años sesenta y que la sociedad civil, verdadera clave del cambio sucesivo, consiguió desarrollarse y alcanzar una gran madurez gracias también al empuje de una oposición antifranquista capaz de crear espacios de libertad que desafiaban los límites represivos del régimen.4 Perdido el contacto con la realidad del país, Franco no previó el impacto de los cambios en la política económica de finales de los años cincuenta, que había aceptado sin enterarse de las consecuencias; no entendió lo que había ocurrido en la Iglesia, que después de haberlo legitimado y apoyado a lo largo de muchos años, en una parte relevante (sobre todo en las asociaciones juveniles católicas y entre los curas jóvenes) se había convertido en opositora. Y al no entender nada de un mundo en el cual se había quedado como forastero, reaccionó, hasta in limine vitae, de la única forma de la que era capaz: rechazando las peticiones de gracia (incluso por parte de Pablo VI) para las cinco ejecuciones llevadas a cabo el 27 de septiembre de 1975 y convocando para el 1 de octubre, frente a las protestas internacionales, un multitudinario mitin en la habitual Plaza de Oriente. Allí quiso denunciar, una vez más, el contubernio comunista. Fue su último discurso.

NOTA. El autor participa del proyecyo «Derechas y nación en la España contemporánea. Culturas e identidades en conflicto» (HAR2014-53042-P), financiado por la Dirección General de Investigación Científica y Técnica, del Ministerio español de Economía y Competitividad.

1 Para una completa biografía del dictador, Paul Preston: Franco. Caudillo de España, Barcelona, Debate, 1994 (última edición actualizada, 2015).

2 F. Del Rey: Palabras como puños. La intransigencia política en la Segunda República española, Madrid, Tecnos, 2011; G. Ranzato: La grande paura del 1936. Come la Spagna precipitò nella guerra civile, Roma-Bari, Laterza, 2011. Y para la actitud de la Iglesia, la introducción en A. Botti (ed.): Luigi Sturzo e gli amici spagnoli. Carteggi (1924-1951), Soveria Mannelli, Rubbettino, 2012, pp. VII-CXXIII.

3 A. Botti: Cielo y dinero. El nacionalcatolicismo en España (1881-1975), Madrid, Alianza Editorial, 1992 (2008); I. Saz: España contra España. Los nacionalismos franquistas, Madrid, Marcial Pons, 2003; J. Rodrigo: Hasta la raíz. Violencia durante la guerra civil y la dictadura franquista, Madrid, Alianza, 2008; Z. Box: España, Año Cero. La construcción simbólica del franquismo, Madrid, Alianza Editorial, 2010; L. Zenobi: La construcción del mito de Franco. De jefe de la Legión a Caudillo de España, Madrid, Cátedra, 2011; A. Cazorla: Franco, autobiografía del mito, Madrid, Alianza, 2015.

4 V. Pérez Díaz: El retorno de la sociedad civil, Madrid, Instituto de Estudios Económicos, 1987; X. Doménech: Quan el carrer va deixar de ser seu. Moviment obrer, societat civil, canvi polític, 1966-1978, Barcelona, Publicacions de L’Abadía de Montserrat, 2002; P. Ysàs: Disidencia y subversión. La lucha del régimen franquista por su supervivencia, Barcelona, Crítica, 2004; P. Radcliff: Making democratic citizens in Spain. Civil Society and the Popular Origins of Transition, 1960-1978, Basingstoke, Palgrave Macmillan, 2011; E. Treglia: Fuera de las catacumbas. La política del PCE y el movimiento obrero, Madrid, Eneida, 2012.

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