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1. NO SOLO ÉLITES.

LA LUCHA POR LA DEMOCRACIA EN ESPAÑA

Ismael Saz Universitat de València

Para situar esta exposición conviene partir de dos precisiones iniciales, desde mi punto de vista, fundamentales. En primer lugar, entiendo la transición a la democracia como un pasaje de un tipo de régimen dictatorial a una democracia parlamentaria. Es decir, como un proceso político delimitado por el nombramiento de Adolfo Suárez como presidente de gobierno en julio de 1976 y la aprobación de la Constitución en diciembre de 1978. La primera fecha, porque es entonces cuando los principales actores, tanto los «reformistas» que vienen del régimen como los que lo hacen de la oposición antifranquista, son conscientes de que había que «transitar» necesaria e ineludiblemente hacia la democracia. La disyuntiva fundamental venía a fijarse por lo tanto no ya en el objetivo final del proceso –la democracia–, sino en el quién dirigiría el cambio; lo que obviamente afectaba a algunas de las características y de los tiempos de dicho tránsito. La fecha conclusiva es clara: en diciembre de 1978 se cierra un proceso constituyente que significa no otra cosa que la existencia de un sistema democrático en España. La segunda precisión a que me refería es la que pretende situar la transición política a la democracia parlamentaria, tal y como la hemos definido, como una parte, solo una parte, de algo mucho más amplio: la lucha por la democracia y su conquista definitiva.

Entiendo que estas puntualizaciones son fundamentales para evitar una serie de imprecisiones, distorsiones y hasta, en ocasiones, ocurrencias que terminan por resolverse en una ceremonia de la confusión al parecer inevitable, indefinida y constantemente retroalimentada. De algunas de estas cosas me ocuparé en lo sucesivo, pero considero que, por encima de cualquier otra consideración, todo apunta a lo que ha venido a convertirse en la cuestión cada vez más central, que no es otra que la de la existencia de dos enfoques, de dos visiones antagónicas y, desde luego, simplificadoras de la transición y todas sus consecuencias: aquella que la sacraliza y aquella que la demoniza; aquella que la contempla como ejemplar y aquella que incide solo en todos sus límites y carencias; aquella que llega a considerarla como un modelo incluso exportable y exportado y aquella que subraya la existencia, en el espacio y en el tiempo, de otras «transiciones» no menos «modélicas»... Se podría seguir con la lista de contraposiciones, pero bastaría con recordar la última, pero no menos importante: la que opone la visión de la transición modélica y fuente de todos los bienes y virtudes de la actual democracia española a aquella otra que la ve como el origen de todos los males, perversiones y déficits democráticos actuales.

RELATOS MÍTICOS Y MÍTICOS CONTRARRELATOS DE UN ABSOLUTO LLAMADO TRANSICIÓN

Todas las contraposiciones señaladas apuntan a la transmutación de «la transición» en un absoluto, en un todo que pre-ordena todos los factores y a los actores políticos y que termina por atrapar cualquier tipo de fenómeno, ya sea este cultural, social, económico, etc., que le sea cronológicamente próximo. De este modo, el «todo» ordena las partes para convertirse en una clave-explícalo-todo, la cual paradójicamente no necesitaría ser explicada. Hasta los contornos cronológicos serán (pre)fijados muchas veces, no a partir de premisas metodológicas claramente formuladas, sino como aplicación retrospectiva de las tesis, juicios o visiones que se defienden.

Porque, en efecto, habría que señalar con fuerza que el propio término transición no deja de ser un producto retrospectivo, política e ideológicamente cargado desde el momento mismo en que se empezó a utilizar, así como en sus sucesivas caracterizaciones. No está de más constatar al respecto que aún carecemos de la más elemental de las aproximaciones al estudio de un objeto: el análisis del proceso por el cual un término más o menos difuso o indefinido se va convirtiendo en concepto hasta configurarse ni más ni menos que en una etapa de la historia contemporánea de España.

Desde luego, se habló de transiciones en otros momentos de la historia de España o de la historia universal. Bastará recordar, para la primera, la idea de estar ante un proceso de cambio, no ya con la proclamación de la Segunda República, sino con el propio fin de la dictadura de Primo de Rivera.1 Para la segunda, no está de más recordar que la década de los setenta era en términos historiográficos la del gran debate acerca de «la transición del feudalismo al capitalismo», y no hay por qué descartar que esto ayudara a algunos autores marxistas a aceptar un término que en principio habría podido resultarles extraño.2 Porque si bien es verdad que era lógico que en los medios del antifranquismo se contemplara, y desde muy pronto, que algún tipo de transición debía darse en el momento del pasaje de la dictadura a la democracia,3 no lo es menos que esta noción viene empleada –diría que de forma pionera– por sectores del régimen, o que vienen de él, al hilo de las previsiones «sucesorias».4

En cualquier caso, conviene subrayar que ninguna periodización de la transición es políticamente neutra. Así, se ven «pretransiciones» en 1956 o 1962, fechas que hay quien considera, incluso, como fechas de inicio de la propia transición, aunque para esto sean más frecuentadas las de 1969, 1973 o 1975. Y algo similar pude decirse de cuando se modulan los posibles finales del proceso en 1979, 1982 o 1986. Por supuesto, el hecho de que las distintas periodizaciones estén políticamente cargadas no inutiliza necesariamente su valor heurístico, pero sí debería exigir mayores esfuerzos de precisión y clarificación. Sobre todo, porque al final, el «baile» de fechas y conceptos es tal que nada termina de ser completamente reconocible. Así sucede con la prolongación en el tiempo de una serie de crisis del régimen que no se sabe muy bien en qué lugar dejan a la transición, o con la prolongación de las «etapas» de la transición, que empezando por el «hecho biológico» concluirán siete años más tarde.5 Todo esto por no entrar en la problemática de la existencia de múltiples y variopintas «transiciones» (económica, social, cultural, militar, eclesiástica, de la prensa, municipal...) que terminan por «devorar» todos los procesos fagocitándolos en un solo «concepto». Y no otra cosa puede decirse de las sucesivas y parece que ilimitadas transiciones: la primera, la segunda, la tercera presente o la cuarta futura. Todo a placer. No deja de ser sintomático en este sentido que haya autores que, aunque con contribuciones relevantes, no puedan evitar la tentación de diferenciar entre una «Transición de la dictadura a la democracia» (1975-1982) y una «Transición como periodo histórico» que sería en la que estaríamos instalados desde hace cuarenta años.6

Podríamos sintetizar lo expuesto señalando que el, los absolutos, de la transición se articulan como relatos alternativos de algo cuya existencia se reconoce y magnifica, para lo bueno y para lo malo, pero ignorando que ese algo, el término-concepto transición, es en sí mismo el producto de uno o varios relatos.7 Y es a partir de aquí cuando podemos intentar profundizar algo más en el tema de los relatos contrapuestos, de lo que los diferencia y de lo que tienen en común.

Porque en común tienen, en efecto, en muchos de los casos, un posicionamiento de los autores de las distintas aproximaciones a la transición, en el que parece imponerse la voluntad de legitimar o deslegitimar, sobre la de entender el proceso en toda su complejidad. Con frecuencia, el autorconstructor de un relato determinado se convierte de hecho en el juez dispuesto a explicar lo que se hizo bien y lo que se hizo mal, lo que se tenía que haber hecho pero no se hizo o lo que se hizo estupendamente bien, y así sucesivamente.

Como quiera que generalmente hay una correspondencia entre las valoraciones, positivas o negativas, de cuestiones y actitudes parciales y el «juicio» de conjunto sobre la transición, lo que viene continuamente retroalimentado es el mito, en positivo, de la transición, pero también el no menos mito, en negativo, de la transición. Es decir, se trata, en suma, de la existencia de dos relatos que se articulan desde la voluntad, a veces explícita a veces implícita, de intervenir retrospectivamente en los procesos; casi como si hubiera una necesidad de saldar cuentas con el pasado, en ocasiones más personales que colectivas. Una vez reconocido que hay un mito sacralizador de la transición y otro mito demonizador de esta y que ambas construcciones míticas tienen una poderosa capacidad para articular cada uno de los relatos, podríamos dar un paso más a la hora de localizar alguna otra semejanza significativa.

Y la más importante de las semejanzas es, desde mi punto de vista, aquella a la que remite al propio título de este texto: la que se refiere al tratamiento del papel de las élites. Esta aseveración podría parecer obvia en lo que tiene que ver con la visión sacralizada, positiva, benevolente, hegemónica si se quiere, de la transición. En efecto, desde esta perspectiva todo puede aparecer como algo beatífico, casi como un concurso de santos: desde el rey a Suárez pasando por Álvarez-Miranda, desde Santiago Carrillo a Felipe González, pasando por Alfonso Guerra y algunos más, y así sucesivamente hasta configurarse una especie de desfile de actores que parecerían como ungidos por la historia para llevar a feliz término la más dificultosa de todas las tareas históricas imaginables, la de la transición española a la democracia. De una forma más elaborada, se puede hablar de «élites», de élites reformistas provenientes del régimen franquista y de las élites procedentes del antifranquismo, pero en última instancia el discurso no cambia: todas hicieron lo que debieron, todas fueron conscientes de la importancia del momento histórico, todas contribuyeron, con su lucidez y sentido de la responsabilidad, a crear y recrear el gran instrumento que hizo posible la transición: el consenso.

Tampoco es muy diferente el discurso en lo tocante al papel decisivo de las élites en la otra construcción alternativa, en la del mito –negativo– de la transición. Porque, aquí, dado el supuesto de que la transición concluyó con una democracia incompleta y «deficitaria», no hay más que subrayar las continuidades de todo tipo respecto al franquismo. Y no hace falta esforzarse mucho en encontrar a los responsables de todas estas continuidades. De un lado, es casi una tautología, las élites franquistas. Y por aquí se articularán visiones más críticas de las posiciones, cambiantes, del rey, de Adolfo Suárez y de tantos otros cuya conversión a la democracia habría sido eso, una «conversión», además tardía y de inciertos ritmos, tiempos y límites. Pero, de otro lado, casi como complemento necesario, las élites procedentes del antifranquismo no saldrían mejor paradas. Por supuesto, caben aquí todos los matices que se quieran, pero en general podría decirse que esas élites antifranquistas no supieron analizar correctamente las sucesivas situaciones y no supieron estar a la altura de las circunstancias. Se trataría de actores, sectarios a veces, oportunistas en ocasiones, propensos a claudicar cuando no a traicionar. Y, claro está, dispuestos a desmovilizar, a derrochar podríamos decir, ese supuesto capital político políticamente imbatible que habría sido la movilización popular.

Y es por aquí, si bien se ve, por donde aparecen por primera vez en este relato demonizador las masas, esa movilización popular cuya ausencia algunos celebran como condición para el triunfo del proceso democratizador,8 y la que otros directamente minusvaloran, como es obvio cuando se trata de reafirmar el papel de las élites reformistas.9 También se puede dar un cierto reconocimiento de las dinámicas populares, aunque presentadas en clave subordinada. Y no faltan, en fin –todo lo contrario–, quienes terminan por subsumir al conjunto de los sectores populares en el papel de sujeto paciente de todas las manipulaciones, distorsiones o claudicaciones.10 Por supuesto, estas distinciones son más complejas de lo aquí expuesto, pero en sus transversalidades y permutaciones, en los distintos autores y para los diversos tiempos y circunstancias, podría decirse que en el sustrato mítico de la transición sacralizada y en el sustrato mítico de la transición demonizada, la sociedad civil es, por activa o por pasiva, la gran ausente.11 En lo que sigue, aunque sin grandes pretensiones de originalidad, intentaremos poner de manifiesto algunas cuestiones esenciales para un enfoque alternativo a los que hemos venido considerando.12

LA DEMOCRACIA COMO CONQUISTA DEMOCRÁTICA (LO QUE PODRÍA PARECER REDUNDANTE... PERO NO LO ES)

1. A la altura de 1975, la dictadura franquista estaba tan descompuesta como el dictador que la encarnaba, hasta el punto de que la evolución física de Franco parecía una metáfora de la del propio régimen. A la defensiva y en estado de franca descomposición, la dictadura franquista había ido acumulando derrotas y retrocesos en la cuestión central para todo régimen político, que es la de las relaciones con la sociedad. En efecto, a partir de 1956 el distanciamiento del mundo de la Universidad y de la alta cultura es cada vez más amplio y rotundo. Desde 1965 no existe ya ni siquiera el principal instrumento de control de los estudiantes universitarios, el SEU. El progresivo alejamiento de sectores cada vez más amplios del catolicismo fue corroyendo aquel formidable mecanismo de legitimación que había proporcionado la Iglesia. Los intentos falangistas de relanzamiento de los sindicatos oficiales habían constituido un fiasco, como tuvieron que reconocer las fuentes del propio régimen y como pusieron meridianamente de manifiesto las elecciones sindicales de 1975, las cuales, con Franco vivo, venían a suponer la pérdida de facto del principal instrumento de control de ese sector fundamental de la sociedad constituido por los trabajadores. También las fuentes del propio régimen daban cuenta de la conciencia de este de que estaba perdiendo la batalla regional-nacional. El creciente movimiento ciudadano, en fin, prometía cerrar el círculo de la articulación en clave antifranquista de todo lo que en la sociedad se movía.13

2. Pero la dictadura «no cayó», y ni siquiera fue derribada tras la desaparición de Franco, quien, como se ha repetido hasta la saciedad, murió «en la cama». Pero aquí conviene tomar en consideración algunas cuestiones no siempre suficientemente valoradas. Sí que lo han sido, justamente, las que han llamado la atención sobre la existencia de evidentes, aunque cada vez más pasivos que activos, apoyos sociales a la dictadura; pretender lo contrario sería presentar al franquismo como el único régimen antidemocrático de la historia sin apoyos sociales, lo cual es lógicamente absurdo. También se ha recalcado justamente la existencia de los traumas procedentes de la Guerra Civil –el «nunca más» una guerra civil– y, aunque algo menos, el trauma de la terrible, cruenta y cruel represión de la posguerra. El primero pudo tener efectos de no movilización y no politización de segmentos potencialmente enemigos de la dictadura, al tiempo que pudo potenciar el cínico discurso del régimen sobre la paz y contra «la política». El segundo, el relativo a la represión –que perdió progresivamente sus connotaciones más trágicas pero sin desaparecer nunca–, hubo de tener no menores efectos paralizantes, sobre los cuales, sin embargo, se pasa más de una vez de puntillas.

Pero no se ha incidido con la fuerza necesaria, en mi opinión, en un factor fundamental que contribuye a explicar también por qué Franco «murió en la cama», y que no es otro sino ese «en la cama», lugar donde mueren los dictadores que no quieren irse o que no son forzados a ello por circunstancias extraordinarias. Veamos, si no, algunos ejemplos. Todas las dictaduras fascistas, fascistizadas y en general antiliberales de Europa fueron barridas por la derrota de los fascismos en 1945, porque así lo quisieron los vencedores. Hubo dos excepciones, en Portugal y España, también porque así lo quisieron los vencedores. La dictadura griega, la de «los coroneles», cayó tras una absurda locura de política exterior, como lo hará, tras la guerra de las Malvinas, la dictadura argentina. La dictadura portuguesa cayó por un movimiento militar y el Chile de Pinochet a raíz de que el dictador aceptase someterse a un mecanismo de consulta popular. El sistema soviético, en su conjunto, se disolvió, implosionó, a partir de la aceptación de los procesos que conducirán a su desaparición, y desde la renuncia, además, por parte del poder a la utilización de la violencia.14 Hay más ejemplos y situaciones, sin duda más complejas, pero si algo está meridianamente claro es que a diferencia de cuanto acabamos de comentar, Franco nunca quiso irse, mantuvo siempre el control del Ejército, estuvo dispuesto en todo momento a utilizar todos los mecanismos represivos –de forma creciente en los últimos años– y nunca nadie le presionó para que se fuera (la comparación en este último aspecto con lo sucedido recientemente respecto a las «primaveras árabes», Libia o Siria, es tan sangrante como clarificadora).15

3. La muerte de Franco no abre la transición a la democracia. Simplemente inicia un proceso en el que las élites del franquismo, empezando por el rey designado, articulan diversos proyectos en los que la continuidad y la reforma se combinan de diverso modo según los protagonistas. En un primer momento será hegemónico el proyecto reformista en el que están embarcados el rey, Arias, Areilza y Fraga. Es verdad que no todos son iguales, pero no es menos cierto que no aparece por ningún lado la perspectiva de la construcción de una verdadera democracia parlamentaria. Existe un proyecto de reforma del régimen que debería abocar a una pseudodemocracia posfranquista. Este es el proyecto reformista. Esta es la reforma y no hay constancia alguna de que el rey ni ninguno de sus ministros aspirasen a una democracia similar a la actual. Otra cosa es la proyección retrospectiva de actitudes y conversiones posteriores a la democracia.16

Pues bien, es ese proyecto de reforma el que viene dinamitado por el extraordinario protagonismo de las movilizaciones obreras y populares, de la sociedad civil en su conjunto, en el primer semestre del año 1976, sin que falte siquiera el hecho de que la oposición antifranquista, unida por primera vez desde el fin de la Guerra Civil, pase a la ofensiva. Se consiguió paralizar la operación reformista y que, ahora sí, algunas de las élites franquistas, con el rey a la cabeza, se convencieran de que ya no había ninguna alternativa posible a la democracia, de que ese era el camino que se debía seguir si, además, se pretendía mantener la hegemonía a lo largo de este.

Ahora bien, hay que constatar de nuevo que esa sociedad extraordinariamente movilizada en los primeros meses de 1976 no lo fue hasta el punto de forzar la caída del aparato franquista o un cambio radical. Es en este terreno donde entran de lleno todas las especulaciones acerca de la incapacidad o falta de voluntad de la oposición antifranquista, del PCE especialmente, para lanzar algo así como una ofensiva definitiva. ¿Era esto posible? Lógicamente, también en este terreno caben, a voluntad, todas las interpretaciones y opiniones. Pero si entramos en el terreno de lo verificable habrá que convenir que las grandes movilizaciones habían estado muy ligadas a la negociación colectiva y, aunque crecientemente politizadas, estaban bastante lejos de protagonizar una dinámica «revolucionaria». Ni siquiera se entró en esa dinámica en las zonas más movilizadas, y experiencias posteriores demuestran que la perspectiva de una huelga general abierta y directamente política estaba bastante lejana incluso para los sectores populares más movilizados. Lo sorprendente de todo esto es que a día de hoy, cuarenta años después, sigamos careciendo de los pertinentes trabajos de investigación acerca de las actitudes sociales específicas en aquellos momentos concretos. Y es esta carencia la que permite que sigamos moviéndonos a placer en el terreno de los juicios de valor.

4. Hay pocas dudas de que con el nombramiento de Adolfo Suárez las élites reformistas del régimen recuperaron la iniciativa que habían perdido. Pero lo hicieron porque finalmente habían comprendido que la alternativa no era entre pseudodemocracia posfranquista y democracia plena, sino entre democracia y democracia. En este sentido, cabe precisar que aunque esas élites seguían hablando de reforma lo que estaban abrazando era el programa de la ruptura: reconocimiento de la soberanía popular, de los derechos fundamentales, amnistía amplia, desaparición del partido único y sus organizaciones... Es por todo esto por lo que se puede convenir –y un sector muy amplio de los estudiosos han convenido en ello– que es entonces, en julio de 1976, cuando se inicia la transición a la democracia propiamente dicha.17

Por todo esto y porque todos los actores significativos apuestan por ese objetivo, ya común. Pero esto no quiere decir que estos actores estuvieran dispuestos a avanzar alegremente por la vía del consenso. Transición, insisto, a la democracia quiere decir que existen distintas posiciones sobre el alcance, profundidad, tiempos y límites del proceso; y quiere decir también que existirá una confrontación, una pugna, para dirimir quién va a asumir la dirección del proceso. Así pues, lo que hay son pugnas, confrontación y pruebas de fuerza. Y parece claro que en todos estos terrenos se impondrá, al menos hasta enero de 1977, la línea reformista. Lo hizo muy significativamente en lo que se refiere a la jornada de lucha convocada para el 12 de noviembre y también en lo que toca al referéndum sobre la Ley para la Reforma Política.

5. Podría hablarse, con todos los matices que se quiera, de dos victorias gubernamentales que fueron dos derrotas de la oposición. Pero conviene incidir en que para que una y otra cosa sucediesen había hablado alguien más, alguien que iba a dictaminar hacia dónde, y cómo, iba a ir el proceso. Y ese «alguien» era el mismo que había dado al traste con la reforma posfranquista: la sociedad, que si en los primeros meses de 1976 había «hablado» en una dirección, ahora parecía hacerlo en una distinta. Conviene subrayar esto porque de lo contrario se caerá en las simplificaciones posleninistas, postrotskistas, o lo que sea, de la traición del partido (reformista, revisionista, carrillista, etc.). Porque en el terreno de las mitificaciones y debates parece que se olvida que la convocatoria para la protesta del 14 de noviembre de 1976 tenía perfiles políticos bastante bajos: estaba convocada por los sindicatos (Coordinadora de Organizaciones Sindicales), no se planteaba como una huelga general, sino como una «jornada de paro de 24 horas», y sus reivindicaciones –contra recientes medidas económicas y sindicales del Gobierno– eran relativamente limitadas. Por supuesto que nadie ignoraba que la importancia de la jornada iba más allá de todo esto. Pero no está de más subrayar que lo limitado de los objetivos señala con claridad la percepción absolutamente mayoritaria de que (aún) no se podía ir más allá; de que la mayoría de los trabajadores a que se apelaba no apostaba, o al menos no lo hacía todavía, por una movilización abiertamente política. Otra cosa es que haya gentes dispuestas a ganar, sobre el papel y retrospectivamente, batallas que perdieron o que ni siquiera combatieron.

El hecho de que una movilización sin objetivos políticos explícitos estuviera lejos, aun así, de tener la amplitud que se esperaba revela algo que los estudiosos conocemos perfectamente, aunque a veces se nos olvide cuando lo proyectamos sobre la transición: el peso de los traumas. Como apuntábamos más arriba, de los traumas y no de un trauma. Porque estaba, desde luego, el de la Guerra Civil y, como se sabe, este trauma tenía un legado, casi un imperativo para la inmensa mayoría de la población, el de nunca más una guerra civil. Junto a este trauma estaba el de la represión, la brutal de la posguerra, la continuada en lo sucesivo y la que se experimentaba en esos mismos momentos, y por motivos bien reales, en las fábricas, en las calles, en las comisarías. Porque, en efecto, había violencia;18 y había lo que con frecuencia se olvida, miedo.

Todas estas cuestiones se complementaban a la perfección a la hora de explicar la actitud mayoritaria de unos españoles que, en efecto, querían democracia, pero no al precio de una guerra civil o de sufrir nuevos episodios represivos. Y en este sentido, y por estas razones, es por lo que Suárez pudo recuperar la dirección del proceso. Porque, en efecto, fue ahora cuando el lenguaje gubernamental vino a conectar, mejor que el de la oposición, con el de la sociedad. Era esa especie de mandato popular de democracia sí, pero sin traumas que pudo explicar entre otras cosas el éxito indiscutible del referéndum de diciembre sobre la reforma política.

6. Todo lo anterior obliga a desdibujar, a rebajar un tanto, la importancia en positivo y en negativo de las élites: de las provenientes del franquismo y de las provenientes del antifranquismo. De las primeras, se ha subrayado hasta la saciedad su capacidad, habilidad y demás virtudes, aunque seguramente la que menos se ha subrayado es precisamente la que apuntamos: su capacidad para conectar con el lenguaje en el que la sociedad expresaba sus aspiraciones democráticas. Más allá de esto –que es por lo demás decisivo– hay que constatar que las actitudes del Gobierno de Suárez estuvieron bien lejos de ser modélicas y mucho menos ejemplares y «exportables»: no era muy democrático aferrarse absolutamente al poder negando toda posibilidad de un gobierno provisional pactado para la dirección del proceso; nunca asumió la necesidad de una negociación abierta con la oposición, y cuando se abrió a negociar lo hizo de una forma limitada e impuesta por las circunstancias.19 Tampoco renunció en ningún momento a la utilización de los mecanismos propios de la dictadura. En este sentido, el recurso en momentos determinados a las detenciones por motivos sindicales o políticos y a las fuerzas de orden público en las manifestaciones pudo funcionar también como «recordatorio» para la población de los traumas antes apuntados.

Tampoco la oposición antifranquista fue modélica en sus actitudes y decisiones. Por supuesto que fueron muchas las contradicciones y no siempre marcharon al unísono todos sus integrantes. Pero es difícil otorgarles mayor protagonismo del que realmente tuvieron a la hora de movilizar-desmo-vilizar a la sociedad. La oposición movilizó de hecho hasta donde pudo, seguramente se produjeron en más de una ocasión errores importantes, pero desde una perspectiva de conjunto debe quedar claro que los dirigentes de la oposición –del Partido Comunista, en particular–, lejos de ejercer un liderazgo insuperable sobre las masas, tuvieron que actuar las más de las veces como «intérpretes» de estas. Estas son las otras reglas de juego que muchos tienden a ignorar.

7. Se puede concluir a lo largo de todo lo expuesto lo que ya apuntábamos en un trabajo previo: que fue la sociedad la que marcó el camino, las vías por las que debía transitar el proceso que concluiría con la recuperación de la democracia en España.20 Porque lo que sucedió después, a lo largo de 1977, confirma que esa misma sociedad era la que iba a seguir marcando el camino, ahora para desbordar las previsiones del Gobierno de Suárez: la legalización del PCE, por la que pasaba sí o sí una verdadera democracia, fue en gran parte consecuencia de la formidable movilización que siguió a la matanza de Atocha. En junio de 1977 las elecciones dieron la victoria a la UCD, sí, pero en su conjunto –contando con los sectores más democráticos de este partido– dieron la mayoría a quienes apostaban –lo que no estaba decidido a priori– por la apertura de un proceso constituyente. Algo que concluyó con la redacción de la Constitución y su posterior aprobación en referéndum popular. Esto suponía, en mi opinión, el fin de la transición y confirmaba, también, que era la sociedad la que en todo momento había marcados los lindes del camino.

APOSTILLA

No soy ni pretendo ser en absoluto el único y mucho menos el primero en subrayar el papel decisivo de la sociedad en la conquista de la democracia, aunque tal vez convendría recordar que no siempre se ha subrayado con la suficiente claridad que ese protagonismo funcionó en las dos direcciones: como impulsor del proceso y como marcador de ciertos límites y lindes. Por supuesto, esta interpretación no impone una lectura ni beatífica ni demonizada de nada: ni de las actitudes sociales ni de la propia transición. Esta última estuvo lejos de ser perfecta –ninguna lo es–, pervivieron elementos del franquismo y quedó mucho por hacer en el terreno de los aparatos del Estado, los mecanismos represivos, las redes clientelares, la presencia eclesiástica y, por supuesto, en el de la justicia y la verdad históricas. La propia Constitución adolece de algunas contradicciones y carencias democráticas –la Corona, las Fuerzas Armadas, la configuración territorial...– que la hacen claramente perfectible. Sin embargo, no está escrito en ninguna parte que una democracia no pueda ir superando sus problemas y, mucho menos, que no pueda hacerlo a lo largo de cuarenta años. Otra cosa es que esos cuarenta años se hayan utilizado, no para corregir los posibles déficits democráticos de la transición, sino para blindarlos y ampliarlos.

Quienes condenan la transición como fuente de todos los males y quienes la bendicen para hacer sus logros intocables, intangibles, y si es posible regresivos, tienen muchas veces algo en común: se remiten, unos, a la bondad de las élites, y otros, a la traición de las (otras) élites. Algo tienen en común, como decimos, la ignorancia o menosprecio de las actitudes de la gente común; ya se sabe, siempre ignorante, siempre manipulada...

No siempre, pero con frecuencia, los defensores de la transición disparan todos sus dardos, cuanto más envenenados mejor, contra los defensores de la memoria histórica y en general de una visión positiva de la Segunda República. No siempre, pero con frecuencia, los críticos extremos de la transición sitúan el punto de mira en el llamado «pacto de silencio» –entre las élites, claro– e insinúan la existencia de insondables equidistancias en los críticos de la memoria histórica respecto de los juicios sobre la República y el franquismo. Por mi parte, solo quiero recordar tres cosas. Primera, que la transición a la democracia en España es una parte cronológicamente delimitada (julio 1976-diciembre 1978) de un proceso mucho más amplio, el de la conquista de la libertad. Segunda, que en los procesos de la conquista de la democracia el gran protagonista es, históricamente, casi siempre, el pueblo. En nuestro caso, así fue el 14 de abril de 1931, o en los primeros meses de 1976, o en el segundo semestre del mismo año, o en los meses sucesivos... En fin, que menos en lo de la Monarquía, por la que el pueblo español no ha votado nunca, la sociedad española siempre ha sido el gran protagonista en los procesos democráticos. ¿Demagógico o de Perogrullo? Porque, en efecto, a estas alturas lo que podría constituir una perogrullada –afirmar que la actual democracia fue fundamentalmente una conquista democrática– puede parecer demagógico.

Podría decirse, para concluir, que la desaparición de la transición como una etapa histórica en sí misma para situarla como una parte, ciertamente fundamental, de procesos más amplios y de etapas claramente definidas –como dictadura franquista y democracia parlamentaria, por ejemplo– liberaría a los estudiosos de la necesidad cuasi imperiosa de emitir juicios sumarios o embarcarse en batallas retrospectivas. Pero se podría decir también que tanto los estudiosos como los ciudadanos nos liberaríamos de un peso mayor si cabe: el que nos impide enfrentarnos a los problemas del presente en tanto que problemas fundamentales del presente. O, dicho por el reverso, el que nos permite sublimarlos sumergiéndonos en el dulce sueño, o pesadilla, de los pasados imperfectos.

NOTA. El autor participa del proyecto «Derechas y nación en la España contemporánea. Culturas e identidades en conflicto» (HAR2014-53042-P), financiado por la Dirección General de Investigación Científica y Técnica del Ministerio de Economía y Competitividad español.

1 Recuérdese –lo que nadie hace– el libro de Luis Lucia En estas horas de transición, publicado en fecha tan significativa como la de enero de 1930. Este texto fue reeditado por la Institució Alfons el Magnànim en el año 2000.

2 De múltiples «teorías de la transición» en los clásicos –de Maquiavelo a Locke, de Hobbes a Montesquieu, de Rousseau a Marx– hablaba, por ejemplo, Raúl Morodo –La transición política, Madrid, Tecnos, 1984, p. 28–. Para el que suscribe, estudiante de Historia Contemporánea entre 1974 y 1979, no había más transición que la «del feudalismo al capitalismo». Entre tanto, como ciudadano, participaba en huelgas, manifestaciones, etc., sin enterarse de que estaba viviendo una transición, casi «La Transición» por excelencia.

3 Véase S. Juliá: «Transición antes de la transición», en G. Gómez Bravo (coord.): Conflicto y consenso en la transición española, Madrid, Fundación Pablo Iglesias, 2009, pp. 21-38.

4 Ya en octubre de 1974 Gabriel Elorriaga hablaba de una transición que habría de ser poco más o menos la culminación democrática de una larga evolución del régimen franquista –«Transición o convulsión», ABC, de 5 de octubre de 1974–. Claro que en algo de esto ya se le había anticipado Fraga Iribarne un año antes, cuando abogaba por «producir ideas verbales para una España en transición» (Informaciones, 6 de febrero de 1973). Ya en 1975, José María Areilza, desde ABC y en un artículo significativamente titulado «La transición», reflexionaba sobre esa «hora de transición» a la que inexorablemente se acercaba España una vez se produjera la sustitución del «Generalísimo Franco por el Príncipe Juan Carlos en la Jefatura del Estado». Digamos, en fin, que a inicios de 1975 la transición ya tenía su primer gran libro, el de R. de la Cierva: Crónicas de la transición. De la muerte de Carrero a la proclamación del Rey, Barcelona, Planeta, 1975.

5 Véase a título de ejemplo el debate mantenido recientemente por dos de nuestros mejores especialistas en el periodo: F. Gallego: «La genealogia de la transició política espanyola (1973-1977)»; A. Soto: «Va haver-hi transició? Arguments per a un debat», y F. Gallego: «Quina transició hi va haver? La crisi del franquisme, el desenvolupament de la reforma i els orígens de la ruptura política española», todos en Segle XX. Revista catalana d’història, 2, 2009, pp. 123-164.

6 G. Morán: El precio de la transición. Edición corregida y actualizada, Madrid, Akal, 2015, p. 9.

7 Aunque no se corresponde exactamente en cuanto a objeto de estudio con el que aquí se desarrolla, no puedo dejar de señalar que he encontrado fuente de inspiración en el título de la obra de J. L. Calvo Carilla et al. (eds.): El relato de la transición/La transición como relato, Zaragoza, PUZ, 2013.

8 Existe, como es sabido, una poderosa corriente analítica que fija el éxito de las transiciones en el acierto de las élites, que se presenta muchas veces en oposición al protagonismo de las masas. De algo de eso nos ocupamos en «Y la sociedad marcó el camino. O sobre el triunfo de la democracia en España», recogido ahora en I. Saz Campos: Las caras del franquismo, Granada, Comares, 2013, pp. 169-185 (esp. 174).

9 De las reformistas y de las otras. Algunas, además, en venturosa y benéfica conjunción. Como, por ejemplo, la que según Javier Cercas en Anatomía de un instante (Barcelona, Mondadori, 2009) se habría dado con Gutiérrez Mellado, Santiago Carrillo y Adolfo Suárez. Desde luego, no falta alguna alusión en el libro a lo que no era clase política, «la mayoría del país», aunque hay que reconocer que su papel fue más bien triste: «había aceptado con pasividad el franquismo, se había ilusionado primero con la democracia y luego parecía desengañada». Ibíd., p. 426 (subrayados míos).

10 La capacidad para rearticular argumentaciones a fin de amagar autocríticas, que terminan en reafirmar lo que aparentemente se quiere rectificar, es en ocasiones antológica. Así, por ejemplo, Jaime Pastor recuerda que su partido, la Liga Comunista Revolucionaria, se esforzó en su momento por «superar una visión excesivamente subjetivista según la cual toda la responsabilidad del fracaso del proyecto rupturista debía ser achacada a las “direcciones obreras traidoras”», pero en la página siguiente se vuelve a insistir en desmovilizaciones, transformismos y, Sánchez Ferlosio mediante, «claudicaciones». J. Pastor Verdú: «Un balance crítico de la Transición política española», en M. C. Chaput y J. Pérez Serrano (eds.): La transición española. Nuevos enfoques para un viejo debate, Madrid, Biblioteca Nueva, 2015, pp. 295-325 (esp. 301-302).

11 En relación, por supuesto, con el tipo de relatos que venimos analizando y no de otros. Lo contrario significaría desconocer la importancia de obras como las de Víctor Pérez Díaz respecto a la sociedad civil o la de José María Maravall sobre la dialéctica entre la «política reformista “desde arriba”» y «las presiones “desde abajo” y los movimientos sociales reivindicativos». El carácter temprano y pionero de esta última obra hace pensar, sin embargo, que la «transitología» empezó a derivar después en otras direcciones hasta que nuevas corrientes historiográficas o sociológicas volvieron a reivindicar la importancia de las dinámicas desde abajo. V. Pérez Díaz: La primacía de la sociedad civil, Madrid, Alianza, 1993; J. M.ª Maravall: La política de la transición, 1975-1980, Madrid, Taurus, 1981.

12 Porque, como se habrá podido apreciar ya con claridad, no se trata de «explicar» aquí la transición en su conjunto, ni siquiera de presentar una especie de estado de la cuestión, sino solo de incidir en algunas cuestiones que consideramos esenciales. Para lo primero y lo segundo creo que son de obligada consulta, entre los más recientes, los trabajos de Pamela Radcliff, Santos Juliá y Pere Ysàs. P. Radcliff: «Si ocurrió en España, ¿por qué no en cualquier otra parte? Evaluación del “modelo” español de transición a la democracia», Pasajes de pensamiento contemporáneo, 29, 2009, pp. 109-119; S. Juliá: «Cosas que de la transición se cuentan», Ayer, 79, 2010, pp. 297-319; P. Ysàs: «La Transición española. Luces y sombras», Ayer, 79, 2010, pp. 31-57.

13 P. Ysàs: Disidencia y subversión. La lucha del régimen franquista por su supervivencia, 1960-1975, Barcelona, Crítica, 2004; J. Tusell y G. G. Queipo de Llano: Tiempo de incertidumbre, Barcelona, Crítica, 2003; C. Santacana: El franquisme i els catalans: els informes del Consejo Nacional del Movimiento (1962-1971), Catarroja, Afers, 2000; I. Saz Campos (ed.): «Dossier. Crisis y descomposición del franquismo», Ayer, 68, 2007.

14 Recuérdese la célebre frase de Kasparov acerca de qué clase de socialismo era ese que había que defender sacando los tanques a la calle. Recuérdense también los consejos del mandatario soviético al Gobierno chino para que no recurriese a la violencia contra los manifestantes de Tiananmén. Y recuérdese, en fin, lo sucedido con la Unión Soviética y las democracias populares europeas en comparación con la supervivencia del «comunismo» en China.

15 Sorprende que todavía hoy haya quien se esfuerce en aplicar la teoría de la «tercera ola» de Huntington como lo hace Joaquín Estefanía –«La Transición realmente existente y la Transición perfecta», en J. Pradera: La transición española y la democracia. Edición e introducción de Joaquín Estefanía, Madrid, FCE, 2014, pp. 7-48. Por mi parte no puedo sino reafirmarme, conociendo los sustratos profundos del pensamiento de Huntington y analizando las experiencias más recientes, en cuanto afirmé hace unos años: «la más completa, ideológicamente construida, distorsionada, históricamente inaceptable y pese a ello absolutamente exitosa y acríticamente aceptada, teoría de la tercera ola de Huntington». I. Saz Campos: «Y la sociedad marcó el camino...», op. cit., p. 175.

16 Faltan estudios en profundidad sobre los lenguajes de los franquistas en las últimas décadas del régimen, aunque es sabido que todos hablaban del régimen como una verdadera democracia regida por una auténtica Constitución. Es evidente que el incierto viaje de las palabras hasta adquirir otros significados permitiría retrotraer las convicciones democráticas de muchos protagonistas de la transición a los tiempos en que las mencionadas palabras convivían alegremente con las loas al Generalísimo.

17 Como apuntara desde muy pronto Raúl Morodo y asumieron después numerosos estudiosos. Aunque de nuevo hay que constatar la «disolución» de estas aportaciones en construcciones posteriores. Queremos señalar con esto que en muchos aspectos relacionados con la transición son pocos los que se toman la molestia de situar la propia aportación en el marco de un diálogo serio con los enfoques anteriores. R. Morodo: La transición política, op. cit., p. 101.

18 Es fundamental, al respecto, S. Baby: Le mythe de la transition pacifique. Violence et politique en Espagne (1975-1982), Madrid, Casa de Velázquez, 2013.

19 En este sentido, I. Sánchez-Cuenca: Atado y mal atado. El suicidio institucional del franquismo y el surgimiento de la democracia, Madrid, Alianza Editorial, 2014.

20 I. Saz Campos: «Y la sociedad marcó el camino...», op. cit.

Cuarenta años y un día

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