Читать книгу Ética aplicada desde la medicina hasta el humor - Adela Cortina - Страница 8
ОглавлениеI.
ÉTICA BIOMÉDICA
Juan Pablo Faúndez Allier
1. Hacia una retrospección terminológica
Mencionar el término “ética biomédica” conduce inmediatamente a la notable obra que publicaran Beauchamp y Childress en 1979, por la que se cerraba el periplo, ahora con la no-maleficencia, de los famosos principios que The Belmont Report había señalado como garantes de la reflexión ética sobre el tratamiento de la vida en el Occidente contemporáneo. La obra de los autores estadounidenses se titulaba justamente Principles of Biomedical Ethics (Beauchamp y Childress, 1979) y con ella se hacía mención a la investigación, experimentación y aplicación de criterios éticos en situaciones vinculadas con las ciencias de la salud en las etapas del origen, mantención y terminación vital (Arnold, 2009). De este modo, los principios de respeto por las personas (autonomía), beneficencia y justicia, establecidos por el señero informe de la National Commission for the Protection of Human Subjects of Biomedical and Behavorial Research, encargado por el Congreso de Estados Unidos en 1974 y concluido en 1978, eran completados por la necesaria diferenciación que hacían Beauchamp y Childress a la hora de distinguir que las acciones beneficentes no siempre coincidían con las no-maleficentes.
Pero esta materia de análisis ya había sido puesta por delante en 1970 y 1971, cuando el oncólogo norteamericano Van Rensselaer Potter expusiera en el artículo “Bioethics: Science of Survival” (1970) y profundizara después en su libro Bioethics: Bridge to the Future (1971) que, justamente, la preocupación detenida por la aproximación que desde la ética se debía hacer al bios en medicina no solo no era redundante, sino que debía ser dilucidada y profundizada con la prolífica investigación y aplicación tecnológico médica que comenzaba a llevar al ser humano a encrucijadas y situaciones como nunca complejas. El estudio de la vida y sus condiciones de posibilidad y permanencia debían ser abordadas como un objeto propio de análisis en las interrelaciones personales y en los diversos vínculos que giran en torno a este fenómeno: médico-usuario; médico-sistema de salud; sistema de salud-usuario; y en los efectos recíprocos que desde allí se iniciaran. De ahí que Potter explicitase el término más amplio de “bioética”, entendido como el concepto que de alguna manera podríamos reconocer como el continente genérico y más rico en matices que el de “ética biomédica”, ya que la “bioética” se ocupa, como bien definiera Reich (1978), del “estudio sistemático de la conducta humana en el ámbito de las ciencias de la vida y del cuidado de la salud, en cuanto dicha conducta es examinada a la luz de los principios y de los valores morales” (Vol 1, XIX).
Pero la denominación madre de la “ética biomédica”, “bioética”, no hacía más que reconocer en los textos de Potter una segunda paternidad de origen estadounidense, ya que su verdadero nacimiento databa de 1927, año en el que Fritz Jahr mencionara ese término para referirse a la conciencia que él motivaba asumir, ya en ese entonces, en relación a los efectos de connotación ética que se podían desprender de la interacción entre el ser humano con las plantas y los animales. He ahí el título de su artículo: “Bio-ethik: Eine Umschau über die ethischen Beziehungen des Menschen zu Tier und Pflanze” (Jahr, 1927). La palabra empleada por Jahr, “bioética”, era definitivamente visionaria, ya que se detenía en la adecuada participación que debía asumir el ser humano al momento de interaccionar con los seres de diversas jerarquías que conviven en la pluralidad de ecosistemas de nuestro planeta. El enfoque de Jahr, como filósofo y teólogo protestante, sostenía una crítica a la visión occidental que asume una nivelación jerárquica que desprecia a los seres inferiores al humano.
Con este periplo retrospectivo, he querido evidenciar que en la relación conceptual entre “bioética” y “ética biomédica” conviene hacer un maridaje entre los términos, aunque marcando una sutil diferencia. El segundo se ha empleado para manifestar un intento de precisión en relación a la función más amplia que ha ido asumiendo la “bioética”, con el correr de los años. En rigor, la “ética biomédica” debe distinguirse de otras ramas de la “bioética” que se harán cargo de ámbitos más específicos que actualmente podemos diferenciar, y cuyo contraste no aparecía con nitidez en los primeros años de su desarrollo. En este sentido, hoy, como áreas de la “bioética” que se distinguen de la “ética biomédica”, son consideradas: la “ética sanitaria”, la “ética clínica”, la “ética de la reproducción humana”, la “gen-ética”, la “ecoética”, la “zooética”, la “tánato-ética” y la “neuroética”. Se trata de subdisciplinas de la bioética que están avanzando paralelamente y que van consolidando cada vez más sus propias líneas de investigación y dominio conceptual (Bonete, 2010).
Dado que la profundización sobre cada una de las áreas específicas de la “bioética” excede el objetivo de este capítulo, y que en las sucesivas partes de este libro se abordarán algunas subespecies de la “bioética” —según la tarea encomendada por los editores—, me abocaré a desarrollar la instalación y el desarrollo de la “ética biomédica”, propiamente tal. Dicho lo anterior, distingo desde ya que el solo avance de este campo de investigación en diversos ámbitos culturales nos abriría también a un sinnúmero de precisiones comparativas, por lo que he estimado conveniente centrarme en el contexto hispanoamericano, en el entendido, además, que ese es el público al que está dirigido este volumen. Ello no obsta a que el análisis de los primeros pasos del estudio formal de la “ética biomédica” haya de situarnos, necesariamente, en el contexto norteamericano, que es desde donde surge esta subdisciplina de la “bioética”.
2. Los inicios de la organización institucional y normativa de la ética biomédica
La “ética biomédica” tiene una relación cercana con la “ética sanitaria”, que es la subespecialidad de la “bioética” que se encarga de interpretar la interrelación de las instancias institucionales que administran la prestación de salud a la población mediante políticas sociales, y la “ética clínica”, que tiene como objeto dilucidar los criterios de interpretación ética de las acciones que vinculan al personal de salud con el usuario del sistema. Marcando una diferencia, la “ética biomédica”, considerando las relaciones descritas de tipo sanitario y clínico, se centra en la reflexión en torno a la moralidad de los métodos investigativos, de experimentación y de aplicación práctica de los hallazgos que va suscitando el análisis experimental.
En los años en los cuales se mantenía prácticamente inadvertido el neologismo “bio-ethik”, ofrecido por Jahr, surgía en 1968 la propuesta conjunta que plantearan el filósofo Daniel Callahan y el psiquiatra Willard Gayling, organizadores de diversos encuentros entre científicos, filósofos y médicos en la búsqueda por resolver los problemas morales del desempeño de la medicina desde una perspectiva integrada (Callahan, 1990). Con esta finalidad nació el Institute of Society, Ethics and the Life Sciences, en Nueva York, institución que se conocería más tarde como Hastings Center. El trabajo del equipo que se conformaba en este instituto consistiría en el estudio y orientación que se podía ofrecer para responder a las expectativas sociales que se abrían con los avances de la tecnología médica, generando una serie de preguntas relacionadas con los momentos más delicados del mantenimiento vital, especialmente su origen y su final. Conviene, en este sentido, tener presente que en la década de los sesenta se comenzaba a difundir la anticoncepción, la fecundación artificial y la reanimación en la etapa final de la vida, entre otros tópicos que requerían una reflexión detenida que aportara argumentos consistentes, desde el punto de vista moral, y no solo plausibles, desde una perspectiva técnica. La “ética biomédica”, como rama de la bioética aplicada, respondía directamente a estas inquietudes, aportando criterios de justificación moral relacionados con la fase de investigación que iluminasen las aplicaciones posteriores. El análisis sobre estos aspectos ayudaría más tarde a reconocer específicamente esta rama de la bioética, poniendo los efectos de la investigación, experimentación y aplicación de resultados en el horizonte que interesaba a un público más amplio que el de los círculos científicos.
Es así como Hastings Center se consolidó como un centro de investigación que fijó líneas orientativas a nivel internacional en “ética biomédica”, centrándose en los estudios sobre las biotecnologías aplicadas fundamentalmente al ámbito de la procreación. Los parámetros que establecería el esquema metodológico propuesto por este centro serían seguidos en los distintos lugares donde comenzaba a cultivarse la investigación en este plano, asumiendo una aproximación interdisciplinar que poco a poco iba a ir delineando la proyección de las experimentaciones de este tipo.
En este período, con el empleo del término “bioética”, el profesor de oncología del Laboratorio McArdle (Universidad de Wisconsin Madison), Van Rensselaer Potter, enuncia la nueva disciplina que desde la medicina buscará integrar aspectos de fundamentación biomédica para su desarrollo, aunque planteando la imagen del ancho “puente” que fuera capaz de conectar medicina, biología y ecología, como elementos que ayudaran a aterrizar la ética en esos contextos. El trabajo de Potter se plasmaría institucionalmente en The Joseph and Rose Kennedy Institute for the Study of Human Reproduction and Bioethics, dirigido por André Hellegers. Este instituto comenzaría con la generación de proyectos de investigación de forma paralela al Hastings Center, instaurando una estructura que sería muy relevante para los futuros institutos que comenzarían a interrelacionar las actividades investigativa, de experimentación y aplicación en el ámbito médico. Con la muerte de Hellegers, en 1979, el Instituto pasa a llamarse The Kennedy Institute of Ethics y se vincula definitivamente a la Universidad de Georgetown.
Uno de los hitos que sienta definitivamente el marco y las orientaciones investigativas y de aplicación de la “ética biomédica” consiste en el trabajo en torno a los principios que surgieron de la reflexión que encarga el Congreso de los Estados Unidos a la National Commission for the Protection of Human Subjects of Biomedical and Behavorial Research, en 1974. Dado el perfilamiento que iba teniendo la disciplina y los alcances globales que poco a poco esta alcanzaba, se hacía necesario definir principios éticos básicos que rigieran la investigación, el desarrollo experimental y la aplicación de los resultados de investigación clínica en seres humanos. La Comisión constató prontamente que resultaba muy complicado conseguir orientaciones claras, en este sentido, a partir de principios morales abstractos que estuviesen orientados a la consecución de acuerdos, por lo que asume un método inductivo que facilitara la obtención de consensos. De este modo se obtuvieron “principios básicos” que servirían para justificar los preceptos éticos particulares y la evaluación del actuar humano.
Tras un largo trabajo de deliberación interdisciplinaria que transcurre desde 1974 hasta 1978, se definieron los principios de la “ética biomédica” que se harían aplicables a la “bioética”, en sus diversas subclasificaciones, con el correr de los años. De este modo, el Informe Belmont daría cuenta de un enfoque metodológico que se ordenaba a partir de los tres principios de base1, junto a recomendaciones para enfocar caso a caso los problemas que planteara la biomedicina, con el objeto de hacer más operativo el procedimiento (Ethical Principles and Guidelines for the Protection of Human Subjects of Research). Los principios que estableció este estudio (Basic Ethical Principles) serán la justificación básica para llevar adelante un sinnúmero de prescripciones y evaluaciones éticas relacionadas con procedimientos de investigación, experimentación y aplicación biomédica. De este modo se identifican tres principios aplicables en la investigación y la experimentación con seres humanos: respeto por las personas (autonomía), beneficencia y justicia.
El primero de ellos lo circunscribió el Informe desde la siguiente perspectiva: “El respeto por las personas incorpora al menos dos convicciones éticas: primera, que los individuos deberían ser tratados como entes autónomos y, segunda, que las personas cuya autonomía está disminuida deben ser objeto de protección” (a. 4); explicitando después de forma más clara el contenido del mismo: “Respetar la autonomía es dar valor a las opiniones y elecciones de las personas así consideradas, y abstenerse de obstruir sus acciones, a menos que estas produzcan un claro perjuicio a otros” (a. 4).
La interpretación de la autonomía no es entendida por el Informe Belmont como una cualidad estructural del ser humano, sino como la posibilidad de efectuar actos de elección autónoma orientados a conseguir una mayor operatividad resolutiva, mediante conocimiento de causa y sin que influya algún tipo de coacción externa. Es decir, se trata de una comprensión funcional del término en la línea anglosajona.
El respeto por las personas, en su autonomía, es acompañado en el Informe por el principio de beneficencia. Señala el documento, en relación con dicha orientación normativa, que: “En este sentido, han sido formuladas dos reglas como expresiones complementarias de los actos de beneficencia: 1) no hacer daño y 2) extremar los posibles beneficios y minimizar los posibles riesgos” (The Belmont Report, 1990). La beneficencia es entendida, entonces, como el principio desde el que se revisarán los riesgos y los beneficios relacionados con la investigación y la experimentación biomédica para lograr que la acción genere un propósito efectivo. Distingamos en este lugar que la primera expresión complementaria de la beneficencia es la que el Informe no reconoce inicialmente como un principio por separado, lo que sí había sido precisado por Beauchamp y Childress, ya que es claramente diferenciable el acto de no hacer daño de el de hacer el bien, como destacaré un poco más adelante.
Y, finalmente, el principio de justicia, que es descrito por la Comisión como “la imparcialidad en la distribución […] [por lo que] los iguales deben ser tratados igualitariamente” (The Belmont Report, 1990). El Informe apuntaba con ello a la justicia distributiva, expresada en el adecuado manejo por ejercer una selección equitativa de los sujetos que se sometan a algún tipo de investigación clínica o de experimentación, al igual que la distribución justa de los frutos de los trabajos que fueran surgiendo en esta línea.
No por casualidad, un año después de la presentación y socialización del Informe Belmont, Beauchamp y Childress publican Principles of Biomedical Ethics (1979), obra que acentúa la importancia de la aplicación de principios como criterios orientativos para las actividades de investigación, experimentación y aplicación de resultados obtenidos en procesos de análisis ético-médico. Profundizando en el estudio de la National Commission, los autores incorporan un cuarto principio que, junto a los tres anteriores, vendría a configurar el llamado “Mantra de Georgetown”: la no-maleficencia (Beauchamp y Childress, 1979). La no-maleficencia se diferencia del principio de beneficencia, puesto que distingue entre la obligación de no hacer el mal a otros y la de hacerles el bien, siendo la primera una posibilidad que se concede con más fuerza impositiva que la segunda, lo que no había sido abordado por el Informe Belmont. En el campo de la “ética biomédica”, esta distinción resulta especialmente valiosa en el área de la experimentación y la aplicación de criterios de investigación, los que no solo deben responder a la beneficencia, sino también a hacer explícita la no-maleficencia que se ha de declarar antes de que se pida la aceptación de los procedimientos a quienes están dispuestos a acceder a los mismos, mediante la adhesión específica a la intervención que se expresa con el consentimiento informado que debe entregar el usuario.
Los cuatro principios icónicos de la “ética biomédica” —dado que se requerían para la investigación, experimentación y aplicación de procedimientos— estaban claramente orientados a la resolución de conflictos que podían proyectarse al ámbito de la “ética clínica”, por lo que resultaba fundamental establecer los criterios de prelación vinculados con su uso y la posibilidad de aplicar excepciones. La sociedad entre los autores de Principles of Biomedical Ethics, Beauchamp —filósofo utilitarista— y Childress —teólogo deontologista—, hacía difícil pensar en una conciliación de argumentos a la hora de enfrentar conflictos. En el primer caso, porque los utilitaristas estiman que las reglas obligan en la medida en que son útiles, haciendo que las excepciones puedan ser justificables. En el segundo, porque se considera que los principios operan de modo absoluto, sin dar lugar a excepciones. Este aparente conflicto, no obstante, fue superado con la distinción que Davis Ross propusiera en 1930 entre prima facie duties (deberes prima facie) y actual duties (deberes reales y efectivos), en The Right and the Good (Ross, 1994), siendo asumido este criterio por la reflexión ético médica. Este es un libro capital en el que Ross plantea que los deberes han de considerarse en abstracto obligatorios prima facie, carentes de excepciones, por lo que deben ser respetados cuando no entran en conflicto entre sí, mientras que, en caso de disponerse en contraposición, es necesario priorizar uno sobre los otros a partir de la fuerza vinculante de los deberes en concreto (Beauchamp y McCullough, 1987: 12 ss.). Así, mientras los deberes se comprenden prima facie desde el punto de vista deontológico, en una perspectiva teleológica se entienden como reales y efectivos, que es lo que ocurre cuando se hace necesaria su aplicación práctica para ser aterrizados en la experiencia.
Beauchamp y Childress aplicaron la denominación “deberes prima facie” como obligaciones que se encuentran a un mismo nivel (Frankena, 1963), siguiendo un planteamiento diverso al que asumirían las escuelas europeas respecto del tratamiento de los principios de la “ética biomédica”. Concretamente, como apreciaremos en el estudio de cómo se profundizó en el contexto hispánico en relación con el empleo de los principios de la “ética biomédica”, los cuatro principios serán tratados, en este caso, mediante un sistema justificado de jerarquización. Con ello se resaltarán criterios de distinción que no están al servicio de una mera orientación pragmática, sino apoyados en fundamentos de tipo metafísico, en una línea más cercana a los procesos de reflexión ética europeo continentales.
A diferencia del modelo angloamericano, basado en el pragmatismo, el casuismo y el procedimentalismo (Dewey, 2008), la fundamentación explicativa para la bioética de corte europeo continental ha ido tras una base trascendental que se abre en dos vías distintas: en el caso de Alemania, buscando esta trascendentalidad a través de la intersubjetividad y la intercomunicación (Habermas, 1985); y en el del ámbito mediterráneo, afirmando que hay una realidad objetiva que constituye el fundamento de la moralidad humana y que es posible percibir intencionalmente mediante procesos de valoración. Con ello, el razonamiento continental se opone a las visiones teórico-analíticas anglosajonas que señalan a la razón como un mero instrumento subjetivo del discurso ético, con lo que estas últimas pretenden impedir el logro de una fundamentación sobre valores objetivos que se establecen de modo racional. La postura analítica no-cognoscitiva plantea así una aproximación escéptica de la ética, siendo el propio sujeto quien debe establecer de forma arbitraria los valores, principios y normas, al no ser verificables de modo empírico o de forma objetiva.
3. De los principios de la “ética biomédica” a su aplicación clínica
El principialismo de Beauchamp y Childress, desde la perspectiva del análisis que realiza la National Commission, fue complementado posteriormente por Albert Jonsen y Stephen Toulmin, quienes precisaron que, dado que el Informe Belmont se había centrado en la discusión de casos concretos a partir de la aplicación de los principios, se habría procedido de forma insatisfactoria, pues el uso de los mismos no necesariamente iba orientado a una aplicación adecuada. Por ello proponen un enfoque totalmente opuesto, toda vez que los trabajos de la Comisión mostraron que se podía llegar a acuerdos sobre casos particulares pese a las diferencias existentes en torno a la ordenación de los principios (Jonsen y Toulmin, 1988). Estos autores plantean una vía metodológica y procedimental diversa, en la línea del casuismo. De este modo, su propuesta se distingue de la elaboración de una ética con pretensión de validez universal a partir de principios (Pellegrino, 1999). Así, Jonsen y Toulmin actualizaron las motivaciones de la deliberación aristotélica sobre casos individuales, demostrando que, en la aplicación de razonamientos éticos, el inicio del procedimiento no se sitúa en los principios, sino en las situaciones concretas en relación con las cuales se aplican los principios. Así, se obtiene un tipo de juicios que, especialmente en el caso de la aplicación de situaciones de experimentación, se mueve en la esfera de la probabilidad, considerándose los principios como meras máximas orientadoras. Por ello, las decisiones éticas en biomedicina han de ser asumidas tras una razonable y prudente deliberación.
A partir de lo anterior, y aquilatando su experiencia adquirida en los trabajos de la National Commission, Jonsen llegó a la formulación de un criterio procedimental general que invirtió la secuencia deductiva, estableciendo que los casos que debía enfrentar la “ética biomédica” debían comenzar desde la experiencia práctica de aplicación, y no desde la búsqueda de principios generales o compendios normativos que luego debieran ser aplicados deductivamente. Es así como señala que el método que debía seguir la “ética biomédica” debe proyectarse en un contexto de análisis clínico (Jonsen, Siegler, y Winslade, 1998). Este método casuista se basa fundamentalmente en la toma de decisiones dadas en un contexto práctico, sin buscar una argumentación con mayor contenido, sino más bien una que aporte el análisis prudencial relacionado con la toma de decisiones. Por ello, la orientación principial de mayor peso en las relaciones entre médico y usuario siempre será la que releva la autonomía de este último, que en los casos en que se quiera hacer prevalecer sobre las indicaciones médicas de beneficencia hay que enfrentarla con ciertas preguntas que se deben responder a la luz del análisis de los hechos. Se puede percibir que esta forma concreta de tratar los problemas prácticos que surgen en la relación médico-usuario permite establecer juicios evaluativos que ayudan a clasificar positiva o negativamente la situación sometida a análisis. El objetivo de este proceso permite distinguir entre consideraciones relevantes —que operan con un cierto grado de relevancia en la deliberación ética—, importantes —aquellas que después de un acucioso análisis de argumentos buscan obtener claridad en torno a la orientación— y decisivas —aquellas que teniendo a la vista las consideraciones relevantes se escogen por su determinación—. Jonsen cierra con un criterio con el que clasifica entre acciones permitidas y obligatorias, siendo las primeras aquellas que pueden realizarse cuando, después de un debido análisis, no se encuentran consideraciones decisivas para llevar a cabo una oposición. En sentido contrario, se llaman consideraciones obligatorias las que surgen en los casos en que se trate de alternativas de tipo decisivo a favor de una de las opciones.
Este proceso de aplicación del método de principios es semejante al asumido por el sistema jurídico procedimental del common law anglosajón, el que, antes de orientar el fallo, se inclina por observar lo que ocurre en el campo de la costumbre, con lo que revela un claro acento inductivista. Ello puede percibirse en la forma como han procedido los tribunales de justicia en la historia de la “ética biomédica” norteamericana —v.gr. casos Baby M., Karen Ann Quinlan, Elizabeth Bouvia, etc.—. En aquellos procesos, el método que siguen los jurados —agrupaciones análogas a los Comités de Ética Asistencial, en los que resulta representada “idealmente” la totalidad de la sociedad civil— consiste en la reunión que en nombre de toda la comunidad resuelve al modo de cámara parlamentaria, lo que significa una posición intermedia entre los individuos que la conforman, por un lado, y los tribunales de justicia, por otro.
El alcance de este tipo de razonamiento en torno a los principios de la “ética biomédica”, como veremos, contrastará con la lógica que estará presente en la aplicación de los mismos principios en el ámbito europeo continental y en su proyección hacia Hispanoamérica, con el despliegue que se sigue en el ámbito anglosajón, que es donde nace, como hemos apreciado, esta área de la ética aplicada.
4. La proyección de la “ética biomédica” en el contexto hispánico
Dados los destinatarios de este volumen, y teniendo en consideración que un análisis comparado de los distintos ámbitos en que se proyecta la “ética biomédica” debiera verse reflejado en un texto que solo confrontara modelos de argumentación de diversas latitudes, acotaré el análisis sucesivo al ámbito hispánico. Ello resulta relevante del momento en que la reflexión en torno a la actividad investigativa, de experimentación y de aplicación de criterios en torno a los principios de la “ética biomédica” experimenta un especial matiz de diferenciación con el despliegue que se sigue en el ámbito anglosajón, que es donde nace, como hemos apreciado, esta área de la ética aplicada.
La estructuración argumentativa de la “ética biomédica” hispánica va a seguir un modelo hegemónico que llamaremos de “jerarquización de los principios”. Con ello, la organización de aquellos en un mismo nivel, en la línea planteada por Frankena, va a ser confrontada. Para explicar lo anterior, seguiremos especialmente la propuesta argumentativa del bioeticista más relevante de Iberoamérica, Diego Gracia, quien explicita en su desarrollo evolutivo una argumentación con la que estructura de forma más objetiva el sistema de análisis de la “ética biomédica”, haciéndose cargo, justamente, tanto de los principios como de los valores, en la línea de la definición de Reich (Gracia, 1989; 1991a; 1991b; 2004). Desde la propuesta de Gracia, a su vez, veremos cómo diversos autores europeo continentales dialogan y debaten con su propuesta, para dar razones tanto a favor como en contra de su esquema argumentativo.
Gracia lleva adelante el desarrollo de su análisis bioético y, específicamente, de la subclasificación de la “ética biomédica”, a partir del acervo filosófico que aporta su maestro, Xavier Zubiri. Una profundización detenida de esta influencia y de su impacto en “bioética” y “ética biomédica” está referida en nuestro extenso volumen titulado La bioética de Diego Gracia (Faúndez-Allier, 2013). Desde la influencia de la ontología fundamental zubiriana, Gracia va a plantear una propuesta de nivelación o de jerarquización de los principios de la “ética biomédica” por la que intenta superar los planteamientos pragmatistas norteamericanos que señalan como innecesaria la búsqueda de una mayor consistencia en la fundamentación de criterios objetivos para esta disciplina. Gracia propone un estudio detenido del funcionamiento de la razón moral, la cual estaría actuando como el fundamento de las formulaciones de la bioética norteamericana, y de este modo este autor español busca un asidero más sólido que los meros “cursos de acción” posibles, a partir del presupuesto que señala el auge del procedimentalismo como la constatación de la incapacidad por alcanzar “principios sustantivos” para la disciplina (Gracia, 2007: 9-50).
Él acude, en este sentido, al aporte de John Arras, quien plantea dos tipos de modalidades de actuación en la línea del casuismo, siendo la segunda la que se pondrá por encima de la mera aplicación deductiva. De este modo, este autor distingue una casuística (1), de corte axiomático —el arte de aplicar a los casos concretos cualquier tipo de principios morales que se tengan a mano—, de la casuística (2), basada en máximas —el arte de efectuar juicios probables sobre situaciones concretas, en vez de juicios ciertos sobre asuntos universales y abstractos— (Arras, 1990: 20.35), donde la solución no se alcanza por la formulación de axiomas morales establecidos de modo a priori por la teoría ética, sino por la convergencia en la argumentación de personas que por su prudencia puedan conducir hacia una adecuada resolución de los problemas morales. El modelo 1 es de tipo formal y geométrico, en tanto el modelo 2 es de rasgos históricos y ecológicos. Este modelo 2, que ha de enfrentarse desde una perspectiva de racionalidad histórica, requiere no una mera aplicación deductiva, sino una de carácter circunstanciado.
Esta comparación es esencial para confrontar la resolución de conflictos en el interior de los cursos de acción posibles en contextos de deliberación ético biomédicos. En este sentido, quienes se inclinan por la aplicación de enfoques axiomáticos tratan de resolver las situaciones complejas apelando a principios necesarios e inmutables, que en el contexto de un sinnúmero de situaciones contemporáneas quedan totalmente obsoletos. Por el contrario, quienes sostienen que el camino va por el lado de la argumentación histórica señalan que es imposible que los problemas procedimentales puedan solucionarse apelando a la mera utilización de criterios lógicos y a priori, sino que más bien deben emplearse criterios históricos y a posteriori, en donde los principios toman la forma de marcos o sistemas de referencia que ayudan a mantener la consistencia de la disciplina fijando el esquema dentro del cual pueden desplegarse posteriormente las hipótesis. Cuando los conflictos no interfieren con el nivel de los procedimientos, es suficiente acudir a los mismos para solucionar el problema. Pero cuando se trata de situaciones de mayor profundidad es conveniente ampliar el espectro de consideraciones para formular una nueva propuesta teórica iluminada por la experiencia que ha ido acuñando la humanidad. Y el conflicto está en que, justamente, cuando se busca establecer criterios procedimentales de tipo permanente y universal, que no están abiertos al momento a posteriori, es casi seguro que se llegará al establecimiento de fórmulas vacías o meramente formales que, en definitiva, no solucionarán el conflicto ético. Por tanto, después del desvalimiento del racionalismo no quedaría otra alternativa que la de construir hipótesis y teorías en el marco de lo que Toulmin (1977) ha llamado “ideales explicativos”, entendidos como referentes de racionalidad y comprensión que tienen como tarea la de dar cuenta de los hechos para aportar en relación a ellos una explicación histórica o ecológica.
Es a partir de este análisis donde Gracia apuntará a la comprensión del método de la “ética biomédica” en un doble plano de niveles, siguiendo un trasfondo comprensivo zubiriano. Junto a Habermas, Gracia se refiere a los niveles de “autonomía” y “autorrealización”. Entiende la primera acepción, en términos kantianos, como la absoluta capacidad autolegisladora que consiste en un momento universal de la moralidad que se da de forma previa a cualquier caracterización a posteriori, y que se sitúa en el “nivel disciplinario” aceptado por todos los seres humanos, contenido en el derecho humano fundamental dworkiniano que aporta el marco amplio del sistema de referencia: todos los seres humanos son iguales y merecen igual consideración y respeto. Cabe, en este sentido, tener presente un dato no menor a la hora de precisar conceptos, y es que, para Gracia, la ubicación del principio de autonomía en el esquema biomédico abierto por la National Commission corresponde al “nivel de autorrealización” —no de autonomía—, y de ahí, como veremos, es que ubicará a este principio en el Nivel 2 del sistema.
Por debajo o a modo de soporte del “nivel de autorrealización” se encuentra el “nivel disciplinario”, que da cuenta del sustrato basal de derechos en el que todos coinciden, por lo que se entiende como el estadio moral mínimo que en el caso de la “ética biomédica” se va a expresar mediante los principios de no-maleficencia y de justicia. Con el primero de ellos se explicita que todos los seres humanos son iguales, merecedores de igual consideración y respeto “al orden de la vida biológica”, y, en el caso de la justicia, “al orden de la vida social”. Es decir, “cuando se discrimina a las personas, tanto biológica como socialmente, se está cometiendo una injusticia y, por tanto, se va contra la universalización que pide y exige el nivel disciplinario” (Gracia, 1991a: 135). Y junto al “nivel disciplinario” hay otro de corte “no disciplinario”, que es donde sí correspondería situar al principio de autonomía del esquema de Belmont. En consideración a la universalidad expresada en los principios anteriores, la presencia de la particularidad es la que explicita este plano de corte histórico, consuetudinario, personal e intransferible, que es el que Habermas ha bautizado como de “autorrealización”, equivalente al principio ético biomédico de autonomía. Junto a este, puede ubicarse el principio de beneficencia, el que también se desarrolla en el plano de la autorrealización, ya que no puede imponerse para conseguir su cometido.
Sobre la base de la reflexión señalada, surge en el contexto hispánico la distinción entre principios de mínimos y máximos, desde una fundamentación que desarrolla Adela Cortina en el ámbito de la fundamentación ética general. El retorno a la democracia en la década de los setenta en España daba cuenta de un escenario en el que muchos temas debían comenzar a debatirse en un incipiente pluralismo, lo que suscitaba un problema justamente para la ética y, con el correr del tiempo, para la “ética biomédica”, ya que, como veíamos en un comienzo, se trataba de disciplinas que, precisamente, se orientaban a la apertura de la discusión en contextos que necesariamente comenzaban a crear espacios de confrontación en el ámbito público. De este modo surge la propuesta que Cortina plantea en Ética mínima, por la que presentará la distinción entre un “mínimo de leyes consensuadas”, que mediante su positivización jurídica fijaba las reglas de la vida cívica. Y, junto a ese mínimo normativo, se alzaría un bosquejo de máximos tendientes a la conquista de la felicidad, en el que se jugarían “los valores en los que merece la pena empeñar la vida” (Cortina, 1994: 158 ss.). De este modo es como podría llevarse a cabo una verdadera ética cívica basada en el acuerdo de los mínimos morales necesarios para solventar un pluralismo moral.
Se trataba de una propuesta por la que los mínimos morales comunes permitían establecer un límite al poder del Estado, debiendo imperar solo en lo que respecta al ciudadano y no al ser humano en cuanto tal. De este modo, Cortina hablaría de éticas de justicia o de mínimos, y de éticas de felicidad o de máximos —o autorrealización, en Habermas—, en sintonía con autores deontologistas como Rawls, Apel, Habermas o Kohlberg (Cortina, 1995: 65). En los términos de Habermas, los principios del “nivel no disciplinario” son los de autonomía y beneficencia, entendiéndose al primero no como el elemento universal y autolegislador que constituye el “nivel disciplinario”, en línea kantiana, sino el “proyecto propio y particular de vida que cada uno se construye” y que entronca con el proyecto de “autorrealización” habermasiano, por lo que notaremos aquí, sí, una diferencia con la ubicación que hace Cortina de este principio. Entonces, en el “nivel no disciplinario” se entiende la autonomía como “el derecho de toda persona a realizar su propio ideal de perfección y felicidad”, siendo ella responsable de sus decisiones, ya que solo autónomamente cada cual puede definir su particular ideal de felicidad y perfección. Ello demanda una voluntad de no imposición de modelos a quienes buscan caminos de realización de máximos a partir de los mínimos establecidos dialógicamente. Este principio parte, entonces, desde la perspectiva kantiana, pero se abre hacia una aproximación anglosajona por la que se emplea la autonomía para definir lo que resulta beneficioso para cada cual. De este modo se ubica en el mismo nivel que la beneficencia, el otro principio de rasgos privados.
Profundizando en esta clasificación de niveles es que Gracia hablará de modo más claro de una cierta jerarquía que es posible apreciar entre ellos, identificando al primer nivel (no-maleficencia y justicia) con la distinción jurídica que clasifica los llamados “deberes de obligación perfecta”, según la denominación empleada por la filosofía del derecho de origen kantiano, en contraposición con los deberes de obligación imperfecta, que ve reflejados en los segundos (autonomía y beneficencia). Los deberes perfectos establecen el mandato negativo de prohibir la realización de determinadas acciones, dado su carácter absolutamente malo. Diversa situación es la que ocurre con los deberes imperfectos, en relación con los cuales sí es posible considerar grados y la posibilidad de aplicar salidas excepcionales que permitan la opción de dejar puertas abiertas a los procesos de deliberación biomédicos.
Bajo el ámbito del derecho formal de que todos los seres humanos son esencialmente iguales, merecedores de igual consideración y respeto, es posible establecer una distinción en la obligatoriedad de acatamiento de los principios. En el caso del binomio no-maleficencia y justicia, aun en contra de la voluntad de quien se quiera resistir, el derecho penal vela por el respeto del primero de ellos —la no-maleficencia— resguardando coactivamente ciertos bienes jurídicos que considera especialmente valiosos. En tanto, el derecho civil hace lo propio —mediante el resguardo del principio de justicia— velando por el respeto de los actos que generan obligaciones vinculantes tanto en la esfera pública como en la privada. Al mismo tiempo, los principios de autonomía y beneficencia son considerados de “menor rango objetivo” en comparación a los dos primeros. La obligación de respetarlos no guarda la fuerza coactiva para requerir su cumplimiento incluso en contra de la voluntad de las personas, estableciéndose entre aquellos y los de no-maleficencia y justicia una distinción similar a la que se da entre el bien común o universal, y el bien particular. En caso de confrontación, es necesario anteponer los principios de mínimos, o de no-maleficencia y justicia (Nivel 1), a los principios de máximos, o de autonomía y beneficencia (Nivel 2).
Desde una perspectiva liberal, los primeros deben ser considerados deberes de obligación perfecta, al ser gestionados de forma pública mediante una norma jurídica que debe ser cumplida de forma igualitaria por todos los miembros de un sistema jurídico en particular, generando en los demás los derechos correlativos que exige el cumplimento de la norma en concreto, con lo que se incorpora la nota distintiva de transitividad del acto, al verse afectadas otras personas con la eventual lesión de sus derechos. Por otro lado, los principios de autonomía y beneficencia, al ser considerados de gestión privada o intransitiva, responden a las creencias y a la situación particular de cada una de las personas que conforman la sociedad civil, sin estar exigido su cumplimiento por el ordenamiento jurídico, toda vez que no se corre el riesgo de afectar transitivamente a presuntos implicados en las tomas de decisión. De este modo, los principios universales de no-maleficencia y justicia preceden, en cuanto a la obligatoriedad, a los principios particulares de autonomía y beneficencia, los que, al vincularse con actos puramente intransitivos, no son objeto de sanción jurídica, sino tan solo del examen moral que es posible aplicar en el marco de una ética de máximos.
Para precisar esta distinción, el análisis de Gracia se detiene específicamente en la diferencia que es necesario indicar, como mencionaba páginas atrás, entre la no- maleficencia y la beneficencia, ya que, pese a ser clasificados de modo diverso, da la impresión de que se trata de dos principios que manifiestan caras bifrontes de la misma moneda, una negativa y otra positiva. En una proyección distinta, Gracia sostiene que la distinción entre ambos tiene que ver, desde otra perspectiva, con la relación de generalidad y particularidad que se da en una misma dirección, por lo que deben situarse en dos niveles diferentes. Mientras la no-maleficencia es definible con criterios universales y comunes dentro del ámbito de los deberes perfectos, la beneficencia se ubica en el ámbito de la particularidad y la concreción, en el plano de los deberes imperfectos. En este sentido, es posible decir que el acto beneficente opera en función de la aceptación que se expresa mediante el “consentimiento informado”, mientras que la no-maleficencia es un imperativo moral y jurídico.
Para clarificar este punto mediante un ejemplo, podemos expresar que realizar una transfusión sanguínea a un testigo de Jehová no consiste en un acto de beneficencia, ya que en este caso se va en contra del sistema de valores que concretamente posee el sujeto en el ámbito privado, en circunstancias de que la beneficencia depende justamente de este último, poseyendo una connotación subjetiva que contrasta con lo que sucede en relación a los primeros principios. Por tanto, lo que legitima la realización de un acto de ese tipo —en un marco legal que penaliza la eutanasia activa o el suicidio asistido—, en contra de la voluntad del individuo en este caso, obedece a la aplicación de los principios de no-maleficencia y especialmente de justicia, que operan en un ámbito superior a los de autonomía y beneficencia, sin que sean estos los principios que entren en juego.
En este sentido, la ética de mínimos se encarga de la custodia de los deberes llamados negativos o perfectos, que tienen por objeto el cumplimiento de lo justo, siendo garantizados por el Estado mediante el ejercicio del derecho. Por su parte, la ética de máximos promueve la realización de acciones virtuosas, o deberes imperfectos, que van más allá del cuidado pues apuntan a resguardar el mínimo aceptable, y que se abren hacia la realización y proyección de un sistema de valores en concreto. En este ámbito, podemos decir que mientras el Estado vela por el cumplimiento del mínimo moral aceptable, es la familia —junto a otros grupos intermedios—, como instancia privilegiada de custodia y formación, la institución que, por ejemplo, está llamada a promover de forma natural la excepcionalidad mediante la potenciación del desarrollo de sus miembros hacia niveles óptimos de realización, siendo una de las instancias encargadas de construir y definir la dimensión moral de los integrantes de la sociedad desde su base más directa.
5. El debate en torno a los principios de la “ética biomédica”
Con el desarrollo de este esquema de jerarquización de principios se podría lograr, en el contexto de reflexión europeo continental, la configuración de un cuadro general en una línea radicalmente opuesta a la formulada por Beauchamp y Childress, en Principles of Biomedical Ethics. Es lo que podríamos llamar una sistematización semirrígida de los principios de la “ética biomédica” al interior del cuadro jerárquico. En cuanto al primer nivel, sin que esto suscite mayores problemas, aunque, en relación con el segundo, sentando la posibilidad de señalar excepciones. Por tal motivo, desde la perspectiva de estructuración jerarquizada de los principios, se comenzará desde el presupuesto de no hacer el mal —primum non nocere—, con la no-maleficencia, ubicándolo como el primero de los principios. Asimismo, la justicia, entendida de modo positivo, según vimos anteriormente, es el segundo de los principios que obliga desde la transitividad, por lo que en su carácter vinculante sigue al principio básico de no-maleficencia, colocándose en una esfera que supera los principios restantes. De este modo, y en relación con los principios de mínimos, se obtiene una confirmación que establece que para dar a cada uno lo suyo —el ejercicio de la justicia— primero es necesario no hacer el mal.
A su vez, desde la perspectiva de los dos principios de máximos o de aplicación intransitiva cabe decir que, en primera instancia, es posible efectuar entre ellos una distinción de prelación en el contexto de un esquema a-paternalista, que es el que se ha ido abriendo progresivamente con el asentamiento de la “ética biomédica”. En este sentido, desde el período de la Modernidad es factible afirmar que se hace necesaria la autonomía para que se dé la beneficencia, ya que un acto carece del atributo de beneficencia si se opone a la voluntad del paciente. Cuando esto acontece, ya no se está ante la realización de un acto beneficente, sino todo lo contrario. Por ello la autonomía debiera entenderse, en el contexto de las interrelaciones personales contemporáneas, como un principio que, salvo casos de excepción, debe estar por encima en el orden de prelación que la beneficencia. El criterio que marca la excepcionalidad en estos casos es el sugerido por Beauchamp y McCullough, quienes en Ética médica señalan una clara síntesis al respecto. Este planteamiento, me parece, otorga un mayor grado de relevancia a la beneficencia en un contexto “paternalista fuerte”, pudiendo ser recogido perfectamente como excepción a la norma. En este sentido, sostienen Beauchamp y McCullough que las intromisiones paternalistas habrían de justificar una excepción a la autonomía solo cuando el usuario del sistema esté afectado por una enfermedad o por lesiones de alto riesgo que lleven a tomar decisiones justificadas en el ámbito médico (Beauchamp y McCullough, 1987: 113 ss.).
Enfrentando ahora el esquema de jerarquización de principios desde una perspectiva crítica, en el contexto hispánico ciertos autores han ofrecido reparos al cuadro lexicográfico de los dos niveles señalado por Gracia. Así, se señala que el principio de autonomía debiera ubicarse en el Nivel 1 del sistema, ya como principio independiente o bien como momento del principio de no-maleficencia. En este sentido, Adela Cortina, siguiendo una interpretación kantiana, señala que la autonomía debe ser considerada desde el punto de vista antropológico como un principio constitutivo del ser humano, que forma parte de una ética de mínimos y, por tanto, se debe radicar en el Nivel 1 de la ordenación de Gracia (Cortina, 2007: 237).
En tanto, Pablo Simón Lorda argumentará que la autonomía consiste en un deber de obligación perfecta; una regla moral que responde al hecho correlativo interpersonal de respeto mutuo. Este autor plantea que la dificultad está en haber señalado a la autonomía como principio y no como un nuevo enfoque simétrico que relaciona a los sujetos morales a través de la no maleficencia, la beneficencia y la justicia. Por tanto, y en sintonía con Adela Cortina, el principio de autonomía debiera articularse como un deber de mínimos o una obligación perfecta que forma parte del principio de no-maleficencia (Simón, 1999: 346).
A su vez, Manuel Atienza plantea la no justificación en la jerarquización ya que le parece que el hecho de ubicar los dos principios que conforman el Nivel 1 —no-maleficencia y justicia— como aquellos que obligan con “independencia de la opinión y voluntad de los implicados” constituye una falacia de petición de principio, en la que no resulta clara la justificación para ubicarlos en un nivel superior a los principios de autonomía y beneficencia. En este mismo sentido, teniendo presente que los principios del Nivel 1 expresan directamente el contenido del principio general dworkiniano de igual consideración y respeto, Atienza señala que no sería comprensible que la opinión y la voluntad de un individuo haya de contar menos que la de otro, con lo que da a entender la necesidad de incorporarla en el Nivel 1, aunque por un motivo distinto al expresado por Cortina. Asimismo, señala que la clasificación en los dos niveles lleva a sostener dos criterios que no considera válidos. En este sentido, la interpretación que pareciera desprenderse de Gracia es que causar daño es peor que no hacer un bien, desde el punto de vista moral —como el caso del ejemplo que considera que es peor matar que dejar morir—; por lo que se justificaría la ubicación del principio de no-maleficencia sobre el de beneficencia, clasificando al primero en referencia al bien común, mientras que al segundo con relación al bien particular. Para Atienza, esta distinción no sería sostenible ya que la obligación de no hacer mal a otro y la de no hacer el bien en contra de la voluntad carecen de justificación, porque con ello se acepta previamente que el “bien” que una persona considera como tal ha de permanecer en la esfera subjetiva, al mismo tiempo que el “mal” sigue una apreciación objetiva, independientemente de lo que el propio sujeto señale como mal para sí (Atienza, 1998: 75-99).
La propuesta de jerarquización procedimental de Gracia, no obstante, ha hecho posible establecer una superación de extremismos teóricos que han negado recíprocamente uno u otro nivel, con las consecuencias nefastas en la historia de la humanidad. Así, por ejemplo, el extremismo de los totalitarismos políticos se ha encargado de anular sistemáticamente el Nivel 1, intentando alcanzar un ideal utópico de felicidad general basado en la imposición de la ley. Por otro lado, el intento de la utopía liberal a ultranza ha querido imponer el Nivel 2 a costa de la eliminación del anterior. De este modo, lo que resulta es una llamada a la coherencia, que se ve reflejada en el equilibrio que se logra con la aceptación de ambos niveles de principios que se interrelacionan de forma complementaria.
El mismo Diego Gracia, como autor de vanguardia en la definición de criterios metodológicos para la toma de decisiones al interior de una “ética biomédica”, ha avanzado posteriormente en una línea que ha superado el uso de la mera ordenación de los principios y los ha dejado como meros acompañantes del análisis material que a partir del año 2000 se desarrolla desde la “axiología biomédica”. Con ello pretende reubicar la metodología en un contexto o marco de referencia que no se reduce a la ordenación jerárquica semirrígida de los principios de la “ética biomédica” y la ponderación de las consecuencias previsibles, sino que, además, explicita criterios que encaminan hacia una más detallada valoración de las opciones, la que se debe sopesar en el análisis. En otras palabras, avanzar hacia una humanización en el manejo de criterios de decisión biomédica que con el esquema de la mera jerarquización de principios parecía solidificarse en extremo (Faúndez-Allier, 2016).
Con ese objetivo, se propone una metodología deliberativa cercana a los orígenes de la propuesta aristotélica. Mediante la reinstauración de esta última, Gracia irá tras la búsqueda de un modo de conocimiento por el cual las personas involucradas puedan ejercer de forma pacífica y sin coacción el análisis e intercambio de sus perspectivas. Al término de este proceso se comprobaría la calidad de su decurso al constatar que la solución final, en la mayor parte de los casos, es distinta a las posturas que planteaban los interlocutores al iniciarse la puesta en común de sus apreciaciones. En este sentido, la “ética biomédica” puede apreciar en este modo de proceder la concreción de una nueva forma de relación que debe darse entre el médico, el usuario del sistema de salud y la respectiva institución que presta el servicio médico, todos quienes deben basar su relación en una instancia de deliberación colectiva más que en una imposición calculada de principios.
Lo mismo se ha de esperar —desde una perspectiva de análisis complementario que contribuye al proceso de toma de decisiones— en la forma de resolver problemáticas y de emitir los respectivos informes consultivos que emanan desde los Comités de Ética Asistencial. Para estas instancias es un requisito indispensable una preparación adecuada destinada a educar actitudes que ayuden a pasar desde una inclinación defensiva de las apreciaciones personales hacia una vía deliberativa. Desde la tendencia natural de los seres humanos en la búsqueda de la custodia e imposición de los criterios en los que se está y desde los cuales se proyectan las decisiones, hacia una nueva forma de enfrentar las problemáticas en juego. La superación tiende a una adecuada formación que presupone una relativa predisposición personal en este sentido. Por ello, la deliberación es una forma de conocimiento que lleva a los interlocutores a un proceso de análisis en el que las perspectivas personales deben someterse a una pacífica y crítica discusión. La previsión para este tipo de definiciones intelectuales dice relación con una necesaria mesura que debe conducir, al menos durante el transcurso del acto deliberativo común, a relativizar las posturas individuales con el objeto de abrirse a las formas como los otros perciben la discusión, y estar dispuestos de decidir en un escenario futurible.
La relevancia de esta nueva forma de entender el proceso de toma de decisiones en medicina va más allá de los contextos sanitarios, siendo una praxis que necesariamente afecta las instancias más delicadas de la vida social. En este sentido, es de suma importancia tomar conciencia de que cada vez resulta más frecuente notar, en su proyección a la sociedad civil, el peso y la influencia de las decisiones que se adoptan en el interior de los medios hospitalarios. El contexto en el que lo anterior se llevaría a cabo es el que se observa en el actual modo de interrelacionarse de profesionales y usuarios del sistema de salud, influenciado completamente por la autonomía que ejercen estos últimos en un cuadro proyectivo que aún no ha llegado a sus implicaciones finales.
Siguiendo la línea graciana, los elementos constitutivos del análisis metodológico que centró la atención de los primeros años del principialismo biomédico —principios, circunstancias y consecuencias— han de dar paso a considerar una forma de tratamiento deliberativo de los mismos, asociando ahora la incorporación de criterios valóricos como tema central. Con la incorporación de los valores se podrá tratar de forma más adecuada y flexible las problemáticas éticas en contextos más complejos y, en palabras de Weber, de “politeísmos axiológicos”, como el actual, sobre todo en tiempos en los que cobra importancia manejarse con mayor libertad narrativa. Así, los valores permiten, por una parte, detallar la forma de comprender el minimum necesario en el “nivel disciplinario” y, por otra, explicitar cómo es posible desarrollar las aspiraciones de autonomía y autorrealización personal en el “nivel no-disciplinario”, o en el marco de una ética de máximos, como ya mencionábamos. Por ello, Gracia y otros autores explicitarán la aplicación metodológica de una nueva “ética biomédica” que se apoya en la deliberación como herramienta fundamental tanto para el momento preparatorio del análisis de los hechos que se deben sopesar, como en la confrontación de los valores con los que se va a volver sobre el análisis judicativo de los hechos, y en la definición de los deberes al término del proceso de toma de decisiones (Gracia, 2013).
El contexto clínico en el que se llevan a cabo estas formulaciones tiene que ver con el paso desde la atención centrada en el tratamiento de pacientes agudos que requieren una actuación inmediata, a la dedicada a un número cada vez mayor de usuarios que por distintos procedimientos han aumentado sus expectativas de vida. Con ello, los procesos de atención sanitaria estarían cambiando, debiendo asumirse ribetes sociales vinculados con la dependencia y una serie de situaciones relacionadas con la mantención de eventos crónicos o de pervivencia temporal. Por tanto, la variedad de problemáticas éticas individuales y colectivas que comenzaba a afrontarse en los centros de salud debía verse reflejada en el tipo de procedimiento y manejo de situaciones que se hicieran cargo de ellas, abordando las múltiples facetas que tuvieran que ver con la calidad humana de vida. Así, la implicación del tratamiento de los valores en estas situaciones posee una fuerza mayor a raíz de la posibilidad efectiva de prolongación de la enfermedad en un contexto de estabilidad, lo que conllevaría la necesidad de manejar la metodología deliberativa por la que se enfrentarían estas problemáticas, evitando la tendencia a despejar los conflictos mediante dilucidaciones dilemáticas: la propuesta que se abre con las distinciones axiológicas permite enfrentar las situaciones controversiales en ética sin necesidad de reducir el problema de forma dicotómica. Nos encontramos, por tanto, en una nueva etapa de tratamiento de las relaciones biomédicas que refleja una aproximación más madura y participada del análisis controversial que anima el proceso de deliberación.
6. Conclusión
Desde sus orígenes, el surgimiento y desarrollo de la “ética biomédica” ha significado una proyección efectiva de la ética práctica en el amplio contexto de la ética civil. Precisamente, en un momento en el cual surgía, gracias a los avances de la biotecnología, una gran cantidad de situaciones que demandaban aproximaciones metodológicas que se hicieran cargo de una adecuada operativización de los procesos de toma de decisiones ante las situaciones controversiales relacionadas con el tratamiento clínico del inicio, la mantención y la terminación de la vida humana. En este escenario se ha plasmado una progresiva distinción en la interpretación del modo como los especialistas han de aproximarse y resolver, finalmente, los diversos conflictos biomédicos que cada día aumentan en cantidad y complejidad, lo que ha requerido avanzar en una necesaria justificación de los procedimientos de decisión ético clínicos.
Como hemos descrito en este capítulo, los pronunciamientos que se ofrecen en escenarios que siguen diversas formas de justificación de los métodos de deliberación han permitido contrastar distintas estrategias de aplicación de criterios que explicitan cómo esta rama de la ética aplicada, en el fondo, no hace más que reflejar modelos procedimentales que se sostienen en una interpretación ética fundamental. Estas disquisiciones se manifiestan, incluso, al interior de los mismos grandes esquemas organizativos que hemos hecho discutir, marcando matices que llevan a concluir que desde el mismo aterrizaje aplicado de los análisis éticos se puede volver a replantear la consistencia y plausibilidad de los fundamentos. Es por ello, entre otras razones, que como decía Toulmin, la bioética ha posibilitado un redespertar de la discusión moral en el ámbito público contemporáneo, posicionando a esta rama práctica de la filosofía en un momento protagónico. No por casualidad estamos, como mencionan muchos, en el siglo de la ética, y, en ese sentido, la “ética biomédica” ha tenido una especial relevancia, avanzando en el posicionamiento dialógico de principios y valores que están sirviendo hoy no solo a esta área de la ética aplicada sino a varias de las que mencionábamos al iniciar este apartado.
Todo ello muestra que el debate al interior de esta parcela de la ética, que ha suministrado el clásico marco de principios y posteriormente de valores que emplean distintas subcorrientes aplicadas, esté plenamente vivo y en diálogo con las sociedades que constituyen el momento cambiante que vamos abriendo como cultura. Optimizar éticamente el desempeño de los miembros, usuarios y servicios de salud es uno de los grandes desafíos del siglo que avanza sin tregua, constituyendo un escenario abierto y desafiante para la “ética biomédica”.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Arnold, D. G. (ed.) (2009). Ethics and the Business Biomedicine. Cambridge: Cambridge University Press.
Arras, J. (1990). Common Law Morality. New York: Hastings Center Report.
Atienza, M. (1998). “Juridificar la bioética”. Isonomía, 8, pp. 75-99.
Beauchamp, T. y Childress, J. (1979). Principles of Biomedical Ethics. New York: Oxford University Press.
Beauchamp, T. y McCullough, L. (1987). Ética médica. Las responsabilidades morales de los médicos. Barcelona: Labor.
Bonete, E. (2010). Neuroética práctica. Bilbao: Descleé de Brouwer.
Callahan, D. (1990). “Tendencias actuales de la ética biomédica en los Estados Unidos de América”. En Bioética. Temas y perspectivas (pp. 166-170). Washington: Organización Panamericana de la Salud.
Cortina, A. (1994). Ética mínima. Madrid: Tecnos.
Cortina, A. (1995). Ética civil y religión. Madrid: PPC.
Cortina, A. (2007). Ética aplicada y democracia radical. Madrid: Tecnos.
Dewey, J. (2008). Teoría de la valoración. Madrid: Siruela.
Faúndez-Allier, J. P. (2013). La bioética de Diego Gracia. Madrid: Triacastela.
Faúndez-Allier, J. P. (2016). “La bioética de Diego Gracia: del principialismo jerarquizado a la deliberación axiológica”. En Ferrer, J. y otros, Bioética, el pluralismo de la fundamentación. (pp. 145-174). Madrid: Universidad Pontificia de Comillas.
Frankena, W. (1963). Ethics. New Jersey: Prentice-Hall, Englewood Cliffs.
Gracia, D. (1989). Fundamentos de bioética. Madrid: Eudema [2.ª edición (2007). Madrid: Triacastela].
Gracia, D. (1991a). Introducción a la bioética. Bogotá: El Búho.
Gracia, D. (1991b). Procedimientos de decisión en ética clínica. Madrid: Eudema [2.ª edición (2007). Madrid: Triacastela].
Gracia, D. (2004). Como arqueros al blanco. Estudios de bioética. Madrid: Triacastela.
Gracia, D. (2007). “Origen, fundamentación y método de la bioética”. En Martínez Martínez, J. A. y otro [coords.], La bioética en la educación secundaria (pp. 9-50). Madrid: publicaciones del Ministerio de Educación y Ciencia.
Gracia, D. (2013). Construyendo valores. Madrid: Triacastela.
Habermas, J. (1985). Conciencia moral y acción comunicativa. Barcelona: Península.
Jahr, F. (1927). “Bio-ethik: Eine Umschau über die ethischen Beziehungen des Menschen zu Tier und Pflanze”. Kosmos, 21, pp. 2-4.
Jonsen, A. y Toulmin, S. (1988). The Abuse of Casuistry. A History of Moral Reasoning. Los Angeles: University of California Press.
Jonsen, A., Siegler, M. y Winslade, J. (1998). Clinical Ethics: A Practical Approach to Ethical Decisions in Clinical Medicine. New York: Macmillan Publishing Company.
Pellegrino, E. (1999). “La metamorfosis de la ética médica. Una mirada retrospectiva a los últimos 30 años”. En Couceiro, A. (ed.), Bioética para clínicos. Madrid: Triacastela.
Potter, R. (1970). “Bioethics: The Science of Survival”. Perspectives in Biology and Medicine, 14, pp. 127-153.
Potter, R. (1971). Bioethics: Bridge to the Future. New Jersey: Prentice-Hall, Engelwood Cliffs.
Reich, W. T. [ed.] (1978). Enyclopedia of Bioethics. New York: McMillan and Free Press.
Ross, D. (1994). Lo correcto y lo bueno. Salamanca: Sígueme.
Simón, P. (1999). “Sobre la posible inexistencia del principio de autonomía”. En Sarabia, J. [coord.]. La Bioética, lugar de encuentro (pp. 343-350). Madrid: Asociación de Bioética Fundamental y Clínica / Zeneca-Farma.
The Belmont Report (1990). En Ensayos clínicos en España (1982-1988). Madrid: Ministerio de Sanidad y Consumo, anexo 4.
Toulmin, S. (1977). La comprensión humana: El uso colectivo y la evolución de los conceptos. Madrid: Alianza.