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ÉTICA DEL DESARROLLO
Emilio Martínez Navarro*
* Este estudio se inserta en el Proyecto de Investigación Científica y Desarrollo Tecnológico FFI2016-76753-C2-1-P, financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad de España.
1. El nacimiento de la ética del desarrollo2
En los años sesenta del siglo XX se publicó por primera vez un libro dedicado a la Ética del desarrollo (Goulet, 1965). En aquellos años, las expresiones “país desarrollado” y “país subdesarrollado”3 alcanzaron una enorme popularidad, en plena efervescencia de los procesos descolonizadores que se estaban llevando a cabo en el continente africano y en otros lugares. El concepto de “desarrollo de los países” había surgido unos años antes, asociado a los buenos deseos expresados por muchos líderes políticos en los primeros años tras la Segunda Guerra Mundial: los buenos deseos de que nunca más se repitiera el horror de una situación bélica semejante. Estos buenos deseos aparecían ligados a la idea de que, si los diversos países del mundo alcanzaran de veras “el desarrollo”, las guerras desaparecerían y se daría paso, por fin, al sueño kantiano de la paz perpetua (Cortina, 2006; Conill, 2007).
Pero aquellos buenos deseos se vieron afectados muy pronto por la llamada “guerra fría” entre el bloque comunista soviético y el bloque liberal occidental. En ese nuevo contexto se utilizó la idea del desarrollo de los pueblos como un elemento más de la rivalidad entre los dos grandes bloques políticos. De este modo, quedó pervertida y manipulada la propia noción de desarrollo de los países: porque la finalidad ética primordial de los procesos de desarrollo —que, en principio, es la superación de la miseria y la promoción de una vida digna para todos los habitantes— fue sustituida por la meta propagandística de “salir del subdesarrollo” alineándose con el bando correcto. Así, en los años cincuenta y sesenta se llevaron a cabo en ambos bandos múltiples iniciativas encaminadas a promover una rápida industrialización y “modernización” de muchos países pobres recién descolonizados, siempre bajo el lema de alcanzar rápidamente “el desarrollo” y superar “el subdesarrollo”. Como ha señalado el autor keniano Firoze Mangi:
los nuevos controladores de la maquinaria estatal asumieron el rol de “desarrolladores únicos” y de “unificadores únicos” de la sociedad. El Estado adoptó un papel intervencionista en el proceso de “modernización” y un rol centralizador y controlador en el ámbito político. A pesar de haber nacido de la lucha a favor del pluralismo legítimo y en contra de la hegemonía del Estado colonial, el pluralismo social empezó a estar mal visto. Las asociaciones populares que habían impulsado el liderazgo nacionalista al poder gradualmente empezaron a considerarse obstáculos del nuevo dios del “desarrollo”. Se mantenía que ya no era necesaria la participación popular en las decisiones para determinar el futuro. Los nuevos gobiernos se encargarían de llevar el desarrollo a los individuos. (Mangi, 2000: 15)
Ante semejante manipulación del concepto de “desarrollo” por parte de diversos gobiernos y de grupos que defendían sus particulares intereses políticos y económicos —en el contexto de la Guerra Fría—, aparecieron voces críticas que denunciaban estos abusos como una trampa mortal para los países a los que supuestamente se trataba de “ayudar a salir del subdesarrollo”. En efecto, el economista y dominico francés Louis-Joseph Lebret (1961), el ya mencionado Denis Goulet (1965) y el papa Pablo VI con la Carta encíclica Populorum progressio (1967) llevaron a cabo aportaciones pioneras en la línea de una Ética del desarrollo empeñada en señalar que esta nueva rama de la Ética
tendrá como principal tarea pedagógica enseñar un mayor realismo en las relaciones entre naciones, entre clases y entre regiones. En materia de solidaridad, los humanos se encuentran todavía en su primera fase, inmovilizados por su incapacidad para superar sus egoísmos individuales y colectivos en cuanto a alcanzar una solidaridad no restringida, que conceda al principio de fraternidad humana sus plenas dimensiones, tanto en la acción como en el ser, por no hablar de las tomas de posición oficiales. Si los hombres y las naciones persisten en su rechazo de la solidaridad vivida, se preparan ellos mismos unas condiciones en que la solidaridad se manifestará como una común perdición. (Goulet, 1965: 100)
Desde aquellos momentos iniciales, un gran número de estudiosos de diversas ramas del saber (antropólogos, sociólogos, economistas, ingenieros, politólogos, filósofos, etc.) han hecho aportaciones interesantes en este campo, que cuenta con una Asociación Internacional4 que celebra encuentros y simposios con regularidad. Un creciente número de especialistas en Ética del desarrollo han ido elaborando un conjunto de argumentos que pueden ser útiles a cualquier persona que pretenda reflexionar con rigor sobre los supuestos e implicaciones éticas de los modelos alternativos de desarrollo de los países. En lo que sigue, daremos cuenta de algunos de los ejes principales que articulan este ámbito del saber ético y las más relevantes cuestiones de debate e investigación en este campo. Como saber ético, funciona como una brújula. Por sí mismo no tiene poder para cambiar el mundo, pero, si no dispusiéramos de esta Ética, estaríamos mucho más desorientados en relación con lo que conviene hacer para cambiarlo.
La Ética del desarrollo (ED) es un saber que orienta la acción de las personas e instituciones involucradas en las tareas de impulso al desarrollo humano en armonía con el medio ambiente. Como saber académico, tiene dos componentes principales: 1) los aportes de diversas ciencias sociales (sociología, ciencia política, economía, etc.) y 2) la reflexión normativa o valorativa que ofrece la filosofía moral o ética filosófica. Los precedentes más remotos de la ED los podemos encontrar en los debates y documentos que dieron lugar a la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 y en la propia Declaración como tal. En ella encontramos los elementos clave de lo que, todavía hoy, entendemos por auténtico desarrollo, frente a falsificaciones interesadas. Podemos definir el desarrollo como aquella situación social en la que toda persona encuentra garantizados sus derechos básicos y dispone realmente de posibilidades para ejercer sus obligaciones y para llevar adelante proyectos de vida buena en armonía con su comunidad y con el medio ambiente. Desde este punto de vista, la meta del desarrollo de los países puede ser definida como la situación de la que goza una comunidad política en la que pueda afirmarse que todos los derechos humanos, y sus correspondientes obligaciones, son respetados por todos los miembros de la comunidad, hasta el punto de que todos tienen capacidad real de promover proyectos de vida permisibles y ecológicamente sostenibles, sin que nadie tenga motivos razonablemente justificados para sentirse excluido o excluida. Esta meta puede parecer utópica a primera vista, pero téngase en cuenta que: 1) en las décadas recientes hay algunas zonas del mundo que han logrado alcanzarla; y 2) en los lugares donde este escenario es todavía un sueño, hay razones éticas para provocar los cambios que sean necesarios y que se llegue a la deseable situación del auténtico desarrollo, que es equivalente, en esencia, a una situación de pleno cumplimiento de los Derechos Humanos.
En efecto, la Declaración de los Derechos Humanos de la ONU aparece en el mismo contexto histórico en el que surge la noción misma de “desarrollo de los países” en que se divide el mundo. En la propia Carta Fundacional de la ONU, de 1945, se declara solemnemente que uno de los cuatro propósitos de las Naciones Unidas es
realizar la cooperación internacional en la solución de problemas internacionales de carácter económico, social, cultural o humanitario, y en el desarrollo y estímulo del respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales de todos, sin hacer distinción por motivos de raza, sexo, idioma o religión”. (ONU, 1945: art. 1.3)
2. Un espacio académico interdisciplinar, pluralista y comprometido con la causa de la humanidad
El asunto del desarrollo de los países es enormemente complejo (Morin, 2002: 143) y atañe a muy diversos colectivos implicados, empezando por las propias personas que supuestamente se han de beneficiar de los logros del desarrollo. En consecuencia, la teorización ética acerca de los procesos de desarrollo no debería prescindir de lo que pueden aportar sus protagonistas: la población beneficiaria, los planificadores de políticas de desarrollo, las instituciones donantes de ayuda, los especialistas de distintas disciplinas académicas, etc. Si se prescinde por completo del punto de vista de alguno de los colectivos afectados, el desarrollo no será éticamente adecuado, sino que se dará lugar a algún tipo de “maldesarrollo” que antes o después se mostrará perjudicial para las personas, ya sean las de la generación presente, o bien las de generaciones futuras.
En este sentido es interesante el caso de Denis Goulet, que en su pionera monografía sobre Ética del desarrollo (1965) incluye la experiencia del compromiso vital con las víctimas del “desarrollo” (al que considera como un proceso a menudo sacrificador de personas, instituciones y pueblos enteros) y del “subdesarrollo” (percibido como sinónimo de una situación de precariedad que surge del empobrecimiento y acaba con la muerte prematura de las personas). Desde ese punto de vista, afirma que la meta del desarrollo es que las personas puedan gozar de una vida digna:
existe un cierto acuerdo sobre los bienes primordiales que necesita la humanidad subdesarrollada. Estos comprenden, en primer lugar, los valores de supervivencia —el mínimo vital de alimentación, una morada adecuada para protegerse contra la intemperie, la ayuda indispensable para la salud, etc. Además, en los diversos medios del desarrollo se discierne igualmente cierta convergencia respecto a las necesidades de dignidad, aquellas que debe disfrutar el hombre para llevar una vida digna. (Goulet, 1965: 19)
En efecto, desde sus primeros pasos, la ED ha señalado algunos fines éticos que apenas requieren justificación, como los que contiene la cita de Goulet. Sin embargo, también ha proporcionado una pluralidad de puntos de vista en torno a los medios que pueden ser útilizados para el logro de tales fines. ¿Significa este pluralismo de opiniones sobre los medios que la ED no consigue orientar éticamente la acción? No necesariamente. Hemos de comprender y asumir plenamente que la interdisciplinariedad y el pluralismo cosmovisional son elementos válidos y necesarios en el contexto de la complejidad que atañe a todo lo humano. Porque ambos son compatibles con la honesta búsqueda de una verdad común que aparece como horizonte de una “comunidad analógica de pensamiento” (Goulet, 1965: 19) que une a las personas en la lucha compartida por alcanzar las metas del desarrollo de las sociedades. Es este compromiso compartido en torno a una causa humanitaria lo que permite ir más allá de los intereses grupales partidistas y sectarios.
Desde mi punto de vista, es inevitable y, al mismo tiempo, deseable la convergencia de la ED con otras éticas aplicadas, al menos en algunos temas. Porque el análisis de los problemas que afectan al subdesarrollo de los países conduce a cuestiones de Economía Ética (Chaves, 1999; Conill, 2004; Chang y Grabel, 2004), de Ética Global (Dower, 1998; Martínez Navarro, 2003), de Ética Ecológica (Sosa, 1990; García Gómez-Heras, 1997), de Ética del Consumo (Cortina, 2002), de Ética de la Empresa (Cortina, 1994; Enderle, 2002; García Marzá, 2004), de Bioética —en el sentido de “Bioética Global” (Alleyne, 2002; Puyol y Rodríguez, 2007)— y de Teoría Jurídica (Gómez Isa, 1998; Angulo, 2005). En este sentido, lo que finalmente cuenta es que sean abordados y resueltos de la mejor manera posible los problemas éticos que impiden que todos los países del mundo alcancen un verdadero desarrollo, y la dispersión de los saberes éticos no tiene por qué impedir este objetivo, al menos si no se convierten en compartimentos estancos, sino que se mantienen abiertos a la realidad y responden creativamente a los desafíos que esta plantea. Para ello, tal vez las nociones de ciudadanía y de desarrollo humano sostenible sean la clave de bóveda que permite la articulación de los saberes éticos que hemos mencionado (Cortina, 1997; Martínez Navarro, 2007). En este sentido, Amartya Sen ha señalado que
la ciudadanía tiene relevancia por varias razones diferentes. Puede ayudar a los individuos a comportarse de forma más responsable. Puede proveer razones para un comportamiento respetuoso del medioambiente y, generalmente, más ético. Pero, yendo mucho más lejos, la idea de ciudadanía saca a la luz la necesidad de considerar a las personas como agentes racionales, no meramente como seres cuyas necesidades tienen que ser satisfechas o cuyos niveles de vida deben ser preservados. Además, identifica la importancia de la participación pública, no simplemente por su efectividad social, sino también por el valor de ese proceso en sí mismo. (Sen, 2005: 40)
3. Un concepto de desarrollo cada vez más completo
También desde los inicios, la ED ha estado centrada en un concepto de desarrollo que no lo confunde con el mero crecimiento económico y la “modernización” de una sociedad (Mealla, 2006). En este sentido, David Crocker, señala que entre las fuentes de esta Ética hay que contar con las reflexiones de “Gandhi en India, Raúl Prébish en América Latina y Franz Fanon en África, que criticaron el desarrollo económico colonial y/o ortodoxo” (Crocker, 2003: 76). Las aportaciones de economistas como Gunnar Myrdal y Benjamin Higgins también contribuyeron a poner de manifiesto que el concepto de desarrollo que se manejaba en aquellos años era manifiestamente unilateral, insuficiente y erróneo, al confundirse con la obsesión por un crecimiento económico rápido, desequitativo y a cualquier coste humano y cultural. Frente a ese concepto de supuesto desarrollo, la Ética del Desarrollo de Goulet mantuvo que
el desarrollo es un concepto total que apunta al progreso hacia una economía humana caracterizada por la progresión de todos los hombres en todas sus dimensiones. Se adhiere a la noción de desarrollo elaborada por los expertos del grupo “Economie et Humanisme” y se define de la siguiente forma: el desarrollo es la disciplina (del conocimiento y de la acción a un tiempo) del paso, para una determinada población y para las subpoblaciones que la constituyen, de una fase menos humana a una fase más humana, al ritmo más rápido posible, teniendo en cuenta la solidaridad de las sub-poblaciones con las poblaciones. (Goulet, 1965: 13)
El Centro Economie et Humanisme fue fundado en Francia en 1941 por Louis Joseph Lebret y, desde el inicio de sus múltiples actividades académicas y culturales, se afianzó como una referencia internacional en iniciativas destinadas a recomponer una adecuada relación entre ética y economía, incluyendo las cuestiones de ética del desarrollo. Muchos de los trabajos llevados a cabo por este grupo de intelectuales católicos influyeron decisivamente en los contenidos de la encíclica de Pablo VI (1967) conocida como Populorum progressio, cuyo título completo es Sobre la necesidad de promover el desarrollo de los pueblos. Este documento ya apuntaba en gran medida lo que posteriormente se ha llamado técnicamente desarrollo humano. Los ejes fundamentales del mismo se expresan allí del siguiente modo:
Verse libres de la miseria, hallar con más seguridad la propia subsistencia, la salud, una ocupación estable; participar todavía más en las responsabilidades, fuera de toda opresión y al abrigo de situaciones que ofenden su dignidad de hombres; ser más instruidos; en una palabra, hacer, conocer y tener más para ser más; tal es la aspiración de los hombres de hoy. Y, sin embargo, gran número de ellos se ve condenado a vivir en condiciones que hacen ilusorio este legítimo deseo. Por otra parte, los pueblos llegados recientemente a la independencia nacional sienten la necesidad de añadir a esta libertad política un crecimiento autónomo y digno, social no menos que económico, a fin de asegurar a sus ciudadanos su pleno desarrollo humano y ocupar el puesto que les corresponde en el concierto de las naciones. (Pablo VI, 1967: § 6)
El siguiente paso en la profundización ética del concepto de desarrollo vino de la mano de dos polémicas surgidas en los años setenta: una, en torno a las responsabilidades del Primer Mundo sobre el hambre y la miseria que padecen millones de personas en el mundo subdesarrollado, y la otra en torno a las prioridades que deberían adoptar las políticas económicas para ayudar eficazmente a esas personas a superar la miseria.
En el contexto de la primera polémica destacó la aportación de Peter Singer, que en su Practical Ethics (1979) criticaba agriamente la cínica pretensión de cierta corriente de pensamiento, encabezada por Garrett Hardin, de dejar morir de hambre y de enfermedades curables a los pobres del mundo como única salida para la supervivencia de la humanidad, puesto que, supuestamente, si los que estamos libres de miseria ayudásemos a los empobrecidos, el resultado sería el empobrecimiento generalizado y la muerte de todos5. Aunque este “argumento” para desentenderse de la suerte de casi un tercio de la humanidad no ha encontrado nuevos respaldos explícitos en el ámbito académico, lo cierto es que la dinámica de incumplimiento de los compromisos de Cooperación al Desarrollo de los países ricos trasluce de hecho un doble discurso moral por parte de estos. Por una parte, sus líderes parecen haber aceptado la recomendación aprobada por la Asamblea General de la ONU de 1974 sobre la necesidad de donar al menos el 0,7% de su riqueza para superar esas situaciones de pobreza extrema, mientras que varias décadas más tarde, el porcentaje promedio de ayuda real no está llegando ni al 0,3% de la extraordinaria cantidad de riqueza acaparada por esos mismos países ricos.
Desde el punto de vista de la ED, podemos contemplar las aportaciones de Singer (2000), de Pogge (2002), de Schweickart (2002) y de García Delgado y Molina (2006) en torno a las responsabilidades éticas que corresponden a los países ricos y a las personas ricas respecto a la situación de pobreza extrema de millones de personas, como valiosos elementos de crítica al concepto de desarrollo realmente imperante. Estos autores han puesto mucho énfasis en la necesidad urgente de que cesen la hipocresía y las malas prácticas de gobiernos y organizaciones mundiales —especialmente, la OMC— en sus relaciones con los países empobrecidos. Ejemplos de este tipo de malas prácticas serían: a) reconocer a gobiernos golpistas y corruptos como legitimados para vender los recursos naturales del país que controlan militarmente y endeudarlo con préstamos que generalmente no benefician a la población en absoluto; b) amparar a dichos gobernantes en sus pretensiones de disponer de cuentas bancarias en “paraísos fiscales” que son escandalosamente tolerados por la comunidad internacional; c) tolerar e incluso fomentar que se mantengan en muchos países pobres unas amplias posibilidades de explotación laboral, de contaminación ambiental y de múltiples violaciones de los Derechos Humanos en nombre de “la libertad de mercado”, mientras que al mismo tiempo se mantienen políticas proteccionistas ante los productos procedentes de otros tantos países pobres; d) no donar a los países pobres una mínima parte de nuestra riqueza que podría ser suficiente para acabar con la pobreza extrema (Pogge, 2002: 21).
Por su parte, García Delgado y Molina (2006) argumentan certeramente que: 1) es urgente modificar las asimetrías en las transacciones existentes entre países desarrollados y en desarrollo, tanto en lo financiero como en lo comercial, ambiental y tecnológico; 2) es preciso abandonar el paradigma neoliberal del “Estado mínimo”, cuyas consecuencias en términos de desarrollo humano sustentable han sido desastrosas, y sustituirlo por un nuevo paradigma de “Estado responsable” que vele por la redistribución del ingreso, la preservación de los bienes públicos, la promoción de la competitividad con cohesión social y la generación de empleo digno para todos.
Con respecto a la otra polémica apuntada, referente a las prioridades que deberían adoptar las políticas económicas con vistas al desarrollo de los pueblos, en los años setenta aparecen las aportaciones de Galtung (1978), Max-Neef (1993), Streeten (1981) y otros muchos, que señalan con acierto la imperiosa necesidad de poner en primer lugar la satisfacción de las necesidades humanas básicas como el objetivo principal que debería orientar las políticas de desarrollo y de ayuda al desarrollo. Este tipo de aportaciones fueron despejando el camino para un nuevo concepto del desarrollo que aparece a comienzos de los noventa: el desarrollo humano. Pero antes de entrar en detalles sobre esta noción, hemos de dar cuenta de la novedad introducida en las cuestiones del desarrollo a partir de finales de los ochenta: el desarrollo sostenible o desarrollo sustentable.
En efecto, a partir de la publicación en 1987 del informe elaborado por la Comisión Mundial para el Medio Ambiente y el Desarrollo, presidida por la doctora Brundtland, la polémica ética más importante estuvo centrada en las posibilidades e imperativos que plantea la preocupante situación ecológica que afecta a todo el planeta. El informe mostró claramente que el modelo de desarrollo imperante hasta ese momento es insostenible. El desarrollo sostenible quedó definido como aquel tipo de desarrollo que satisface las necesidades de la generación presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades. En el final del documento, la Comisión afirma que
las cuestiones que hemos planteado en el presente informe tienen inevitablemente una importancia de gran alcance para la calidad de vida en la Tierra —en realidad, para la vida misma—. Hemos procurado demostrar cómo la supervivencia y el bienestar humanos pueden depender del éxito del empeño por hacer que el desarrollo sostenible pase a ser una ética mundial. (Comisión, 1987: 363)
Desde el punto de vista de la ED, las cuestiones relacionadas con el cuidado del medio ambiente pasaron al primer plano de estudio y debate, con aportaciones de un gran número de teóricos que han insistido en la posibilidad de hacer compatible la sostenibilidad medioambiental —en su doble faceta de preservación y de recuperación de daños al medio ambiente— con el desarrollo humano sin exclusiones (Goulet, 1995a; Riechmann, 1995; Martínez Navarro, 2000). El argumento central es que ni siquiera será posible el uno sin el otro. Esto se comprenderá más fácilmente al examinar a continuación las implicaciones éticas de la noción de desarrollo humano.
El concepto de desarrollo de los países como desarrollo humano ha sido definido como el proceso que conduce a la ampliación de las opciones y capacidades de las personas, que se concreta en una mejora de la esperanza de vida (cuyos principales componentes son la salud y la seguridad frente a la violencia), la educación (medida en términos de alfabetización y escolarización) y el acceso a los recursos necesarios para un nivel de vida digno (medido en renta per cápita en paridad de poder adquisitivo). Este enfoque del desarrollo ha tenido un impulso muy importante por parte de los autores del Informe sobre el Desarrollo Humano que anualmente publica el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) desde 1990. Parece que hay un consenso bastante generalizado en cuanto a la importancia del aporte del economista indio Amartya Sen en el cambio de paradigma que supone la aparición del concepto de desarrollo humano (Griffin, 2001), que ha llamado a su propuesta desarrollo como libertad después de haber trabajado durante muchos años en la cuestión de las relaciones entre ética y economía.
La idea principal de Sen es que el desarrollo no es tanto una cuestión de aumento de la renta o la riqueza cuanto una progresiva ampliación de las capacidades humanas que permita a las personas gozar de libertad suficiente para llevar a cabo aquellos proyectos de vida que valoran (Sen, 1999)6. Veamos resumidamente algunas de las tesis de Sen que han sentado las bases teóricas del concepto de desarrollo humano:
• En líneas generales son positivas las conquistas de los últimos dos siglos en cuanto al desarrollo económico y la extensión de la democracia liberal, así como el discurso en torno a los derechos humanos y el logro de una mayor esperanza de vida al nacer; al mismo tiempo, es lamentable e indignante la situación de miseria, la opresión y el deterioro medioambiental que se manifiestan en los países empobrecidos.
• Para superar esas lacras se precisa, entre otras cosas, una nueva concepción del desarrollo que se proponga, como meta prioritaria, la expansión de las libertades reales de todas las personas.
• Es preciso contar con la participación activa —con la agencia— de todas y cada una de las personas que aspiran al desarrollo.
• El desarrollo es fruto de un proceso integrado en el que intervienen actividades económicas, sociales y políticas en una profunda interconexión.
• Porque la expansión de las libertades depende de una multitud de factores, como la educación, la sanidad, los derechos políticos y el acceso a los debates públicos, y todo ello es relativamente independiente de las tasas de crecimiento económico.
• El desarrollo se opone frontalmente a: las hambrunas, la desnutrición actual de millones de personas, la falta de acceso a la asistencia sanitaria, agua potable y saneamiento, la falta de una educación básica, la falta de empleo o de alguna seguridad económica, la falta de un trato igualitario a las mujeres7 que permita a estas disfrutar de las libertades de que gozan los varones, la falta de condiciones sociales y económicas para alcanzar cierta longevidad que hoy es viable, y la falta de libertades democráticas.
• El enfoque del desarrollo como libertad no implica un único modelo de desarrollo para todos los lugares del mundo o todos los escenarios posibles, puesto que las libertades son diversas y los modos de ordenarlas en un sistema coherente también son múltiples.
• En contra de lo que se ha dicho a menudo, las medidas encaminadas a promover el desarrollo humano no son un lujo que solo pueden permitirse los países que ya son ricos, puesto que la mayor parte de los países que se han enriquecido comenzaron por dar prioridad a la educación, la sanidad y en general la atención a las capacidades básicas de las personas, y ello ha sido un factor decisivo en la propia dinámica del desarrollo económico.
• El sistema democrático, en sentido amplio, constituye un elemento esencial del proceso de desarrollo. Y ello por tres razones: 1) su importancia directa en cuanto expresión de capacidades básicas, como la participación política y social; 2) su papel instrumental en la mejora de las posibilidades de los individuos para expresar y defender sus demandas de atención política (incluidas sus exigencias económicas), y 3) su papel constructivo en la conceptualización de las necesidades (puesto que las necesidades no son las mismas en todas las latitudes y en todos los grupos culturales, sino que se concretan siempre en cada contexto geográfico y social). A ello hay que añadir el papel permisivo de las libertades políticas: permiten y fomentan la discusión pública. Esta discusión puede prevenir muchos desastres económicos, aunque su utilidad concreta dependerá en buena medida de las prioridades de los ciudadanos y del uso que hagan de los medios políticos a su alcance.
• En los procesos de desarrollo es muy relevante centrar la atención en la agencia de las mujeres, esto es, en su protagonismo activo, tanto por el bienestar de las mujeres mismas como por su repercusión en otros campos, como la supervivencia de los niños y la reducción de las tasas de fecundidad. La agencia de las mujeres es decisiva en tareas económicas, políticas y sociales de diverso tipo. El reconocimiento del liderazgo de las mujeres es acaso lo más urgente que hay que hacer en la economía política del desarrollo y ha de tener prioridad en la ED.
• En cuanto al crecimiento demográfico, aunque Sen cree que a menudo se exagera el impacto negativo del mismo, también considera que de todos modos hay que reducir las tasas de fecundidad de la mayoría de los países en desarrollo. Pero la vía que se ha mostrado más adecuada para ello no es la imposición coercitiva y la manipulación, sino las medidas que aumentan la libertad de las mujeres (a través de la educación, el empleo, la sanidad, etc.) y la responsabilidad de las familias en la planificación voluntaria.
• Otra cuestión controvertida es la de la supuesta oposición entre los valores que sustentan las libertades y los valores autóctonos de Asia, África u otras regiones del mundo (Sen, 1999: cap. 10). A juicio de Sen, ni en Oriente ni en Occidente ha habido nunca una homogeneidad de valores autóctonos, y lo mismo que ha habido posiciones autoritarias en la historia de Occidente, ha habido también posiciones no autoritarias en la historia de Oriente. En los procesos de desarrollo no debe prestarse atención a generalizaciones infundadas que pretenden asociar el autoritarismo con “los verdaderos valores locales” y, de ese modo, encumbrar a dirigentes sin escrúpulos que adoptan una actitud represiva con respecto a los disidentes dentro de la propia cultura local.
• También se ha dicho que no es posible programar racionalmente un proceso de desarrollo social. Para ello se han esgrimido distintas razones, pero Sen las refuta con acierto e insiste en que no puede haber desarrollo sin una preocupación global por el proceso de aumento de las libertades individuales, acompañado de un compromiso social de contribuir a llevarlo a cabo.
• Hay dos grandes modelos del proceso que conduce al desarrollo de los países: “BLAST” (acrónimo de blood, sweat and tears, un modelo de desarrollo que exige “sangre, sudor y lágrimas”) y “GALA” (acrónimo de getting by, with a little assistance, un modelo de desarrollo alternativo al anterior, bajo el lema “yendo juntos, con un poco de ayuda”). Este último es claramente preferible, tanto desde el punto de vista ético como también desde el punto de vista meramente económico, porque los partidarios del modelo BLAST tienden a olvidar que el apoyo mutuo y la cooperación proporcionan entornos de confianza y de promoción personal que no solo son deseables por sí mismos, sino que generan una mayor productividad a medio y largo plazo.
4. Desafíos pendientes de la Ética del desarrollo
El discurso en torno al desarrollo de los países ha sido polémico desde que comenzó a utilizarse de modo generalizado el término desarrollo a mediados del siglo XX —al menos, tan polémico como es hoy el concepto de globalización—, debido a que existen diversas maneras de entender el desarrollo, tanto en su vertiente de finalidad a lograr como en su vertiente de proceso por el cual se avanza hacia la meta. En ambas vertientes es necesaria una reflexión ética que pueda orientar las reformas, las políticas a medio y largo plazo, y las decisiones que han de tomar los agentes que tienen responsabilidades en las tareas de desarrollo.
Un resumen de los avances en las dos vertientes mencionadas puede ser útil para tener una idea más clara del camino recorrido hasta ahora y de las posibilidades de avance en el inmediato futuro.
En la vertiente del desarrollo como finalidad, es positivo que se haya ido superando la inicial concepción del desarrollo como mero crecimiento económico en términos de incremento del PIB y de aplicación de las medidas macroeconómicas del llamado “Consenso de Washington” (Stiglitz, 2002), y se haya ido contraponiendo una visión más ética del desarrollo en términos de desarrollo humano sostenible. Este último es una meta amplia y ambiciosa que puede desglosarse en varios objetivos parciales, atendiendo a otras tantas dimensiones fundamentales de la vida humana, como la alimentación, la salud, la educación, la vivienda, el empleo, la seguridad ciudadana, el ejercicio de los derechos democráticos y la protección de la identidad cultural no dañina (Martínez Navarro, 2000; ONU, 1986 y 2015). Existe un amplio consenso entre quienes trabajamos en ED en que la erradicación de la pobreza extrema constituye la principal prioridad (ONU, 2000 y 2015; Martínez Osés, 2005). Esto no está reñido con la existencia de algunas discrepancias en cuanto a la definición de la pobreza extrema, la identificación de sus principales causas y, sobre todo, los principales modos de combatirla. Pero no es asunto baladí que exista una coincidencia generalizada en cuanto a la prioridad de la lucha contra la miseria sin culpar a los pobres de la misma (Martínez Navarro, 2002; Cortina, 2017).
Para lograr las ambiciosas, pero hoy factibles, metas del desarrollo es necesario que todos los agentes que trabajan de un modo u otro en tales tareas adopten determinadas actitudes éticas congruentes con el sentido mismo de ellas. De ahí el interés que han mostrado diversos autores de la ED por señalar la responsabilidad de los profesionales y de las instituciones (Kliksberg, 2004; Gasper, 2004; Goulet, 1995b y 2006), tomando medidas de diverso tipo para prevenir la corrupción y para corregirla cuando aparece.
Pero además del necesario cambio de actitud personal e institucional que se precisa para avanzar hacia los objetivos del desarrollo humano sostenible, existe también un amplio consenso en cuanto a la necesidad de cambios políticos y reformas profundas del sistema internacional (Mutsaku, 2003; Black, 2003; García Delgado y Molina, 2006). Esto conduce a la necesidad de activar la conciencia de los ciudadanos en todo el mundo mediante redes de organizaciones humanitarias que promueven acciones reivindicativas, de denuncia, de educación para el desarrollo (Celorio y López de Munain, 2007), y de cooperación a través de proyectos de desarrollo (Etxeberria, 2004; Martínez Navarro, 2006). El hecho de que las Naciones Unidas proclamasen en 1986 el Derecho al desarrollo plantea a la ED el reto de hacer una contribución seria y continuada al logro de este derecho para todos los países del planeta: desde el ámbito académico y desde las asociaciones cívicas y movimientos sociales. Es así, porque la declaración solemne del derecho al desarrollo es todavía una cuestión de buenos deseos que choca con la dura realidad de la exclusión global, la desigualdad abismal y el infradesarrollo crónico que aqueja a más de mil millones de personas, sin mencionar la grave insostenibilidad que aqueja al modelo de desarrollo adoptado por los países “desarrollados” (habría que llamarlos “maldesarrollados”, como argumenté en Martínez Navarro, 2000).
En este contexto, la vitalidad de la ED es un faro de esperanza en medio de una oscura tormenta de desigualdades, despilfarro de recursos y graves riesgos sistémicos que nos afecta a todos.
Por otra parte, la vertiente del desarrollo como un proceso que conduce a la meta supuestamente deseada del desarrollo humano sostenible, tanto en el plano local como en el del planeta en su conjunto, plantea los mayores desafíos a la ED, porque en este terreno existen agudos desacuerdos en cuanto al papel y el tamaño del Estado, el tamaño y regulación de los mercados, las responsabilidades de las asociaciones ciudadanas (la llamada sociedad civil), etc. La diversidad filosófica en estas cuestiones (Arnsperger y Van Parijs, 2002) es una riqueza cultural, pero lleva consigo una hipoteca de la dispersión de fuerzas, que es aprovechable por los poderes fácticos para mantener el statu quo. En este sentido, las legítimas divisiones internas entre utilitaristas, liberales, libertarianos, neomarxistas y demás tradiciones filosóficas no deberían impedir la necesaria convergencia en cuestiones que afectan a la crisis del presente y a la posibilidad de un futuro compartido entre los seres humanos, sin exclusiones arbitrarias, y entre estos y las demás especies de seres vivos.
Ahora bien, esta convergencia en lo esencial, por encima de las inevitables discrepancias ideológicas, no es nada fácil porque los marcos ideológicos de referencia no permiten alcanzar un consenso en el diagnóstico, ni tampoco en el tratamiento o modo de resolución de los problemas que plantea “el subdesarrollo”. En este sentido, quienes cultivamos la ED tenemos la responsabilidad de: 1) conciliar posiciones contrapuestas hasta donde sea posible; 2) denunciar las hipocresías y los intereses ocultos que a menudo se dejan traslucir en determinados discursos filosóficos y en algunos discursos supuestamente científicos; 3) alentar, con los mejores argumentos que sea posible construir, la puesta en práctica de soluciones urgentes y duraderas a los problemas de la miseria, la exclusión, la extinción masiva de especies animales y vegetales, el calentamiento global, etcétera.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
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