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CAPÍTULO I
LA CRUZ EN AMÉRICA

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Índice

JUICIO DEL CONQUISTADOR

La Cruz en los siglos XVI, XVII y XVIII—Juicio del Conquistador—Idea de un cristianismo antecolombiano—Los pay americanos y los hechiceros nativos—Juicio del indio—Monumentos y mitos continentales—-Pachacámac, Atticci Viracocha, Tonapa y Taapac—El tricéfalo de Cundinamarca y el Tangatanga de Chuquisaca—Escrituras petográficas—Quelzalcóatl, Votán, Wixepecocha, Botchica y Huiracocha—Manco Cápac y el Inca Roca—Pies esculpidos—El hombre blanco y barbado—La Cruz como símbolo nativo.

No es la presente una obra de filosofía ni de discusión dogmática sobre la CRUZ en América, sinó un ensayo arqueológico. Por eso parecerá á algunos que el presente capítulo está demás; pero el orden cronológico en que ha sido tratado el asunto, así como el desarrollo del mismo hasta llegar á conclusiones que consideramos definitivas, hacen que nos ocupemos someramente de cuanto sobre el símbolo universal, encontrado por el Conquistador en el Continente, háse escrito y mentado hasta la época actual.

Para los siglos XVI, XVII y XVIII fué la Cruz americana un motivo trascendental de religión. El conquistador ni vió, ni pudo ver en aquella, una combinación geométrica simbólica, sinó el signo sacrosanto de su fe, que portaba en sus manos junto con la espada. Las ideas de la época hicieron surgir en nuestro suelo, con su palabra evangélica, á Santo Thomé, el Apóstol del Asia y del Africa, doctrinador de brahamanes y etiopes. El rico material de tradiciones y leyendas nativas fué pacientemente acumulado y comentado. El indio, que vió venerado por excepción uno de sus símbolos, convino en afirmar cuanto interesaba á los prejuicios del misionero; y así se explican, por ejemplo, los párrafos de mística unción del P. Ruíz de Montoya, después que con el P. Cristóbal de Mendoza visitaran á Tayatí, lugar en el cual las gentes recibiéranles con tan extraño agasajo, refiriéndoles la vieja tradición[17]; como se explican las constancias anteriores de las tan conocidas cartas del P. Manuel de Nóbrega, de 1549 y 1552, sobre lo que le dijeron los brasiles[18], y las afirmaciones de la epístola del P. Cataldino á su Provincial, en 1613, que Lozano califica de «la fuente más pura de la noticia»[19].

Es el Brasil la primera tierra americana que pisó Santo Tomás, bajando en la Bahía de todos los Santos, dejando impresas sus huellas en peñascos, que recuerdan las de Buda ó del Dídimo en el Ceilán, así como abierto el camino Maraypé[20]. El Paraguay de las misiones guaraníticas aparece como la nación más favorecida del Santo, al que se atribuyó anunciar la llegada futura de misioneros, y el que dejó abierto el camino Peabirú, que remataba en Carabuco peruano, por el que portó su gran Cruz de madera, siendo obras suyas el famoso panteón de Guayrarú y el pozo cercano al río Tebicuarí[21]. Memorias del Apóstol son también la gruta de Paraguarí[22], la piedra de Tacumbú[23] y las huellas de Mbalpirungá[24].

Los pasos apostólicos por el resto de la América Meridional, desde Chile adelante, fueron seguidos por los padres agustinos Fr. Alonso de Ramos[25] y Fr. Antonio de la Calancha[26], tomando los jesuitas sus noticias del primero[27]. De su tránsito por nuestro Tucumán, que pudiera interesarnos por una natural curiosidad local, los cronistas dan brevísimas noticias: á mediados del siglo XVII el Obispo del Paraguay, D. Lorenzo de Grado, afirma que Santo Thomé atravesó estas provincias; Fr. Alonso Ramos[28], limítase á referir que lo que á personas curiosas oyó platicar es haber ido el Santo al Perú «por el Brasil, Paraguay y Tucumán»; lo mismo repite el P. Montoya[29], haciendo suya la anterior noticia; el Relator del Consejo de Indias, D. Antonio Rodríguez de León Pinedo, refiere que á cuatro ó cinco leguas de Córdoba, hacia donde llaman Sal-si-puedes, hay una peña en la que están impresas las huellas del Santo[30]; más el P. Lozano, gran conocedor de la historia de nuestra tierra, es de distinto parecer, no encontrando rastros apostólicos en el Tucumán[31].

De esta nación pasaría á Chile, según una Relación del P. Andrés de Lara y una referencia de D. Alonso de Ercilla[32].

En Bolivia aparécese el Apóstol en Tarija, en cuyos términos se hizo famosa la Cruz de Salinas, pasando aquel á través de los Charcas al Perú.

En el siglo XVII, especialmente, corrieron muchas mentas sobre la estadía del Apóstol en este último país. Santo Toribio de Mogravejo, arzobispo de Lima, mando levantar una capilla sobre la roca de sus huellas esculpidas. La Cruz de Carabuco, enterrada á orillas del Titicaca, fué labrada con madera que el Santo condujo desde Guairá. Aquél lago, Cachi, Chucuito, Chachapoyas, valles de Trujillo, Cañete y Calango están llenos de sagrados recuerdos. Cieza supone que el Ticci Viracocha salido del Titicaca es el Apóstol, y Calancha, que las estatuas de Muyna y de Cacha le representan. Reminiscencias de accidentes geológicos peruanos están ligados á obras del Santo[33].

Algunos cronistas opinan que el Apóstol del Perú fué San Bartolomé, á causa de la manera como se representaba á Huiracocha en los templos dedicados á su culto[34].

Los PAY americanos, ó sean Pay Zumé, Pay Abaré y Pay Tumé, los primeros del Brasil y el tercero del Perú, son los Apóstoles mismos, portadores de la Cruz en las tradiciones y monumentos nativos. Los nombres de Zumé y de Tumé tomáronse por corrupción de Thomé. Y en efecto: estos Pay aparecen como grandes doctrinadores de un nuevo orden de cosas en materia de religión, figurando en las leyendas míticas como seres extraordinarios.

En el sentido americano de la palabra, Pay, es un profeta, un adivino, un mago, un hechicero, ó un gran brujo[35]; los Pay son de la familia de esos mismos que los misioneros encontraron y conocieron en el Paraguay y otros pueblos, los que predicaban ser hacedores de todas las cosas, dueños de las lluvias y dominadores de la tempestad, como el indio Antecristo de los pueblos de Piti y Mara, en el Perú, lugar teniente de Dios, que tanta maravilla obró, al decir del P. Ramos.

Pay Zumé, el Apóstol de la epístola del P. Nóbrega, en 1552, sería un hechicero de extraordinarias facultades, por lo que tanto le recordaron brasileños y paraguayos. Lo mismo decimos de Pay Tumé[36].

El nombre de Abaré no podía cuadrar á ningún Apóstol, por cuanto era oprobioso en la gramática de la lengua, pues para el indio equivalía á «hombre que no gusta de mujeres», á estar á las crónicas de los misioneros mismos[37].

El Pay Tumé del Perú, aparece ser el Pay Zumé brasileño y paraguayo, según Lozano, Montoya y otros[38]. Lozano consigna una breve noticia de Pay Tumé, tomada de una relación manuscrita del doctor don Francisco de Alfaro, transcribiendo Montoya el párrafo pertinente[39].

En definitiva: todo cuanto se ha escrito sobre la Cruz americana en los siglos XVI y XVII á cerca de una supuesta predicación evangélica antecolombiana, no reposa sinó en fundamentos deleznables é inconsistentes; y el celo de los P. P. de la Compañía engañóles á sí mismos, ó contribuyó á que les engañara, dejándose seducir por los relatos de los naturales, quienes matizaban sus viejas tradiciones con alguna novedad española, en el propósito de propiciarse la buena voluntad de los aparecidos invencibles, los que llenaron de turbación sus espíritus, y á los que vieron adueñarse de sus tierras, estableciendo su imperio en todos los órdenes de la vida. Es claro, entonces, que los venidos del mar tendrían también precursores llegados por la mar; que los profetas no podrían ser advenedizos y que arribaron precedidos por otros profetas; que los blancos no surgieron de golpe, sinó que mucho antes aparecieron anunciados por otros blancos como ellos, con los cuales los naturales sellarían el pacto de esperarles en día no lejano. De tal modo se explica la antigua evangelización y el tan decantado y misterioso origen de los Apóstoles[40].

Mucho se ha insistido, aún después del siglo XVII, en hallar pruebas de que la Cruz fué importada al Continente, en los mitos y monumentos americanos, después de sometidos á un estudio sin prevenciones, y cuando se hicieron á un lado las disquisiciones teológicas; pero examinadas tales pruebas con criterio desapasionado resultó que nada se había avanzado con el cambio de sistema, y que la veneración á la Cruz de parte de nuestros naturales, aunque un hecho comprobado, fué siempre un misterio, hasta que la arqueología, en lugar de la filosofía, se avocó la solución del problema.

Los mitos y monumentos peruanos, aztecas y mayas fueron observados, estudiados y comentados.

Pachacámac, llamado «el Invisible», aparece en primer término como el portador de la Cruz, no obstante el desengaño que sufrieron los piadosos misioneros con las noticias que Miguel Estete en sus Relaciones del Descubrimiento del Perú ofreció del dios y de su templo, después de haberles visitado con don Hernando de Pizarro[41].

Y es que Pachacámac era «el vivificador del mundo»; y aunque espíritu sútil é impalpable, no por eso dejaba de ser representado con singulares formas antropomorfas.

Pachacámac fué la divinidad del occidente de los Andes, al cual chimos y yungas levantaron su templo en el valle de Lerin. Oriundo del mediodía, lucha con Con, el fetiche acuático, el cual fué por aquél rechazado al norte, llevándose la lluvia, lo que hace creer que Pachacámac sea la forma politeista del viento que produce la seca, ó el elemento fuego, adversario del agua, ese ignis animal de que hablaba el clásico latino, padre de los gigantes ó de las poblaciones antiguas, que sin duda tendría mucho qué hacer con las grandes convulsiones geológicas del Perú[42].

Lo propio que con Pachacámac, ó el elemento fuego, ha sucedido con Huiracocha, el mito acuático aymará, viendo los cronistas en Atticci Viracocha, el Hacedor, al portador de la Cruz y predicador del Evangelio.

Es este el famoso bulto de piedra de Cacha, de que recordaba don Pedro de Cieza, conforme al talle de un hombre, con vestiduras largas y cuentas en las manos; aunque en la segunda parte de su obra niega lo de las cuentas, «lo cual es burla», según él mismo, lo propio que aquello de que tenía puestas las manos sobre los cuadriles.

Este Atticci Viracocha, á estar á lo que de él refiere Cieza, de que «de los cerros hazía llanuras y de las llanuras hazía cerros grandes, haziendo fuentes en piedras vivas», podría ser considerado como el mito de las fuerzas terraqueas, si no supiéramos que es la gran divinidad politeista del agua, ó el genio de las masas líquidas, del lago, del mar, de las lluvias del cielo. Con Huiracocha, en el momento de la conquista, el pueblo incaico caminaba hacia el monoteismo, por la supremacia de ese Illatici-Viracocha-Pachacámac[43], trinidad sintética, en la cual confundíase el mito de Catequil de la cosmogonía nacional de las viejas razas, así como el Pachacámac yungueño, que unidos al mito de Tiahuanaco constituían una unidad vivificante y creadora formada por el huracán, el fuego y el agua. El nombre de Viracocha llegó á ser adoptado por uno de los Incas, y en la enseñanza esotérica del sacerdocio peruano apareció como el «Dios Desconocido», de tal modo que el Titicaca, origen de los aymarás, llegó á ser la cuna mística de los jefes del culto heliolátrico[44].

Los padres agustinos á que nos hemos referido, hablan de otra divinidad peruana llamada Tunapa, esto es, gran Sabio y Señor, y por veneración Taapac[45], ó hijo del Creador. Este aparecido discurrió por las provincias del Collao, las cercanías del Cuzco y otros puntos distantes. Era un hombre venerable en la presencia, grande en la estatura, zarco, barbado, destocado y vestido de cuxma, sobrio, enemigo de la chicha y la poligamia. Su residencia favorita fué Carabuco, en donde se dice que plantó la Cruz que llevaba. Fray Diego Ortiz escribe que en la isla del Titicaca se encontraron impresos sus pies.

Para que se vea quien era Tonapa, el supuesto aparecido, basta leer lo que sobre este personaje mítico ha escrito el Yamqui Pachacuti, el que reproduce sus himnos[46].

Tonapa es un dios fálico-solar. De los himnos cantados por Guascaryngatopacuçiguallpa, arrepentido de haber adorado á los Huacas, despréndese que Tonapa es un siervo de Huiracocha[47].

Tupá es dios, y Thupa nombre de honor equivalente á «Señor», según Lafone Quevedo[48]; Thupac, significa «cosa resplandeciente», según Mossi[49]; de modo que Tonapa es un epíteto solar, y el dios una encarnación de lo mismo. La morfología quichua permítenos analizar su nombre en estas dos formas: Tona-apa y Tonapa: la primera nos lleva al tema Thonay, «piedra de moler» ó «falo»; Apa es un verbo que dice «llevar cargando»,—de modo que daría: «el que carga el falo»[50].

Los grandes monolitos de Tiahuanaco, que Cieza atribuye á representaciones de Atticci Viracocha[51], fueron tomados también por figuraciones de los Apóstoles de la Cruz.

Wiener en su obra[52] reproduce la interesantísima figura antropomorfa del bajo relieve central de la puerta monolítica de Tiahuanaco, atribuyéndola á una representación del Dios-sol. La cabeza del dios está rodeada de veinticuatro rayos, seis de ellos terminados en cabezas de león, signos de la fuerza, según el autor citado; los demás rayos son alusiones á la fuerza creadora del sol; las líneas como meandros que rodean la figura, valen por símbolos de generación; las lágrimas de sus ojos son alusiones á la lluvia fecundante; los pescados y cabezas de cóndor en el pecho, representan habitantes del agua y de los aires[53].

Los misioneros no han citado la cabeza colosal del ídolo de pórfido de Collo-Collo, de 1.37m de alto, entre Tiahuanaco y la Paz, que debe ser otro Aticci, y el que en la banda de su frente ostenta cuatro cruces, grabadas respectivamente dos sobre el pecho de esas figuras marinas monstruosas que le adornan. Hagamos notar desde ya que el mito acuático por excelencia porta cruces.

Nuestro gran monolito esculpido de Tafí es muy digno de figurar al lado de los monumentos megalíticos de Tiahuanaco. Sus esculturas, con círculos con puntos y figuras cruciformes, parecen combinar las dos ideas de los Ojos de Ymaymana y de las Ventanas de Tocapo[54].

Tampoco dan cuenta los misioneros de este monumento de la prehistoria de nuestro Tucumán.

Otro hecho que suministró argumentos en favor de los portadores blancos de la Cruz, fué encontrarse la Trinidad como misterio americano.

Efectivamente en América aparece el 3 como número sagrado; pero no lo es menos el 4, como lo veremos en el capítulo respectivo[55].

Lozano[56] dá cuenta de un tricéfalo que adoraban los peruanos, «que decían eran tres personas con un corazón». Ruíz de Montoya[57] cita la trinidad de las estátuas del sol: Apointi, Churinti, Intiqua ó Qui, «que quiere decir el Padre y Señor Sol, el Hijo del Sol, el Hermano del Sol». Calancha enumera así á las personas de esta trinidad: Apu Inti, Churi Inti é Inti Huaoque, «padre sol, é hijo sol, y ayre ó espíritu sol». El P. Gerónimo Herran[58], procurador general de la Provincia del Paraguay, con mucha discresión atribuye al demonio el remedo del misterio: esta trinidad consiste en Padre, Hijo y Espíritu (no Santo, según él, sinó colateral de los dos), ó sean: Omequeturiqui ó Uragozoriso, Urasana y Urapo.

La nación aymará en el Perú tenía especial veneración por el tres; mientras que la quichua, por el cuatro.

Cuando Wiener describía su Dios-sol llamaba la atención hacia el singular fenómeno numérico que el ídolo ofrecía, pues hasta la grada central era de tres escalas, de tal suerte que la cifra 3 y sus múltiplos, predominaban en su ornamentación y disposición general.

Podemos citar algunos otros ejemplares de trinidades americanas, como los de Cundinamarca, Bolivia y nuestro Calchaquí[59]. En algunos de ellos también, como en el dios del Perú, predomina el número 3[60].

La trinidad de la altiplanicie de Colombia está representada por ese aparecido, anciano y barbado, que llevaba tres nombres: Botchica, Nemterequeteba y Zuhé, al cual representábase por un ser tricéfalo. A Botchica acompañaba una mujer de extraordinaria belleza que llevaba, como él, tres nombres: Huythaca, Chia y Yebecuayguaya; fué ella quien hizo desbordar el Funza y produjo un diluvio, por lo cual Botchica, airado, la convirtió en luna. Botchica restaurador de las cosas, que reino dos mil años, es ese Idacanzas, otro Apóstol de los misioneros. Su nombre de Zuhé ó Xué significa «el día», «el brillante», y de aquí que se le llamó «el blanco». Idacanzas quiere decir «creador del tiempo». Botchica, en suma, es una personificación del sol, reglando las estaciones, y cuya aparición ó desaparición dá lugar al día ó á la noche, al buen ó mal tiempo. De aquí que los caciques Muyscas, según refiere Piedrahita[61], tenían la pretensión de influir sobre la temperatura.

Otra figura tricéfala que dió mucho que decir á los cronistas, elevándola al rango de misterio cristiano, fué el Tangatanga ó la huaca capirotes, «que al contar de los quippus de Chuquisaca era un Dios y tres personas, ó uno en tres y tres en uno», al decir del P. Josef de Acosta, que fué quien primero dió noticia de la misteriosa huaca, á la cual sin duda se refería la cita de Lozano, atribuyéndole gran importancia el P. Montoya[62].

Tanga, ó mejor tanca, según Jiménez de la Espada[63], es el tocado en forma de capirote que usaban las indias de Huaqui, y como la reeduplicación en los idiomas peruanos envuelve idea ó concepto de multiplicidad colectiva (como en Zachha—Zachha, bosque de Zachha, árbol), resulta que la trinidad de los Charcas en puridad viene á ser la huaca capirotes, ascendida poco á poco de figurón tricéfalo á misterio cristiano.

Nuestro americanista Ambrosetti dió en Calchaquí con la huaca capirotes ó figurón policéfalo de Quilmes, que describe en una interesante monografía[64].

Ternos de seres animados ó inanimados encuéntranse también en Perú y Chile, como los de la colección de Ferreira, de Lima, y del Museo de Santiago. Nosotros poseemos un pequeño objeto de piedra, encontrado en el valle de Catamarca, que representa indiscutiblemente una trinidad, y que tiene por emblema el triángulo de la fecundación sexual[65]. El disco de Chaquiago de Lafone Quevedo, que más adelante se reproducirá, es un Caylle trinitario, con su figura central antropomorfa y sus dos monstruos zoomorfos laterales, que ostentan cruces en sus cabezas.

En Calchaquí, como el 3, aparecen ser indudablemente sagrados los números 2 y 4. Las figuras dobles, como los objetos fálicos de nuestra colección encontrados en Tinogasta y Lules, que reprodujimos en nuestra monografía sobre el Falo, suelen ser epicenas, como ese Uiracochanticcicapac de Pachacuti ó esos padres del universo mejicano, Citlatonac y Citlalicue, varón y mujer, divinidades que llevaban los nombres de Ometecuctli y Omecihuatl, que valen por «dos varones» y «dos mujeres», ó sea: «doblemente varón» y «doblemente mujer.»

Los monumentos megalíticos esculpidos y las petrografías y pictografías fueron tomados como escritura indeleble de los portadores de la Cruz.

Entre los petroglyfos adquirieron celebridad los de Calango, del valle de Cañete, con huellas del Santo; la piedra de Collao, mentada por D. Francisco de Toledo; la de Tocoregua, del corregimiento de Tunja; la de Colla Tupá, sobre la cual Santo Toribio de Mogravejo erigió una capilla; la huaca Chasca Cóyllur ó Cantacauro, etc., sobre las que tan larga y erradamente debatieron los cronistas[66].

La creencia arraigada por el conquistador de que los petroglyfos no son obra nativa, originó, sin duda, de que los peruanos atribuyeran á tales monumentos una clásica antigüedad, pues es más que seguro que no fueran obra suya. La escritura petrográfica, tanto en el Perú, como en nuestro Calchaquí, responde á un culto atmosférico ó acuático, y muy escepcionalmente heliolátrico. Respecto á los monumentos de Tiahuanaco, no cabe discusión que la obra es preincaica. En Calchaquí, si esceptuamos la piedra de Colalao (Tucumán) y unas más, no se ven rastros solares en las petrografías.

Las rocas escritas que puede decirse que consagraron la atención del conquistador, fueron aquellas con pies humanos esculpidos, tomados por rastros de los blancos portadores de la Cruz.

Lozano cita las de Itoco y Tocoregua, en Nueva Granada, y la de Ubaque, cerca de Bogotá[67]. Apúntanse en el Brasil y Paraguay las de Itapuá[68], de Parayba[69], de San Vicente, de Baipurungá[70], de Guayrá[71] y de la Asunción[72]. En el Perú se citan las de Piura, isla del Titicaca, de Callo, de Calango[73], de Chillaos, de Chachapoyas, «que demuestran (sus rastros) que se incaba allí el Santo á orar, juntas levantadas las manos al cielo, para lo cual soltaba el bordón ó báculo que sería de dos varas de largo, y también quedó impreso»[74], etc.

Para dar un valor probatorio decisivo á estas piedras con pies ó manos esculpidos, recordábanse las huellas del Santo en Ceylán, olvidando que los fenicios, según el Dr. Lamas[75], solían grabar en sus inscripciones dos pies, uno detrás de otro, para indicar caminante, viajero, hombre que pasa.

El señor Jiménez de la Espada[76], cree que los pies grabados en las rocas pueden significar esto último ó tener alguna otra significación en la escritura petrográfica nativa, como sucede con los rastros de las ocho piedras de Hambato, que atribuye á geroglífico ó signo del que marcha, ó á una vía, como la que usaban los mexicanos en sus pinturas; otras rocas de esta especie, para él, acaso conmemoran el acto solemne de descalzarse el Inca y poner sobre la tierra sus plantas desnudas, en señal de humillación deprecatoria ó de toma de posesión de un lugar importante ó de una frontera[77].

Nuestra opinión es que los pies esculpidos pueden significar cosas diversas, según el carácter de la escritura de la roca ó de la roca misma, considerada como huaca, como señal, lindero ó mojón.

Si no se trata de rocas sagradas, correspondientes á un culto litolátrico, los pies esculpidos en una misma dirección podrán indicar un camino ó rumbo dados, como si se dijese gráficamente: «por aquí», «por allá». El pie debe expresar el acto material de andar. Pueden también las rocas indicar puntos de parada ó de tránsito para los caminantes ó chasques: las piedras serán entonces verdaderos tambos. Si, por el contrario, se trata de rocas sagradas, posiblemente de la era fetiquista, entonces el pie esculpido será un rastro divino, como el del Inca en el acto de descalzarse, ó el de una deidad que por algún motivo se paró sobre la roca, como el de aquel Taapac, para predicar desde un alto peñón, ó el del Huiracocha ó el del dios Trueno, si la roca responde al culto acuático.

Fig. 1. Guarda lateral de una tinaja.

En nuestra interesante cuanto numerosa colección de petroglyfos, no contamos con roca alguna de pies esculpidos; pero en cambio hallamos en Encalilla y Carrizal (valle Calchaquí) piedras con manos grabadas, una de estas con tres; y vayan en tal caso manos por pies, ya que unos y otros son rastros humanos. No sucede lo mismo en la alfarería funeraria de estas regiones, en la que hemos dado con ejemplares de urnas ceremoniales con pies pintados de negro sobre su sección ventral, los que en el acto reconócense por el ancho de las plantas y sus cinco dedos. Dos ejemplares reproduciremos: en la guarda lateral de una urna de Santa María (Fig. 1) aparecen representados cinco pies humanos; en otra urna del mismo lugar (Fig. 2) se ven en la parte superior ventral grupos de tres pies, que bajan de la tinaja, reproducidos en las guardas de la misma, junto á figuras que representan manos. En Calchaquí, pues, no podría hablarse de rastros apostólicos, toda vez que no los dejarían impresos de tan pequeñas dimensiones y sobre el barro cóncavo de la alfarería.

Fig. 2. Urna de Santa María (Colec. Quiroga).

Desde que para nosotros la mano es un símbolo que representa á la Tormenta ó á la divinidad atmosférica, figura monstruosa de fisonomía antropomorfa en Calchaquí[78], el pie debe referirse á igual representación, por ser, como la mano, un miembro de su cuerpo, y por aparecer, en el caso de la figura 2, pies y manos simbólicos alternados. Y es el caso de hacer una advertencia oportuna al respecto: los Zapotecas, en Méjico, adoraban á Huemac bajo la forma de una mano, demandándole la riqueza de que Quetzalcóatl era el principal dispensador: Itzamna, dios de carácter atmosférico salido de Yucatán, era representado en su templo de Izamal bajo la forma de una mano, kabul, «la mano activa»[79].

Los pies ó manos pintados ó esculpidos, ó indicarían que allí se detenían las divinidades atmosféricas, ó que las rocas les estaban consagradas. En Calchaquí, en vez de pies humanos se graban comunmente patas de suris, y el avestruz, como lo demostraremos, es la Nube atmosférica venerada, un símbolo acuático, simplificado en sus últimos extremos cuando solo la pata del animal se reproduce.

Muy curiosa es también la cuestión del Hombre Blanco americano, que se confundió por los conquistadores con la del hombre europeo emigrado, basándose en las tradiciones quichés, nahuas, mayas, aztecas, muyscas, quichuas y guaraníes[80].

El dios Quetzalcóatl mejicano, que reino en el Anáhuac, era un blanco y barbado, salido del Este; Votáan de Chiapas, es del mismo color; Botchica, otro blanco y barbado, cuyo itinerario comienza en Bosa, para seguir invariablemente de este á oeste; el Aticci Viracocha era igualmente blanco; Tonapa, al decir de los cronistas, fué «blanco, zarco, muy barbudo», lo mismo que el brillante Taapac del P. Ramos, descendido del cielo; finalmente, blancos fueron Manco Cápac y el Inca Roca.

Veamos brevemente quiénes son estos personajes, que siempre, como el sol, caminan de naciente á poniente, detalle trascendental.

Quetzalcóatl es «la serpiente emplumada», uno de los tres principales mitos del panteón mejicano. Tiene por atributos el pájaro verde, Quetzal, y la serpiente, Cóatl, dios mitad ornitomorfo y mitad ofídico[81]. Es una divinidad atmosférica: bajo el nombre de Nanihehecatl es el señor de los vientos, y bajo el de Tohil, el ser rugidor, epíteto dado también por los quichés de Guatemala al dios del rayo. Es Quetzalcóatl la encarnación del pueblo tolteca: sus viajes son las migraciones de este pueblo; el conflicto con Tezcatlipoca es sin duda el recuerdo de una revolución religiosa y política que dió un golpe de muerte á la preponderancia de su culto; las ciencias, las artes, las industrias de que es inventor, son el secular bagaje de la civilización tolteca; su épica historia, una condensación de la de este pueblo, venido de país desconocido, establecido en Tullán y después descendido á Cholula.

Votán, el padre de la civilización de los tzendales, en la América Central, es otro aparecido semejante á Quetzalcóatl, que funda pueblos como el de Palenque ó Nachán, «ciudad de las serpientes». Votán, «corazón», en tzendal, es descendiente de Imos, de la raza de los Chan ó de «las serpientes»[82]. Venido de Chivín, baja hasta la base del cielo por la cueva subterránea de un gran ofidio. Su semejanza con el dios tolteca prueba el contacto seguro de chiapas y mejicanos. Los dos son oriundos de país fabuloso, situado al oriente, de donde salen los vientos, el huracán y las nubes de la lluvia; uno y otro ejercen acción decisiva en la vida agrícola de sus pueblos; ambos dejan sucesores que llevan sus nombres y perpetúan su culto atmosférico, convertidos después en divinidades antropomorfas. Votán es un dios serpiente, ó sea el rayo. Es también un Tepodaztli, ó dios del trueno. Lo que le dá fisonomía peculiar, es que el pájaro de las nubes es extraño á su culto, por lo que en los bajorelieves de Palenque los dioses-pájaros y los dioses-serpientes no aparecen asociados.

Otro aparecido venido del sudeste, y por mar, es Wixepecocha, el predicador de los zapotecas de Huatulco. Este es perseguido hasta el monte Cempoaltepec, á cuya cima sube, levantándose á la atmósfera y desvaneciéndose: esto dá á entender que se trata de un dios que vuela, ó del aire, como el de los toltecas.

Botchica[83] es la divinidad solar, con influencia sobre la atmósfera que veneraron los muyscas de Cundinamarca. Botchica se tiene por el blanco del norte de la América Meridional, cuando en realidad el nombre que toma de Zuhé ó Xué no tiene otra significación que «brillante», como es el sol. Botchica hace su camino de este á oeste, y desde Bosa prosigue por Muqueta y Fontebón á Sagamosa, en donde desaparece de la tierra para subir al cielo, por lo que recibe el nombre de Sugunza: «el que desaparece».

A propósito del color «blanco» de Botchica, conviene recordar que Mixcoatl ó Itzac-Mixcóatl, la nube serpiente, es «la blanca ó la brillante nube-serpiente»[84].

Huiracocha surgió del Titicaca como un todopoderoso «resplandeciente», por lo que debía ser «blanco». Es el creador de los brillantes astros,—del sol, de la luna y de las estrellas, á los cuales señaló su curso en el cielo. Desapareció en el mar, su elemento, á cuyas profundidades precipitóse.

Inca Roca y Manco Cápac[85], que casan con sus hermanas, son hijos del sol, usan vestidos resplandecientes y obran prodigios. La leyenda de cada pareja es un verdadero mito solar, en el sentido de que sin duda son representaciones terrestres y antropomorfas del Sol y la Luna, de Inti y Mama Quilla.

Manco Cápac y Mama Ocllo salen del Titicaca, llegan al ombligo del mundo y fundan el Cuzco, en donde levantan el templo al padre Sol. Sus hijos cimentan la dinastía de los Incas, de origen celeste, por lo cual eran estos divinizados, presentándose como tales á su pueblo en la fiesta de Intip-raymi, en el solsticio de Junio, en celebración de la muerte y resurrección del sol omnipotente.

En la historia mítica de aquellos reyes la figuración del Inca Roca es de héroe solar. Ocupa un alto rango en la geneología de los monarcas del Cuzco, siendo él, según Montesinos, el verdadero fundador del imperio heliolátrico[86].

Cuéntase que una princesa, Mama Cibaco, y una hermana suya se decidieron á reformar la sociedad y restablecer el antiguo culto. Mama Cibaco, de extraordinaria belleza, es la madre de Inca Roca. La hermana de aquella, una famosa maga, aconsejóle que labrase para el niño un vestido resplandeciente de oro y piedras preciosas, y que ya vestido ocultase al infante en una caverna contigua al Cuzco, en las ruinas de un templo del sol. Así se hizo. La princesa llama entonces á los habitantes del Cuzco, manifestándoles que, dormido su hijo, el sol habíalo llevado á los cielos para volverlo después, colocándolo en el real trono, pues que el astro había reconocido por vástago suyo á Inca Roca. El pueblo se reunió; y después de muchos sacrificios, anuncióse su aparición en la cueva de Chingano, saliendo de improviso de ella el niño resplandeciente. Entonces el pueblo le ciñó el llauto, y como Inca restituyó el culto del sol, proscribiendo la poligamia al casarse con Mama Cora.

En el presente caso, como en el de Manco Cápac, diremos con Rialle[87], que el Inca Roca es el hijo del sol; que su vestimenta reluciente no es más que el reflejo de los rayos solares; que la gruta de Chingano, en donde se ocultó por cuatro días, no es otra cosa que la representación de la noche tenebrosa de donde sale en la aurora el astro diurno; que el casamiento de Inca Roca con su hermana Mama Cora es semejante al de Manco Cápac con Mama Ocllo, al de Inti con Mama Quilla.

De las breves noticias que de estos mitos acabamos de dar, resulta que los blancos americanos son divinidades ó seres atmosféricos ó solares, ofilátricos ó heliolátricos, hijos de la serpiente-rayo, ó del astro del día. Se trata, entonces, de dioses «resplandecientes», á los que se diría blancos, del mismo modo que se dice blanca á la luz del sol ó del relámpago. He ahí la explicación más natural del hombre blanco, con tanta más razón cuanto que el epíteto coincide con la calidad del dios.

Pero el Marqués de Monclar en el Congreso de Luxemburgo[88] y el Abate Schmitz en el de Bruselas[89], afirmaron, á nuestro juicio sin fundamento positivo, que las personas reales, los Incas y las figuras ornamentales de los vasos, eran blancos y barbados.

En cuanto á las figuras ornamentales blancas, el testimonio carece de valor como tal, pues podemos presentar ejemplares de cosas animadas, de blanco, cuyo original es de diverso color, como sucede en pictografías de Cafayate, San Lucas y otros lugares en nuestro mismo valle Calchaquí.

En cuanto á que los Incas hayan sido blancos, no hay crónica ni narración que lo confirme. Los españoles vieron y comunicaron con los monarcas del Cuzco, con cuyas hermanas é hijas casaron, y sus colores eran cobrizos.

Pero no por esto negaremos la existencia de hombres relativamente blancos en América, por efecto de un fenómeno etnográfico, que conviene estudiar detenidamente, y por las influencias de las acciones físicas y sociales, de las cuales el color es la resultante en todas las latitudes; por lo cual los indios de Vera-Paz, á 1500 m. de altura, por ejemplo, traían á la memoria los árabes de Argelia, según Brasseur de Bourbourg. Montezuma, de la planicie del Anáhuac, no era más que bronceado. Algunas tribus de la Pampa, que se pintan menos que las del Norte, tienen el color de los paisanos de la España y del sud de Italia[90].

El problema de los hombres barbados es mucho más sencillo que el de los hombres blancos. Pensar que los indios americanos son absolutamente imberbes, como la generalidad, es un error del que podemos dar fe los que conocemos indios montañeses, provistos generalmente de bigote y aún de barba, como el indio Llampa, de Belén, cuya fotografía conseguimos en una reciente excursión.

Como la barba es un atributo viril, cuando el indio se propone manifestar de una manera gráfica que lo que ha querido representar es un varón, entonces exagerará en sus figuraciones tal atributo, dando á la barba un tamaño doble y triple del que en realidad tendría el original.

J. G. Müller hace notar que las razas americanas no son imberbes, y que, por consiguiente, nada hay de sorprendente que se represente con barba á ciertos personajes. Botchica, por ejemplo, es un ser viril, y la barba es un atributo de virilidad que comparte con el Viracocha de los aymarás, con el Quetzalcóatl de los toltecas y con el Coxcox de los chichimecas. En cuanto á los naturales de la República Argentina, el P. Bárcena habla de indios barbados en Córdoba, en carta á su Provincial; Ambrosetti ha publicado un grupo de calchaquíes de Luracatao y una familia Cainguá con varones barbados[91].

Nosotros poseemos en nuestra colección una regular cantidad de pinzas depilatorias, que los peruanos llamaban canipachos[92], con las que el indio se arrancaba la barba.

La cuestión, pues, del hombre barbado, queda así explicada[93].

Reasumiendo: el conquistador encontró que en toda la América la Cruz era un símbolo sagrado; y, sin penetrar los orígenes y motivos de la figura geométrica simbólica, ni tener en cuenta su universalidad como tal, consideró desde el primer momento que ella fué importada á este Continente, pues para aquel la cruz americana tenía el mismo valor que el signo de su fe.

Al conquistador no ocurrió que el símbolo sagrado fuese nativo, y por eso no indagó los antecedentes que hubieran establecido la verdad del tan debatido asunto.

Posteriormente, cuando se detuvo á estudiar á la América y su genio nativo y original, entonces comenzó á comprender que no había necesidad de que apóstoles ú hombres blancos hubieran pisado su suelo, ni discurrido por sus vastas soledades, enseñando dogmas y misterios y dejando á la Cruz como recuerdo imperecedero de su predicación.

La cruz en América (Arqueología Argentina)

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