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PODEROSAS ENSOÑACIONES

LAS NOCIONES Y LAS CREENCIAStrascendentes que nutren el caudal de la religiosidad son una de las secreciones más curiosas de la mente humana. Los mismos cerebros que saben elaborar mapas perceptivos cambiantes y selectivos para poder discernir, con penetración y eficiencia adaptativa, las propiedades de la realidad acostumbran a generar ideas trascendentes, es decir, convicciones basadas en imágenes o representaciones de agentes y fenómenos totalmente ajenos a la realidad trazable y medible. Para el pensamiento entrenado en el contraste y el chequeo exigente de las fiables aunque a menudo engañosas entradas sensoriales, así como de la solidez y coherencia de las elaboraciones cognitivas, las ideas religiosas constituyen un reto sensacional porque combinan una fuerza evocativa enorme con una ausencia total de vinculaciones con la realidad objetivable. Todas las religiones se caracterizan, en esencia, por postular unos agentes «adicionales» o «añadidos» que la naturaleza ni contiene ni propone, por su cuenta. Agentes «artefactuales», por tanto. Entes sobrenaturales inventados y dotados de un poder y una providencia infinita para quienes no hay, de momento, indicio consistente ni medida fiable de ningún tipo.

Variedades de la experiencia religiosa

Pero precisamente ahí, en ese punto o atributo, reside el núcleo energizador de esta clase de ideas tanto para la conducta individual como para muchas empresas grupales que saben promover y culminar los humanos. La credulidad en la existencia, la sabiduría y el poder omnímodo de unas instancias inasibles es el componente primordial de las burbujas cognitivas compartidas por comunidades de creyentes que denominamos fes religiosas o, simplemente, religiones. Una credulidad a priori en un poder definitivo e inverificable. La ideación religiosa se tendría que catalogar, en propiedad, como una ilusión o ensoñación sobre el poder supremo [172]. Sobre el gobierno cósmico a gran escala y también para las minucias más ordinarias e insignificantes. Pero estas ensoñaciones individuales son a su vez unos artefactos con un enorme impacto sobre la organización y cohesión en las comunidades humanas. De hecho, como las religiones cabalgan sobre mitos referidos al «poder primigenio y último», no debería extrañar el papel que han tenido en todo tiempo y lugar, y el que continúan y continuarán jugando, en buena parte de los afanes humanos.

La religiosidad es la propensión individual a sumergirse y dejarse llevar por este tipo de ensoñaciones. Constituye un atributo o rasgo del temperamento humano que engloba varios componentes mayores: 1) la credulidad en agentes o fuerzas sobrenaturales que gobiernan el curso del Universo y el destino de los objetos y las criaturas que lo pueblan; 2) la reverencia y sumisión ante la autoridad suprema y jerarquía máxima; 3) la invocación y demanda de intervención de estos agentes todopoderosos y omniscientes para intentar influir en sus designios; 4) la esperanza trascendente, el deseo de perpetuación en una existencia ulterior a la claudicación y desaparición biológica; 5) las vivencias de perfección o armonía absolutas, como las epifanías reveladoras o las experiencias místicas; 6) la proclividad a la congregación y la hermandad con quienes comparten creencias similares o ligeramente distintas (más raramente, esto último, de ahí las insalvables dificultades del ecumenismo), y 7) la dedicación sacrificada (costosa) a los demás para cultivar la magnanimidad de los agentes todopoderosos. Estos vectores no agotan, ni mucho menos, el alcance de la religiosidad, pero delimitan un territorio de indagación. William James [122] ya se ocupó de discernir las sutilezas de las vivencias religiosas con gran exactitud a finales del siglo XIX, aunque para dar comienzo a la exploración empírica se han usado unos estiletes no tan sutiles.

Los psicómetras se han acercado a la medida de los vectores del temple espiritual y trascendente mediante escalas construidas adrede. Cuando se intenta acotar la religiosidad/espiritualidad mediante instrumentos de «papel y lápiz» (escalas, cuestionarios, dilemas de elección forzada), se proponen preguntas o alternativas que exploran uno o varios de aquellos componentes, incluyendo inconsistencias y trucos varios para descartar a los que responden de manera errática, descuidada o tramposa. Hay que cumplir, por supuesto, con los requisitos de fiabilidad y validez de los instrumentos para aminorar al máximo los errores y el «ruido» que comportan casi siempre estas medidas. Aun reconociendo que este tipo de aproximación tiene un afinamiento más bien modesto, con estos indicadores de religiosidad han podido detectarse tendencias que remiten a posibles vinculaciones con engranajes de la organización y el funcionamiento del cerebro [5, 50, 51, 54].

Hay datos potentes a favor de compactar los diferentes componentes de la religiosidad en una única dimensión genérica (R) dentro de la cual quedarían colocadas las personas, distinguiendo entre los muy, los poco o los nada propensos a presentar querencias espirituales o devotas, de una manera parecida a como se hace, por ejemplo, con la agudeza cognitiva global o inteligencia (la G que presuponen los QI: cocientes de inteligencia). Las propuestas de subdividirla en diversos ejes parecen, sin embargo, más fructíferas para poder atrapar, de veras, las sutilezas. Vassilis Saraglou [198] ha avanzado un marco prometedor porque combina todo aquello que la investigación social ha destacado como ingredientes nucleares de las conductas y creencias religiosas con los vectores psicológicos que, presumiblemente, corren por debajo. La propuesta de Saraglou tiene gancho y posibilidades de conseguir popularidad, puesto que sus cuatro componentes se explicitan, en inglés, mediante cuatro «B»: believing, bonding, behaving and belonging. Es decir, trasladándolo al español y apuntando al elemento que pretende describir cada dimensión: B1 = creencias, B2 = sintonía emotiva, B3 = normas morales y B4 = pertenencia. Son cuatro vectores o dimensiones que corresponden a funciones psicológicas distintivas: B1 = búsqueda de la verdad, el sentido y la significación; B2 = vivencia de emociones trascendentes; B3 = ejercitarse en el autocontrol y la moralidad, y B4 = pertenencia a grupos transhistóricos como vía para solidificar la autoestima con dosis de identificación comunal.

Proponer la concurrencia de estas cuatro dimensiones supone un paso más que indicar que en las religiones hay elementos cognitivos, emotivos, morales y comunales. Esta enumeración sería irrelevante puesto que muchas, por no decir la mayoría, de las esferas sociales incorporan aquellos estratos. Las dianas a las que apuntan los vectores 4B pueden ser importantes (tabla 4): B1 = otorgar sentido o significación a las elaboraciones mentales como ruta preferente para acercarse a la «verdad», B2 = vivir emociones a través de rituales engarzadores con realidades superiores o trascendentes (la «reverencia» sería el ejemplo más conspicuo), B3 = tomar decisiones y comportarse de manera óptima para lograr la «virtud» y B4 = pertenecer a grupos que mediante la fusión de pasados gloriosos con presentes y futuros abiertos permite vivencias de totalidad comunal.

TABLA 4

Atributos primordiales de las dimensiones 4B de la religiosidad


B1 = believing; B2 = bonding; B3 = behaving and B4 = belonging. A partir de [198].

Ninguno de estos elementos representa gran novedad, por supuesto, pero el atractivo del esquema 4B reside en que: 1) delimita los constructos para fundamentar los ejes de la religiosidad individual, 2) las dimensiones pueden ser detalladas en función de entornos culturales distintivos y 3) pueden ser buenos candidatos para estudiar la variabilidad religiosa intercultural en diferentes contextos. Incluso pueden dar lugar a agrupaciones de expresiones o manifestaciones religiosas aplicables a todo tipo de comparaciones interculturales en sistemas doctrinales alejados (tabla 5). En cualquier caso, aquí nos interesa, primordialmente, el entramado psicológico de la religiosidad más que su flexibilidad a través de entornos culturales distantes o de los grandes sistemas que dominan el panorama de la devoción en el mundo. Hay que regresar, por consiguiente, al ámbito de la personalidad.

TABLA 5

Formas religiosas resultantes de la combinación dual de dimensiones 4B

Combinaciones Formas/Expresiones
B1 + B2 Espiritualidad
B1 + B3 Religión intrínseca
B1 + B4 Grupos ortodoxos
B2 + B3 Ascetismo
B2 + B4 Comunidades carismáticas
B3 + B4 Comunidades morales

B1 = believing; B2 = bonding; B3 = behaving and B4 = belonging. A partir de [198].

Vectores de los temperamentos religiosos

La religiosidad entendida como un componente más del temperamento tiene una plasmación cotidiana en los test de personalidad cuando incluyen escalas de devoción o espiritualidad junto a las habituales de sociabilidad, afabilidad, neuroticismo, curiosidad o diligencia, por ejemplo. El instrumento más conocido y usado durante las últimas décadas [50, 51] quizá haya sido el Cuestionario Tridimensional de Cloninger (TCI): además de cuatro grandes dimensiones temperamentales dedicadas a acotar la temerosidad (Harm avoidance); el apetito de sensaciones fuertes y variadas (Novelty Seeking); la dependencia de la gratificación y el afecto ajenos (Reward dependence), y la laboriosidad/diligencia (Persistence), el TCI-Cloninger contiene tres escalas «caracteriales» adicionales para medir el autogobierno/autonomía (Selfdirectedness), la compasión/generosidad (Cooperativeness) y la trascendencia/espiritualidad (Selftrascendence).

Esta última medida es la que se ha utilizado en muchos frentes de la indagación psiquiátrica y neurológica sobre los mecanismos de la religiosidad. Pero antes de adentrarnos en las complejidades de los engranajes neurocogniti vos hay que dejar constancia de algunos datos firmes que siempre afloran, sin necesidad de acudir a los resortes de base. Se ha podido observar, por ejemplo, que hay diferencias sistemáticas entre los dos sexos en la proclividad religiosa [84, 224]: las mujeres suelen obtener puntuaciones superiores a los hombres tanto en las escalas de religiosidad como en los registros de la práctica devocional (plegarias, asistencia a oficios, observancia de ritos, donaciones caritativas, preservación de iconos y reverencia por los símbolos religiosos) en todas las culturas. Aunque la diferencia entre géneros podría ser el resultado de métodos de crianza distintivos para los chicos y las chicas, no debe olvidarse que el sexo es la transición biológica más abrupta que proporciona la diversidad morfológica humana.

La figura 1 muestra la distancia entre hombres y mujeres en varios parámetros de religiosidad en uno de los monumentales sondeos que se llevan a cabo con regularidad en EE. UU. Son cifras y patrones diferenciados que se repiten en muchos otros lugares. El asunto merece una indagación cuidadosa, y la investigación sobre divergencias entre géneros apenas ha iniciado un camino sistemático [39 bis, 118], pero siempre que hay una diferencia sexual muy marcada en algún atributo emotivo o cognitivo (la religiosidad reúne los dos elementos además de los comportamientos devotos) merece la pena ponderar la posibilidad de que estén actuando dispositivos o mecanismos de raíz biológica que también se distinguen en función del sexo.

La vejez es, por otro lado, el periodo álgido de la religiosidad [108, 139] y eso también nos remite a factores obvios de base biológica, desde la decadencia del empuje físico hasta el declive de la lucidez mental, por ejemplo; factores que puede que operen, de modo decisivo, en la deriva franca hacia el cobijo religioso que suele aparecer en vísperas del tránsito postrero.


Figura 1. Diferencias de religiosidad entre géneros. Fuente: Pew Survey on Religion, EE. UU., 2007 (<http://religions.pewforum.org>).

Un aspecto importante es la continuidad o discontinuidad del temple religioso o espiritual a lo largo de la vida y los vectores que la encauzan. El estudio quizá más valioso e informativo sobre este punto es el minucioso seguimiento [247] de dos muestras de preadolescentes (10-12 años) de Berkeley y Oakland, en la bahía de San Francisco, que fueron interrogados, periódicamente, desde los inicios de la década de los felices veinte del siglo pasado hasta el año 2000, de forma que al cerrar el estudio el más joven tenía 69 años y el más viejo 77. Se recolectaron datos, por tanto, que abarcaban un lapso vital de unos 60 años. Se intentó obtener respuestas de los 209 que todavía estaban vivos al llegar a la evaluación final y 184 (89%) se avinieron a participar mientras que el resto lo rechazó o no pudo ser localizado. El 53% eran mujeres y el 47% hombres, con un 59% de estratos sociales desahogados, un 19% perteneciente a clases medias bajas y un 22% a trabajadores. Casi todos eran blancos y la gran mayoría (73%) provenían de familias protestantes normativas, un 16% de familias católicas, un 6% de filiación religiosa mixta y un 5% de entornos no devotos. Estas proporciones se mantenían, con pequeñas variaciones, en la evaluación final. En análisis previos ya se había detectado que la religiosidad primeriza, durante la adolescencia, era un potente vector predictivo de la devoción en edades tardías [247].

El objetivo primordial de esa investigación era comprobar, no obstante, si los rasgos de diligencia/fiabilidad o afabilidad/docilidad, que en la adolescencia, la juventud y la adultez temprana se vinculan con fuerza a la religiosidad, mantenían su firmeza como arietes predictivos al llegar a edades avanzadas, y, de paso, averiguar en edades tardías si la querencia por la curiosidad intelectual se asociaba a la espiritualidad, reproduciendo una vinculación ya detectada en la adolescencia. Los resultados confirmaron buena parte de las conjeturas de partida: a pesar de los cambios abruptos que conlleva la adolescencia, la religiosidad primeriza fue un predictor consistente de la religiosidad en el umbral de la senectud. Es decir, a pesar de las deserciones o los cambios devocionales que aparecieron en los itinerarios de esa muestra californiana, la religiosidad adolescente anuncia y anticipa la religiosidad senatorial, con una potencia que rebasa el 0,3 (en un rango del 0 al 1). Además de eso, el atributo de responsabilidad/diligencia en la adolescencia fue un predictor todavía más vigoroso de la religiosidad en la vejez, en datos que mostraron gran solidez. La aplicabilidad de estos hallazgos viene atenuada, sin embargo, por el hecho de tratarse de blancos, protestantes y de clases medias, sobre todo, aunque para compensarlo acarrean la fortaleza de partir de puntuaciones otorgadas por varios observadores que evaluaron entrevistas extensas sobre personalidad y no autodiagnósticos de los propios sujetos en escalas ad hoc.

Ese trabajo es el primero que ha analizado de forma sistemática la influencia de algunos vectores de la personalidad adolescente «prodevota» en la religiosidad y la necesidad de vivencias espirituales a las puertas de la vejez, escrutinizando el itinerario vital de una cohorte nada desdeñable de individuos. El estudio mostró, además, que la influencia del carácter en la proclividad trascendente es notoria y precisamente en ese sentido: es el temple de base, el modo de ser, el carácter de cada cual, lo que moldea la religiosidad y no al revés. Los abuelos religiosos suelen ser disciplinados, responsables, dóciles, apacibles y serviciales. Estos rasgos son acompañantes habituales de la devoción y al medirlos en la adolescencia se vincularon con firmeza a la religiosidad; la novedad es que el mismo patrón se mantuvo en las franjas vitales tardías.

Para redondear el panorama hay que hacer constar, además, que la religiosidad no acostumbra a ir desgajada y en solitario entre los atributos del temperamento. Suele ir acompañada de otros rasgos caracteriales, como por ejemplo el misticismo, el tradicionalismo, el esoterismo y el gregarismo, hasta el punto de que a menudo se confunden, todos ellos, por solapamiento. La proclividad religiosa no presenta, por el contrario, vinculaciones firmes con rasgos distintivos como la velocidad de procesamiento cognitivo, la eficiencia de la memoria operativa, la fluidez verbal o la precisión y el detalle de la memoria autobiográfica (episódica), por poner algunos ejemplos de atributos independientes de la propensión devota y trascendente. De lo cual se deduce que los individuos muy espabilados y los muy limitados pueden compartir, perfectamente, hondas creencias religiosas, una ausencia completa de inclinaciones devotas o una indiferencia neutra y distanciada sobre la cuestión. Esta discrepancia entre rasgos asociados y disociados de la religiosidad es muy conveniente para la solidez de los índices psicométricos porque indica que se está usando una caracterización que aporta unas descripciones que tendrían que poderse relacionar, más temprano o más tarde, con sistemas neurocognitivos particulares. Estamos, por tanto, ante un fenómeno del psiquismo que por fuerza debe cumplir algunas funciones relevantes en los exigentes entornos de la competición vital. Tiene que ser así, ya que todas las crónicas y los hallazgos arqueológicos indican, como quedó dicho, que las religiones vienen de lejos [7, 36, 249].

Religiosidad heredable

Es mucho más importante el hallazgo que la religiosidad; cuando se mide con esos «devociómetros» que acabamos de ver presenta una heredabilidad discernible [31, 32, 133, 137, 138]. Esto se ha podido establecer mediante el estudio de la concordancia de atributos devocionales y espirituales entre gemelos idénticos (monozigóticos), comparándola entonces con la de los gemelos disímiles (dizigóticos) y extendiendo los contrastes a los hermanos no gemelos y a familiares con grados de parentesco más alejados. Los gemelos univitelinos o monozigóticos se asemejan muchísimo, hasta el punto de resultar a menudo indistinguibles por el aspecto externo. En cambio, los gemelos bivitelinos o dizigóticos (los mellizos) pueden tener un aspecto físico muy distinto; tan dispar, de hecho, como lo es entre hermanos no gemelos. Pero las similitudes entre los gemelos idénticos no acaban en el físico. También coinciden en muchos atributos internos (por ejemplo, las cifras de presión arterial, el recuento de células sanguíneas, la actividad de las enzimas hepáticas o los perfiles de las ondas electroencefalográficas), así como en habilidades cognitivas (la capacidad de razonamiento espacial, la fluidez verbal o el ingenio manipulativo, por ejemplo) o en talentos artísticos o deportivos. La concordancia entre los gemelos monozigóticos en religiosidad es también considerable aunque no alcance, ni de lejos, las cotas de esos atributos fisiológicos, motores o cognitivos. El paralelismo en espiritualidad es claramente superior, sin embargo, a las concomitancias devocionales o trascendentes que muestran los mellizos o a las detectables entre hermanos no gemelos o entre el resto de la parentela. El análisis de estos gradientes de concordancia diferencial en series de gemelos permite deducir que la carga genética en la heredabilidad de la religiosidad oscila entre el 0,4 y el 0,6 (en un rango que va del 0 al 1 para los valores nulos y máximos, respectivamente).

Esto significa que en una población particular (las estimaciones no se aplican a los individuos sino a grupos poblacionales), entre el 40 y el 60% de la proclividad reli giosa viene fijada por mecanismos predibujados en las ins trucciones cromosómicas. Conviene dejarlo claro: nadie acarrea ningún prescriptor para convertirse en mahometano, budista, franciscano, mormón, metodista, taoísta o adepto a la secta Moon o a la del Templo Solar, por supuesto. Ello depende de la crianza y de los múltiples meandros y vericuetos de la biografía personal. Pero los datos que acabamos de ver sobre heredabilidad de la predisposición religiosa indican que debe haber cargas e interacciones génicas que favorecen unos patrones de plasmación organizativa y unas interconexiones en algunos circuitos cerebrales que resultan, a su vez, en comportamientos o actitudes detectables por las escalas de religiosidad. Formulado de una manera más sencilla: habría un poso para la religiosidad en la estructuración y el moldeamiento del cerebro humano que vendría dado hasta cierto punto por vía génica. Hay que tener en cuenta, además, que la variación en religiosidad que puede explicarse por factores naturales transmisibles deja rangos amplísimos para las influencias ambientales (entre el 40 y el 60%, según las estimaciones). Son tan vastos que permiten, como es obvio, la inmensa plasticidad de opciones para la conducta y las creencias religiosas que puede ir mostrando cada cual a lo largo de los ondulantes (o rectilíneos) itinerarios vitales.

Estas estimaciones de la potencia de la carga génica provienen de estudios efectuados en bolsas amplias de gemelos americanos y australianos, sobre todo [136, 138] a lo largo del último cuarto de siglo, aunque nunca se había partido de un sondeo obtenido en una muestra verdaderamente representativa que cumpliera los criterios exigibles en la investigación sociométrica con pedigrí. Aquellas primeras bolsas se reclutaron a partir de los registros estatales de gemelos mediante llamamientos a colaborar a través de varias vías. El trabajo de Bradshaw y Ellison [39] corrigió esto al aprovechar un gran sondeo de una agencia federal de EE. UU., desde la que contactaron con más de 50.000 hogares. De allí salió la proporción de los que tenían prole gemelar (14,8%), y un 60% de los tándems intactos de gemelos o gemelas se avinieron a ser entrevistados telefónicamente sobre varias materias que incluían algunas cuestiones sobre religiosidad. En total se pudieron obtener datos de unos 300 pares de gemelos idénticos y de unos 280 pares de mellizos del mismo sexo, aproximadamente. No se usaron escalas de religiosidad, sino preguntas con respuestas graduadas (de «1» = nada, hasta «4» = máximo), para obtener así puntajes en cuatro ejes: 1) asistencia mensual a oficios religiosos, 2) religiosidad íntima (con varios subapartados), 3) integrismo religioso y 4) vivencias de epifanías o de conversiones espirituales.

Los resultados totales y las comparaciones entre los gemelos MZ y DZ vienen reflejados en la tabla 6. La columna de las correlaciones ilustra que los MZ siempre se asemejan más entre ellos que los DZ (coincidencias más altas en los primeros, de 0,45 a 0,7, que en los segundos, de 0,25 a 0,6), aunque donde se aprecian máximas distancias entre MZ y DZ es en las medidas de espiritualidad, integrismo y las vivencias de conversión.

TABLA 6

Comparaciones entre pares de gemelos MZ/DZ en medidas de religiosidad


A partir de [39].

La tabla 7 viene a confirmar todo esto, una vez aplicados los modelos para estimar las cargas génicas y ambientales en cada atributo. Puede constatarse que la espiritualidad y la regularidad devota llevan una carga génica del 30%, pero en integrismo y vivencia de epifanías la carga hereditaria se eleva hasta el tramo 0,4-0,6. La influencia ambiental siempre interviene con fuerza, como cabe esperar. El entorno compartido por los gemelos solo se muestra relevante en la religiosidad en la niñez y en la importancia otorgada a las costumbres religiosas. En cambio, el ambiente no compartido por los pares gemelares, es decir, el itinerario estrictamente personal de cada uno de los miembros del par tiene una influencia considerable en todas las medidas y es más importante en las medidas de religiosidad íntima.

TABLA 7

Peso de la influencia génica y la ambiental (compartida y no compartida)


A partir de 39.

Con todos estos datos en la mano, no debería sorprender que haya individuos con una propensión religiosa alta o extrema, que haya otros donde la proclividad devocional se manifieste de manera moderada y permeable a las influencias contextuales y que haya otros, incluso, con una querencia religiosa muy tenue o prácticamente inapreciable o nula. Hay margen suficiente para todo tipo de combinaciones. Pero aquellos datos indican, además, que estamos ante un atributo humano anclado en el bagaje de predisposiciones que heredamos por vía biológica de los antepasados, y que no dependen únicamente, por consiguiente, de la catequesis con la que se nos inunda desde que abrimos los ojos al mundo y se inicia el bombardeo mediante cánticos, fábulas, leyendas, plegarias, ritos, ceremonias y otros procedimientos de influencia doctrinal y emo tiva de uno u otro signo.

Semillas de credulidad e incredulidad: devotos y descreídos

Los seres humanos no tienen otra salida que construir mitos para explicar el mundo. La razón es que, en la medida en que haya preguntas incontestables, las estructuras cognitivas del magín completan su cometido sintetizador aunque tengan que crear dioses, demonios o «fuerzas poderosas» adicionales para encontrar así alguna solución temporal a la incertidumbre primordial. Esas narraciones explicativas (mitos) son generadas, necesariamente, por el cerebro. Suelen ser compartidas pero también las hay individuales en forma de ensoñaciones diurnas o fantasías. Incluso la ciencia es una modalidad especial de mito que ayuda a explicar el universo. Mientras los humanos sigan percibiendo su contingencia ante un universo aparentemente caprichoso, necesitarán construir mitos para orientarse. Es un imperativo cognitivo impelido por requerimientos de raíz evolutiva: usar la circuitería del cerebro/mente para ordenar el universo de una manera consistente y con alguna significación. Ni podemos eludirlo, ni podemos hacer otra cosa (E. G. d’Aquili y A. B. Newberg (1999): The mystical mind, Minneapolis, Fortress Press, p. 86).

Hay descreídos, no obstante. Los hay y de muchos tipos y ropajes a pesar de que son minoría en todas partes, como hemos visto. Suelen circular en solitario, sin montar coaliciones aglutinadoras y fervientes a pesar de que, últimamente, han intentado hacerse notar más aprovechando, quizá, la querencia a salir del armario de otras minorías que representan segmentos considerables de gente. La tradición más consolidada entre los descreídos es la de los ateos y los agnósticos, por supuesto, pero los secularismos actuales han adoptado muchas variantes y han aprendido a servirse de todo tipo de plataformas. En la raíz de todas ellas anida y crepita la semilla de la incredulidad, del escepticismo ante los relatos míticos y los rituales ceremoniales de las doctrinas religiosas.

A veces, la incredulidad se instala con mucha naturalidad incluso en los que han elegido un camino profesional dedicado a nutrir mitos y a alimentar devociones como, por ejemplo, los eclesiásticos con obligaciones pastorales. Véanse, a modo de ejemplo, las expeditivas confesiones que hace Wes, un pastor metodista que ofreció detalles de su condición de descreído, contribuyendo así a las indagaciones de Linda La Scola y Daniel Dennet [69, p. 127]. Este entrometido dueto grabó conversaciones con varios clérigos escépticos y dispuestos a hablar, abiertamente, de su distanciamiento de los credos de los cuales eran oficiantes consagrados, aprovechando el encargo de un proyecto de investigación sobre las rutas hacia la incredulidad de la Tufts University. Al rememorar un diálogo con un amigo a quien confesó, por primera vez, su incredulidad Wes señaló:

… No puedo recordar con precisión cómo llegó a ello, pero me lo preguntó directamente: «¿piensas que hay alguien más allá, fuera de aquí, en algún lugar?» […] en aquel momento yo ya lo conocía bastante y respondí «¡Oh, no!, ¡por supuesto que no!». Casi que se muere de risa. Y dijo: «Sabes, yo también he estado luchando con todo este asunto, pero nunca me había encontrado con alguien que dijera… “¡Oh, no!, ¡claro que no!”». Él no había estado al corriente de mis años de lucha particular y se mostraba muy sorprendido por mi reacción tan natural […]. … La diferencia esencial entre los ateos y mi posición no gravita en discrepancias sobre la existencia de Dios. Reside en la viabilidad de referirse a Dios, en poder usar la palabra y la noción de Dios. Un ateo consistente diría […] «No, de ninguna forma, tenemos que liberarnos de esa palabra del mismo modo que deberíamos prescindir de la noción de raza. Si así lo hiciéramos, iríamos mucho mejor» […]; a pesar de que estoy de acuerdo con eso, de modo genérico, pienso que referirse a Dios tiene todavía utilidad en algunos contextos. A mí me ayuda en mis meditaciones. Lo vivo como una noción poética fabricada por los seres humanos. Como un camino para enfrentarse al hecho de que somos finitos, que somos vulnerables.

Si creemos lo que Wes explicita, vemos que emerge en él la convicción firme de que la hipótesis divina es rotundamente falsa, pero reconoce, a su vez, la gran utilidad del artefacto ideatorio sobrenatural. Sin necesidad de creer en Dios ni de añorarlo, postula la necesidad de utilizar la conjetura divina como una muleta para encarar la vulnerabilidad de la naturaleza humana y los límites del discernimiento. Ahí reside una de las semillas más vivaces para el surgimiento de mitos. Los mitos son fábulas, narraciones para compensar la vulnerabilidad y los límites. Relatos que pretenden ofrecer explicaciones para los atributos últimos de la realidad en términos de causalidad eficiente (los mitos fundacionales) o de causalidad finalista (los mitos apocalípticos o de salvación), o de ambos vectores a la vez. La constatación de la implausibilidad del mito en el autoes crutinio exigente que Wes confiesa, y que tantos otros han practicado antes y después de él, no descarta, sin embargo, su utilidad como magnífico compañero de viaje para sustentar las aventuras terrenales de unos organismos, los humanos, conocedores de transitoriedades, debilidades y fronteras inaccesibles.

Además de la habilidad para construir y diseminar relatos omniexplicativos hay gente que fabrica, espontáneamente, vivencias espirituales o trascendentes. Se trata de experiencias que son vividas como superlativas, estados de conciencia que se acompañan de unos fenómenos perceptivos que se alejan totalmente de lo común y ordinario, del curso habitual de las rutinas de detección e interacción con el mundo [60, 83, 176, 177]. En los estudios sobre el particular se ha constatado que estos fenómenos no son tan comunes como la credulidad en mitos doctrinales, pero tampoco cabe decir que sean raros. Entre un 20 y un 30% de ciudadanos de sociedades occidentales donde predominan los valores seculares reconocen haber vivido experiencias muy hondas e intensas, de una plenitud y unicidad incomparables que ellos mismos catalogan como trascendentes, espirituales o místicas. Y el porcentaje de personas que reconocían haber tenido visiones o haber recibido mensajes inexplicables, haberse comunicado con ancestros o conocidos ya fallecidos o haber experimentado episodios singulares de iluminación con un propósito o significación hondísimos, aunque indescifrables, se sitúa alrededor del 10% [140]. Esto constituye una base muy vasta de clientela espontánea para el sostén de los relatos míticos y merma el terreno practicable para las semillas de la incredulidad. Si esos arietes psicológicos automáticos reciben ayuda de propagandistas inesperados y altamente eficientes de los mitos, la combinación a favor de la credulidad deviene formidable.

Francis Collins se ha convertido en un sorprendente e impertinente obstáculo para las campañas publicitarias de los orgullosos descreídos. Cuando los Dawkins, Dennet, Harris, Hitchens y compañía se deleitaban en la superioridad intelectual del neodarwinismo implacablemente victorioso, aparece el máximo protagonista del proyecto Genoma Humano, el genetista clínico quizá más influyente de esta época, y empieza a predicar la honda y sincera alegría de los devotos al observar la maravilla de los mecanismos que el Todopoderoso puso en marcha [35]. Collins sale sin vergüenza a la palestra renovando, con finura y elegancia, la vigencia y la necesidad del mito. Más aún, la obligación intelectual de abrazarlo agradeciendo a Dios la complejidad inmensa de los programas génicos, en variación continua en el planeta. La epifanía collinsiana (en un camino opuesto al de Wes, desde el secularismo naturista de su familia a la devoción cristiana ortodoxa) empezó con el llamamiento de la luz moral «interior», con la exigencia implacable de la conciencia y el sentido de obligación responsable ante multitud de dilemas ordinarios: «¿Quién la colocó en nuestro magín, para que la vivamos como inevitable y hayamos de negociarlo todo con ese único interlocutor?». No hay salida: Dios es la única conjetura plausible y realmente clausuradora, según Collins. Y si así se acepta, todo se ensancha: el amor, la perfección, la belleza y el cierre explicativo toman verdadero sentido, según él.

Queda claro, por tanto, que en asuntos de credulidad hay quien encuentra la fe sin proponérselo, los hay que la pierden sin querer y hay, incluso, quienes la encuentran, la olvidan y la reencuentran en ciclos que no tienen por qué ser únicos ni direccionales a través de toboganes espirituales que, a veces, pasan por adscripciones a doctrinas opuestas en el mercado de relatos disponibles [123]. No debería descartarse que algunas transiciones neurohormonales que los humanos atraviesan en su ciclo madurativo tengan algo que ver con todo esto, aunque la investigación anda muy huérfana, todavía, en este terreno.

Devotos y descreídos

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