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CAPÍTULO 1

Violencia institucional y represión estatal

La policía es, en general, una institución

destinada a reprimir a la clase trabajadora

por el gobierno que la comanda.

Rodolfo Walsh,

“Vuelve la secta del gatillo y la picana”, CGT, 1969.

Desaparecer en democracia

El delito de desaparición forzada de personas consiste en el arresto, la detención, el secuestro o cualquier otra forma de privación ilegal de la libertad hecha por un agente del Estado, donde la institución ha prestado su apoyo o aquiescencia y esta se niega a dar información o reconocer esa privación de libertad. Si la persona aparece muerta se agrava la pena a prisión perpetua, es decir que el hallazgo del cuerpo no cancela el crimen. Es un delito federal y en el país de los 30 000 desaparecidos de la dictadura llevamos más de 200 desapariciones en democracia.

La “existencia” de desaparecidos a partir del período institucional abierto en 1983 tomó visibilidad pública como consecuencia de la desaparición de Jorge Julio López en 2006.6 Sabemos que la dictadura asesinaba, torturaba, robaba bebés y desaparecía personas. Se los busca, se juzga a sus victimarios, se transita el camino de la memoria, la verdad y la justicia. ¿Y las desapariciones forzadas en democracia? No hay registros oficiales de ellas, aparecen junto a personas extraviadas y poco conocemos sus historias. “Todos los presidentes desde 1983 hasta ahora tienen varios desaparecidos sobre sus espaldas”, dice el documentalista Patricio Escobar, quien durante la investigación para el film Antón Pirulero descubrió que había “desaparecidos en democracia por todos lados”.7 Cuando fueron anuladas las leyes de Obediencia Debida, Punto Final e indultos, el presidente Néstor Kirchner anunció el “fin de la impunidad”, pero la continuidad de este tipo de prácticas represivas puso en crisis tal afirmación. La cantidad de casos en períodos constitucionales replantea la consigna Nunca Más, porque además el Estado propicia con sus recursos su invisibilización, para que pasen a ser desaparecidos sociales. Más grave aún, sus agentes encubren, se niegan a investigar, entorpecen y generan consenso para naturalizar esas prácticas represivas, vuelven a instalar el “algo habrá hecho”: el pibe chorro, la prostituta, el terrorista. Claro está, con algunas pocas excepciones. Para la Asociación de Ex Detenidos Desaparecidos (AEDD), “si bien la desaparición forzada de personas en la dictadura fue una herramienta de aniquilamiento hacia un sector social y político organizado, en democracia estas prácticas son una forma de propiciar el disciplinamiento social de sectores populares que ya padecen políticas de hambre, miseria y exclusión”. Muchos sectores, incluidos algunos organismos de derechos humanos, sostenían que López era el primero en desaparecer en democracia. Sin embargo, no fue ni es una excepción o un crimen aislado, hubo casos previos y los sigue habiendo con diversas características cuya descripción y análisis quedarán en evidencia tras el repaso exhaustivo de cada historia de vida y muerte. Podría decirse que son un subgrupo dentro del listado de asesinados por las fuerzas represivas del Estado, donde muchísimos desaparecieron antes de que sus cuerpos mutilados, torturados y fusilados fueran encontrados.8


“La representación procesal de la familia Walter Bulacio fue asumida por un grupo de militantes independientes que, desde bastante tiempo antes, venía pugnando por instalar la cuestión de la represión policial en la ‘agenda’ del movimiento de derechos humanos y de las organizaciones populares [...] el demonio anatemizado por las organizaciones políticas vestía de verde, no de azul, y los organismos de derechos humanos no se ocupaban de ‘casos policiales’”.9 Estos militantes consideraban que “la represión explícita de la dictadura, cumplida su función de exterminio y ‘limpieza contrainsurgente’, cedía el paso a más sutiles métodos orientados preventivamente al control social”. En 1992 solo faltaba elegir el nombre.10 La abogada María del Carmen Verdú, una de las fundadoras de Correpi, coincide con Vanesa Orieta –hermana de Luciano Arruga– en hablar de represión estatal sistemática y planificada, en lugar de “violencia institucional”. Ella considera que si es institucional no es violencia, es lisa y llana represión. “Violencia institucional es que tu vieja se tenga que levantar a las cuatro de la mañana para poder conseguir turno en el hospital porque si va más tarde no la atienden. Si a todo lo llamas violencia institucional, en realidad, estás desdibujando una responsabilidad directa e intencional como lo es la de la política represiva”, dice.11 Por su parte, Daniel Satur, periodista especializado en la materia coincide, aunque con algún matiz. “Hay un uso equivocado del concepto de la violencia institucional, ya que en el Estado capitalista todas las instituciones ejercen alguna forma de violencia, incluso la escuela y el hospital, aunque al estar naturalizado no se dimensiona. Violencia institucional le viene de perillas al Estado, para circunscribir el término a los hechos extremos de criminalidad de policías o penitenciarios. Pero deja afuera al poder judicial, a las secretarías y ministerios cómplices. Tampoco tenemos un término preciso, el de represión estatal está bien en general pero a su vez no es lo mismo la represión tipo dictadura o a piquetes que un ‘suicidio’ creado en una comisaría. Es como un campo que está abierto”, reflexiona.

Desde el punto de vista jurídico, la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas –incorporada a nuestra legislación el 14 de noviembre de 2007 con la aprobación de la ley 26 298– define que “se entenderá por ‘desaparición forzada’ el arresto, la detención, el secuestro o cualquier otra forma de privación de libertad que sean obra de agentes del Estado, o por personas o grupos de personas que actúan con la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado, seguida de la negativa a reconocer dicha privación de la libertad o del ocultamiento de la suerte o el paradero de la persona desaparecida, sustrayéndola a la protección de la ley”. Es decir, la piedra fundamental es la participación directa del Estado, ya sea a través de sus uniformados o de bandas que cuenten con apoyo o complicidad de las instituciones estatales. Los casos desarrollados a continuación tienen estas características, con toda la perversidad que implican, y demuestran que son parte de una metodología específica que articula la desaparición, el encubrimiento, el silencio, las amenazas y las trabas a cualquier investigación con tal de garantizar la impunidad de sus perpetradores, sus superiores y sus mandantes políticos.

El mensaje siniestro que esparcen las desapariciones es la incertidumbre por la falta del cuerpo, la ausencia del derecho al duelo, el desasosiego permanente. “Es una incógnita… no tiene entidad. No está. Ni vivo ni muerto, está desaparecido”, dijo el dictador Jorge Rafael Videla, mientras se acomodaba el traje gris y movía sus manos en el aire gesticulando exageradamente.12 El impacto de la desaparición del testigo Jorge Julio López hizo admitir al ex presidente Néstor Kirchner que “aún sigue existiendo la oscuridad, porque evidentemente continúan los procesos de complicidad y porque evidentemente hay fuerzas que siguen actuando corporativamente de alguna manera, a nuestras espaldas”. Por eso los organismos de derechos humanos “críticos” con su gobierno le presentaron un pliego de reclamos. Un comunicado del Encuentro Memoria Verdad y Justicia (EMVJ) denunciaba en febrero de 2007 las amenazas que estaban recibiendo querellantes, testigos y abogados de las causas contra los genocidas. “El presidente ha tenido que reconocer que existen grupos paramilitares y parapoliciales organizados, vinculados con las fuerzas regulares, que siguen actuando en busca de la impunidad y la amnistía. Pero no anunció ninguna medida para enfrentar esa situación. Por eso cabe preguntar, ¿cuáles son esos grupos y dónde están? ¿Por qué no los investiga, los desmantela, los enjuicia y los castiga? ¿Por qué no exonera ni investiga a los 9026 efectivos de la Policía Bonaerense que actuaron durante la dictadura? ¿Por qué no hace lo mismo con los efectivos de las fuerzas armadas, la Prefectura, la SIDE, la Gendarmería y las demás policías vinculadas al genocidio?”. Un mes después fue el turno de Daniel Scioli, cuando en una reunión los y las militantes de derechos humanos le pidieron que echara a los efectivos que habían revistado en centros clandestinos de detención (CCD) de 1976 a 1983, que se revisaran los nombramientos de los nuevos jefes departamentales, 12 de ellos formados en dictadura, que fueran inhabilitadas las agencias de seguridad que tuvieran represores en sus filas y que se prohibiera a exonerados formar parte de nuevas agencias porque consideraban que era un ejército de 120 000 hombres. “La lucha de ustedes es nuestra lucha, estamos por la memoria, la verdad y la justicia”, respondió Scioli. Tampoco pasó nada. En noviembre de 2006 en La Plata más de 3000 personas habían marchado para exigir que “no haya un solo desaparecido más en democracia”. Diez años antes, el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) ya había denunciado que la práctica de desaparición de los cuerpos venía siendo aplicada en reiterados casos por la Bonaerense y otras fuerzas policiales.13

¿Resabios o continuidad?

A partir del 10 de diciembre de 1983 las únicas tareas democráticas pendientes aparentaban ser el reclamo de juicio y castigo a los represores, y la pelea por la libertad de los presos políticos. Sin embargo, ensombrecidas tras el esplendor de las “libertades democráticas” recuperadas, se sucedían cotidianas violaciones a los derechos humanos.14 Las razzias policiales en barrios y villas o durante actividades populares como partidos de fútbol, bailes o recitales eran algo de todos los días, pero sus víctimas no eran militantes gremiales, políticos o estudiantiles sino pibes jóvenes, pobres y morochos, desertores del secundario y con dificultades para conseguir trabajo, que se juntaban con amigos a compartir una cerveza y quizás un porro, y que se convirtieron en blanco de la presencia policial en las calles con el recurso del gatillo fácil con la excusa de “prevenir el delito”. La otra categoría, los “pibes chorros”, servían para engrosar estadísticas con el objetivo de reclamar más atribuciones para la policía y leyes penales más severas. Ya no había CCD donde detenidos-desaparecidos fueron sistemáticamente torturados y eliminados. Pero los presos comunes en las cárceles y los detenidos y demorados en comisarías eran objeto permanente de aplicación de tormentos. “Los golpes, el submarino, la ‘bolsita’ [submarino seco], la picana y otros suplicios no desaparecieron sino que se replegaron a sus orígenes, las cárceles y las comisarías, desde donde habían salido una década atrás junto con sus custodios históricos, policías y servicios penitenciarios, que oficiaron de instructores de sus jefes militares”.15 Diferentes vertientes teóricas adjudicaban estos “excesos” a algún “loco suelto, manzana podrida o psicópata reclutado por error”, o directamente a la “herencia” de la dictadura. “Presentar al gatillo fácil16 o las torturas como un resabio de la dictadura que la democracia no ha sabido resolver aprovecha alguna verdad a medias, y fundamentalmente despega de la responsabilidad directa al gobierno de turno como autor de una política de Estado”.17 Aunque subordinadas a los mandos militares, las fuerzas policiales fueron actores represivos durante la dictadura, y muchos cuadros policiales de esa época sobrevivieron durante décadas en sus instituciones. Rubén Lofiego, Antonio Musa Azar, Jorge Tejerina, Osvaldo Somohano, Mario Mijín son algunos de ellos. Parecía algo más que una herencia. “El discurso de Eduardo Luis Duhalde18 parte de una verdad, estas cosas sucedían durante la dictadura, pero lo que niega al omitirlo es que siguieron ocurriendo después de 1983 no por simple transmisión de una cultura autoritaria, sino por una necesidad represiva del estado burgués, en democracia o en dictadura”.19

Sin embargo, un amplio sector de organizaciones no gubernamentales se enfocó en la necesidad de “democratizar” la institución policial para evitar “abusos” de “individuos contaminados”, en la tesis de Guillermo O’Donnell de que Estado e instituciones son cosas diferentes. Así se trataría tan solo de un autoritarismo naturalizado por rutinas burocráticas.20 Consultada por los documentalistas Escobar y Finvarb, Paula Litvachky, directora de Justicia y Seguridad del Cels, manifestó que “no es la misma práctica de la dictadura, es distinta, con consecuencias similares de desaparición forzada con otros números, pero el Estado tiene que hacerse cargo de que existe, aun en democracia, porque esa práctica está explicada no por el plan centralizado de cinco tipos que arriba dijeron hay que salir a desaparecer pibes sino por las propias dificultades, déficit, mal funcionamiento, problemas estructurales de las policías y los poderes judiciales”.

Otra mirada tiene la abogada Verónica Heredia, que intervino en los casos de las desapariciones de Iván Torres y Santiago Maldonado, entre otros. “De un lado es la misma franja de la sociedad que queda atrapada en la desaparición forzada, chicos pobres de barrios marginales, y del otro lado es el Estado, toda la gente que comete desaparición forzada en Argentina cobra un sueldo en blanco, acá no hay paramilitares. Entonces empezamos a pensar que había algo de sistemático. Viene un policía y deja una carpeta sobre el escritorio de la fiscal, que tiene despacho con aire acondicionado y anda llena de oro. La causa está resuelta por la policía. Entonces pasa de largo, nadie se molesta en verificar nada. En cambio, si viene un muchacho alto de dos metros, colorado como un vikingo, ahí sí se para todo. El policía cuando está torturando sabe que hay un fiscal que lo va a avalar, y ese fiscal sabe que hay un juez que lo va a avalar, y ese juez sabe que hay un poder ejecutivo que lo va a avalar, y ese poder ejecutivo sabe que hay una Cámara de Senadores y de Diputados que lo va a avalar, ese es el Estado. Entonces ante una desaparición forzada todos están sospechados”, dice con énfasis en cada palabra. En el mencionado documental, la ex jueza Marisa Bosco, que intervino en el caso por la desaparición de Daniel Solano en Río Negro, admitió que “si desaparece mi hijo de clase media habrá mucha más atención”. Y agrega: “Hago el mea culpa, no nos comprometemos lo suficiente, miramos para el costado, meterse en este tema trae problemas, no es gratis”. Del mismo modo, la jueza Irma Lima dijo que ella conocía a los menores a su cargo y sabía cuándo decían la verdad. “Pibes que vienen golpeados de la cabeza a los pies, en eso tengo puesta la camiseta contra la policía, hay tipos que tienen el cachetazo libre, que se creen que tienen total impunidad”.21

Una breve mirada histórica permite ver que la brutalidad policial no comenzó con la dictadura de 1976. A finales de los años 50 los uniformados en territorio bonaerense conformaron brigadas especiales para combatir a una nueva generación de maleantes, que usaban una media de nylon en la cabeza y usaban un apodo antes de su apellido. Así, empezaron a aparecer cadáveres en los pajonales, con las muñecas atadas y un tiro en la nuca. En esos días ya habían convertido a una red de negocios, pactos y extorsiones en su modo de supervivencia. Los ensayos de intervención civil fallaron. En 1965 la revista Siete Días publicaba que “la policía de la provincia de Buenos Aires mata por la espalda, sus hombres aparentemente disciplinados entran en componendas con la delincuencia, se ensañan con los débiles y han llegado a la perfección del matonismo. Incomprensiblemente no sienten vergüenza de ser señalados como ladrones, cobardes y asesinos por la población”. Esa cultura incluye salir de fierros, en otras palabras, lanzarse a la cacería de gente sospechable de algún delito, lo que el penalista Elías Neuman definió como pena de muerte extrajudicial. Ya por entonces surgía como un problema la norma que los obliga a ir armados fuera de servicio, son muchos los hechos fatales provocados por policías solitarios y de franco. También eran, y siguen siendo, femicidios agravados los que son cometidos con sus armas reglamentarias.

Ese perfil se intensificó hasta un límite satánico en la década siguiente, durante el paso del general Ramón Camps por la fuerza porque “los Patas Negras [como llamaban a los policías bonaerenses] tenían asignado un papel preponderante en el organigrama de la represión ilegal”. Y el regreso a la democracia los liberó de la perturbadora tutela militar para tener vía libre en sus negocios y para perfeccionarlos. “El poder corporativo de los uniformados siguió en alza, pese a ciertos quijotescos intentos de ponerlos en caja, como fue a fines de los 80 la trunca purga policial impulsada por el ministro de Gobierno Luis Brunatti”.22 Del mismo modo fracasaron los intentos posteriores, quizás porque estuvieron signados solo por urgencias electorales, pero sobre todo por su ligazón con la política. Cuando fue el turno de las reformas de León Arslanián, en un solo día recibieron 74 llamadas de jueces e intendentes que pedían que no se expulsara a determinados policías. Poco antes, el ex subsecretario de Seguridad Marcelo Saín había pateado el tablero al declarar que “buena parte de la política de la provincia se financia con la corrupción policial”. Difícil entonces ponerle el cascabel a semejante gato. Sin embargo, esto no escandalizaba a las mayorías, algo así como “roba pero hace” con uniforme. De hecho, en territorio bonaerense algunos personajes de uniforme llegaron incluso a ser intendentes por el voto popular, como Luis Patti y Aldo Rico. Para la socióloga y especialista en criminología Alejandra Vallespir no hay una policía buena y una mala, sino una institución que tiene una doble adscripción, un dispositivo corrompido porque “esta corrupción fue funcional al poder político desde tiempos inmemoriales, sin importar a quién le tocó ser bueno o malo, al interior de la fuerza esos roles se intercambian todo el tiempo”.23 Según el Cels, la corrupción policial se apropia de recursos en provecho personal pero también implica “la fabricación, ocultamiento y destrucción de pruebas, la brutalidad y el amedrentamiento de testigos”.24 Las sucesivas depuraciones fallidas no impidieron que los cuadros de la Bonaerense hundan sus raíces en los años del terrorismo de Estado.

Para la segunda mitad de 1993 el espionaje ideológico realizado por la policía en toda la provincia expuso los lineamientos profundos de la política del gobernador Eduardo Duhalde; la desaparición de personas a manos de los Patas Negras, denunciadas en el informe anual sobre Derechos Humanos del Departamento de Estado de los Estados Unidos, era apenas la punta del iceberg, dicen los periodistas Ricardo Ragendorfer y Carlos Dutil, porque luego vendría el atentado contra la AMIA y el asesinato del reportero gráfico José Luis Cabezas. En febrero de 1996 se produjo una feroz represión a estudiantes en La Plata, que repercutió en los medios por el pañuelo de Hebe de Bonafini manchado de sangre tras haber sido herida por un cascotazo. La brutalidad policial parecía crecer sin freno: disparar indiscriminadamente contra la multitud, reprimir desde las sombras, confundir a un inocente con un ladrón, paralizar de un tiro a modo de persecución eran cosa diaria.25

De manera más reciente, en el marco del Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio (ASPO) por la pandemia de covid-19 fue desaparecido Facundo Astudillo Castro. “El carácter relevante que tomaron las fuerzas de seguridad debió ejercerse con el eje focalizado en el cuidado de las personas y de la salud pública, que tenían encomendados tanto las policías como la propia justicia federal”, dijo la Comisión Provincial por la Memoria (CPM), querellante en esa causa, en la cual pueden verse todas las actas por infracción del artículo 205 del Código Penal en el marco de la pandemia, “las que arrojan la presencia de una fuerte selectividad policial [...] y exponen que el control fue selectivo, clasista y racista, se aplicó a personas humildes, la mayoría de nacionalidad boliviana o paraguaya, pero también jornaleros de otras provincias (misioneros, correntinos, salteños, jujeños, santiagueños, mendocinos) y en una ínfima proporción a las personas nacidas y criadas en Mayor Buratovich y de clase social media o media alta”.26

Desde lo estrictamente normativo, las reglas de la Policía Federal datan de la Revolución Libertadora de 1955 y del Proceso de Reorganización Nacional de 1979.27 En tanto, el Estatuto de la Policía Bonaerense data de la época del genocida Ramón Camps. El bautismo de fuego de esa fuerza, paradójicamente creada por Juan Domingo Perón una década antes, habían sido los fusilamientos de José León Suárez en 1956. Ya con el golpe del general Juan Carlos Onganía “los Pata Negra quedarían al servicio de la Doctrina de la Seguridad Nacional, cuya aplicación estrictamente policial fueron el gatillo fácil indiscriminado, la picana, la rapiña y el abuso de poder como sistema”.28

Desde el punto de vista político, el jurista del alfonsinismo Carlos Nino afirma que “la herencia que suponen las violaciones a los derechos humanos ocurridas en el pasado es uno de los obstáculos más grandes de los procesos de democratización. Estas violaciones suponen el mal absoluto, o lo que [Immanuel] Kant llamó ‘mal radical’ [...] Hannah Arendt afirma que es muy poco lo que sabemos acerca de la naturaleza del mal radical [...] sustancialmente muestra la dificultad de responder al mal radical con las medidas ordinarias que aplicamos a los criminales comunes”.29 Sobreviviente de los campos de exterminio y politóloga, Pilar Calveiro analizó de manera profunda y sin caer en el panfleto que “la tradición castrense traía consigo una cultura basada en el castigo físico, el miedo y la obediencia a través de la cadena de mandos”. Fue esta la matriz que engendró, según Calveiro, al campo de concentración. El interrogante que planteamos al abordar las desapariciones que se siguieron produciendo tiene que ver con esa matriz. “Una de las estrategias del terror consiste en que este se mantenga oculto pero dejando entrever una porción de su horrible rostro. El efecto: la parálisis, ya no solo del prisionero en el campo de concentración, sino de toda la sociedad. La parálisis ‘compromete’ al ciudadano y el aparato represivo rápidamente lo convierte en cómplice que termina reproduciendo la dinámica del terror”. ¿Cuánto de aquello persiste cuando las violaciones a los derechos humanos desplegadas por aquel terror han dejado de ser masivas? ¿Si fue posible juzgar y seguir juzgando a represores y genocidas, por qué aún el Estado no sabe, no quiere o no puede impedir nuevas desapariciones y buscar de manera eficaz a sus desaparecidos?

Una vez más la respuesta está en las palabras de la abogada Heredia, a días de la desaparición de Maldonado. “Acá estoy, llena de impotencia, acompañando otra vez a familiares y viendo que no han hecho nada en todos estos años para que no pase una nueva desaparición forzada, o para que si sucede haya instrumentos para dar respuesta, no hay ninguno luego de la condena del país ante la Corte IDH en el caso de Iván Torres, no se estableció ningún mecanismo ante este delito, tomaron medidas ineficaces como la recompensa, un alerta de persona extraviada o una recompensa, no hay banco de datos ni registros. Habíamos pedido que se estableciera una base de datos de desaparecidos en democracia en Argentina, y nada. Santiago no es ni el segundo ni el tercero, el Estado no asume la desaparición forzada en democracia, desde aquella condena no se tomó ni una sola medida. Cuando me preguntan si Santiago puede estar vivo digo lo mismo que con Iván, con Sergio Ávalos, con Luciano Arruga, con César Monsalvez… no puedo creer estar haciendo todo esto una vez más”.

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El 2 de abril de 2013 hubo una impresionante inundación en La Plata, con gran cantidad de muertos, que finalmente fueron muchos más de lo que se informó oficialmente. Una investigación de María Soledad Escobar, experta en informática, determinó que hubo entierros de cuerpos con falsa identidad. “La investigación nos llevó mucho más allá y dejó expuesto el procedimiento de la policía para deshacerse de un cadáver, matan un pibe en un patrullero, lo entierran con falsa identidad y no lo ves más. Un cuerpo tirado al río, el río lo devuelve, en lugares expuestos en general terminan apareciendo, en un cementerio no lo encontrás más”, dice Escobar. “Uno de los métodos es a través de un pedido de exhumación judicial, llevan el cuerpo a la morgue y después para volver a enterrarlo piden inscribir la defunción de nuevo. Algo absurdo porque ya está inscripta. La policía así obtiene licencias de inhumación. ¿Para qué les sirve? Para entrar a un cementerio con un cajón y enterrar cualquier persona con cualquier identidad. Encontré más procedimientos para lograr lo mismo, hacer desaparecer un cadáver. Esto se realizó en la morgue policial el 10 de abril estando presentes el juez de garantías Guillermo Atencio, por orden de Ricardo Casal. Estaba el fiscal de la causa. Había Corte, procuración, poder político y policía. Mientras se labraba el acta en una computadora, en otra crearon otro archivo llamado ‘archivo fantasma’ donde pusieron un listado de 16 cuerpos que en la morgue no estaban para tramitar estas inscripciones falsas y enterrar cadáveres con falsa identidad. ¿Qué obtiene la policía con estas maniobras? Licencias de inhumación para cuerpos que no tiene. ¿Por qué hay una morgue en un cementerio? ¿Por qué las morgues las maneja la policía?”, se pregunta azorada la experta. Semejante escenario no solo deja vía libre a la desaparición intencional de una persona sino también a la imposibilidad de encontrar a alguien que muere sin sus datos de identidad.

El antropólogo Alejandro Incháurregui dijo a la periodista Mona Moncalvillo, en una entrevista de junio de 1992 en la revista Humor que “los cementerios fueron los primeros sitios donde pretendieron hacer desaparecer cadáveres durante la dictadura, implicaba no solo enterrar un cuerpo sino enterrar un pedazo de nuestra historia, en muchísimos cementerios hubo inhumaciones irregulares de N.N.”. Con toda esta intensa historia como experiencia, resulta increíble que aún no haya un registro único nacional de personas fallecidas sin identificar, es decir N.N. “La parte administrativa del Estado, que depende de los poderes ejecutivos nacional, provinciales y municipales, es una burocracia ramificada de dependencias, circuitos y archivos incapaz de garantizar que una persona que muere en la calle, o en las vías del tren, o que fue asesinada y descartada en un baldío pueda reencontrarse con su identidad”.30 La abogada Natalia Federman trabajaba en el Ministerio de Seguridad de la Nación y fue quien rescató las huellas de Luciano Arruga que nadie encontraba o buscaba. Según su experiencia, “las burocracias que gestionan la información sobre las muertes de personas no identificadas no valoran esos documentos como portadores de la historia de alguien que falta, como portadores de la certeza de una muerte que alguien llorará”.

Nunca pudo ser identificado el cadáver N.N. que apareció en Punta Lara, un día después de la desaparición de Jorge Julio López y a la misma hora que se dictaba la condena al genocida Miguel Etchecolatz. Era un cuerpo calcinado que apareció boca abajo, con un cable en el cuello, cerca de un arroyo sobre Camino Negro. “Igual que hacía la Triple A”, dijeron los sobrevivientes. Cuando desapareció Diego Duarte en el basural del Ceamse, al poco tiempo apareció un cráneo que tampoco logró ser identificado. Días después del hallazgo de los restos de Facundo Astudillo Castro aparecieron huesos de otra persona no identificada. Dentro del calvario que padecen las familias de los desaparecidos una constante es correr ante cada hallazgo de huesos, tolerar que la falta de la sistematización profundice su incertidumbre, como si hubiera una dimensión de cuerpos sin identificar que alimentan sus esperanzas.

El encubrimiento como constante

Tapar las propias huellas, negar, distorsionar, omitir, interferir, destruir evidencia son todas las acciones que despliegan los agentes del Estado inmediatamente después de una desaparición. Y suelen actuar en bloque el poder ejecutivo y el judicial en esta misión de hacer “desaparecer la desaparición”. El modo en que funciona el Estado, de facto o en democracia, hace que no pueda responder ante una desaparición, cualquiera sea su ideología. “El encubrimiento forma parte del tipo penal de desaparición forzada, que es ocultamiento de la información, la autoridad es el Ministerio de Seguridad, es el poder federal. Es la complejidad de un crimen de Estado donde hay que ver todo en conjunto, no dividir en decenas de expedientes. En Inglaterra o Estados Unidos hay ‘jurados de investigación’, juzgan el hecho como una muerte en una comisaría, determinan si debe ser juzgado como crimen en lugar de que sea una decisión administrativa. Tendría que haber jurados populares de investigación para este tipo de crímenes, una comisión investigadora independiente, aunque no parlamentaria”, apunta la abogada Heredia. La desaparición estuvo presente en el menú represivo desplegado durante la recuperación del cuartel de La Tablada, asaltado por un grupo del MTP en enero de 1989, a finales del gobierno de Raúl Alfonsín.31 “La desaparición forzada en democracia cobra un significado distinto. ¿Qué esferas de poder operan para hacerla posible? ¿Cuáles mecanismos se ponen en funcionamiento cuando la responsabilidad militar queda, incluso, fotografiada? El encubrimiento es la palabra clave de este proceso, político, judicial, mediático y policial”, dijo el periodista y escritor Hugo Montero.32

Viviana Alegre, la madre del desaparecido cordobés Facundo Rivera Alegre, es clara al mencionar las similitudes entre las historias: “Que nos hayan investigado a nosotros, las víctimas. O que lo busquen donde no está, como en España, porque el padre vivió ahí, como cuando de Santiago decían que estaba en Chile. Como dice el abogado Leandro Aparicio, tienen un manual, que ya va a aparecer porque se fue de joda”. El fallo de la Corte IDH que condenó a Argentina por la muerte de Walter Bulacio marcó la importancia de que no se produzca la impunidad en estos casos porque esta genera “la repetición crónica de las violaciones a los derechos humanos”.

Aunque cada fuerza tiene alguna variante específica, el “manual del represor reciclado y sus amigos judiciales” podría contener esta síntesis de acciones:

• En las comisarías no toman la denuncia a los familiares de la persona desaparecida.

• Siempre afirman que la víctima estaba en otro lado.

• Los libros de guardia suelen estar adulterados y con hojas arrancadas.

• Los secuestros y detenciones arbitrarias son justificados a posteriori con denuncias falsas.

• Amenazan a familiares, abogados y testigos, incluso asesinan testigos.

• La primera investigación del hecho siempre la hace la fuerza sospechada.

• Los policías involucrados son trasladados a otras dependencias durante la etapa de instrucción. Si llegan a juicio casi nunca reciben inhabilitación perpetua absoluta, siguen cobrando sueldo y conservan su arma.

• El porcentaje de condenas es bajísimo, al igual que el número de superiores afectados. Lo único que les impide volver a su fuerza es la exoneración originada en condena penal con inhabilitación perpetua para cargos públicos. Sobran los dedos de una mano para contarlas.

• Cuando aparecen los cuerpos casi siempre son hallados en lugares que habían sido rastrillados previamente.

• Las versiones falsas salen de las entrañas de la fuerza.33

• Suelen ensañarse con quienes los hayan desafiado, así sucedió con Bru, Balbuena, Torres y Arruga.

• Otra táctica de las defensas de los policías o miembros de fuerzas de seguridad acusados es desmembrar las causas para que queden en el laberinto burocrático de fueros y jurisdicciones.34

• Así como se reciclan policías represores, también lo hacen funcionarios con antecedentes poco democráticos, como el camarista Alberto Durán, –empleado en la Subsecretaría de Justicia en la dictadura y profesor de la Escuela Superior de Policía, impugnado por Justicia Ya! por sus estrechos vínculos con la Policía Bonaerense–, el comisario Hugo Matkin, premiado por Scioli como jefe de la Bonaerense cuando fue el responsable de enturbiar la primera parte del caso López; el represor Héctor Vergez y sus vínculos con la SIDE y la Bonaerense.

• El engaño a los familiares de las víctimas, como cuando la secretaria del fiscal Santiago Ulpiano Martínez se hizo pasar por integrante de la Dirección General de Acompañamiento, Orientación y Protección a las Víctimas (DOVIC) y le sugirió a Cristina Castro que dejara a sus abogados porque ellos tenían para asistirla, o en Paraná en 1994 cuando Isabel Vergara, la madre del desaparecido Martín Basualdo, iba a desahogar su dolor con la secretaria de Derechos Humanos y luego supo que había sido personal civil de Inteligencia.

Funcionarios que operan e inoperantes

El 22 de agosto de 2017 los representantes de los organismos de derechos humanos fueron recibidos en el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos. Sentados en la larga mesa, los ánimos se fueron caldeando porque Santiago Maldonado seguía desaparecido desde el 1° de ese mes. “Lo están torturando y ustedes saben dónde”, le dijeron en voz bien alta al ministro Germán Garavano. “No voy a aceptar esa acusación”, respondió el funcionario macrista, y levantó la reunión, arrastrando consigo a Patricia Bullrich y a Claudio Avruj, secretarios de Seguridad y de Derechos Humanos respectivamente. Minutos antes en el baño de hombres había ocurrido una escena reveladora. José Schulman, de la Liga Argentina por los Derechos del Hombre (LADH), se cruzó con Daniel Barberis, secretario de Violencia Institucional de la cartera que conducía Bullrich. “Maldonado es oficial de las FARC, volvió de Colombia y está en Chile”, le dijo a Schulman sin que nadie le hubiera preguntado nada. El dirigente de Derechos Humanos lo miró sorprendido, le sonó ridículo. La muestra más cabal de que el Estado está detrás es cuando sobreactúa la negación de la misma. Y opera por debajo o en forma explícita. No todas las desapariciones tienen un trasfondo político. Pero es de una alta ingenuidad pretender tratar a las que sí lo tienen como si fueran crímenes comunes.

Además de operadores, hay funcionarios del Poder Ejecutivo y del Poder Judicial inoperantes. Otra constante, la mezcla fatal de mala fe con incompetencia. “Muchas veces los funcionarios judiciales no saben investigar desapariciones: parten de hipótesis preconcebidas que condicionan la indagación en forma irreparable; acumulan datos que serían útiles si fueran bien leídos; no tienen una estrategia, se estancan. Y con frecuencia simplemente no investigan. No saben por qué caminos es posible encontrar la identidad de alguien: no conocen cómo funcionan las burocracias que la registran, preguntan de un modo que solo pueden obtener respuestas inútiles. O no se consideran obligados a informar el hallazgo para que pueda ser cruzado con una búsqueda. Los meses transcurren hasta que firman una orden de inhumación que entierra a una persona sin haber averiguado su nombre”.35

El problema burocrático es tan grave que incluso cuando se encuentran cuerpos que se buscan puede ser imposible identificarlos, funciona más la casualidad que un plan sistemático de búsqueda. Maco Somigliana es antropólogo, integra el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), que trabaja a pedido de jueces y fiscales. “El síntoma más claro de la inexistencia de un sistema se ve todo el tiempo en los casos conocidos. En la medida en que se recolecta a una persona que apareció en determinadas circunstancias, y esto ya es azaroso, se define que no es López, o no es Cash, y queda ahí porque el funcionario que lleva ese caso no tiene forma de decir si no es López, entonces quién es. Hay que hacer un trabajo que no se hace: hacer un sistema en el que la pregunta no sea ‘¿es Julio López?’, ‘¿es María Cash?’, sino que la pregunta sea ‘¿Quién es?’”.36

Falla el sistema

“El sistema de identificación de personas falla”, asegura el antropólogo Luis Fondebrider, director ejecutivo del EAAF hasta mayo de 2021 cuando partió a Suiza para unirse a la Unidad de Antropología de la Cruz Roja. Esa institución científica buscó formar una mesa de diálogo con el Gobierno para la unificación de protocolos y la creación de una base de datos única, porque, como quedó expuesto, en Argentina la búsqueda de personas desaparecidas y la identificación de cadáveres sin identidad son dos universos que corren por vías separadas. “A eso se suma que cada jurisdicción tiene sus propias formas y la comunicación entre los actores que intervienen, judiciales, civiles y fuerzas, es casi nula, tanto a nivel provincial como nacional”.37 El EAAF, de probada trayectoria en casos de lesa humanidad, comenzó a ser consultado por fiscales a partir de los años 90, ante la nula o incompleta respuesta del Estado. “Desde que alguien desaparece, el Estado va dejando rastros de cómo procesó a esa persona, hasta que no aparece o que se perdió en la maraña burocrática”. El experto diferencia los casos de los años 70, cuando esa pérdida del cuerpo de la persona era intencional, de algunos ocurridos en democracia donde la desaparición es producto del “desorden que tiene el Estado para este tipo de investigaciones”. Y enuncia algunas sugerencias. “El sistema de identificaciones en Argentina se basa fundamentalmente en huellas dactilares, lo que limita mucho la respuesta del Estado. Sería mucho más simple que cuando llega un cadáver sin identificación a una morgue no se le tomen solamente huellas dactilares, que se le haga una batería de análisis y esa información, además de ir al expediente de ese caso, vaya a una base de datos. Entonces, cualquier investigador puede consultar cuántos hombres de entre 20 y 30 años tienen un tatuaje en el brazo derecho, y no tiene que mirar miles de expedientes que están desperdigados en diferentes jurisdicciones. Si una persona desaparece hoy en Chubut y aparece un cadáver en Tucumán, no hay una forma rápida y correcta de relacionarlos. Todo se basa en esfuerzos individuales, en llamados. Debería haber una base de datos de todo el país donde mirar cuántos cuerpos aparecieron en los últimos tres meses y contrastarlos con la información de la persona desaparecida. Por otro lado, en los cementerios de Argentina, como en todo el mundo, después de unos cinco años, si nadie reclama ese cadáver sin identidad, se lo remueve y se lo pasa a un osario común, donde se pierde. No sabemos cuántos casos de cadáveres sin identificación que han pasado por una autopsia han seguido ese destino. Tampoco las provincias tienen un sistema único de procesamiento. Cada una tiene su gobierno, su sistema forense y sus protocolos, cuando los tienen”. A criterio de Fondebrider, el Sistema Federal de Búsqueda de Personas Desaparecidas y Extraviadas (SIFEBU) del Ministerio de Seguridad “es un buen intento de una gran base de datos, pero es insuficiente, porque falta sentar a la gente con capacidad política de decisión y ponerse de acuerdo para que haya procedimientos específicos, que todo el mundo colecte los datos de la misma manera y que las denuncias de cada familiar sean consolidadas en una base de datos única, como hay en Colombia”. Una vez unificada la información es necesario que haya acuerdos con cada provincia para que esto sea consolidado. “Tiene que ser una política que vaya más allá del gobierno de turno, tiene que ser una política de Estado”. Fondebrider cuenta que hace doce años que trabajan con funcionarios de los sucesivos gobiernos pero “hasta ahora fue imposible sentar a los que manejan cada ministerio a una misma mesa”. Y plantea dos caminos posibles. “Lo óptimo sería contar con una ley nacional de cementerios que establezca que un porcentaje de estos debe estar destinado a personas sin identidad hasta tanto se identifiquen”. Y una opción intermedia sería “una acordada entre fiscales” para que en las causas donde haya cadáveres sin identificar pongan “orden de no innovar en la sepultura”. Cuando los cadáveres están putrefactos, quemados, esqueletizados o las huellas fueron mal tomadas es fundamental extraer una muestra y contar con un “banco nacional de datos forenses que incluya datos genéticos”. Pero el ADN no es todo, hay otras evidencias que conducen a la identificación. La larga lista de errores pone en evidencia el problema de base: la falta de un sistema de identificación”.38

Desaparición forzada como crimen de Estado

Está dicho, un grupo de agentes del Estado comete una desaparición forzada y al mismo tiempo comienza el operativo de encubrimiento. El jurista Raúl Zaffaroni afirma que “ningún crimen de Estado se comete sin ensayar un discurso justificante, siempre pretende estar justificado [...] En el crimen de Estado suele negarse el hecho mismo, como en el caso de negación turca del genocidio armenio o del holocausto por parte del nazismo, es decir, directamente afirmar que los hechos no ocurrieron o no fueron como se los describe. La negación de la víctima es la técnica de neutralización más usual. Eran terroristas, traidores a la nación, fueron los verdaderos agresores, no hubo crimen de Estado sino la legítima defensa necesaria”.39

El caso Maldonado demostró que aun en tiempos de vigencia del estado de derecho y gobiernos electos por el voto, la desaparición es uno de los métodos que las fuerzas de seguridad utilizan como forma de ocultamiento de un crimen, así como para generar un especial terror entre quienes rodean al desaparecido.40 La Gendarmería y Patricia Bullrich siempre supieron el destino de Santiago, que estuvo en la protesta social que ellos reprimieron, pero plantaron pistas falsas hasta el infinito, dejando en vilo a toda una sociedad que se movilizó por su aparición. El Estado y Gendarmería41 son los responsables de negar su destino durante todo el tiempo en que estuvo desaparecido, y también de su muerte. Myriam Bregman, abogada de derechos humanos, legisladora y dirigente trotskista, afirma que “el aparato represivo de la dictadura se recicló en los gobiernos constitucionales y siguió en funciones. Sólo algunos rindieron cuentas, los demás quedaron en las comisarías y unidades de las fuerzas de seguridad. Y eso tiene que ver con la impunidad de los hechos de la dictadura, no es un dato histórico. La desaparición de personas fue juzgada respecto de unos mil represores, un porcentaje ínfimo, entonces la señal hacia el aparato represivo es que esos crímenes los podés realizar desde el Estado en democracia en forma más restringida, y en dictadura con vía libre”. A criterio de Bregman, los funcionarios judiciales son cómplices del poder político, “por eso con este poder judicial no se puede hacer nada, la reforma real y democrática tiene que ser con jueces y fiscales elegidos por el pueblo, para empezar, con jurados que evalúen las sentencias, que digan si creen las versiones disparatadas de los casos López, Castro o Maldonado. Desde la constitución de Estados Unidos el Poder Judicial en esencia es contra mayoritario. Está pensado para que si quizás se cuela un atisbo de reclamo popular de parte de los otros poderes elegidos por el voto, el judicial los pueda corregir; son un cuerpo de élite, sobre todo la Justicia federal. Cuando recorría los juzgados pude observar que los abogados de los genocidas eran amigos y vecinos de los jueces”.

Bregman habla de responsabilidad estatal y no solamente gubernamental, y pone de ejemplo al caso Maldonado. “El juez Guido Otranto y la fiscal Silvina Ávila fueron la cobertura de impunidad necesaria, los que habilitaron el plan para desviar la búsqueda de Santiago y de las responsabilidades por su desaparición. Hablamos de ‘crimen de Estado’ no solo por las características del hecho mismo, sino por el marco discursivo y mediático que lo rodea, de cómo los medios de comunicación, voceros estatales, naturalizan un determinado uso del lenguaje para neutralizar el crimen. La negación, el empañamiento de la realidad y la erradicación de los restos y vestigios de la absoluta verdad son parte integral del crimen perpetrado por el Estado. Sembrar pistas falsas, demonizar a la víctima y a su familia, a los organismos de derechos humanos y pretender configurar a un ‘enemigo’ en la figura de los mapuches forma parte del manual para encubrir la desaparición y muerte de Santiago. El enorme sistema de espionaje desplegado contra la familia Maldonado y todos los que se involucraron en el caso demuestra que el Gobierno tenía mucho que perder si la verdad de los hechos salía a la luz. Y lo hicieron ante los ojos de la Justicia, que no hizo para impedirlo”.42

En abril de 2021, al cumplirse un año de la desaparición de Facundo Astudillo Castro, la CPM expresó que “en un país signado por la desaparición forzada de personas durante la última dictadura cívico-militar y habiendo atravesado un costoso proceso de verdad y justicia respecto de los crímenes de lesa humanidad, se torna fundamental prestar extrema atención a todo hecho que en democracia resuene como un eco de nuestro pasado reciente”. Este organismo público autónomo y autárquico que es querellante en la causa, destacó que “el caso de Facundo no resulta ajeno a las dificultades para el esclarecimiento de este tipo de hechos ocurridos en democracia, tanto respecto a la efectividad de la búsqueda de las víctimas en los primeros momentos como a la posterior investigación y juzgamiento”. La CPM dejó en claro que la hipótesis policial es la dominante en la investigación de la desaparición forzada seguida de muerte de la víctima, “por la gran cantidad de elementos que dan cuenta de la actuación irregular e ilegal de la Policía Bonaerense. De contar con una policía preventiva y de cara a las necesidades de la comunidad, en el caso de Facundo se debió evitar que continuara su camino en vez de seguir interceptándolo de modo persecutorio en diversos tramos de su recorrido. Llevar a Facundo a su domicilio sin violentar su integridad física hubiera sido la conducta correspondiente”.

Máster en resiliencia

No lo pidieron ni buscaron, y sin embargo algunos se reinventan, se vuelven maestros, faros. “Qué puede ser justo cuando se ha hecho tanto daño”, dicen los familiares de las víctimas resignificando la palabra justicia. Hace algunos años ellos decían de sí mismos que eran apolíticos. Sergio Maldonado43 y Cristina Castro, por mencionar dos de tantos ejemplos, se convirtieron en militantes con conmovedora lucidez para analizar cualquier coyuntura. Como si Santiago y Facundo les estuvieran diciendo “es por acá”, y ellos asintieran. Como si les dijeran “no te quedes llorando, seguí la lucha, si no hay justicia, que haya escrache”.

Los familiares de las víctimas toman inspiración de las Madres de Plaza de Mayo, de las experiencias de los familiares de desaparecidos durante la dictadura y tejen sus propias redes de contención, ensayan formas y respuestas políticas (a veces incluso partidarias) ante la violencia policial. Tras la experiencia de la dictadura, la categoría “desaparecido” tiene peso específico. Las fuerzas de seguridad ya no son observadas ingenuamente, pasó a ser imposible pensar la relación de esos uniformados con los ciudadanos frente a situaciones de violencia sin una referencia o lazo con la década del 70.

En junio de 1999, cinco jóvenes de la provincia de Buenos Aires fueron arrestados como sospechosos del robo del arma de un policía, y sometidos a submarino seco. Sergio, de 26 años, estudiante de derecho, recuerda: “Me llevaron los brazos para atrás, entre tres me pusieron la bolsa, de la desesperación me zafé y otra vez me la pusieron. Terminé llorando arrodillado en el piso. En ese momento me acordé de la década del 70 y de los desaparecidos. Pensé que me mataban”. Ante este tipo de violencia policial, los organismos de derechos humanos se vieron obligados a tender “un puente que resignifica aquellos elementos usados por los familiares de los desaparecidos, ligando la violencia actual al pasado y aprovechando elementos ya legitimados, como el uso de la categoría familiar o los escraches como estrategia para ampliar aliados en las protestas y denuncias.44

Los familiares de las víctimas se ponen al hombro las investigaciones, aportan datos, aprenden conceptos de derecho y criminología, se vuelven “detectives”. Junto a sus abogados y abogadas reciben presiones y amenazas, son perseguidos e intimidados, les hacen sonar la sirena a la noche, les ponen los autos a la par mientras caminan por la calle, reciben llamadas anónimas diciendo dónde puede estar el cuerpo, los detienen y los golpean, son sometidos a versiones horribles e inverosímiles de su ser querido ausente; pero siguen. Se organizan, convierten la bronca y la desesperación en una lucha, incluso por todos. Buscan blindarse, aprenden a hablar con los medios.

La brasileña Ludmila da Silva Catela, doctora en Antropología Cultural, afirma que “la desaparición provoca una acción inversa a la concentración de espacio-tiempo requerida socialmente para enfrentar la muerte. Los familiares de desaparecidos por muchos años esperan, buscan, abren espacios. Esperan la vuelta del ser querido vivo, buscan pistas, información precisa sobre el lugar, modo y fecha de la muerte, esperan el reconocimiento de los cuerpos, exigen respuestas del Estado, desean puniciones. La desaparición puede ser pensada como una muerte inconclusa”.45 En las desapariciones en democracia también se priva a la familia de la posibilidad del duelo: falta un cuerpo, una sepultura y un momento de luto. Sin embargo, Madres y Abuelas revirtieron su trágica situación límite en un empuje de lucha incansable. “Había un momento de crisis, uno de desesperación, otro de acción seguido de uno de falta, de gran vacío con la paulatina aceptación de que el familiar está desaparecido; finalmente un momento de desilusión, el final de las esperanzas que en general coincidía con el retorno de la democracia”, dice Da Silva Catela, sobre este proceso en dictadura. Las consignas de entonces fueron tan variadas como las formas de duelo: afirmar que están muertos o exigir “aparición con vida y castigo a los culpables”; “adonde vayan los iremos a buscar [a los represores]”; “con vida los llevaron, con vida los queremos”.

“En el ritual fúnebre el locus de culto es el cuerpo. Sobre él se habla, se llora, se colocan flores, se pronuncian discursos, se da el último adiós. El cuerpo condensa y domestica la muerte, la torna concreta, definitiva, presente, individual e identificada. El familiar necesita esos huesos y la búsqueda del cuerpo es un motor, que análogamente a la denuncia necesita sostenerse, mantenerse como un referente hacia el futuro, para poder transmitir la memoria y quebrar los silencios. Así la solicitud a los especialistas es fundamental (EAAF) ya que ellos podrán transformar esos huesos N.N. como fueron denominados por las Fuerzas Armadas, en alguien con identidad, nombre e historia”.46 La idea de huesos amontonados en fosas comunes es insoportable, por eso la recuperación del cuerpo permite sanar algo de ese dolor absurdo e inefable. En definitiva, los rituales puestos en escena para dar cuenta de la desaparición de un individuo transforman la ausencia del cuerpo en un capital de fuerza política y cultural que se expresa en clave de denuncia, es la desaparición de cuerpos y su búsqueda como el locus del dolor, como centro común creador de solidaridades y acciones entre los que sufren.

6 Detalles del caso en el Capítulo 8.

7 Escobar lo define así: “Todos chicos de barrios marginados, vulnerables. La policía los usa como mano de obra esclava para robar o transar drogas. Si se niegan padecen un ‘verdugueo’ constante, usan la excusa de averiguación de antecedentes o faltas y contravenciones para meterlos en las comisarías y molerlos a palos. Otras veces, directamente van a las casas y se los llevan. Una vez desaparecidos, se modifican los libros de actas. La ‘justicia’ en los primeros días investiga con los mismos policías implicados en la desaparición. Entonces plantan testigos falsos, modifican y limpian evidencias. Los testigos que aseguran haberlos visto por última vez en un patrullero o comisaría, son perseguidos o mueren de formas dudosas. La principal línea de investigación de los jueces y fiscales es la versión de la policía; la otra, que proviene de las familias, queda desestimada. Rechazan hábeas corpus. Se niegan a declarar la causa como desaparición forzada. Investigan a los familiares. Si el caso toma estado público, los medios hegemónicos de comunicación instalan versiones falsas que apuntan a que las víctimas están con vida. Es la Máquina de desaparecer personas en democracia. Puede parecer una cadena de ineptitudes, pero eso solo dejaría tranquilo al más ingenuo. La Máquina se pone en marcha y es sistemática. A veces nos pueden hacer pensar que tiene fallas, y de repente escupe un cuerpo. Pero estos cuerpos que aparecen no son más que la confirmación de lo bien y aceitada que funciona. ¿Entonces? En cualquier momento este Estado ‘democrático’ se chupa a otro. Escuché a periodistas de trayectoria poniendo en duda el término ‘desaparición forzada en democracia’”. La Vereda Digital, 5 de agosto de 2020.

8 Asociación de Ex Detenidos Desaparecidos: “Edición especial Julio López”, Tantas Voces, Tantas Vidas, 20 de septiembre de 2011.

9 María del Carmen Verdú: Represión en democracia. De la primavera alfonsinista al gobierno de los derechos humanos, Buenos Aires, Herramienta, 2009.

10 “Las palabras Coordinadora y Represión Policial e Institucional eran imprescindibles, pero la sigla sonaba horrible. Uno de los militantes más jóvenes resolvió el problema, mientras preparaba el mate desde la cocina gritó: ‘¡Corré, pibe, que viene la yuta!’... ¡Es Correpi!”.

11 Giuliana Sordo: “En materia represiva el macrismo ha pegado un salto fenomenal”, La Primera Piedra, 28 de agosto de 2017.

12 “La Argentina atiende a los derechos humanos en esa omnicomprensión que el término derechos humanos significa, pero su pregunta no es sobre esa visión a la que hizo referencia el Papa en forma genérica sino concretamente al hombre que está detenido sin proceso, que es uno, o al desaparecido, que es otro. Es una incógnita el desaparecido, si el hombre apareciera, bueno, tendrá un tratamiento X. Y si la desaparición se convirtiera en certeza de su fallecimiento tiene un tratamiento Z. Pero mientras sea desaparecido no puede tener ningún tratamiento especial, es una incógnita, no tiene entidad, no está. Ni muerto ni vivo, está desaparecido”. Esta fue la respuesta completa del dictador en una conferencia de prensa en la Casa Rosada en 1979, a la pregunta del periodista José Ignacio López. Esta cruda definición otras veces cedió paso a “los desaparecidos están en Europa”, y ya en democracia el desaparecido estaba “en Chile” o “tomando el té en casa de la tía”, o “de putas en Bahía Blanca” o “se fue con el novio”.

13 CELS: La inseguridad policial, Buenos Aires, Eudeba, 1997.

14 Las historias de las desapariciones de ese período así lo reflejan en el Capítulo 2.

15 Verdú: O. cit., p. 29.

16 Uno de los primeros en popularizar un concepto similar al gatillo fácil fue Rodolfo Walsh en artículos que escribió en el Semanario de la CGT, “La secta del gatillo alegre y la picana” fue uno de ellos, el 27 de marzo de 1969. Ya en la década de 1930 el inspector general de policía Víctor Fernández Bazán instaba a sus subordinados a “disparar primero, preguntar después”.

17 Verdú: O. cit., p. 35.

18 Abogado de presos políticos y ex secretario de Derechos Humanos.

19 Verdú: O. cit., p. 38.

20 Ib., p. 47.

21 Cristian Alarcón: “Cuando la ejecución es usada como política”, Página/12, 26 de diciembre de 2001.

22 Ricardo Ragendorfer: La secta del gatillo. Historia sucia de la Policía Bonaerense, Buenos Aires, Planeta, 2002, p. 44.

23 Alejandra Vallespir: La policía que supimos conseguir, Buenos Aires, Planeta, 2002, p. 11.

24 Ib., p. 72.

25 Ricardo Ragendorfer y Carlos Dutil: La Bonaerense. Historia criminal de la policía de la provincia de Buenos Aires, Buenos Aires, Planeta, 1997.

26 Informe de la Comisión Provincial por la Memoria, abril 2021. Disponible en comisionporlamemoria.org

27 Según Luciana Cepeda, “son elementos no exclusivos pero sí claves para comprender el despliegue del uso de la violencia estatal, en tanto se aprueban durante los últimos espasmos de regímenes dictatoriales y operan para la conformación de democracias sitiadas, es decir, como un instrumento heredado del gobierno de facto para la gobernabilidad democrática”. En Alcira Daroqui (Comp.): Muertes silenciadas. La eliminación de los “delincuentes”, Buenos Aires, Ediciones del Centro Cultural de la Cooperación, 2009.

28 Ricardo Ragendorfer: La secta del gatillo: historia sucia de la policía bonaerense, Buenos Aires, Planeta, 2002, p. 43.

29 Carlos Nino: Juicio al mal absoluto, Buenos Aires, Ariel, 2006, pp. 33, 34 y 36.

30 Ximena Tordini: “La persona que amas puede desaparecer”, Crisis, 14 de octubre de 2020. “Así, una persona puede ser buscada y al mismo tiempo estar atravesando un túnel de instituciones en donde nadie la ve”, escribió la periodista.

31 Tratado en el Capítulo 2.

32 Hugo Montero: De Nicaragua a La Tablada. Una historia del Movimiento Todos por la Patria, Buenos Aires, Ediciones Continente, 2015.

33 “Las versiones falsas sirvieron para avivar las brasas de las internas policiales porque el rumor que más recorrió las calles de la ciudad fue el de que Aníbal era amante de la mujer del jefe de policía. Cuando apareció el cuerpo la táctica cambió y todos soltaron la mano del asesino”, dijo Norma Ríos en el caso de la desaparición de su sobrino Aníbal Pellegrini. Ella está convencida de que cuando se trata de la policía es imposible esclarecer estos casos porque “siempre tapan, son cómplices o ejecutores o cómplices de silencio”.

34 Eso sucedió con la causa de Santiago Maldonado y también con la de Jorge Julio López. Mientras los kilos de expedientes iban en carretilla de un piso a otro en los tribunales de La Plata, la abogada Guadalupe Godoy lloraba.

35 X. Tordini: O. cit.

36 Ib.

37 Gabriela Naso: “Cómo es la búsqueda de desaparecidos en la actualidad”, Página/12, 28 de enero de 2021.

38 Gabriela Naso: “Cuáles son los errores que hoy impiden la identificación de personas desaparecidas o restos sin identidad”, Página/12, 28 de enero de 2021.

39 Raúl Zaffaroni: “El crimen de Estado como objeto de la criminología”, exposición en el Congreso Internacional de Derecho Penal del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la Universidad Nacional Autónoma de México en junio de 2006.

40 “La presión venía de todos lados. Un día vino Bono a Casa de Gobierno y me reclamó por Santiago Maldonado. Le expliqué qué sabíamos, qué no sabíamos y por qué era injusto sancionar a los gendarmes. Se fue más tranquilo y, por suerte, al otro día, en el recital de U2 en La Plata, no dijo nada sobre el tema”. (Mauricio Macri: Primer tiempo, Buenos Aires, Planeta, 2021). Sergio Maldonado salió al cruce al publicar en sus redes sociales la carta que le envió Bono luego del recital en la que le agradecía por haber ido a escucharlo y lo instaba a no rendirse jamás en la búsqueda de saber qué le sucedió a Santiago.

41 Dice Mario Wainfeld que “el voluminoso prontuario represivo de la Prefectura multiplica ‘n’ veces el de Gendarmería, acredita una participación más intensa en el terrorismo de Estado durante la dictadura, y más episodios de violencia institucional desde 1983. Por esos motivos el kirchnerismo confió en esa fuerza, hizo crecer su cantidad de efectivos, mejoró algo sus remuneraciones, los derivó a tareas de seguridad interior. Presumía que estaban menos contaminados que la Federal, la Bonaerense u otras policías provinciales. Colocaba un parche para un problema sistémico. La solución, eficaz al principio, se enturbiaría con el paso del tiempo”. En Mario Wainfeld: Estallidos argentinos, Buenos Aires, Siglo XXI, 2019, p. 253. El periodista menciona que dialogó con la antropóloga y ministra de Seguridad Sabina Frederic, quien estudió el devenir de Gendarmería.

42 Myriam Bregman y Gloria Pagés: “La muerte de Santiago, un crimen de Estado”, Ideas de Izquierda, noviembre 2017.

43 Sergio pasó de “capitalista burgués”, como le decía su hermano Santiago, a militante por los derechos humanos. “Así como están los 30 000, en democracia pasa exactamente lo mismo, son personas de diferentes sectores, clases sociales y ocupaciones. Pero la metodología que aplican para desaparecer y después para hacerlo aparecer es la misma, en dictadura, en democracia, sea un caso de gatillo fácil, sea alguien comprometido con los derechos humanos, sea alguien que estaba colaborando con una causa como era Santiago, o Rafael Nahuel. También hay otras personas que corren la misma desgracia y no estaban haciendo absolutamente nada, como Luis Espinoza, que andaba por la vida pero fue víctima de abuso de la fuerza de seguridad. Hay que empezar a unificar un solo reclamo, es una misma lucha”, dice desde su casa en Bariloche, donde trata de continuar su negocio de fabricación de té artesanal. “Si no hubiera conocido a las Madres estaría con más bronca acumulada. Ellas tienen un único reclamo, pero cada una tiene su manera, tomo algo de cada una de ellas. Antes del 1° de agosto de 2017, me preguntabas qué era una desaparición forzada y no tenía ni idea, tuve que aprender y estudiar”, agrega.

44 Ludmila da Silva Catela: No habrá flores en la tumba del pasado, La Plata, Al Margen, 2001, p. 280.

45 Ib., p. 115.

46 Ib., p. 122.

Desaparecer en democracia

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