Читать книгу Conexiones - Adriana Patricia Fook - Страница 9
ОглавлениеTrabajo, esfuerzo y armonía
Con el tiempo, Juan Carlos se convirtió en un muchacho con grandes principios y valores, sus padres se sentían orgullosos de él. Antes de mitad de siglo xx y habiendo heredado de su padre el amor por el mar, ingresó en la Armada, en la Prefectura Naval Argentina.
Sam trabajaba como cocinero en el Jockey Club, un prestigioso club de la ciudad de Buenos Aires. Un día, el señor Greco, el acaudalado dueño de una importante fábrica de cigarrillos, lo contrató para que fuese su cocinero, en una quinta que tenía en la localidad de Merlo. El lugar era muy tranquilo y, como ya estaba junto a Enriqueta, no dudó en hacer un cambio y aceptó la propuesta. Además, la familia no tendría problemas en que, cuando Sam lo dispusiera, disfrutara de los días de campo en la casona con ellos, pues cocinaba muy rico y había gente interesada en contratarlo.
Juan Carlos, cuando conoció el lugar, quedó encantado, pues todo era campo, y era su oportunidad para poder adquirir un lote y construir su casa. Con esto en mente, solicitó un crédito hipotecario y lo obtuvo. Más tarde, cuando fueron los tres al lugar, sintieron una gran emoción. Allí había una gran carpa donde asignaban los lotes; cuando le tocó el turno a él, eligió un lugar a doscientos cincuenta metros de donde se encontraban. Con el tiempo, el lugar se llamó barrio La Carpa.
Todos los días, luego de prestar servicio, Juan Carlos iba con su madre, que le hacía compañía, y luego se unía Sam. Todo era entusiasmo, clima de risas, trabajo y armonía. Conversaban y se ayudaban con los pocos vecinos que había, pues todos eran emprendedores y trabajadores. Fueron años muy felices en los que los padres y el hijo se apoyaban. Pero esa unión solo duró unos cinco años, hasta que su madre falleció. Entonces, por un largo tiempo, Juan Carlos dejó de ir a su terreno. Sam no iba a trabajar todos los días como antes y, como Juan Carlos había heredado la casa de su madre, ambos se instalaron allí. Sam hablaba muy poco con su hijo, se dedicaba al jardín y a la huerta; mientras, Juan, cuando volvía de trabajar, arreglaba todo lo que le hacía falta a una casa vieja y en malas condiciones.
Sam permanecía en el ayer; sus días con Enriqueta parecían de fantasía, como ella, la única mujer que le había calado el alma con tanto afecto, la mujer que había sembrado los sentimientos más puros, aquellos que le brindaron plenitud y una felicidad que no se puede explicar.
Antes de conocerla, Sam vivía en un estado de soledad, un estado de vacuidad indescriptible por todo lo vivido. Muchas veces había estado cerca de la muerte, a pesar de que los navíos donde él se encontraba eran mercantes. Desde pequeño, en su vida todo había sido incierto, todo había sido búsqueda, siempre intentando estar en calma para no enloquecer. Hasta que llegó a su vida Enriqueta, y cambió la soledad por felicidad, y las noches oscuras se transformaron con la melodía y la luz de su mirada. Estaba obsesionado por visitar todos los días su tumba, donde le dejaba lágrimas y rimas de amor. La locura ya se acercaba a pasos agigantados, y él ni siguiera prestaba atención al duelo de su hijo.
Juan Carlos ya era un adulto y, a pesar de su vida, en la que, también por designios del destino, muchas veces no había tenido la contención de sus padres, siempre trató de buscar y valorar todo, hasta lo más pequeño. Eso le dio mucha fortaleza y, aunque las cosas no le salieran como él quería, se conformaba y soñaba que encontraría una pareja que nunca se iría de su lado. A pesar de que sus padres se habían amado con locura, él veía que, si no hubieran sido tan culposos y manipulables, sus vidas hubiesen transcurrido con mayor felicidad.
Una tarde de domingo, estaba tomando un té y, al ver a su padre con los ojos perdidos, comenzó a contarle una leyenda…
«Padre, siempre me has contado cuentos con moralejas, ahora quiero contarte una leyenda. Había una vez una aldea aislada, situada a la orilla de un bosque. Siguiendo una costumbre de muchos años, los adultos salían y atravesaban el bosque a hurtadillas, por una estrecha senda que llegaba a un arroyo plateado. Un tronco ya liso por el roce de tantos pies que habían caminado sobre él lo cruzaba. Tras mirar a su alrededor para asegurarse de que nadie lo observaba, cada miembro de la tribu caminaba por el tronco hasta el centro del arroyo. Allí dirigían la vista hacia la superficie del agua y veían reflejado en ella su propio rostro. Enseguida, con voz tranquila, comenzaban a contarle al arroyo aquello que guardaban en lo más profundo de su corazón, y esto los hacía sentirse bien. Luego de terminar, volvían a la aldea. Aunque todos los adultos hacían esto, jamás se lo contaron a nadie. No obstante, al parecer, todos estaban enterados de que los demás hacían lo mismo.
Cierto día, dos niños encontraron la senda que se adentraba en el bosque. Como sentían curiosidad, la siguieron, y pronto descubrieron el arroyo plateado. Cuando vieron el tronco, avanzaron por él y miraron hacia abajo. Así, en el agua, vieron el reflejo de sus rostros. Al poco tiempo, empezaron a hablarle al arroyo, le contaron lo que llevaban en lo más profundo del corazón, lo cual los hizo sentirse muy bien. Regresaron corriendo a la aldea y llamaron a los adultos; sin embargo, cuando les contaron lo que habían descubierto y lo que habían hecho, los adultos se sintieron ofendidos y amenazados, e hicieron huir a los niños de la aldea».
Juan Carlos le decía a Sam que todos tienen la necesidad de hablar, que esto no era símbolo de debilidad, como tampoco lo era apoyarse en Dios. A pesar de que no era fácil olvidarse de Enriqueta, al estar juntos se iban a sentir mejor, recordando los buenos tiempos que habían compartido.
Sam salió, como todas las tardes, a mirar su jardín, y dejó a su hijo desconcertado, pues no le había dicho nada luego de su relato. Este lo observó desde la ventana y vio que Sam miraba atentamente un colibrí que tomaba el néctar de una flor. Se dio cuenta de que el ave dependía de su fuerza interna para buscarse el sustento y sobrevivir, de que quedaba en suspensión y trataba de elevarse en el aire puro. Así pensó que Dios lo guiaba para enfrentar las incertidumbres del mundo y que su hijo, que tenía sus mismos ojos rasgados y la personalidad de ambos padres, a pesar de su destino, lo hacía sentir feliz.
Sin más, ingresó a su casa, abrazó a Juan Carlos y le aseguró que todo estaría bien.
Desde ese día, padre e hijo fueron más unidos. Sam veía que su hijo trabajaba mucho y rezaba pidiéndole al Supremo que encontrara una buena compañera que lo cuidase y acompañase, pues Juan Carlos trabajaba en la casona y, además, había retomado la construcción. Se lo veía muy cansado, pero no claudicaba: su meta era terminar de construir su casa.
***
Una tarde, como todos los días, Juan Carlos fue a saludar a su padre a la casona donde trabajaba. Ingresó por la cocina y, cerca de la casa, divisó a una persona. Primero pensó que era una niña, porque no tenía mucha altura y se la veía corriendo y disfrutando mientras juntaba las castañas diseminadas por el pasto, muy cerca de las vacas. Luego de la visita, al retirarse, encontró al ama de llaves, Pilar. Se saludaron y comenzaron a charlar. Inmediatamente, se acercó María del Carmen, y Pilar se la presentó a Juan Carlos. Él, en ese momento, se dio cuenta de que no era una niña. Luego, con cortesía, se despidió de ellas y se fue. Las dos mujeres quedaron conversando mientras observaban a Juan Carlos.
María del Carmen quedó deslumbrada al verlo tan alto y elegante, con su traje blanco impecable, y le pidió a la amiga que buscara la manera de volver a verlo. Era mucha la ansiedad que tenía, y Pilar le contó que él iba todos los días, antes de ir a la casa que estaba construyendo, no muy lejos de allí. A pesar de la lejanía del lugar donde vivía y del trabajo, la muchacha decidió buscar la manera de volver a verlo.
Pasó una semana. Cuando María del Carmen ingresó a la casona, Pilar le contó que Juan Carlos había ido más temprano y que ya se había marchado. Desilusionada, se despidió de ella, y Pilar, al verla tan triste, le dijo que intentaría preguntarle a su padre las indicaciones de cómo llegar a la casa que estaba haciendo su hijo. A Sam, a pesar de ser muy reservado, esto le dio mucha gracia, y le indicó a la amiga de Pilar cómo llegar.
Y María del Carmen se animó a ir; mientras caminaba, se cuestionaba qué iba a decirle a Juan Carlos cuando lo viera, pues, a pesar de que le gustaba, tenía un paisano que la galanteaba. Sumida en sus pensamientos, se sintió perdida, pues había muy pocas casas y el paisaje se repetía metro por metro. Sin embargo, cuando menos se lo imaginaba, lo vio trabajando. Lo saludó, y él no entendía nada, solo atinó a ver sus ojos verdes y sus facciones muy bonitas, a los que la semana anterior no había prestado atención. Se quedó sin habla. María del Carmen empezó a decirle que había ido a visitar a Pilar y que tenía ganas de caminar antes de irse a su casa. él le preguntó dónde vivía, y ella le dijo que en Capital, sobre la calle Lima, pues trabajaba cama adentro, cuidando niños, y que ese era su día de franco. Entonces, él le dijo que lo esperase, que se iba a cambiar, no podía dejar que se fuese sola.
En el tren, prácticamente habló solo ella. Le contó que había llegado en un barco inglés con solo veintidós años en 1948, con muchos sueños de radicarse en Sudamérica. Para ese entonces, las hermanas mayores ya estaban aquí, y le habían contado que pedían gente de Europa para trabajar. Así, no lo dudó. Después de que su madre había quedado viuda, cuando ella tenía seis años, apenas había ido al colegio, pues tenía que trabajar en el campo para ayudar a los suyos. A eso se le había sumado la desbastadora guerra civil española. Ella era de Galicia, y solo pensaba en tener una vida distinta, era su sueño de libertad. Le contó que no le había sido muy difícil conseguir el pasaje para el barco y que en este había cuatrocientas cincuenta personas de distintas nacionalidades, todos con sus sueños. Fueron veintiún días con muchas ansiedades. Cuando llegaron al puerto de Buenos Aires, ya la habían contratado en una fábrica de alpargatas. Trabajó mucho, pero era feliz. Había tenido mucha suerte, pues la señora Eva Duarte de Perón obsequiaba máquinas de coser a las personas de bajos recursos para dignificar y sustentar a las mujeres. Entonces, le contó la tristeza que había sentido cuando ella murió.
Solo quedaba el recuerdo de las penurias de una vida muy pobre; ahora podía ayudar a su madre y a sus hermanos, era dichosa y agradecida.
Juan Carlos quedo fascinado, pues veía a una persona que, a pesar de su vida de mucho esfuerzo y poca instrucción, se sentía feliz ayudando a su familia.
Él le contó que, en el año que ella había llegado, había podido comprar el terreno donde estaba construyendo la casa y que estaba apasionado con el emprendimiento; su trabajo y su casa le llevaban mucho tiempo. También, que su única familia era Sam y que su madre había fallecido dos años atrás.
Ambos se despidieron con la promesa de que él la invitaría a cenar.
Ella, al ingresar a la casa donde vivía, se apoyó en la puerta de su cuarto, extasiada de emoción. Veía en Juan Carlos a un hombre muy respetuoso de las personas, de las instituciones, un hombre de altos valores con quien, a pesar de su poca cultura, no se sintió discriminada, al contrario, él había sido paciente y calmo. No lo sintió inalcanzable.
Por el otro lado, Juan Carlos quedó fascinado con la personalidad avasallante de María del Carmen. Caminó sonriendo, pensando en su manera de ser tan auténtica. Quería conocer a esa chica…
Y así fue como comenzó a frecuentarla. Ambos se llevaban muy bien, a pesar de las diferentes personalidades. Había algo más que el amor que los enlazaban: tenían mucho sentido del humor y eran muy trabajadores.
Pero pasó algo inesperado: se produjo un bombardeo en Plaza de Mayo, habían querido matar al presidente, Juan D. Perón. María del Carmen se asustó; por suerte, con Sam se acompañaban para darse ánimo.
Juan Carlos estaba acuartelado. Tuvo mucho tiempo de pensar en su vida y en lo que deseaba. Estaba tan asustado como su padre lo había estado muchos años atrás. Se preguntaba si sus días iban a ser tan inciertos. Luego se contentó, pues pensaba que el dolor era una cara de la misma moneda y, cuando saliera de ese encierro, iba a ser feliz pues vería a su amada y a su padre, que le daría empuje para seguir con sus sueños. Había descubierto que la alegría y el dolor son inseparables.
Después de un par de meses, vio a su padre y a su novia, físicamente estaba desmejorado, pero no su valor y entereza.
Durante ese tiempo en soledad, pensó que quería formar una familia. Había encontrado a la mujer de su vida. Sin embargo, esperaron un par de años para establecerse juntos. Aunaron esfuerzos y se hicieron cargo, con unos socios, de un hotel en Constitución. Así, ella podría tener más tiempo de estar con su madre, que había llegado a Buenos Aires no hacía mucho. Pero lo tuvieron que dejar al poco tiempo, ya que todo el trabajo recaía sobre Juan Carlos y aún más sobre María del Carmen, era mucho esfuerzo, pero debían dividir las ganancias entre las dos parejas. Entonces, claudicaron y abandonaron el proyecto del hotel.
Pero ese tropiezo los hizo unirse aún más para proyectar una vida juntos. Sabían que saldrían adelante: se tenían a ellos, y su amor era indestructible.