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Lo fantástico en la literatura

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Diversos escritores de ficción también reflexionaron sobre el cine, como Jorge Luis Borges, cuya obra se apropió de una filmografía. Como afirma Cozarinsky: «En 1935, en el prólogo a la Historia universal de la infamia, Borges reconocía que sus primeros ejercicios de ficción derivaban del cine de Von Sternberg»18. Con ello, el investigador demostraba las incursiones laberínticas que el escritor argentino haría por las producciones fílmicas, que se dieron con énfasis en la revista Sur, entre 1931 y 1944. Borges reconocía, ya a finales de los años veinte, el poder comunicativo del cine para romper fronteras y enriquecer la vida humana. Por otra parte, desconfiaba de la novela, cuya «prolijidad» podría caber perfectamente en una breve exposición oral. Muchas veces asumía en sus textos un afán de organización y montaje cinematográficos —continuidad y discontinuidad— puesto que, para él, algunos procedimientos narrativos eran comunes al cine y a la literatura, mientras que esta última parecía valerse bien de la sintaxis discursiva menos verbal de las imágenes en movimiento. Tal fue el diálogo del escritor argentino con el cine que, en «El sur», considerado por él mismo como su mejor cuento, la trama —a pesar de la apariencia realista y de verosimilitud estética— se impregna de lo fantástico hasta desaguar en un desenlace abierto, en el que el escritor le presenta al lector una no-conclusión, que se traduce formalmente en una especie de congelamiento cinematográfico. Eso va acorde con las ideas de Stam, quien discurre ampliamente acerca de las interfaces entre literatura y cine y sobre la adaptación de géneros, como es el caso de lo fantástico: «tanto las novelas como las películas vienen canibalizado constantemente géneros y medios antecedentes»19. Y esa canibalización se ha trasladado al propio paroxismo del cine.

Para Borges, en su texto «La postulación de la realidad»20, la literatura siempre es visitada por la imprecisión, con independencia de si se busca o no el realismo por medio de ella. Él entendía lo impreciso como una propensión del hombre escritor, ya que todo relato comporta preferencias, por una parte, y omisiones, por otra. Y tomó como ejemplo tanto el movimiento del hombre romántico en busca de la expresión, como el del clásico, que pretendía describir y retratar la naturaleza. En ambos, Borges percibía el fracaso. El segundo, en su intento de registrar y representar, creía relatar la realidad cuando, en verdad, estaba sumergido únicamente en conceptos. La hipótesis del escritor argentino era la de que toda atención a algún objeto o tema implicaba una selección, una elección. «Vemos y oímos a través de recuerdos, de temores, de previsiones». Así pues, la literatura, para él, no podía huir de lo inverosímil. Recuerdo que, con su característica ironía, creó un título para el pequeño ensayo, buscando ya decir que la literatura produce una simulación de la realidad. Le correspondió a Borges proponer que todo realismo era, en efecto, irrealista. Eso deconstruía el supuesto glorioso pasado clásico, que insistía en la regla de la verosimilitud en la literatura, de forma específica, y en las artes, de manera general.

De ese modo, tomando el raciocinio de Borges, puedo entrever que las narrativas son irrealistas, desde siempre. Contra la insistencia y la ingenuidad clásicas, señalo las construcciones de lo fantástico como opositoras a la pretensión de verosimilitud y, en el caso específico de este trabajo, me remito a un mundo en el que renunció a cualquier intención de dominar la naturaleza.

En otro texto21, Borges, 18 años más tarde en relación con su «La postulación de la realidad», hace una bellísima y elegante defensa de la literatura fantástica en una conferencia en Montevideo, el 2 de septiembre de 1949, para los Amigos del Arte. Algunos de sus comentarios trataban sobre la literatura fantástica como una manifestación mucho más antigua que la llamada literatura realista, esta última tan joven, para él, como el propio siglo XIX. Las obras fundantes de la literatura occidental serían, para el autor, todas de fundamentación fantástica, habida cuenta de las tramas de La Ilíada y La Odisea, por poner solo dos grandes referencias como ejemplo —aunque sea muy difícil precisar la aparición de esa clase de relatos fantásticos—. Hay quienes consideren como uno de los hitos de sus remotos orígenes El asno de oro22 (siglo II) y, tradicionalmente, la crítica especializada asume que la literatura fantástica resurgió con todas sus fuerzas a finales del siglo XVIII, revestida de tramas góticas, expresando el sentimiento de ambivalencia y paranoia en relación con lo otro en famosas novelas cortas y cuentos que ponían en primer plano los conflictos entre el bien y el mal y entre lo carnal y lo espiritual, por ejemplo.

Borges deja que el lector perciba, en su texto, que la literatura fantástica no sería menos importante que la llamada realista —al contrario de lo que siempre quisieron buena parte de los críticos y el propio pensamiento popular—, menos aún deshumanizada, irresponsable, gratuita, escapista23. La literatura fantástica —él bien lo sabía— sería capaz de superar el mundo superficial y ofrecerle metáforas a la realidad, lo que solo se daría mediante el rigor y la lucidez. El horizonte en el que Borges veía esa literatura, que sobreviviría aún durante muchos siglos, era aquel que alcanzaba la dimensión de lo transcendente, mientras que la novísima literatura, la cual anhelaba coincidir con la llamada realidad, podría incluso llegar a desaparecer en algún momento.

Bastante preocupado en concederle un espacio de valorización a la literatura fantástica —en una época en la que la izquierda argentina dirigía su mirada hacia un endurecido realismo socialista o a la littérature engagée de los existencialistas franceses—, Borges llegó a analizar cuatro procedimientos de los textos fantásticos, los cuales fueron posteriormente ampliados por él: a) la obra dentro de la misma obra, como en el caso de Don Quijote y Hamlet; b) la introducción de mensajes del sueño para la modificación de la realidad, asunto presente en diversas culturas; c) el viaje a través del tiempo (por ejemplo, La máquina del tiempo, de H. G. Wells); y d) la presencia de dobles (como en el cuento «William Wilson», de Poe).

Traigo, además de la de Borges, un aporte que hace referencia al propio Machado de Assis, tan insistentemente clasificado por los estudiosos más conservadores como un escritor «realista». Es Pereira24 quien va a recordar que algunos críticos consideraron, atrevidamente, que el «brujo de Cosme Velho» era bastante próximo a la literatura fantástica al abordar la sociedad de su época y acabó siendo identificado más tarde con los autores latinoamericanos de los años sesenta vinculados al llamado «realismo mágico»25. Machado fue tan antirrealista en algunos momentos que llegó a criticar ásperamente a Eça de Queirós por su «realismo implacable»26, quien a menudo buscaba, mediante el exceso descriptivo, una supuesta representación extremadamente fiel de lo social27. El gran escritor brasileño también mencionó que el propio Émile Zola, líder de la escuela naturalista, apuntaba peligros en el realismo. A esa crítica sobre las tendencias realistas, añado las palabras de Fischer:

El gusto [brasileño] acentuado por la fotografía de lo real tal cual se presenta, una voluntad de contar la historia verdadera o, más aún, de revelar la verdad que está oculta en alguna parte. […] Vista bien desde arriba, desde una altura panorámica, la literatura brasileña se muestra, en efecto, como un conjunto de libros dominado por una voluntad de realidad, de una parte, y por el menosprecio, tal vez incluso por el rechazo, a relatos imaginativos, fantasiosos28.

A mi juicio, dicha afirmación se aplica no solo a la literatura brasileña, sino también a su cine y, en gran medida y de forma generalizada, esa constatación sirve para las expresiones artísticas de otros pueblos29.

Siguiendo la estela de un pensamiento más tradicional y «escapista» sobre lo fantástico, Penteado, en el prefacio de una antología de cuentos, recupera a Pierre Castex, que escribió sobre el cuento fantástico en Francia. Escribe Penteado:

Lo fantástico, en literatura, es la forma original que asume lo maravilloso, cuando la imaginación, en vez de transformar en mito un pensamiento lógico, evoca fantasmas encontrados en el transcurso de sus solitarias peregrinaciones. Es generado por el sueño, por la superstición, por el miedo, por el remordimiento, por la sobreexcitación nerviosa o mental, por el alcohol y por todos los estados mórbidos. Se nutre de ilusiones, de terrores, de delirios30.

Y, más adelante, al hilo de la proliferación de lo fantástico en su época, Penteado continúa:

El hombre moderno, quizá procurando encontrar una evasión espiritual para los problemas cotidianos e insolubles que lo torturan, harto ya de la lectura de los noticiarios comunes, en los que los seres humanos dan rienda suelta a su desmedida ambición y egoísmo [...], se vuelve [...] al clima de misterio, a lo irreal, a la fantasía, lo que explica el gran número de escritores y publicaciones de esa naturaleza surgidos últimamente.

En el siglo XIX florecieron los cuentos fantásticos por toda Francia y por Europa, en general. Charles Nodier, en 1830, escribía su manifiesto Du fantastique en littérature y también vino a explorar la figura del vampiro, la alucinación y la criatura sobrenatural en varios de sus textos. Tantos otros siguieron ese camino en las letras francesas, como Théophile Gautier, Honoré de Balzac, Louis Lambert, Prosper Mérimée y Guy de Maupassant.

La literatura fantástica, a pesar del hito establecido por El diablo enamorado, del dijonés Jacques Cazotte (1772) —libro muy importante que comentaré en el subcapítulo «La sombra del monstruo en las Luces europeas»—, tuvo a Alemania como su importante centro irradiador, que influyó en otras literaturas de los siglos XVIII y XIX. Sin embargo, durante un buen tiempo, el texto de Cazotte fue considerado como una obra original en el país de Molière, teniendo en cuenta que lo que allí se producía, hasta entonces, en términos de literatura, recurría o a una fantasmagoría irrisible, o a lo satírico cercano a lo alegórico. El escritor que, de hecho, se considera iniciador de la literatura fantástica moderna es el alemán E. T. A. Hoffmann y la aparición de la expresión «cuento fantástico» fue involuntaria: el primer traductor de este autor en Francia, Loève-Veimars, publicó diversos textos hoffmannienses en 1829 con el título Contes fantastiques. No obstante, el propio Hoffmann los había agrupado con el nombre de Fantasiestüche, «obras de la imaginación»; por homonimia, Fantasie se convirtió en fantastique.

Hoffmann presentó varios elementos temáticos que serían retrabajados en adelante en literatura fantástica: el doble, lo sobrenatural, el ser humano artificial, la magia y las experiencias paracientíficas tan de moda en la Europa de aquellos tiempos, como la magnetización y el mesmerismo, un derivado de ella. La cuestión del doble aparecería tanto en la vertiente del autómata impulsado por engranajes como en la de los espectros y de las sombras. Perder la propia sombra o ser perseguido por ella forma parte de diversos textos literarios de la época.

Con todo, en tierras francesas, Charles Baudelaire traduciría a un autor que empañó el éxito de Hoffmann, imponiendo una nueva ola narrativa con sus Historias extraordinarias y Nuevas historias extraordinarias: Edgar Allan Poe, cuyos textos llegaron al lector francés en 1856 y 1857, respectivamente. Sus instigadoras páginas carecían de las conocidas figuras del terreno sobrenatural más clásico —como las ondinas, los gnomos, las salamandras, las brujas y la propia magia—, puesto que su objetivo fue sumergirse más específicamente en los estados de conciencia, la angustia metafísica y la locura.

Si los estudios literarios apuntan a la localización del denominado fantástico literario moderno en las letras de Alemania (y, en segundo plano, de Inglaterra), hay quienes defienden a Francia, por su parte, como la gran surtidora de novelas de vampiros, lo que se comprueba por medio de diversos literatos, como el propio Baudelaire, además de Alejandro Dumas, Théophile Gautier, Guy de Maupassant, Prosper Mérimée, Charles Nodier y Aloysius Bertrand, por ejemplo31, a pesar de una cierta crítica literaria prejuiciosa, desde entonces, en torno a sus textos.

Como bien nos recuerda Motta (2007), en la obra Proust: a violência sutil do riso [Proust: la violencia sutil de la risa], aunque Freud haya ejemplificado su famoso concepto de Unheimliche, lo siniestro o lo «extraño familiar» en el cuento de Hoffmann32, bien podría haberlo hecho a partir de algún texto de la literatura inglesa del siglo XIX. Para la investigadora, Baudelaire supo repudiar bien el espíritu francés y reivindicar el exceso nórdico en su conocido De l’éssence du rire33, verdadera defensa de lo grotesco. El escritor maldito consideraba que la risa —expresión que tantas veces desencadena la locura— era diabólica, en contraposición a los comedimientos del buen cristiano; y lo cómico sería uno de los signos más claramente satánicos del hombre —fenómeno monstruoso que remitimos igualmente a la temática de la obra El nombre de la rosa, de Umberto Eco.

El autor de Las flores del mal menciona, en su breve ensayo, la extravagancia y las exageraciones de una subdivisión de la escuela romántica, la escuela satánica, para la cual la risa era la expresión de un sentimiento incierto, presente incluso en la convulsión. Él se deshace en elogios hacia los autores anglogermánicos y hacia Hoffmann, en particular, sin olvidarse de los dos doctos de lo grotesco y de lo cómico francés: François Rabelais y Molière. Su mirada, no obstante, se fija en las formas fuertes de la «enormidad británica, rebosante de sangre coagulada y sazonada con algunos goddam monstruosos»34. Su crítica a la poca apertura cultural de los franceses se manifestaba en el siguiente fragmento: «Al público francés no le gusta que se le descentre. No tiene el gusto muy cosmopolita y los desplazamientos de horizonte le enturbian la visión. […] Para encontrar lo cómico feroz y muy feroz, hay que pasar la Mancha y visitar los reinos brumosos del spleen»35.

Siguiendo en el contexto de esta discusión, conviene mencionar la opinión de la investigadora Célia Magalhães (2003), para quien lo fantástico es realmente un género que se propone investigar lo oculto para establecer una relación con la verdad y se presenta en manifestaciones diversas de la literatura —como el absurdo, el surrealismo y el realismo mágico—, que a la postre se convertiría, en la literatura hispánica, en heredero del surrealismo. Para la autora, lo fantástico va a abrazar la problematización de lo real mediante el enfrentamiento entre fuerzas antagónicas.

Queda evidente, por consiguiente, que el gran género fantástico, tal y como lo conocemos hoy, siempre se mostró un fuerte tributario de la literatura romántica europea de los siglos XVIII y XIX, mientras esta igualmente se inclinó ante él, de tal forma que puedo decir que hay mucho de fantástico en lo romántico y viceversa. Podría suponerse que el origen de ese género se había producido a partir del rechazo de la Ilustración para con el pensamiento teológico medieval y toda su metafísica. De esa forma, excluido el elemento religioso por acción del pensamiento de las Luces, lo fantástico había ejercido la función de fracturar un exceso de racionalidad en la cultura. Siebers, en el prefacio de su libro sobre lo fantástico, nos explica: «La literatura fantástica consagra las diferencias, poniendo de relieve aquellos aspectos de la experiencia que se aventuran más allá de lo estrictamente humano, hacia un ámbito sobrenatural»36. Para el autor, la literatura fantástica acercaría al hombre romántico aislado y a las supersticiones37 del hombre común. Y defiende que, paradójicamente, tanto la Ilustración como el propio Romanticismo asociaban las ideas románticas con lo sobrenatural y, por lo tanto, la ficción romántica se llenaba de horror y de seres fantásticos. Puede decirse, incluso, que el Romanticismo situó lo fantástico efectivamente en la categoría de género literario. Como ejemplo, tenemos su vertiente alemana, poseedora de una alucinante angustia existencial —perteneciente al nebuloso universo de lo Unheimlich, término discutido en el subcapítulo «Lo extraño familiar»—. Esa angustia migraría, más tarde, al plano corporal y la pérdida de identidad del cuerpo humano alcanzaría su auge en el arte —tal vez en el surrealismo—, con las repercusiones de los acéfalos descritos por Georges Bataille mediante el antropomorfismo dilacerado presente en el pensamiento de dicho investigador.

Asimismo, Siebers afirma que la literatura fantástica trata de literatura y superstición, pero igualmente de una conciencia de violencia social. Llega a criticar a Tzvetan Todorov38, autor clásico en torno a la problemática de lo fantástico, que no consideraba lo sobrenatural como un elemento pertinente a la literatura fantástica. Todorov, como es sabido, ni siquiera reflexionó acerca de las posibilidades sociopolíticas y psicoanalíticas de lo fantástico, conforme destacó Magalhães (2003). Esa misma estudiosa mencionará como «temas» de lo fantástico la invisibilidad, la transformación, el dualismo, el cuestionamiento de la posición bien frente al mal, los fantasmas, las sombras, los vampiros, los hombres lobo, los dobles, los monstruos y los caníbales, pero insisto en que todos estos, por sí solos, no expresan toda la pluralidad de significados que lo fantástico deja transbordar.

Cabe, aquí, presentar también algunas breves consideraciones acerca de las tentativas de dispersión de lo fantástico en las letras. En la tradición de los estudios literarios latinoamericanos, se hizo conocido un término bastante problemático a mi modo de ver —el «realismo mágico»—, empleado, de forma más generalizada, para referirse a aquellas obras en cuya trama un suceso o ser fantástico se hacía presente sin, no obstante, provocar el asombro y el desasosiego esperados en los personajes, por lo que pasaba a formar parte de los acontecimientos comunes del día a día. Voy a explicar brevemente lo innecesario que se convirtió, desde mi punto de vista, tal nomenclatura, la cual también intentó categorizar a un cierto «neofantástico».

Ya he expuesto que la literatura brasileña buscó, muchas veces, el prestigio de los textos realistas y naturalistas, desmereciendo a los autores que huían de los intentos de describir lo «real». Como recalcó Magalhães, la represión a la creación de monstruos literarios fue recurrente y, quizás, solo empezara a debilitarse en los años setenta y ochenta, cuando las temáticas del satanismo y de la sexualidad —todavía bajo influencia baudelairiana— ganaron terreno39. No obstante, desde unas décadas antes, el realismo mágico intentó, de algún modo, enmascarar un cierto aspecto de evasión que caracteriza a lo fantástico, buscando un recorte que lo encajase en un «real» permeado por el color local de las tierras y de las gentes americanas. En este esfuerzo, pese a ser valeroso y bienintencionado, se puede considerar que hubo un desvío con relación a las producciones de autores que podrían haber sido catalogados como escritores fantásticos —e, igualmente, un retraso en la concesión de un espacio adecuado para las producciones literarias de este cariz—. Se pasó a utilizar, igualmente, el término «maravilloso» para agrupar todos los elementos fantásticos introducidos en el mundo «real» retratado en los relatos. Hay, aquí, un esfuerzo paradójico: por un lado, se pretendía ahuyentar al realismo crudo y, por otro, romper con el racionalismo posIlustración. Uno de los primeros escritores brasileños que fue considerado por los estudiosos como perteneciente al realismo mágico fue Mário de Andrade, gracias a su obra Macunaíma (1928), a pesar de que el término recogía en especial las obras de los años cincuenta, en los que sobresalieron los libros de Jorge Amado y del colombiano Gabriel García Márquez. Con la fiebre de los superventas desde los años ochenta y, también, en parte debido a la denominada literatura infantojuvenil —que siempre ha aceptado mejor el género fantástico—, tal vez en el siglo XXI se esté viviendo el mayor esplendor del fantástico literario en Brasil (sin que ello, no obstante, indique necesariamente algún tipo de uniformidad cualitativa).

Como dejé claro en el texto inicial de este libro, los siglos XX y XXI señalan, en gran medida, la primacía de los medios audiovisuales que, sobre todo el cine, influyen en la literatura —y eso desde su aparición, a finales del siglo XIX, cuando pasa a ofrecerle a los escritores sugerencias estéticas, formales y temáticas—. Luego, no se puede, aun así, negar que la literatura fantástica universal haya tenido reflejos en el cine, que absorbió —y sigue haciéndolo— temáticas relevantes, muchas ellas de ambientación gótica, en sus recorridos por caminos expresivos. Si desde sus orígenes el cine ha abrazado lo fantástico —de forma casi vocacional—, este dejará huellas en la literatura, pero de ella igualmente recibirá aportes.

Todos los monstruos de la Tierra

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