Читать книгу Todos los monstruos de la Tierra - Adriano Messias - Страница 7
Prefacio
ОглавлениеEl mostrador de los miedos de la Tierra
En Halloween, típica festividad de los países nórdicos que el neocolonialismo globalizado implantó en el resto del mundo, muchas personas de las grandes ciudades, aprovechando la ocasión, salen a la calle a divertirse con disfraces de lo más variopinto. ¿Sería una orgía del mal —sin ángeles ni hadas, en versiones de la propia imaginación o del vestuario hollywoodiense de los famous monsters del cine— nuestro telón de fondo mental colectivizado? En cualquier caso, a los niños les encanta, en la domesticación de la angustia, percibir que nuestra especie es mortal, que moriremos natural o violentamente. Y, lo que es peor: también sus padres, tan poderosos como frágiles, podrían ser exterminados por… ¡un monstruo! En la actualidad, las sociedades de consumo y del espectáculo han cambiado completamente la significación de un término que antes solía denominar a algo horrible, pero que hoy se presenta de formas bastante diferentes a las anteriores: lo que era terrible se ha convertido en algo conocido, familiar, íntimo y éxtimo1 al unísono; así que, dialécticamente, hasta nuestra propia prole podría ser siniestra (¡todavía más si su apellido es Addams o Munster!). Freud ya había hablado de ello —mucho antes que la industria cultural—, destacando el hecho de que las palabras pueden tener dobles sentidos e, incluso, sentidos opuestos2.
«Mostrar» quiere decir «dar a ver», pero no todo debería ser visto: el límite es lo «obsceno», lo que nunca debería ser puesto en escena, ya sea por motivos morales, estéticos o ideológicos. Con todo, y desde tiempos inmemoriales, primero en la transmisión oral de historias y leyendas y, luego, potenciado hasta el infinito gracias a las mañas de las artes visuales y de los efectos especiales, los exotismos se apoderaron del escenario, de la programación y de la imaginación. En otras palabras e imágenes: a Michael Jackson no le hizo falta morir para ser un walking dead; junto con su música y estilo únicos, merecedores de aplausos póstumos, el secreto de su éxito fue «parecer un zombi». De poco sirvió, más tarde, lavar su imagen, intentar ser padre y blanquearse el semblante: ¡quien quiere ser visto como un monstruo, sin duda, lo consigue!
Lo que era para asustar y desagradar, ahora es campeón de audiencia y modelo de identificación: Frankenstein, el proletario mecánico; Drácula, el paradigma del elitismo y del parasitismo social; la Momia, la realización de deseos pendientes a lo largo de milenios; el Hombre Lobo, un ciudadano animal y pulsional, contrario a la civilización en las lunas llenas. Todos ellos son marginales y nocivos; fascinantes y, sin embargo, peligrosos y, nítida y especialmente, antisociales. Entretanto, todos estos, emblemáticos, aliados a una legión de réplicas y versiones, son cosas de un pasado remotamente reciente, porque ya estamos en el mañana; como decía Manoel de Barros, «Antes era peor; después, fue empeorando».
Hasta hace poco tiempo, había una carta de monstruos a disposición del cliente en los videoclubs (que ya no existen). En adelante, cualquiera puede ser uno, ya que los tópicos, arquetipos y mascaradas están harto disponibles para el parque humano. ¿Cómo saber todo lo que hay por ahí, sea en las tinieblas o a la venta como disfraces inofensivos? Aquí empiezan los méritos del trabajo de Adriano Messias de Oliveira. En estos «tiempos interesantes», hay tantos espantos nuevos que, en primer lugar, han de ser descritos, analizados y recensados como frutos recientes de la producción masiva: feos, sucios y malvados ahora pueblan nuestros sueños y realidades urbanas, proporcionado algunos deleites paradójicos, más allá del (políticamente correcto) principio del placer. He ahí la cuestión: ¿de qué forma los monstruos forman parte de nuestra economía libidinal, gustándonos o no?
Escribiendo este texto, escucho a los Ramones cantando «Cretin Hop», una oda a los descerebrados. Ellos mismos, y sus fans, fueron cariñosamente apodados pinheads. ¿De dónde vino eso? De una película clásica de... monstruos de verdad: La parada de los monstruos (1932). En efecto, su director, Tod Browning, también el del primer Drácula (1931), adaptó una historia ficcional, usando actores no profesionales —mejor dicho, atracciones circenses—. Junto a los personajes típicos —la mujer barbuda, el hombre sin huesos, los varios tipos de enanos de todos los sexos y demás troupe—, estaban también los oligofrénicos microcéfalos, «cabezas de alfiler». No obstante, tanto el film como aquel tipo de rocanrol son cosas antiguas; del siglo anterior, para ser más exactos: nuestra «antigüedad clásica». En el actual, más allá de la imaginación convencional, hay fruiciones desconocidas hacia eternos miedos, como el extraño placer de conocer, y vale la pena analizarlos como verdaderos indicadores de la cultura.
El exhaustivo estudio que tienes entre tus manos recopila la prolífica y fantástica fauna que habita en el «imaginario colectivo», alias público; es decir, todos los espectadores, empezando por los más pequeños y siguiendo por los adultos a los que, sin miedo, todavía les gusta llevarse sustos pasterizados. Y los hay para todas las edades, para todas las preferencias: en las fábricas de sueños, la manufactura en serie del cine no para nunca, con novedades y reciclajes de criaturas consagradas. ¿Cómo orientarse, para elegir o huir, en medio a tanta oferta y variedad? Pues de la manera tradicional: con los «bestiarios», es decir, los catálogos de monstruosidades, un género literario-clasificatorio que existe desde hace muchos siglos, con lo más destacado de cada época histórica y sociedad. Así pues, se puede decir que Adriano realizó, con mucho tino, dos tareas simultáneas: en los términos del discurso universitario, su tesis organizó semióticamente el universo de estos entes fabulosos que requieren estudio. Y, al hacerlo, se forjó un nuevo e inédito bestiario; necesario, porque, en el siglo XXI, de facto, los horrores pueden ser muy reales, nunca antes vistos. El hito traumático del 11 de septiembre inauguró la centuria con la violencia, partera de la historia, dando a luz insólitos terrorismos. A partir de entonces, los pavores nocturnos nunca más serían los mismos…
Como retorno de lo reprimido, muchos miedos vienen del pasado. El futuro, no obstante, también puede asustar, cuando las utopías insatisfactorias dan lugar a distopías aún «más peores», como diría Manoel de Barros. Es el caso paradigmático del zombi en la posmodernidad. Antes de él, la criatura del barón Víctor Frankenstein —bautizada metonímicamente como «el moderno Prometeo»— era considerada el único mito original producido en la modernidad. Pero él era un ser solitario y melancólico, preocupado en encontrar a otra con la que tener una relación; frustrado, buscaba vengarse del creador de su soledad. No se podía imaginar que, en el futuro, se le consideraría el precursor de la condición poshumana… Los zombis, al contrario, datan desde siempre —al menos antropológicamente— en Haití. Como en Haití podría ser por aquí, en cualquier territorio del capitalismo, los consumidores serán los candidatos apropiados para portarse como muertos vivientes, asolando y destruyendo centros comerciales y conjuntos residenciales, muertos vivientes con tarjetas de créditos. George Romero, el padre de todos, fue preguntado, alguna vez, en un making-of: «¿quién representaría, en los días de hoy, el papel del zombi, como alteridad absoluta?». El director, también ideólogo subversivo, contestó que podrían ser, por ejemplo, los palestinos, los refugiados, los migrantes, tomados como epígonos de lo que no puede ser asimilado: humanos, demasiado humanos; monstruosos, porque son diferentes.
Moraleja de la historia, de todas las historias: los monstruos son los otros, al ser, más que semejantes, diferentes. Por no ser iguales, serían peligrosos, portadores de una voracidad radical que destruiría nuestro narcisismo, ego y cuerpo, según sus voluntades avasalladoras. En definitiva, los semblantes del otro, capacitados para satisfacerse tanáticamente con nosotros, también pueden fascinarnos, en el masoquismo gozoso de las pantallas y de los disimulos, en el delivery de las intensidades, en las pesadillas prêt-à-porter.
OSCAR CESAROTTO
Psicoanalista y profesor de Comunicación y Semiótica (PUC-SP)