Читать книгу Huellas de lo insondable - Adrián David Tinti - Страница 8
Capítulo II
ОглавлениеUn aire intenso, puro—extraño— lo mantenía tendido sobre un lecho imaginario.
Poco a poco, el tranquilo compás de su honda respiración comenzó a alumbrarlo. Sus ojos, prefiriendo aun el amparo de esa apacible oscuridad, solo parpadearon pesadamente.
No obstante, aquella bella melodía fue perdiendo su primigenia gracia hasta volverse un ronco y monótono ruido. Un estrepito que raspó, sin piedad, sus tímpanos dormidos. Entonces, al sentir que, muy cerca, unas pequeñas lascas golpearon el suelo con el inconfundible rumor de la destrucción, el creciente asalto de la duda bajo el sórdido impacto de un tremendo pavor, hizo que Alejandro, finalmente, abriera sus ojos.
Cual reflejo simultáneo de incontables espejos quebrados que hacía brillar la distorsión entre fugaces e indeterminadas imágenes, así de densa e indómita era la atmosfera que colmó su visión. Y a pesar de que la caricia de hierro del Buran haría estremecer hasta el alma, él estaba tan perplejo por lo que veía que ni siquiera parpadeó.
Solo yacía sin comprender nada, con su torso postrado sobre una amplia roca.
Pero tras amainar el terrible torbellino, las oscuras pupilas del joven se esclarecieron. Después de mucho mirar sin ver nada, logró distinguir el sol en lo más alto de un cielo celeste profundo. Y en tan sospechosa normalidad, su mirada perdida halló un refugio: el único bastón que pudo sostener su trastabillante cordura.
Aquel intenso calor, que lo había obcecado, grabó la esfera solar en sus pupilas, al punto de no poder dejar de verla ni aun en el vacío de su interior. Así alimentadas por tal ardor, que traía consigo un sufrimiento que no cabe en ninguna herida, se deslizaron sobre sus frías mejillas, unas lágrimas tímidas. Primicia cierta de una angustia que su garganta convirtió pronto en un violento alarido, en la ira de una filosa espada que atravesó la monotonía allí reinante, como si quisiera acabar con todo imitando al viento fulminante.
Pero, pese a su potencia, era un mensaje hueco, uno que no decía nada. Por eso, tal vez, nunca llegó una respuesta. Solo el resonar de su eco que, tras silenciar hasta la última de sus huellas, dejó nuevamente aquel incognito paraje a la deriva del impredecible viento.
Por eso, a medida que aquellas pocas lágrimas rompían su cristal para confundirse en un llanto copioso, él se empequeñecía cada vez más.
Claramente no se trataba de un sueño penoso, ni tampoco de una horrible pesadilla, sino que era algo aún peor: estaba atrapado en una realidad en la que nada tenía sentido, donde no podía hallar ni un principio ni un fin, y mucho menos, un camino.
Despierto pero huérfano de toda coherencia, la herida que lo corroía crecía sin cesar, pues… ¿cómo podría ser Siddhartha, si ni siquiera era un joven sramana?