Читать книгу Huellas de lo insondable - Adrián David Tinti - Страница 9

Capítulo III

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Una dicha inmensa habría experimentado otrora Alejandro si, en un tris, hubiera podido lograr semejante paz llevado únicamente por la ilusión de estar totalmente solo en contacto con la naturaleza. ¡Cuán mágica es la imaginación, que vuelve de golpe, posible a un ideal, con solo sopesar en ella los intereses que nos movilizan, sin tener que tratar con la realidad!

¡Cuántas veces nos representamos esto con el afán de aislarnos de nuestro entorno! ¡Con cuánta facilidad y rapidez quisiéramos huir de los problemas y las obligaciones cotidianas hacia una absoluta libertad!

Más… ¿estaríamos dispuestos a pagar un precio tan alto para lograrlo?

Alejandro ahora estaba inmerso en lo que una vez fue, al parecer, un imponente mar de indomables aguas, que terminó siendo inmortalizado en piedra. La erosión, con su ilimitada paciencia, a través de las eras y milenios, se encargó de convertirlo en su inhóspito teatro, modelando aquellas saladas olas de roca hasta transformarlas en estribaciones, promontorios y cimas. Todas diversas formas que, sin embargo, jamás se resignaron a convertirse en planicie.

Finalmente, tras mucho estar inerte, el joven con un gran esfuerzo, logró levantarse. Y una vez que afirmó bien sus acalambradas piernas, dio sus primeros pasos por aquel inhóspito paisaje.

Comenzó a caminar sin la más mínima idea de hacia dónde iba, advirtiendo luego en aquel valle múltiples desniveles que mostraban, al ser ganada su altura, otros más distantes. Y tras mucho observar a la distancia; a sus pies, halló algo que lo llenó de mucha mayor satisfacción: erguido frente al sol, pudo apreciar cómo a cada paso que daba, deformada, aunque inseparable, lo acompañaba una silueta oscura. Una representación que vino, desde algún lugar, a consolar pálidamente su solitario ánimo: su sombra.

Con el cuerpo, ella forma un curioso y original binomio capaz de cuestionar nuestra compleja noción de soledad. De acuerdo a cómo la luz enfoque al cuerpo, la sombra se descubre grande o pequeña; amplia o finísima; amenazante o graciosa; parodiando a la existencia misma. En cambio, el alma sin importar cuánto cambie su forma la materia que la encierra, siempre permanece fiel a su propia inmanencia.

Por lo tanto, si del cuerpo podemos conocer el aspecto y también su sombra. ¿Cuál será la auténtica apariencia del espíritu?... ¿Tendrá esta también un fiel seguidor que cada tanto, a sus espaldas, le juegue alguna broma? Y de ser así… ¿Dónde estará?

De pronto, un tono disonante, rápido, cual, si fuera el silbido de una flecha, llegó a sus oídos. Entonces, respiró la fresca bocanada de un ancestro incierto; un elixir de tierra y sedimento.

Se dirigió hacia el lugar desde donde parecía aquel venir y quedó atónito: en medio de la nada divisó unas llamativas estructuras que yacían erguidas, como si fueran túmulos o estelas ceremoniales. En su seno se aprecian imágenes inconfundibles, talladas con dedicado empeño: un hombre y su ofrenda, otro hombre y su copa, entre muchas más. Múltiples son las interpretaciones que dispara la ignorancia. Posiblemente, para esos primitivos habitantes fue el modo más sencillo que hallaron para intentar vencer a la muerte.

¿Acaso podría recibir de la filosa voz de aquellos inmóviles arqueros del viento todas las respuestas que necesitaba? O al menos, le serviría para conocer: ¿cuáles eran los orígenes de tales representaciones?, o mejor aún: ¿qué significan?...

¿Podría el pétreo cáliz en manos de ese anónimo yacente, a tanta distancia de la cruz, arrojar una minúscula pista sobre el itinerario de la sagrada copa y su arcano destino?

Aparentemente, todas las brasas que un día fueron fastuosa fogata ya están convertidas en cenizas. Sin embargo, quién sabe si, bajo las rocas que enmarcan esos sepulcros, entre los cuerpos hoy convertidos en polvo por el perpetuo abrazo de la naturaleza, se esconda alguna que otra rebelde chispa aun encendida.

Atrapado por el misterio, siguió esa avenida de singulares sepulcros hasta su término y se topó con unos colosales granitos, que ocultaron el sol, pero no sus rayos. Al mirar uno de ellos vio que estaban rasgados con enigmáticos signos, y también que bosquejaban claramente las movedizas siluetas de toda clase de seres.

Al observar con atención una de estas paredes, empezó a notar múltiples inscripciones que esbozan figuras de aspecto humano y de animales diversos. Unas más sofisticadas, otras más torpes; si bien todas muy extrañas. Algunos humanoides burdamente representados, con grandes manos, cortos miembros superiores e inferiores y, en comparación, pequeñas cabezas; otras, en cambio, con notables cráneos y reducidas dimensiones del resto del cuerpo.

Al delinear con sus dedos uno de estos relieves tallados en la roca, tuvo la sensación de comunicarse inmediatamente con tan remota antigüedad, sin notar, de semejante viaje, la más mínima señal. Tal fue el impacto de ese fenómeno que, sorpresivamente, su conciencia cayó en un extraño trance.

Aquel caluroso verano boreal, restó, en un tris, convertido en omnímodas tinieblas. Se abrieron las puertas de su propio yo, sintiéndose instantáneamente, entre esos bosquejos esculpido.

Otra vez estaba en su terraza, mirando el cielo.

Muy lentamente comenzaron a dibujarse sobre su cabeza, las numerosas constelaciones, blasonando de su invaluable gala. Muchas conocidas figuras allí identificó; sin embargo, algo le llamó particularmente la atención: el salvador carnero, sacrificado al cielo por los agradecidos argonautas que hoy siguen a Canopus, y que luego fue perpetuado en Aries, halla a su lado, a la infalible balanza. Sorprendente alineación de dos signos que, si bien están ligados por la trayectoria zodiacal, nunca se podrían encontrar a la par en la senda de la eclíptica ancestral. Tal circunstancia, no concordaba en nada con lo que él tenía por experiencia. Por eso, allí su mirada permaneció fija.

De repente, un puntual resplandor, comenzó a describir llamativas trayectorias, entre esas dormidas estrellas. Merodeando por el interminable manto, se fue aproximando. Alejandro, incrédulo, siguió atento el fabuloso evento. No sintió miedo. En cambio, sí sintió inflamarse la adrenalina en su cuerpo, como el combustible en un motor, disparándose en su interior, una indescriptible emoción. Un éxtasis insuperable. Una alegría inexplicable que procede de creer hallada la tan evasiva certeza, la prueba por tanto tiempo buscada.

Y tras tres fantásticas oscilaciones, una espeluznante aceleración, en una fracción de segundo, convirtió lo que era una distante y pequeña luz en una grandiosa nave. Alucinante portento que doblegó el panorama con tal distorsión que, súbitamente, transformó toda posible sucesión de imágenes en un ya concluido aterrizaje. Como si tal maravilla, cual rayo en medio de una tormenta, se hubiera prolongado hasta confundirse con la tierra.

Semejante ráfaga lo redujo a una parálisis total, arrojándolo al suelo.

A su alrededor, vagaban furiosas las enceguecedoras ondas desatadas por esa tempestiva irrupción, esparciendo por doquier los restos de una realidad que ya no existía. Dentro de tal resplandor que envolvía aquel vehículo, surgieron unas siluetas amorfas, incomprensibles. Animadas fluorescencias que, sin echar de menos la estela celeste de su ignota y remota travesía, ocuparon el vacío de la eterna bóveda, para permanecer y descubrirse ante él. Sin darse cuenta, Alejandro fue rodeado por aquellos prodigios. Diversas en altura y proporciones, pese a su proximidad, las facciones de esos seres se mantuvieron en las sombras por el intenso impacto de la luz que venía del fondo. Sin embargo, un viraje repentino reveló entre tanta bruma, algún que otro perfil y, con ello, sus afilados contornos. Fugaces impresiones, insólitos gestos. La alborada de una impensada comunicación.

Fue un fugaz intervalo de lucidez, como un agujero en el tiempo vulgar, que pronto se extravió en el misterio, así, como una porción de nosotros desaparece en el abismo que deja atrás cada instante al transcurrir.

Aunque en este caso, Alejandro cayó entero en ese foso incierto, tras ser casi asfixiado por una desconocida fuerza que, luego, como si él no pesara nada, lo levantó por los aires.

Entonces, quedó a merced de vaya a saber que voluntad, dentro de un cónico y frio túnel que no cesaba de girar, pendiendo entre dos o más realidades, aunque sin pertenecer a ninguna.

Huellas de lo insondable

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