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CAPITULO XIV

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Índice

1. ¿Por qué pues aborrecía yo la literatura griega que tan bellas cosas cantaba? Porque homero, tan perito en urdir preciosas fábulas, es dulce, pero vano; y esta vana dulzura era amrga para mí cuando era yo niño; de seguro también lo es Virgilio para los niños griegos si los obligan al estudio como a mí me obligaban: es muy duro estudiar obligados. Y así, la dificultad de batallar con una lengua extraña amargaba como hiel la suavidad de aquellas fabulosas narraciones griegas. La lengua yo no la conocía, y sin embargo se me amenazaba con penas y rigores como si bien la conociera. Tampoco conocía yo en mi infancia la lengua latina; pero con la sola atención la fui conociendo, sin miedo ni fatiga, y hasta con halagos de parte de mis nodrizas, y con afectuosas burlas y juegos alegres que inspiraban mi ignorancia.

2. La aprendí pues sin presiones, movido solamente por la urgencia que yo mismo sentía de hacerme comprender. Iba poco a poco aprendiendo las palabras, no de quien me las enseñara, sino de quienes hablaban delante de mí; y yo por mi parte ardía por hacerles conocer mis pensamientos. Por donde se ve que para aprender mayor eficacia tiene la natural curiosidad que no una temerosa coacción. Pero tú, Señor, tienes establecida una ley: la de que semejantes coacciones pongan un freno benficioso al libre flujo de la espontaneidad. Desde la férula de los maestros hasta las pruebas terribles del martirio, es tu ley que todo se vea mezclado de saludables amarguras, con las que nos llamas hacia ti en expiación de las pestilentes alegrías que de ti nos alejan.

Las Confesiones de San Agustín

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