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Tengo la impresión de que te escribo más por satisfacerme a mí que por darte explicaciones a vos.

Hoy fue un día como todos. Me levanté a las siete. Desperté a las nenas. Las vestí. Les di el desayuno. Les preparé el pack lunch. Las besé. Esperé que llegara la camioneta y me despedí de ellas a través de la melancolía de la lluvia que caía pareja como si fuera eterna.

La luna de setiembre se hizo con agua: Nos espera un verano lluvioso.

Me vestí, peiné y maquillé. Agarré la gabardina del perchero y anduve buscando el paraguas que encontré al salir de la casa.

Olvidaste entrarlo anoche, cuando llegaste del estadio.

En el colegio solo quedamos los funcionarios y algún que otro alumno que va a averiguar promedios o a coordinar horas de tutoría para el examen. Yo aprovecho para corregir los escritos de emergencia de los rezagados, oportunidades dadas más por lástima que por espíritu académico. Hoy terminé las últimas dos libretas que me quedaban del liceo público. Es de no acabar.

Hace años llegué a la conclusión de que el mejor negocio tanto para el Estado como para los padres es que nadie se vaya a examen o repita el curso, pero como decía Ofelia Miranda, mi profesora de Didáctica III, si no evaluamos como corresponde mañana los que sean cirujanos nos van a operar con cuchillo y tenedor. Así que aquí estoy, sin alumnos y más cansada que nunca.

Cuando llegué a casa estabas en el estudio, como ahora mientras tecleo en Word un correo que no sé si te enviaré o si terminaré de escribir, tal vez más por pudor que por renuncia, más por piedad que por convencimiento.

¿Cuánto gastaste en insonorizar la oficina? Te recuerdo que estamos en diciembre y que los próximos tres meses vas a convivir con tu esposa y tus hijas. Sería deseable que te esforzaras por cambiar los horarios de sueño.

Querido, alguna vez en tu vida vas a tener que vivir al derecho.

Hoy, cuando me desperté, hacía media hora que te habías acostado. A veces pienso que lo hacés a propósito. Sos como el mecanismo de un reloj. Cuando yo llego a la cama vos te vas y viceversa. Leopoldo el relojero.

Debo suponer que tu apatía por la vida en familia depende de tu berrinche sobre la libertad, subterfugio que te permite desentenderte del mundo y establecer un horario de vampiro dedicado a redactar artículos, reparar otros, componer poemas y enviar tus ejercicios literarios a diarios y revistas.

El rédito (lo que menos me importa), más galones que cobres, no vale la rabia e impotencia que me da verte dormir hasta la dos de la tarde, perdiéndote de tus hijas, encerrándote.

¿Cuánto hace que no las ves? Martina le costó aprender a escribir, pero ahora lo hace bien. Hace unos meses la maestra me llamó porque no había manera… Parece mentira, yo profesora de literatura y vos escritor. ¿Rebeldía o daño? La ayudé a estudiar para las pruebas. Hicimos ejercicios en cuadernos de doble raya. El problema era la caligrafía. ¡Mirá que son pelotudas estas maestras!

¿Sabés que tu hija pasó raspando a segundo?

Entiendo, se trata del privilegio de los amos. Deberías explicarme mejor esa cuestión de la independencia. ¿Tiene que ver con las rentas de la casa de tu madre en la Costa de Oro y la del apartamento del Centro?

“El trabajo asalariado es muerte”, te escuché decir. Nunca nos vamos a poner de acuerdo porque estás en desacuerdo con vos mismo. Trabajar no es solo el depósito mensual en tu cuenta, sino ir al encuentro del prójimo, servir, dar, ensuciarte, extenuarte, morirte.

Vos no trabajás. Vos jugás. Y los adultos no juegan. Trabajan. Juego y familia no riman, poeta, pero familia y trabajo sí. Altruismo, amor y sacrificio también ¿Qué te voy a decir yo a vos que soy una filistea, a vos, galardonado al pedo por tu basura lírica?

A pesar de tu profesionalismo literario, digo sin rodeos que sos un vago, un egoísta, un mal compañero, un déspota. Porque es ser déspota salir de un encierro de seis o siete horas, cubierto por un mugroso salto de cama y gritar a las niñas por cualquier bobada, que si tira la leche, que si se levanta de la mesa, que si está contenta y se ríe.

La falla está en vos, no en mí (y mucho menos en las niñas). Todo lo que no tenga que ver con tu breve órbita de escritor te irrita. Estoy harta de tu vejez. Los veinte años que me llevás se están notando. La diferencia no está en el cuerpo. Sos viejo porque vivís como viejo. Se te nota en la obsesión de los hábitos, en la ceguera del corazón, en los bajones cuando te das cuenta que las colaboraciones disminuyen y que aparecen nuevos nombres que hacen que el tuyo se vaya olvidando. ¿Es el olvido una consecuencia de la libertad? Antes me seducían palabras como literatura, independencia, oficio, pero hoy, por tu causa, me repugnan.

Hace algunas noches después de hacer el amor hablamos sobre la anagnórisis. Me dijiste que a pesar de que eras lector de los trágicos griegos, la anagnórisis, en lo personal, te resultaba ajena. Yo te miré como si fueras un extraterrestre. Me hiciste dudar sobre si estabas haciendo un chiste, pero después pensé que eras poeta y que los poetas no se dan cuenta de nada porque su condición narcisista se lo impide. Te dije que la anagnórisis era ver las cosas y la gente con ojos nuevos, sin el despilfarro de la ilusión, sin lo que uno se inventa de sí mismo y lo que el otro interpreta. En la anagnórisis la verdad recorta el contorno concreto de quien somos. No hay tutía. Recuerdo que vos me dijiste que te daba pánico que alguna vez me dejaras de importar. Querido, sucede que en la vida todo deja de importar.

Hoy fue un día normal, a no ser por la ansiedad que empezó a eso de las dos de la tarde, cuando ya había ordenado un poco la casa, antes de irme al liceo. No le di mayor importancia y me recosté en el sofá del living para terminar de leer los últimos poemas de los Cuadros Parisinos. Hacía años que enseñaba “Al lector” o “Correspondencias”. Estaba aburrida. Tenía ganas de releer Las Flores del Mal y seleccionar otros textos para enseñar.

La lectura, por motivos psicológicos que se me escapan, lejos de disolver la ansiedad fue atribuyéndole un contorno, una identidad. Necesitaba desentrañar un sentido que me hablara de mí misma. No me estaba sintiendo bien.

O fins d’automme, hivers, printemps trempés de boue”, leí en la edición bilingüe de las Flores del Mal de Cátedra. No se trataba de una primavera canjeable por el renacer o el amor, sino por la muerte. Una primavera de belleza carcomida, miserable, embarrada.

“D’endormir le douleur sur un lit hasardeaux.” Las imágenes penetraban en mi cerebro como láminas de vidrio, invirtiendo su signo, habilitando un híbrido impregnado de experiencia y estado de ánimo.

La confusión me permitía el acceso a una verdad que era necesario objetivar, una verdad que me estaba dañando en la sangre y los humores, en el estómago y el alma. Entonces llegó la anagnórisis.

Necesitaba escribir. Volver a la pluma después de tantos años. La última vez que lo había hecho tenía veintidós. Nunca te había contado sobre esto. Me daba vergüenza. Eras una figura literaria de peso y negación.

La condición era escribir de noche. Solía imaginar conversaciones con mi madre, mis hermanos, con vos que solo existías como un arquetipo, con mi novio quien a las claras sabía yo que no sería mi marido. También me entretenía escribiendo relatos traviesos, ya sabés, esos que después de purificados por el fuego permanecieron en mi memoria para contártelos, diez, quince años después, durante largas madrugadas de invierno, evocando deliberadamente y con mutua complicidad los recursos de una Sherezade fuera de tiempo, que iba de la cruel Matahari a una Blanca Nieves rodeada de fálicos enanos.

Eros y Tanatos peleaban. Había el mortuorio y pluvioso deseo de trascendencia baudelaireano y había un llamado lascivo que solo podía explorar a través de la escritura. De pronto me di cuenta que lo prohibido estaba exigiendo una justificación, por eso, querido, aquí estoy para mostrarte la verdad, tu verdad, nuestra verdad.

La improbable fuga de la señora Paraíso

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