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II

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Me descuidaste, me tiraste a las fieras y te sentaste en la butaca a ver el espectáculo ¿Te acordás? ¡Cuánto barrimos desde esa época! ¡Con qué disimulo! Recién empezábamos. Sacrificio, impulso fáunico, ascenso. Recuerdo ciertos detalles y me siento confiada en el canal de exploración que encontré en las palabras. Me calma y me objetiva.

¿Libertad sexual? Ay Leopoldo, tus métodos, siempre tus métodos. Pensabas en vos y en que mi ficción surgía, sacrificando mi pudor, del gusto por satisfacerte. Te mentiste. No eras (nunca lo fuiste) el maestro del desprendimiento.

La cita estaba acordada desde el día anterior. El cónsul llegó a las 23. Se llamaba Rafael. Te interesaba el cargo de agregado cultural en la embajada uruguaya de España y él te podía contactar con el ministro, no sin antes referirle tu prominente labor literaria. Conocías a Rafael del colegio, antes de que se fuera definitivamente a España, donde estudió y se recibió de licenciado en Ciencias Políticas.

Era cuatro años más joven que vos. A decir verdad, querido, debo reconocer que estaba que se partía. Tenía ese sentido del humor típicamente español de las novelas picarescas y de las películas de Santiago Segura. No tuviste mejor idea que jugar al curioso impertinente…

Empezaste a tomar champagne antes de que llegara Rafael. Cuando sonó el timbre ya habías bebido una botella entera. Estabas eufórico. Te quedaba mal el histrionismo. Se te notaba la orfandad, esa herencia de la juventud. Debiste ser más sincero con vos, pero tenías una urgencia atronadora, resentida, por dejar de ser cronopio. Triste, no debiste dejar de serlo. Era lo que te daba belleza. La corona del perdedor, del incomprendido. Hacías un sacerdocio de tu patetismo.

Hoy, al igual que aquella noche, vuelve a notarse la impostura. La incomprensión, el martirio, la soledad y la lucha con la palabra tienen otro signo. Estás bautizado. Pero el cronopio se fue. Lo exiliaste. A decir verdad te sentías avergonzado de él porque era puro deseo. Entonces vino un monstruo que redujo el arte a fórmulas. Hiciste que el corazón se convirtiera en laboratorio, lleno de tubos de ensayo, fermentos y crisoles. Te parecerá cursi que hable del corazón, pero Leopoldo, mi Leopoldo Steinerbahum, sería bueno que te saques la última máscara, que me muestres tu cara a la intemperie, evidencia de tejidos y circulaciones, carne transparente de órganos palpitantes. ¿Qué es la sangre sino la emoción? ¿No sentís todavía ansiedad cuando te ponés a escribir? ¿Ya no tenés urgencia?

Cuando me pediste que me pusiera el top que me compraste en Samaná, advertí la intención. Iba a convencerte de que eso era nuestro, que me daba vergüenza, pero insististe. No sonreías. Había algo que te desgarraba. No estabas convencido. Aunque tenías miedo, un miedo revivido, la furia contra vos era más fuerte. Necesitabas pellizcar tu carne, azotar tu mente con instantáneas en las cuales, dueño y señor, eras humillado. Cifrabas en el hibrys de la pantomima tu propia colección onanista… ¿Lo hiciste? ¿Soy tu musa? ¡Yo estaba enamorada de vos, Leopoldo!

El top dominicano era insolente. Lo habíamos comprado en una feria cerca del puerto de Samaná, al final de un malecón de abigarrados chiringuitos donde merengues y bachatas ensordecían. Era de hilo y chapitas de latas de cerveza que parecían escamas. Apenas me cubría.

Estuviste cocinando a fuego lento en el parrillero una corvina negra que te hiciste traer del puerto del Buceo. La aderezaste con sistemáticos baños de limón durante su cocción, luego de un profundo embadurnado de sal y manteca. Me pediste que preparara para el acompañamiento papas azules al champiñón. A pesar de que mientras asabas el pescado bebiste champagne (estabas pensando más en el affter hour que en la farsa que ibas a rodar) en la cena tomamos vino blanco. Esa noche las nenas iban a quedarse con mamá. Era viernes.

Te sentaste a la cabecera de la mesa. Se te notaba borracho. Empezaste la conversación elogiando tu vino blanco, repitiendo las mismas palabras de siempre. El gaita anotó que “para la próxima vez” iba a traer de la cava de la embajada un tinto seco para acompañar con carnes. Ardiendo por el fermento y el estúpido exhibicionismo al que me indujiste, dijo que yo le caía de maravillas y que seguramente te sintieras orgulloso y agraciado por tener a una dama gentil, bella y honrada.

“Lo de honrada es discutible”, interrumpiste y empujaste las palabras con una carcajada. La adrenalina tiene sus costos, Leopoldo. La merca también.

Rafael sacó la latita de rapé y dijo: “¿Te molesta?…”. Vos respondiste que no y que incluso nos gustaba. Sirvió una generosa raya sobre la mesa. “Escama”, informó y agregó: “Las damas primero”.

“Pasá farfala”, me dijiste y juro que sentí un desprecio tan profundo, sentí tanta lástima de vos, que en ese momento me convencí de que hiciera lo que hiciera jamás me iba a arrepentir. Y no me arrepiento por la sencilla razón de que me subestimaste desde que me conociste hasta el momento en que termines de leerme…

Me incliné y esnifé, de una, como si estuviera acostumbrada, como si fueran los viejos tiempos. Fui al baño. Me miré en el espejo. No había rastros en las fosas nasales. Sentí que algo se alojaba en mis caderas, un mecanismo, una forma.

“A brillar mi amor”, pensé y te pedí un cigarrillo. El gaita te ganó de mano y me ofreció un Marlboro. Con el pucho colgando de los labios, abrí una botella de Jameson. Les ofrecí. Vos querías seguir con champagne. Rafael aceptó. “El whisky va bien con la coca”, dijo.

La gruesa raya estaba peinada sobre la mesa. Yo preferí esperar. Era muy buena. Como tenía ganas de hacer algo y no sabía qué, me puse a hablar como una loca. No recuerdo el tema, a decir verdad no me importaba. Tenía la sangre caliente. Vos te pusiste de mal humor. Tenías las cejas despeinadas. Estabas trancado. Rafael te preguntó si te sentías bien. Sin responderle llenaste nuevamente tu copa de champagne, tomaste un sorbo y te paraste. Prendiste un cigarro y con el cenicero en la otra mano caminaste hasta quemar el pucho en cuatro caladas. Respirabas ferozmente. Te pregunté si estabas bien y no me respondiste nada. Le pedí a Rafael que peinara otra línea para mí. Esnifé, en dos tiempos. Tenía las mandíbulas anestesiadas. “¡Qué rica!”, dije, incontinente, como si las palabras se me hubiesen caído. Levanté la frente de la mesa ratona y vi las atléticas piernas del cónsul, vestidas con bermudas Polo de color blanco, y un poco más arriba, incierto en el pliegue de la prenda por el modo de estar sentado, un principio de erección que se confirmó después que me di cuenta del modo en el que me miraba, ni libidinoso ni cauto, sino simplemente como si estuviera comprendiendo algo, como si le cayera la ficha.

¿Por qué te fuiste a la terraza? ¿Querías atrapar lo que quedaba de la primavera? ¿Querías recordar cuando eras amado por ella? ¿Te sentiste rancio y ajado? ¿Qué querías ver sin ver?

Entonces el impulso y la acción ¿Había algo en el medio? ¿La culpa? ¿La necesidad? ¿La rabia?

Me senté encima de Rafael y busqué la erección con las caderas y el culo. Me acomodó a criterio. Sentí un deseo insoportable de caer. En tu receta era imprescindible que participara mi animalidad.

Deslizó el bretel del top con el dedo índice. Me sentí expuesta y avergonzada. Alternando manoseos y besos, Rafael miraba la puerta de la terraza abierta, de la que venía un aire fresco que henchía la cortina de satén, detrás de la cual, como en un tango de cornudos, se veía tu fisgona silueta. Extático e impredecible como una efigie, mal tragabas la angustia.

Corriste la cortina y entraste. La realidad superaba la fantasía. La piel era piel. Los cuerpos tenían hambre y sed. Viste mi espalda desnuda, la tanga, los tacos. Previste el rostro congestionado del cónsul entre mis pechos. Alzaste la copa. Del resto no me acuerdo. Intentar narrarlo sería como recordar un viejo sueño. Interviniste cuando no pudiste soportarlo más. De rodillas en la alfombra yo regalaba el supremo mimo. Sentí la prepotencia de tus manos en las caderas y luego la negra y estrecha penetración que te otorgaba el galardón, el desquite frente al saqueo que te habías infringido.

La improbable fuga de la señora Paraíso

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