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IV

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Nunca te conté por qué me separé de Israel. Cuando lo intenté vos te negaste, decías que había cosas que no correspondía saber. Algo de razón tenías, pero vos sabés cómo he sido desde el principio, siempre tratando de decirte las cosas como eran, prescindiendo de interpretaciones, la verdad hasta el hueso. Tengo esperanza de que poniendo en palabras los nombres de los demonios pueda ahuyentar el fracaso y el miedo a repetir durante toda mi vida los mismos temas.

Como con tantos hombres con los que compartí el cuerpo y el alma (novios, amantes, concubinos, parejas, ponele el nombre que quieras) mantuve con Israel la amistad fuera ya del sexo. Hacía más de veinte años que lo conocía.

Vos no lo querías, decías que era un ejemplo desastroso para las niñas. ¡Por favor, Leopoldo! ¿Qué tanta cosa con Israel? Estabas celoso, pero no hablabas, sino que esperabas el momento menos oportuno para el berrinche o el cachetazo ¡Siempre fiel a tu estilo! ¿Pensabas que yo podía volver con él? ¡Qué poquito me conocías, Leopoldo! ¡Qué poquito me conocés! Si alguna vez te hubieras atrevido a desmitificarme para mirarme con los ojos limpios, tal vez la historia podría haber sido otra y yo no me hubiera visto empujada a buscar en la imaginación y la memoria.

Entre vos e Israel había una vida. Habitaban dimensiones irreconciliables. Yo no sé si hay vidas pasadas, pero sí que en esta que vivimos hay muchas. El lapso de esos cuatro o cinco años que había entre el fin de la relación con Israel y el comienzo de la nuestra era una confusión de caras, anécdotas, lugares. Todo muy sórdido, paranoico, venéreo. Cuando descubrí el poder de mi cuerpo en los ojos de los tipos, fue cuando se me soltó la cadena. Tan adormecida estaba. Promediaba la veintena. El bueno de Israel tuvo que soportar mi inquietud. Seis años viví con él. Por momentos estuve enamorada, sinceramente enamorada.

Como la mayoría de los hombres con los que me había acostado hasta ese momento, Israel era mayor que yo. Me llevaba diez años.

“No creo que sea bueno para las niñas ver a ese tipo, vos, cuando estés sola, si querés, andá a verlo, es asunto tuyo, pero las nenas…” ¡Qué simple, Leopoldo, mi emperador, mi poeta! ¡Vos, justo vos, revolcándote en la brea de las buenas costumbres! Sí, tenías razón, Israel era pincheto. ¿Es menos inmoral o violento meterse la merca por la nariz que por las venas?

Una vez Israel intentó desintoxicarse. Sabía que no iba a dejar la mierda, pero al menos sí pasar cierto período de abstinencia. En esa época no había la oferta de clínicas de rehabilitación que hay ahora. Tenías que achicar sin ayuda, sobre todo si no tenías plata. Nosotros vivíamos medio mes con dinero y el otro medio a préstamos y regalos. Había que sufrir sin metadona.

En la primera etapa comenzó reduciendo la dosis. Pasó de picarse dos veces por día a hacerlo una, de nochecita, a eso de las siete de la tarde. Era primavera. Así estuvo tres meses. El cambio fue desfavorable. Se despertaba a media mañana de malhumor. No me hablaba hasta la tarde, no comía. A las cinco, el enojo se convertía en melancolía. Malhumorado era más digerible.

Yo sufría con él. Los temas de la pareja estaban postergados. Lo importante era que se recuperara. Solo importaba él, y estaba bien que así fuera. A los tres meses redujo la dosis de la noche a la mitad. Se ponía contento porque un gramo le duraba cinco días. La merca en las venas rinde y pega más. La cosa se complicó cuando llegó el momento de la suspensión total. Vivía en cama, sudando y temblando. Al revés de lo que sucedía en el período anterior de reducción de la dosis, se tranquilizaba de tarde y padecía de noche.

Al cuarto día de abstinencia me pidió que lo picara, porque no podía ni siquiera calentar la cuchara y cargar la merca liquidizada en la jeringa. Puse una silla al lado de la cama. Acostado, él extendió el brazo derecho y lo apoyó sobre la silla para que se lo atase. En el botiquín había un gramo de emergencia, aunque estaba un poco diezmado porque yo me había retocado la nariz. Lo volqué en su totalidad encima de la mesa del living. Molí con el ángulo de la Credisol algunas piedritas. Era buena la merca. Hice cuatro montoncitos y uno de ellos lo cargué en una cuchara de té. Lo fundí colocándole la llama del encendedor a unos centímetros. Se diluyó rápido. Arrimé la jeringa e hice que absorbiera el líquido. Resaltaba una vena que parecía estar pidiendo la droga. Una vez la aguja estuvo dentro, cesó la transpiración, los movimientos bruscos de los miembros. Se levantó de la cama, fue al baño y cuando salió empezó a caminar de un lado a otro del apartamento, contando chistes, criticando gente, planificando viajes. Volvía a ser él. Yo prefería bancarlo duro que en abstinencia. Nunca se lo dije.

Pero el motivo por el que lo dejé no fue su adicción. Disfuncionalmente, ferozmente, irregularmente, como quieras llamarlo, funcionábamos. Yo “torciendo alambres en la plaza”, como decías vos, y él transando merca, porro, ácidos, en fin, ya sabés. Hasta llegó a mover caballo entre egregios miembros de la clase política. ¿Sabés quiénes? Mejor no hablar de ciertas cosas.

Yo en esa época estaba estudiando literatura en el IPA y militaba en el CEIPA. A Israel lo dejé una noche en la que le dije a sangre fría que tenía fantasías sexuales con el negro Soto. ¡Qué comedia! Yo era una gurisa. La simple idea de acostarme con otro hombre era en sí misma un gesto adúltero y por lo tanto, fiel a la honestidad infantil que me caracteriza (aquí la prueba), debía apartarme de Israel para no lastimarlo, para no ser ni sentirme una puta. “No seas boluda”, me dijo, “la lujuria está a la vuelta de la esquina, podrías haber esperado a cogerte al negro para contármelo”. Ahora no dejaría a un hombre por esa boludez. Tal vez por otras sí, pero por esa nunca más.

Hubo una época en la que se le había dado por insistir en que la diferencia de edad iba a separarnos, no porque él se volviera viejo sino porque yo en algún momento iba a tener ganas de “conocer mundo”. Tenía razón.

El negro Soto era compañero de militancia. No es que me gustara. Ni siquiera tenía buen cuerpo. Simplemente me calentaba. (¡Cómo son las cosas! Hace poco lo encontré en un congreso sobre la negritud y me dio asco, sinceramente. Lo vi tan burgués, tan satisfecho consigo mismo y con el país, secretario de un legislador del Frente, criando hijos que tiene con una blanca, lo vi tan poco negro que me llamó la atención cómo pude haber dejado a Israel, que lo amaba, por ese imbécil, ese títere, pero así fue la historia, Leopoldo, mi pequeña historia de amor.)

Israel ya no me miraba como lo hacía el negro Soto, que hablaba sobre equidad, reforma agraria, descentralización, lucha. ¡Era tan justo! ¡Y tan negro! No me olvido más de la cara del tipo una vez que fui a la asamblea con una musculosa blanca. Recién había llegado yo de la Pedrera y no había tenido tiempo de ir a cambiarme. Te juro que pensé que le venía algo. Tartamudeaba y me miraba ablandado, como si yo le hubiese hecho una crueldad y él la tuviese que soportar con resignación. Movía las manos sobre los papeles y estiraba las piernas debajo de la mesa. Cuando terminó la asamblea me abordó, pero yo, aunque simpática, lo rechacé.

Empezó a ser el que es ahora una vez que estábamos discutiendo si levantar o continuar con una de las tantas ocupaciones del IPA, a fines de los ochenta ¡Qué desilusión! Nada más y nada menos que él, con el peso que tenía dentro del sindicato, facción a la que yo pertenecía, mocionó levantar la medida y organizar una seguidilla de movilizaciones.

¡Ay los tibios, Leopoldo!, esos que hacen que legiones de personas vivan creyendo que la vida es una mierda. No era la ocupación una medida muy desestabilizadora que digamos, pero era más digna. Y todavía lo creo así, pero no es el punto.

Discutimos públicamente. Él me subestimó y llenó el ojo de la asamblea con un discurso en el que esbozaba un turbio pragmatismo político al que todos, sindicatos y partidos de izquierda, deberíamos aspirar para no morir como dinosaurios. Había mostrado la hilacha. Estaba preparándose para escalar en la orgánica del Frente Amplio a partir de su condición de cuadro exótico y moderado. Por eso asistió a una reunión extraoficial con el Consejo y entregó la ocupación.

Antes del desencanto político tuvimos nuestro primer y único encuentro. Yo había dejado a Israel hacía unos meses. El negro había organizado una fiesta en su casa, un apartamento del Barrio Sur, Durazno esquina Ibicuí, exclusivamente para levantarme. Yo seguía rechazándolo, pero moría de ganas. Durante la ocupación, en un pasillo a media luz del segundo piso, me había apretado y yo medio que sí medio que no lo hice entender que tenía compañero y que debía calmarse. Él dijo que yo lo franeleaba.

El día de la fiesta yo había tomado mucho. Necesitaba relajarme. No había ido a franelear. Me señaló la puerta de entrada como invitándome a dar una vuelta. En la fiesta quedaban algunas personas todavía. Sonaba “When the music´s over” de los Doors. Salimos. El ascensor no sé por qué motivo no funcionaba. El apartamento estaba en un tercer piso. Al llegar al segundo por las escaleras, me agarró del brazo, me apretó contra él y me besó. Yo gemí al sentir la erección contra mi vientre. Confirmaba el rumor racista. Acarició mis pechos. Acaricié su bulto por encima del jean. Estaba húmedo y caliente. Me saqué la remera. En esa época no usaba sutién. Me pidió que me sentara en el antepenúltimo escalón, antes del descanso, y arrodillado entre mis piernas jugó con sus labios y lengua en mis pechos. Acaricié la cabeza negra y motuda. Fui hasta la bragueta, la abrí, saqué el miembro de caoba y lo masturbé. Cuando estaba por explotar, quiso penetrarme, pero no lo autoricé. Me miró como un niño despojado. Desprendí los botones de su camisa y le lamí las tetillas, con la punta de la lengua. Aceleré el ritmo de mi mano y aquello se convirtió en una fuente.

“Me tengo que ir”, le dije, y limpiándome la cara con la mano bajé los dos pisos restantes.

La próxima vez que nos vimos fue cuando entregó la ocupación. Ver al sorete del negro Soto vencido en el piso, descamisado y desvergado, fue como una especie de venganza avant la lettre. Al tiempo me llamó y me invitó a salir. No tuvo suerte.

Hace poco, un año o dos, me volvió a cargar. Me lo encontré en una reunión de los ex compañeros de militancia. Fue en la casa del Partido Socialista. Me dio asco que estando recién casado y con un hijo de tres meses hiciera esa estupidez. Lo puse blanco de la puteada. No lo volví a ver hasta el congreso de la negritud. Poco antes le había mandado una solicitud de amistad por Facebook, pero me la rechazó.

La improbable fuga de la señora Paraíso

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