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INTRODUCCIÓN

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UN MODO INVISIBILIZADO DE EXISTENCIA

Es de noche y escribo esta introducción desde la zona roja de la ciudad de Guatemala. Se trata de un intento de existencia, desde la escritura, tal y como lo planteaba hace años, Diamela Eltit en Los vigilantes, novela que marcó buena parte de mi escritura narrativa y académica, luego de su lectura y análisis. Escribo entonces este libro en una actitud de resistencia. Porque mi oficio principal es la escritura. Si no escribo no existo.

Como las mujeres, académicas, escritoras, artistas, siempre estamos expuestas a la exclusión, sobre todo para producir objetos reales, como los libros, no me había mentalizado a escribir este libro, producto de mi experiencia en el campo literario y cultural, de la escritura testimonial, a partir de sentir pasión por la lectura, el análisis y la escritura de testimonios, pero sobre todo basada en varios años de enseñar el curso de testimonio en la maestría de literatura, y muy recientemente en el profesorado en filosofía de la Universidad Rafael Landívar.

Es evidente que un libro de y sobre testimonios, entendidos estos como género literario, provoca mucha desconfianza en la gente que se acerca a leerlo. Porque principalmente se acercan con prejuicio. Quisieran estar ante una lente historiadora, rigurosa, altamente meticulosa y exacta, que no van a encontrar en un género tan marginal como el testimonio (y tampoco en un libro que plantea muchas dudas, que busca encontrar más respuestas), a no ser que esté fingiendo serlo o se encuentre entre esa otra frontera, en la que se han colocado novelistas famosos, para desorientar a los lectores. Esos artefactos narrativos son maravillosos, porque poseen la capacidad de parecer testimonios, pero son narrativas híbridas, que se mueven como escrituras lúdicas, en procesos de representación muy sofisticados, que el testimonio literario no posee.

Tampoco se entiende el testimonio como una literatura que se encuentra en medio de una suerte de prestidigitación que, sobre la verdad, se maneja en este tiempo pandémico. Los testimonios si con algo colaboran es con poner en entredicho la categoría de verdad. No hablan desde una verdad absoluta. Se trata de varias verdades partidas, fragmentadas, de las cuales recogen pedacitos y las relatan. Regularmente las hablan. El testimonio más reconocido teóricamente, es hoy aquel que hace uso de un intermediario-a que se lo transcribe, que le cree, que le representa confianza. El testimoniante le va a contar algo que no es solo de él, que le pertenece como experiencia a un grupo. Por eso, este intelectual tiene que ser alguien que no posee tanta ambición de apropiarse de la historia, en un tiempo en que las historias van y vienen por el aire digital.

El testimonio genéricamente tiene un tiempo de vigencia. Se funda latinoamericanamente en Cuba, y se extiende por toda la región, porque para producir testimonios precisamos de lugares, donde sujetos que vienen de las capas más precarias de la sociedad poseen, lo sepan o no, una voluntad oral de relatar historias. Pero también ha servido para que todos aquellos hombres y mujeres que tuvieron experiencias terminales de vida, sumidos en los compromisos y militancias políticas, puedan contarnos sus historias, siempre y cuando le conciernan a un colectivo que está por detrás de ellos-as, allí invisible, solapado, escondido, sin lengua, y precisa de esa palabra de los otros para darles existencia, para decir lo que aquellos, que posiblemente fallecieron, desaparecieron o se fueron yendo poco a poco, cuenten en una suerte de ventriloquía, las pequeñas y grandes historias de determinada experiencia histórica, vital y traumatizante.

El camino de este género ha tenido fuertes sobresaltos. Emerge entre las literaturas de no-ficción, en un momento en que el Boom con toda su imaginería está en su «hora de la estrella». Los sujetos que lo otorgan o lo escriben no vienen de las situadas ciudades letradas, con fuerte poder colonial, neocolonial, aparente o real. Proceden de los más desconocidos espacios epistemológicos que una se podría imaginar. Cuesta entender que Esteban Montejo haya podido recordar a los cien años, tanto detalle y que se haya dejado grabar en la década del sesenta. O creer que alguien como Rigoberta Menchú existía y se iba a convertir con los años, en una escritora en la década del ochenta, solo porque le otorga una historia a un grupo de intelectuales para que se la transcriban, en medio de una fuerte guerra civil en Guatemala.

Un libro como este que establece reflexiones, basado principalmente en su propia experiencia, enseñando sobre el género por diez años, releyendo obras testimoniales, investigando a fondo las circunstancias que autorizan a los autores y autoras a ser ellos quienes asuman la voz del colectivo, puede no tener un excesivo interés literario. Sí se trata de una pasión literaria. Un crecimiento personal, más humano, mediante el cual quién escribe da fe.

Agradezco a Mario López su apoyo a este proyecto. No tengo la menor duda que, sin su presencia como director del Departamento de Letras y Filosofía, este libro no pasaría a formar un volumen más de la colección de producciones del Centro de Pensamiento Crítico, de la Facultad de Humanidades de esta Universidad, que me ha dado estos últimos años esta extraña y sofisticada forma de existencia.

Aida Toledo

Guata, (5) 2020.

5. Aida Toledo retoma el término «Guata», utilizado en las cartas de muchos escritores y escritoras del siglo XIX y aún de principios del siglo XX para referirse a Guatemala (nota del editor).

Meter la mano en las entrañas

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