Читать книгу Los chicos del cementerio - Aiden Thomas - Страница 6
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Cuando volvieron a bajar, todos los nahualos ya se habían dispersado para ayudar en la búsqueda de Miguel. La abuela estaba en la cocina, mientras que un puñado de mujeres seguía rodeando a Claudia. Todas estuvieron encantadas de hacerse las locas cuando Maritza y Yadriel salieron por la puerta a toda prisa.
El camposanto de los nahuales se encontraba justo en medio de la zona conocida como Este de Los Ángeles, rodeado de muros altos que lo ocultaban de los curiosos. Yadriel oía perros ladrando a lo lejos y la música reguetón a todo volumen de un automóvil que pasaba por allí.
Se cruzaron con unos nahuales que seguían buscando a Miguel:
—¿Encontraron algo? —preguntó el más mayor.
—Nada detrás del columbario oriental —contestó otro.
—Tampoco hay rastro de él cerca de los mausoleos de su familia —masculló el espíritu de una nahuala joven; tenía una expresión preocupada pero decidida en su rostro ligeramente translúcido.
—Bueno, ¿cuál es el plan? —preguntó Maritza.
Sus piernas largas seguían el ritmo de Yadriel sin problemas y esquivaba las tumbas con cuidado de no pisar jarrones de flores ni fotos enmarcadas.
—Encontrar el portaje de Miguel, invocar a su espíritu, descubrir qué le ocurrió y liberarlo antes del Día de Muertos —enumeró Yadriel mientras avanzaba entre las filas de tumbas de colores vivos—. Así, él podrá volver para celebrarlo con el resto de nahuales y yo podré participar en el aquelarre de este año.
—Mmm, diría que tu plan tiene bastantes puntos flacos.
—No dije que fuera un buen plan.
—¿Y por dónde empezamos?
—Por la casa de sus papás.
Estaba claro que nadie estaba teniendo suerte en el cementerio, así que el siguiente lugar lógico donde buscar era su vivienda, y la forma más rápida de llegar era cruzando una puerta trasera que ya no se usaba en la parte más antigua del cementerio.
Cuanto más se acercaban al cementerio original, más viejas eran las tumbas y las lápidas. Para cuando la iglesia antigua estuvo a la vista, el camposanto era básicamente una colección de tumbas sencillas con cruces. En la mayoría ya ni se podía leer el nombre.
Yadriel y Maritza aminoraron el paso hasta que se detuvieron delante de la iglesia antigua.
Cuando los primeros nahuales inmigraron a Los Ángeles, construyeron una pequeña iglesia con un cementerio. Pero, a medida que la comunidad creció, también lo hizo el camposanto y, al final, la iglesia original se les quedó pequeña. La iglesia nueva se construyó unos veinte años atrás, a la vez que la casa de Yadriel.
Al comparar ambas iglesias, la antigua parecía más bien una ruina vetusta. Unas enredaderas habían conquistado los dos muros de ladrillo que se unían detrás de la iglesia, dándole al edificio un fondo verdoso y lúgubre. No había muchas farolas de la calle cerca, pero como en aquella ciudad el sol nunca parecía ponerse del todo, la neblina de contaminación y las luces urbanas lo bañaban todo de un resplandor anaranjado incluso en mitad de la noche.
La iglesia en sí se construyó con piedras de distintas formas y tonos unidas con arcilla. Del techo emergía un campanario que quedaba justo encima de la puerta de madera y que, al parecer, no contenía ninguna campana. El edificio estaba rodeado por una valla de hierro forjado que llegaba más o menos a la altura de la cintura; en el cementerio interior, había unas pocas lápidas alienadas.
—Allí, mira.
Yadriel le dio un empujoncito a Maritza y señaló el muro de detrás de la iglesia. La entrada antigua al cementerio estaba allí, medio oculta bajo la capa de hiedra. Yadriel no pudo evitar una sonrisa al doblar la esquina de la valla y trotar hasta la entrada.
—¿Ves? —dijo apartando un puñado de hojas—. ¡Un atajo!
Los barrotes de hierro se alzaban imponentes frente a ellos, y una cerradura de aspecto muy resistente unía las dos manijas para proteger los secretos de los nahuales y evitar que entraran intrusos. Maritza soltó un silbidito.
—Menos mal que no llevo falda —gruñó para sí antes de poner el pie en uno de los barrotes horizontales y darse impulso.
Yadriel apretó las correas de su mochila, listo para trepar detrás de ella, pero tuvo la sensación de que había alguien detrás de él. No es que se diera cuenta de golpe, sino que fue más bien como un hormigueo que le ascendía lentamente por la nuca. Al darse la vuelta, solo vio la iglesia y las tumbas antiguas. No se oía más que el ruido del tráfico y el de una alarma de carro lejana.
Sacudió la cabeza y se volvió de nuevo hacia los barrotes de la puerta. Agarró la adornada manija para darse impulso, pero en cuanto hizo presión, no hubo resistencia alguna.
Yadriel logró apartarse del medio cuando la puerta se abrió. Maritza soltó un gritito y él se tapó la boca con la mano de la risa que le dio al ver a su prima a punto de caerse. Cuando la puerta se detuvo con un chirrido, Maritza estaba a medio camino y se aferraba a ella como si le fuera la vida.
—¡¿Estaba abierta?! —siseó enfadada entre la hiedra, con la cara metida entre dos barrotes.
—Eso parece. —Yadriel apenas podía contener la risa, pero no tardó en fruncir el ceño. Examinó la cerradura, moviendo la manija arriba y abajo—. Un momento, ¿cómo es que está abierta?
Los nahuales ponían mucho empeño en garantizar que nadie ajeno a su comunidad entrara en su cementerio.
Maritza aterrizó al lado de Yadriel con más bien poca gracilidad y, con gesto de mal humor, refunfuñó:
—Algún idiota se habrá olvidado de cerrarla.
—Pero ¿por qué iba alguien a usar esta puerta?
En teoría, todo el mundo entraba y salía del camposanto únicamente por la entrada principal, cerca de la casa de su familia. Maritza se volvió hacia él con los brazos cruzados y arqueó sus cejas perfectamente delineadas:
—¿Aparte de para escabullirse en mitad de la noche, quieres decir?
Yadriel la fulminó con la mirada:
—Pero…
Un escalofrío le recorrió la espalda y lo dejó sin aliento. Maritza y él se volvieron de golpe hacia la iglesia. Los ojos de Yadriel recorrieron las ventanas, medio esperando ver a alguien observándolos, pero no eran más que agujeros negros y vacíos en las paredes.
—¿Lo sentiste? —preguntó Maritza con voz susurrante.
Yadriel asintió, incapaz de apartar la mirada de la iglesia y temiendo parpadear por si se le escapaba algo. Los pelos de la nuca se le erizaron y se le puso la carne de gallina. Maritza se arrimó más a él:
—¿Es un espíritu?
—No lo sé, pero aquí pasa algo raro…
Percibir espíritus era normal; al fin y al cabo, los había por todo el cementerio. La sensación se convertía como en un ruido de fondo, igual que el tráfico de Los Ángeles; al cabo de un rato, ya ni la notabas.
Pero aquella sensación era distinta. Era un hormigueo extraño que parecía indicar la presencia de un espíritu, pero a la vez aguijoneaba parte de su mente, lo cual podía significar dolor.
—¿Puede que sea Miguel? —se preguntó Yadriel, entornando los ojos para centrarse en sus sensaciones—. Me acercaré a ver…
Se dirigió hacia la iglesia. Aunque no fuera Miguel, podía ser que alguien (vivo o muerto) estuviera en apuros.
—Si soy un nahualo, ayudar a cruzar a los espíritus perdidos es mi responsabilidad, ¿no? —comentó por encima del hombro mientras se daba impulso para cruzar la pequeña valla.
A Maritza no se la veía muy convencida, pero lo siguió igualmente.
Yadriel buscó entre las lápidas inclinadas a medida que se acercaban lentamente al viejo edificio, tratando de encontrar algo que se moviera, una pista o cualquier cosa. El hormigueo se había convertido en un zumbido constante bajo su piel, como cuando le parecía que el teléfono le vibraba en el bolsillo.
—Este sitio me pone los pelos de punta —susurró Maritza frotándose el brazo—. ¿Y si está encantado?
Yadriel ahogó una risotada.
—Pues claro que está encantado, mujer, si el cementerio está lleno de espíritus —dijo intentando usar el sarcasmo para calmar sus propios nervios.
Maritza le dio un puñetazo en el brazo:
—Me refiero a monstruos o algo así.
—Los monstruos no existen.
Yadriel se acercó a una de las altas ventanas, pero, incluso después de limpiarla con la manga de su sudadera, seguía sin ver nada más que oscuridad en el interior.
—¿Hablas en serio? —Maritza alzó indignada los brazos—. ¡Lo que acabas de soltar es la frase típica del principio de una peli de miedo!
—Oh, por Dios, no seas tan dramática. Espérame aquí o entra conmigo, lo que tú quieras.
Yadriel había alcanzado las escaleras que conducían al interior de la iglesia antes de oír a Maritza maldecir y salir corriendo detrás de él.
La oscura madera de las puertas de la iglesia estaba ajada. Yadriel subió lentamente los peldaños y le faltó muy poco para pisar un clavo largo y oxidado. Apartó con el pie unos cuantos clavos más que había desperdigados, y se dio cuenta de que a la izquierda había unos tablones de madera apilados.
Probó el picaporte, que cedió con facilidad, y miró a Maritza con las cejas levantadas; ella frunció el ceño. Con esfuerzo, Yadriel tiró para abrir la puerta, y la madera se quejó al arrastrarla sobre el suelo de piedra.
Desde el umbral, la oscuridad se extendía hacia las profundidades de la iglesia. El interior hedía a polvo, tierra húmeda y moho. Antes de que Yadriel pudiera sacar la lámpara de acampada de la mochila, Maritza ya había encendido su linterna de mano. Los dedos de Yadriel rozaron el frío acero de su portaje y lo sacó; su peso en la mano le daba sensación de seguridad. Si había algún espíritu con malas intenciones que se había instalado en la iglesia antigua, necesitaría el portaje para liberarlo.
Y, bueno, si resultaba ser un delincuente huido de la justicia, pues también le vendría bien tenerlo a mano.
—Después de ti, nahualo valeroso —dijo Maritza con una floritura.
Yadriel carraspeó y entró con la cabeza alta.
La lámpara de acampada lo bañó todo de una luz azul fría. El rayo de la linterna de Maritza iba y venía entre los diversos bancos que se extendían hasta la parte delantera de la iglesia. Yadriel cerró la puerta tras ellos y todo quedó en un silencio extraño. Los gruesos muros del edificio ahogaban el ruido constante que acompañaba la vida urbana.
Yadriel trató de ignorar la presión extraña que sentía en el pecho, como si alguien le hubiera atado una cuerda a las costillas y tirara de él hacia el interior de la iglesia.
Una alfombra cubría la nave central. Probablemente había sido roja en algún momento, pero el tiempo le había dado un tono marrón cobrizo. En la pared había una fila de ventanas ojivales con molduras intrincadas. Las vigas de madera se arqueaban hasta la bóveda, en lo más alto, donde la luz de la lámpara no alcanzaba a iluminar.
—Hace mucho que no vengo por aquí —dijo Maritza con voz atípicamente pequeña mientras avanzaban entre los bancos.
—Ni yo. —Frente a ellos, varios cirios de cristal centellearon desde el altar al reflejar la luz azul—. La última vez fue cuando tu mamá nos descubrió jugando a escondernos y nos castigó por «faltar al respeto».
Maritza soltó una risa afable:
—Ah, sí, ya ni me acordaba de eso —comentó apuntando con la linterna a una puerta que había a la izquierda del ábside. A la derecha había otra idéntica—. Si aparece Bahlam y nos arrastra hasta Xibalbá, me enfadaré mucho.
Yadriel puso los ojos en blanco:
—Sí, seguro que Bahlam, el dios jaguar del inframundo, está en esta iglesia vieja esperando a que un par de adolescentes…
La sensación que Yadriel notaba en el pecho tiró de él con más urgencia y su frase quedó a medias. Había algo oscuro en medio del altar, pero no sabía exactamente qué era. Le dio un golpecito a Maritza:
—¿Qué es eso?
—¿Qué es qu…?
La luz de la linterna barrió el altar. Unos ojos huecos les devolvieron la mirada.
—Santa Muerte… —musitó Maritza entre dientes.
Unas velas polvorientas de diversos tamaños descansaban sobre ornamentados candeleros dorados. Estaban colocadas formando un semicírculo y, en el centro, se alzaba una figura envuelta en una mortaja oscura. Era un esqueleto ataviado con una túnica negra de la cual las polillas ya habían dado buena cuenta. Unos patrones de encaje elaborados con hilo dorado decoraban el dobladillo y las mangas.
Yadriel solo se dio cuenta de que Maritza se le había agarrado del brazo cuando lo soltó. Algo más tranquilo, se rio y le dijo:
—Te noto muy asustadiza esta noche.
Con esas palabras, se ganó dos rápidos puñetazos en el brazo, así que dio un salto para apartarse de ella y añadió:
—Es la Dama Muerte original de cuando construyeron esta iglesia.
Yadriel levantó la lámpara para que la luz azul iluminara la figura. Era una representación más antigua que incorporaba los símbolos más arcaicos: en una mano llevaba una guadaña muy real y, en la palma de la otra mano, un orbe de arcilla. El esqueleto era liso y amarillento, tenía la mandíbula abierta y le faltaban unos cuantos dientes. Yadriel se preguntó si eran huesos de verdad, si sería el esqueleto de alguien.
Pero sus pensamientos se centraron en el tocado que lucía. Unas plumas de búho formaban el semicírculo interior, más pequeño; estaban cosidas y fijadas mediante discretas láminas de oro con forma de luna creciente, casi como si fueran botones. Las plumas que emergían por debajo eran, sin lugar a dudas, plumas de un quetzal sagrado. Tenían un color verde iridiscente con toques azulados; eran como las plumas de un pavo real, pero el doble de intensas.
—¿Por qué la dejaron aquí? —preguntó Maritza desde algún lugar a espaldas de Yadriel.
—No creo que la abandonaran. —Él se encogió de hombros y apartó con cuidado las telarañas que se habían formado en el hombro de la Dama Muerte—. Diría que esta iglesia es su hogar.
Yadriel notó que estaba sonriendo; le gustaba más esa versión clásica. Cuando se acercó aún más, pudo sentir una energía que se arremolinaba a sus pies, como si estuviera sobre un géiser y el agua fluyera ferozmente por debajo.
—¿La percibes tú también? —preguntó Maritza.
Él asintió:
—Aquí es más intensa.
Fuera cual fuera el espíritu que los había guiado hasta allí, andaba cerca.
Yadriel dio un paso atrás y algo crujió bajo su bota. Cuando apartó el pie, vio que en el suelo polvoriento había una cadena de plata con una pequeña medalla. Maritza se acercó a él:
—¿Qué es eso?
—Parece un colgante —murmuró Yadriel, dejando la lámpara en el suelo.
Recogió la cadena con cuidado y, al rozarla, un escalofrío le recorrió el cuerpo, pero la sostuvo a la luz para observarla mejor. La medalla que colgaba apenas era más grande que la uña de su pulgar; en el borde superior ponía RUEGA POR NOSOTROS y, en el borde inferior, SAN JUDAS TADEO. En el centro se apreciaba la figura de un hombre de pie vestido con una túnica larga; tenía un libro aferrado contra el pecho y un cayado en la otra mano.
La medalla necesitaba una buena limpieza. La plata estaba deslustrada, pero desde luego no parecía tan vieja como para que llevara tantísimo tiempo perdida en aquella iglesia. Solo la figura de San Judas estaba inmaculada, como si alguien la hubiera pulido de tanto frotarla con el pulgar.
Yadriel extendió la mano y, en cuanto tocó el frío metal de la medalla, una corriente eléctrica fluyó por sus venas. Inspiró una rápida bocanada de aire; algo latía bajo sus pies al mismo ritmo que su corazón.
—¿Qué pasa? —lo interpeló Maritza mientras él trataba de recuperar el aliento.
—Es un ancla —dijo medio mareado por el subidón de adrenalina.
Cuando un espíritu se enlazaba a un ancla, no podía alejarse mucho de ella; por eso había historias de casas encantadas y no de ciudades enteras acosadas por un único fantasma. Solo cuando los espíritus se desvinculaban de lo que los unía a la tierra de los vivos, un nahualo podía liberarlos y ayudarlos a cruzar en paz hacia el descanso eterno.
Yadriel nunca había tenido en sus manos el ancla de un espíritu. Eran objetos increíblemente poderosos y algunos nahuales aseguraban que podías acabar maldito si les dabas mal uso. Pero Yadriel nunca había oído hablar de posesiones ni nada parecido; además, no tenía ninguna intención de faltarle al respeto al ancla.
—Pero no es la de Miguel; eso no es su portaje —dijo Maritza, alargando la mano como si tocar la medalla fuera a ayudarla a pensar mejor.
—Podría serlo.
La esperanza de encontrar a su primo estaba librando una batalla contra la lógica. Yadriel apretó la medalla en la palma de la mano y una calidez se le extendió por el brazo. Se volvió a Maritza con una sonrisa y dijo:
—Solo hay una forma de averiguarlo.
Su prima lo miró con cara de escepticismo.
—Tengo que intentarlo. ¿Y si el espíritu de Miguel se enlazó a esto en vez de a su portaje? —dijo él, retorciendo la cadena entre los dedos.
—Puede que el ancla esté enlazada a alguien que se haya tornado maligno —rebatió Maritza, recorriendo la deteriorada iglesia con una mirada incisiva.
—Pues menos mal que tengo esto, ¿no? —dijo Yadriel sacando su portaje.
Maritza observó la daga, pero al final sonrió:
—Bien, nahualo, haz tu magia.
Una oleada de emoción casi lo mareó cuando se arrodilló ante la Dama Muerte. Quizás fuera por la daga que tenía en la mano o por la magia que ahora sabía que corría por sus venas, pero Yadriel, una persona que más bien pecaba de cauta, sentía un valor temerario.
Rebuscó en su mochila para sacar el bol de arcilla, donde vertió el tequila que quedaba en la botellita y un poco de sangre de pollo, y agarró la caja de cerillas. Después, se puso en pie y trató de respirar hondo, pero estaba tan exaltado que prácticamente temblaba. Le costó encender la cerilla con las manos sudorosas, pero al final lo consiguió.
Miró a Maritza, y esta le dio ánimos con un gesto de cabeza. Yadriel había visto a su papá invocar espíritus, así que sabía lo que tenía que hacer y cómo hacerlo. Solo debía recitar las palabras.
La llama se le acercaba lentamente a los dedos; no había tiempo para dudar. Extendió el brazo y la medalla que colgaba de la cadena giró sobre sí misma, resplandeciendo a la luz tenue.
—Te… —Yadriel se aclaró la garganta para deshacer el nudo que se le había formado—. ¡Te invoco, espíritu!
Y dejó caer la cerilla en el bol, que crepitó durante un segundo en la sangre y el alcohol antes de explotar en una oleada de calor y de luz dorada. Yadriel dio un brinco hacia atrás y tosió a causa del humo.
El fuego que ardía tranquilamente en el bol bañaba de luz anaranjada a un chico: estaba de rodillas ante la estatua de la Dama Muerte, aferrándose el pecho.
—¡Funcionó! —dijo Yadriel medio incrédulo.
El espíritu tenía una mueca retorcida en la cara y los dedos agarrados a la camiseta. Llevaba una chamarra bomber negra de cuero con capucha, una camiseta blanca, vaqueros desgastados y zapatillas Converse.
—No es Miguel —trató de susurrar Maritza, pero hablar en voz baja nunca se le había dado bien.
Yadriel gruñó y se pasó la mano por la cara. Lo bueno era que había logrado invocar a un espíritu de verdad. Lo no tan bueno era que había invocado al espíritu equivocado.
—Ya lo veo —siseó.
No podía apartar la mirada de aquel chico que jadeaba para recobrar el aliento. Tenía los músculos del cuello tensos y, al igual que todos los espíritus, los bordes de su cuerpo eran algo translúcidos. De repente, el muchacho miró a ambos nahuales con una cara muy enfadada (y guapa); su expresión de dolor se había tornado en otra más bien de desdén.
—Bueno, al menos no es un espíritu maligno —comentó Maritza.
El chico se puso en pie con esfuerzo, pero se le veía inestable:
—¡¿Quién demonios son ustedes?! —rugió. Tenía unos ojos oscuros y brillantes como la obsidiana.
—Em… —Fue lo único que logró pronunciar Yadriel, incapaz de formar una frase coherente.
—¿Dónde estoy? —El espíritu echó la cabeza hacia atrás y miró a su alrededor—. ¿Estoy en una iglesia? —Se volvió hacia Yadriel y Maritza con una mirada acusadora—. ¿Quién me metió en una iglesia?
A Yadriel la mente le iba a mil: le sonaban ligeramente aquellas facciones fuertes y aquella voz potente y ronca, pero no lograba ubicarlas.
—Bu-bueno, verás… —tartamudeó.
No sabía cómo explicarle al muchacho la situación en la que estaban, pero este tampoco le dio oportunidad. El chico fijó la mirada en la cadena que aún colgaba de la mano de Yadriel y dio zancadas hacia él con los hombros encorvados, tenso de ira:
—¡Eh! ¡Eso es mío!
Trató de arrebatarle el colgante, pero su mano lo atravesó. Lo intentó una segunda vez y, cuando ocurrió lo mismo, se quedó helado, parpadeó y pasó la mano por el colgante una y otra vez. Entonces, soltó un grito ahogado con los ojos como platos y se apartó con pasos inseguros.
—¿Q-qué…? —balbució. Su mirada iba de su mano a los nahuales—. ¿Qué demonios pasa aquí?
—Uf, qué incómodo es esto —dijo Yadriel rascándose la nuca.
A Maritza se la veía bastante menos preocupada y, mientras caminaba con interés alrededor del joven, dijo:
—Bueno, al menos ahora está claro que eres un nahualo.
El espíritu la miró con el ceño fruncido.
—¿Quiénes son ustedes y por qué tienen mi colgante? —exigió volviéndose hacia Yadriel.
—Em… Lo usamos para invocarte —contestó.
—¿Invocarme? —El muchacho arqueó una de sus gruesas cejas.
—Sí, pensábamos que era de Miguel. —¿Cuál era la forma más delicada de decirle a alguien que estaba muerto?
—Un primo nuestro —especificó Maritza.
Al chico no parecía interesarle lo más mínimo quién era Miguel.
—Es mío —insistió con un gruñido, doblando los dedos en un gesto de exigencia—. Tiene mi nombre, ¿lo ves?
Yadriel le dio la vuelta a la medalla y, efectivamente, había un nombre grabado en la parte de atrás.
—Oh. —Parpadeó sorprendido al ver las letras grabadas: JULIÁN DÍAZ. A Yadriel casi se le salieron los ojos de las órbitas y volvió a fijar la mirada en la cara del muchacho—. Oh.
Julián Díaz. Conocía a Julián Díaz. Bueno, más bien sabía de él porque habían ido al mismo instituto. A pesar de que allí asistían más de veinticinco mil alumnos, Julián se había labrado toda una reputación. Faltaba mucho a clase, pero era difícil no darse cuenta de su presencia cuando iba por los pasillos. Hablaba a voces, pocas veces se tomaba algo en serio y solía meterse en problemas. Era de ese tipo de personas que no pasan desapercibidas, que llaman la atención de todo el mundo sin ni siquiera intentarlo. Un chico atractivo con cara en forma de diamante, una barbilla estrecha que le daba un aspecto terco y una voz intensa que siempre parecía destacar sobre las demás.
—¿Qué quisiste decir con lo de «invocarme»? —preguntó de nuevo Julián. Tenía la vista fija en sus manos semitransparentes y les iba dando la vuelta como si tratara de resolver un rompecabezas.
—¿Sabes cómo llegaste hasta aquí? —preguntó Yadriel tratando de abordar el tema delicadamente.
Julián lo miró lleno de ira:
—¡No! Yo iba por la calle con mis amigos… —Observó a su alrededor, como si esperara encontrarlos en aquella fría iglesia, y frunció el ceño tratando de recordar—. Y entonces, alguien… algo… ¿pasó? No sé, me caí al suelo. A lo mejor me asaltaron. —Julián se frotó distraídamente el pecho—. Cuando quise darme cuenta, estaba en esta iglesia con ustedes dos.
Pasaron unos instantes y, de golpe, Julián puso los ojos como platos:
—Morí, ¿verdad? —La ferocidad lo había abandonado y su voz no fue más que un susurro débil—. ¿Estoy muerto?
Yadriel hizo una mueca y asintió:
—Pues… sí.
Julián dio unos pasos hacia atrás, trastabillando, y su cuerpo fluctuó durante un momento como si una cámara estuviera tratando de enfocarlo.
—Oh, Jesús… —Se llevó ambas manos a la cara y gruñó—: Mi hermano me va a matar.
—Diría que ya va tarde —dijo Maritza atravesando el hombro de Julián con un dedo.
—¡Para! —Julián apartó el brazo y se volvió hacia Yadriel—. Entonces, ¿qué? ¿Soy un fantasma?
Yadriel no sabía qué pensar de aquel chico: no parecía ni enfadado ni consternado, sino más bien molesto, como si morirse no fuera más que un inconveniente.
—Un espíritu.
—¿Cuál es la diferencia? —preguntó Julián mientras espantaba con la mano a Maritza, que no dejaba de rondarlo como una mosca.
—No lo sé, la verdad —trató de explicarse Yadriel, jugueteando con el colgante—. Creo que la palabra «fantasma» es un poco… ¿despectiva?
Julián tenía la mirada fija en él, con los labios apretados y una ceja levantada, así que Yadriel trató de elaborar:
—Nosotros usamos la palabra «espíritu».
—¿Y quiénes son «nosotros»?
—Ah, ella es Maritza —dijo Yadriel señalándola. Su prima meneó los dedos en forma de saludo y Julián se apartó aún más de ella—. Yo me llamo Yadriel y, em…
A pesar de que se devanó el cerebro, no lograba encontrar las palabras adecuadas. Nunca había tenido que explicar quiénes eran los nahuales ni qué hacían, más que nada porque era un secreto sagrado importantísimo que dedicaban sus vidas a proteger.
Mierda.
—Somos nahuales y… podemos ver espíritus. Los nahualos les ayudan a cruzar al más allá —explicó Yadriel.
—Y las nahualas sanan —añadió Maritza.
—Ajá, conque practican hechicería, ¿no? —dijo Julián con escepticismo.
Yadriel sacudió la cabeza:
—No, no es eso.
—Pues, por el aspecto que tienen, lo parece.
Maritza ahogó una risotada y Yadriel se miró a sí mismo: llevaba vaqueros negros, sus botas militares favoritas y una sudadera negra que le quedaba muy grande. Seguramente, el bol ardiendo delante de él y los discos que llevaba en los lóbulos no ayudaban mucho.
—Somos nahuales —lo corrigió con las mejillas coloradas—. Lo de la hechicería es…
—¿Despectivo? —supuso Julián con una media sonrisa de suficiencia.
Aquel comentario cambió las tornas y fue Yadriel el que acabó con el ceño fruncido. Julián se dirigió a Maritza:
—Entonces, ¿tú puedes curar a la gente?
—Ah, no, yo no sano —dijo ella tan tranquila—. Para sanar hay que usar sangre de animal y yo soy vegana.
—Ajá. Y tú parece que puedes invocar fantasmas y enviarlos al más allá, que a saber qué significa eso.
—Sí… Bueno, no —titubeó Yadriel tratando de explicarse—. Lo de liberar aún no lo hice…
—Guau. —Los ojos de Julián iban del uno a la otra—. Son ustedes unos ineptos en esto de la hechicería, pues, ¿no?
La indignación se apoderó del nahualo:
—Oye, es mi primera vez, ¿lo entiendes?
Julián parpadeó lentamente, casi con indiferencia.
—A veces, los espíritus como tú se quedan atrapados entre la tierra de los vivos y la de los muertos —continuó Yadriel.
—Ajá. —Julián puso cara de aburrido.
—… y se enlazan a un ancla que los une a este mundo —explicó levantando el colgante—. Así que, para ayudarlos a cruzar al otro lado, tengo que destruir…
—¡Ni se te ocurra! —exclamó Julián sacudiendo los brazos—. ¡Ese colgante me lo dio mi papá!
Intentó arrebatárselo a Yadriel de nuevo, pero lo único que agarró fue un puñado de aire. Maritza se rio por lo bajo.
—Calla y escucha —dijo Yadriel.
Tomó su portaje y Julián puso una mueca burlona, una reacción que el joven nahualo no esperaría de una persona cuerda a la que le sacan un arma.
—¿Qué vas a hacer? ¿Apuñalarme? —bromeó Julián dándose golpecitos en la sien con el dedo—. ¡Si ya estoy muerto!
Aunque la idea era cada vez más tentadora, Yadriel dijo:
—No, no te voy a apuñalar. Voy a usar la daga para destruir el enlace que te une a este mundo. —En cuanto vio que Julián abría la boca, lo interrumpió—: ¡Que no voy a hacerle nada al colgante! Tan solo voy a cortar el enlace que te une a él para que puedas cruzar al más allá y estar en paz, ¿de acuerdo?
—No, no estoy de acuerdo.
Yadriel gruñó exasperado. Por supuesto que el primer espíritu que había invocado no quería irse voluntariamente. Le había tenido que tocar uno difícil, cómo no.
—Los fantasmas debemos ocuparnos de los asuntos que tengamos pendientes antes de ir al más allá, ¿no? Bueno, pues yo tengo asuntos pendientes —dijo Julián con gesto serio—. Quiero ver a mis amigos; estaban conmigo cuando morí. Necesito saber que están bien.
Con una expresión que indicaba enfado y algo similar a la preocupación, añadió como de pasada:
—Y a lo mejor ellos saben quién me mató.
A Yadriel le dio un poco de pena, pero no tenía alternativa, así que dijo:
—Yo te tengo que liberar ahora mismo. Todavía tenemos que buscar a Miguel y, además, si te quedas demasiado tiempo, te convertirás en algo oscuro y violento y acabarás haciendo daño a la gente.
A pesar de lo perfectamente razonable que era su explicación, Julián se cruzó de brazos:
—No.
Yadriel se volvió hacia Maritza en busca de apoyo, pero ella se encogió de hombros. Como no veía otra salida, Yadriel se enderezó y agarró con fuerza su daga:
—Mira, no quería llegar a esto. No nos gusta liberar a los espíritus por la fuerza…
Julián arqueó una de sus pobladas cejas:
—¿No habías dicho que esta sería tu primera vez?
—… pero no me dejas elección.
Yadriel alzó aún más el colgante en el aire. Aunque Julián permaneció inmóvil y desafiante, sus ojos iban y venían entre el rostro de Yadriel y su ancla hasta que el nahualo gritó:
—¡Muéstrame el enlace!
El portaje de Yadriel resplandeció con fuerza y bañó la iglesia con un cálido fulgor que los obligó a los tres a cerrar los ojos. En el aire apareció un hilo dorado que iba desde la medalla de San Judas hasta el centro del pecho de Julián. El espíritu intentó apartarse, pero la línea lo siguió.
Yadriel respiró hondo, listo para decir las palabras sagradas:
—¡Te libero a la otra vida!
Julián cerró los ojos, preparándose para lo que fuera que iba a ocurrir.
Yadriel alzó su portaje para dirigir el tajo correctamente, pero, en vez de cortar el hilo dorado, el filo de su arma chocó contra él. El contacto causó que saltaran chispas y que la daga le vibrara en la mano. El hilo ni siquiera se doblegó.
Por el rabillo del ojo, Yadriel vio cómo la postura de Julián se relajaba. Casi podía notar su odiosa sonrisilla, pero no pensaba rendirse, así que levantó el brazo y probó a cortar el hilo de nuevo. Esta vez, la fuerza del choque fue como un rayo que le irradió hasta el hombro. Intentó serrarlo, pero lo único que logró fue que saltaran más chispas.
La luz de su portaje se fue apagando hasta que el acero volvió a ser gris, y el nahualo se dejó envolver por una gran decepción.
—Mierda.
—No naciste para esto, ¿eh? —dijo Julián encantadísimo consigo mismo.
Yadriel se volvió hacia Maritza; se notaba el pulso en los oídos, la garganta se le iba cerrando y sintió de repente tal dolor en el pecho que creyó que lo consumiría.
—¡Oye! —Maritza se acercó a él, lo agarró por los brazos y, con voz tranquila y reconfortante, dijo—: No te preocupes, no es culpa tuya. Seguramente es demasiado tozudo como para obligarlo a cruzar al más allá.
—¡Eh! —se quejó Julián.
—Igual que Tito, ¿sabes?
—Puede… —murmuró Yadriel, colorado por la vergüenza. Podía ser una explicación, pero ¿y si no lo era?
Julián dio un paso al frente:
—Escucha, estoy dispuesto a pasar esto por alto y hacer un trato.
Los nahuales se volvieron hacia él; se le veía mucho más tranquilo, con la mirada clavada en el hilo dorado que le emergía del pecho:
—Si me ayudas a encontrar a mis amigos y a asegurarme de que están bien, dejaré que hagas tus hechizos y que me envíes al más allá o donde sea. —Julián toqueteó con curiosidad el hilo que ya había empezado a desvanecerse, abrió los brazos y fijó los ojos en Yadriel—. ¿Trato hecho?
Yadriel miró a su prima. Ya estaba metido en una situación bastante peliaguda, y algo le decía que la cosa no iba a ser tan fácil como la planteaba Julián.
—No creo que tengamos otra opción —dijo ella.
O ayudaba a Julián y lo solucionaba todo por su cuenta, o le contaba a su papá lo que había ocurrido. Si Enrique llegaba a enterarse de que su hijo se había escabullido a sus espaldas para desafiarle y faltar al respeto a sus antiguas tradiciones, Yadriel acabaría metido en un apuro monumental.
Y, lo que era aún peor: jamás le permitirían participar en el aquelarre.
—Trato hecho —accedió a regañadientes. Antes de guardar su portaje en la mochila, lo agitó en dirección a Julián y añadió—: Pero tienes que hacer lo que yo te diga.
La sonrisa satisfecha de Julián hizo emerger hoyuelos en sus mejillas:
—A tus órdenes.
—Vendré a buscarte por la mañana… —empezó a decir Yadriel, acercándose al altar de la Dama Muerte para dejar el colgante.
—Espera, ¿qué? —Julián abrió mucho los ojos—. ¡No puedes dejarme aquí tirado!
—No te puedo llevar a casa, ¡alguien te vería!
—No voy a dejar que me abandones en una iglesia encantada.
—¡No está encantada!
—¡Si yo estoy aquí y soy un fantasma, es que está encantada!
—No es…
—¡Y eso da mala onda! —dijo Julián señalando hacia la Dama Muerte.
—¡No da mala onda! —gruñó Yadriel a la defensiva—. Maritza, échame una mano.
Cuando se volvió hacia ella, Maritza simplemente se quedó a un lado con cara de estar divirtiéndose:
—Un poco de razón sí que tiene. Tú lo invocaste, así que ahora es tu responsabilidad.
Yadriel farfulló indignado, pero ella continuó como si nada:
—Además, seguramente es menos arriesgado no perderlo de vista, ¿no crees?
A pesar del tono despreocupado con el que hablaba, Yadriel podía leerla como un libro abierto y se quedó mirándola furiosamente con las mejillas ardiendo. Apretó el colgante en el puño, tratando de pensar una razón mejor para dejar a Julián en la vieja iglesia antes que esconder a un chico guapo en su cuarto.
A un chico guapo y muerto.
Yadriel soltó un bufido. No podía creer que fuera a acceder:
—Tienes que evitar que mi familia te vea, ¿de acuerdo?
A Julián se le iluminó la cara con una expresión triunfal.
Yadriel se puso el colgante alrededor del cuello; para que Julián pudiera acompañarlo, tenía que llevarse también su ancla.
—No pueden enterarse de que me estuve escabullendo y ayudando a un espíritu.
Sería complicado, pero quizás la cosa no acabara en desastre si reducían al mínimo el contacto con otros nahuales para que no llegaran a percibir a Julián. De todos modos, a Yadriel tampoco es que le apeteciera pasar mucho tiempo con su familia.
—Entendido —Julián parecía muy seguro de sí mismo, pero fijó la mirada en la medalla de San Judas que colgaba del cuello del nahualo. Arrugó el entrecejo y sacudió un poco la cabeza—. Un momento, ¿cómo me voy a esconder de ellos si pueden ver fantasmas?
Yadriel parpadeó, buscando una respuesta en Maritza, pero ella alzó las manos.
—¡A mí no me mires! Yo solo soy una nahuala inútil que no puede sanar a nadie.
Y con esas palabras, se volvió y se dirigió hacia la puerta. Yadriel se apretó los ojos con las palmas de las manos. Típico.
De repente, un escalofrío le recorrió el lado derecho del cuerpo y le hizo estremecerse. Al abrir los ojos, vio que Julián estaba justo a su lado; si hubiera estado vivo, sus brazos habrían estado en contacto. Julián era bastante más alto que él y, estando tan cerca, debía bajar la cabeza para mirar a Yadriel. Tenía una expresión muy seria.
El nahualo dio un paso atrás, tratando de contener las mariposas que sentía en el estómago, y preguntó:
—¿Qué pasa?
—¿Los fantasmas pueden comer? —Julián se puso una mano en el estómago—. Me mueeero de hambre.
—Dios mío… —Yadriel se echó la mochila al hombro y se apresuró a seguir a Maritza.
—¡Oye, que lo digo en serio! —lloriqueó.
Ya fuera de la iglesia, Julián siguió caminando y, cuando Yadriel se volvió para cerrar la puerta, algo le hizo dudar.
Notaba una sensación extraña en la barriga, una molestia, como si se le hubiera olvidado algo. El suelo a sus pies todavía se notaba cargado de energía. Dirigió la mirada hasta el final de la nave principal, donde la Dama Muerte volvía a ser poco más que una mancha negra en la oscuridad de la iglesia.
Se quedó allí parado, escuchando y escudriñando entre las sombras, pero lo único que oyó fue a Julián quejándose de que quería una hamburguesa con queso mientras Maritza fingía tener arcadas.
Esperó un poco más, pero, como no ocurrió nada, cerró la puerta y corrió entre las lápidas para reunirse con ellos.