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QUÍMICA Y CORAZÓN

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Cuando es de noche, al fin puedo respirar con calma, lejos de ese sol que no deja de molestar. Me pongo mis gafas negras. Subo al metro. “Próxima parada: Libertad. Atención, estación en curva. Al salir tengan cuidado para no introducir el pie entre coche y andén”.

Corro hacia la luz lo más rápido posible, como la pequeña Caroline. Cruzo la puerta bajo las luces de neón sin mirar atrás. Yo nunca miro atrás. Jamás me atrevería a correr el riesgo de comprobar si todos esos demonios del pasado siguen corriendo detrás de mí, muriéndose de ganas por alcanzarme. Esta es mi conducta natural, mi rutina preferida. Acudo a su llamada como una feligresa fiel y devota a su parroquia y a sus santos, encendiendo velas, rezando el rosario, decorando pequeños altares colocados en pequeñas vitrinas, besando las estampitas de esas vírgenes que lloran sangre en un rostro que parece ser ajeno a todo dolor. Poniéndome de rodillas, y nunca para rezar. Buscando extraños que se apiaden de mí, como un Cristo que yace muerto en los brazos de la Virgen María.

Bolas de discoteca reflejan luz en todas las direcciones, espectros y longitudes de onda que se materializan en miles de rayos multicolor que inundan la sala y la pista de baile, haciendo imposible que yo me sienta algo que no sea un figurante en medio de cualquier videoclip de Kylie Minogue. Rayos láser y megatrón. Adrenalina y gotas de sudor que caen lento por mi frente hasta estrellarse contra el suelo. En noches así, la gravedad le pierde el pulso a la laca y los peinados imposibles se vuelven más que posibles. El highlighter brilla en mis pómulos con la intensidad de un chaleco reflectante y los vasos de gin-tonic siempre están medio vacíos, nunca medio llenos. Aquí se baila con poca luz. Aquí los cuerpos se rozan, las pieles se tocan y las manos se agarran entre sí.

Largas, enormes, colosales, de esas que crees que no vas a poder aguantar. Así son siempre las colas que llevan a los baños. La espera es interminable si no hay recompensa al final del camino.

Por suerte, siempre hay alguien dispuesto a ofrecerte media raya a cambio de lo que tú tengas que ofrecer. Esto es la puta revolución sexual en un metro cuadrado de servicio. Esperando me hago amigo de una chica con el pelo tan destrozado por la decoloración que parece que vaya a rompérsele en mil pedazos en cuanto vuelva a pasarse la mano para apartar su flequillo. No pregunto su nombre porque sé que en cinco minutos lo voy a olvidar, pero, hasta que estos pasen, la proclamo mi nueva mejor amiga. Dos bolleras discuten sobre si Dulceida las representa o no. Alguien dice que Amaia de España es la mejor ganadora en la historia de Operación Triunfo mientras los chicos de al lado opinan que Rosa es la única y verdadera merecedora del título “Reina de España”. Nadie entiende los resultados del último Eurovisión.

Unas maricas malas malmeten sobre una tercera que no deja de darlo todo encima de la tarima. Alguien tira un cubata y pide perdón. A alguien le tiran su cubata y perdona. Sin prejuicios. Sin juzgar. Con muchos rollos, pero ninguno malo.

Después de un par de tiros más, de una sesión entera de música house en la que han pinchado alguna que otra canción del momento que no consigo recordar, pero que sé que he cantado a pleno pulmón, y de unos cuantos vasos en los que solo quedan unos hielos que se derriten a la velocidad de la luz en esta sala inundada de sudor y calor humano, le descubro entre la multitud y veo que no me quita la vista de encima. Me acerco mientras no deja de mirarme. Me come la boca con gran descaro en cuanto llego. Me coge de la mano para llevarme fuera. Puede llevarme a donde quiera mientras sea con él. Esquivamos a la gente como podemos, nos chocamos con más de una, golpeamos a más de uno, pero los dos tenemos claro que nada nos va a impedir salir. Los dos sabemos a lo que hemos venido.

Empuja mi cuerpo contra la pared de un callejón. Saca una pastilla rosa del bolsillo trasero de su pantalón y se la pone en la lengua para que yo la recoja con la mía, como un cura que entrega la hostia en misa. Él se toma otra después. Drogas sintéticas y de diseño. Sensaciones que traspasan la realidad. En cuestión de minutos aparecen los primeros efectos. “Totó, tengo la sensación de que ya no estamos en Kansas”. Digievolución. My Little Pony y arcoíris por todos lados. Plenitud máxima, estado de lucidez absoluto. Éxtasis en nuestra sangre que llega veloz a nuestros circuitos neuronales.

Muerdo su boca, trago su saliva y deslizo mi mano hacia sitios prohibidos. Su mandíbula es firme, sus brazos me rodean como una enredadera que va trepando sin fin. Sus encías saben a cigarrillo y alcohol. Bebo sus besos y apuro hasta el último trago. Mastico cada palabra que me susurra en el oído cuando intenta ponerme más cerda que Pepa Pig. Su lengua corta como el cristal. En situaciones como esta todo es de cristal. Los bafles de 2000w marcan el ritmo de mis latidos y la música a todo volumen que viene de dentro esconde los gemidos que brotan de nuestras gargantas. Somos la neurotransmisión elevada a la máxima potencia. Serotonina y dopamina que brotan sin parar y hacen rebosar la fuente de Cibeles que hay dentro de nosotros.

No busco olvidar, tan solo busco no recordar y así evitar seguir acumulando decepciones. Pulso el botón de pause por unas horas y me quedo quieto, inmóvil, ajeno a todas esas guerras que estallan en el campo de batalla de mi materia gris. Alzo una bandera blanca que grita “Alto el fuego”. Persigo el fin de un conflicto bélico de 23 años de duración. Da igual cuanto tarde en apagarme de nuevo mientras aguante hasta que caiga el sol. Cambio mi porvenir por una noche más. No importa nada porque ya he conseguido encontrar lo que buscaba. Química y corazón. La más peligrosa combinación.

Pastillas rosas

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