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Prólogo Lo nuevo se teje en lo viejo

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¿Interesado en las neurociencias o aficionado a ellas? Solo interesado, tengo que decirlo, lo cual significa que me falta mucho aún para llegar a ser un aficionado, o eso que también se llama un diletante. Un aficionado, un diletante, y eso en cualquier campo, saben ya algo de él, mientras que un simple interesado es aquel que se acerca a algo sin saber nada de él y solo porque se da cuenta de su valor e importancia, de su utilidad y de su provecho. Es desde esa condición de interesado que he seguido con gran interés el desarrollo que ha tenido en mi universidad –la Universidad de Valparaíso– el Centro Interdisciplinario de Neurociencia de Valparaíso, cuya definitiva instalación en el barrio de La Matriz de nuestro Puerto todos esperamos con expectación y algo de impaciencia. Una instalación demorada por causas de diferente índole y que no ha podido sobreponerse del todo a la burocracia y falta de coordinación de los organismos públicos comprometidos en una empresa semejante. En ese barrio hay ya varias otras iniciativas tanto consolidadas como en curso, que corresponden al mundo privado y a la sociedad civil, y que están aportando a la recuperación del sector. Allí están, desde hace mucho tiempo, el Mercado Puerto, el Edificio Liberty, el Edificio Astoreca, el Palacio Subercaseuax, el Consulado de Austria, junto a antiguos comercios que perviven estoicamente, resistiendo el relativo abandono de un sector al que siempre ha faltado un plan de acción integral que logre revertir su progresivo deterioro. La llegada allí del Centro Interdisciplinario de Neurociencia encontrará una buena compañía, luego de que se resuelva, ojala pronto, el hallazgo, en el inmueble de construcción del Centro, de osamentas y piezas arqueológicas de gran significado para la historia de Valparaíso.

Si se me excusa por continuar expresándome en primera persona, tuve el agrado, en 2018, de presentar el libro DeMente, editado por ese Centro, cuyo subtítulo es “El cerebro, un hueso duro de roer”, y que en palabras de Ramón Latorre, Premio Nacional de Ciencias y Director e inspirador del Centro, contiene “una selección de los mejores artículos que abarca todos los aspectos de la neurociencia, desde sus bases moleculares hasta sus implicancias para la sociedad”. Un libro sencillo, que no simple, didáctico, esclarecedor, y que ayuda a responder preguntas tales como por qué soñamos, por qué sentimos dolor, por qué nos gusta la música, cómo podemos entrenar y proteger el cerebro humano, o cómo sería posible llegar a curar una enfermedad como el Alzeimer o un trastorno como el autismo.

Pues bien, ahora tengo la tarea de redactar un prólogo para un nuevo libro, un segundo DeMente, subtitulado “Dos cabezas piensan más que una”, y lo hago siempre desde mi perpleja y a la vez fascinada condición de interesado en un saber y en unas tecnologías que podrían llegar a modificar la idea que tenemos de la especie humana y de su futuro desarrollo. Nuestra especie, resultado de un proceso de evolución exitoso, parece encontrarse a las puertas de ponerse ella misma, no ya el azar, al frente de su futura evolución, si bien todo esto ocurre en medio de una pandemia que azota al planeta de una manera inmisericorde y difícil de controlar. Sueños de grandeza, por una parte, y cable a tierra, por otra; grandes expectativas y, a la par, un serio golpe a nuestra autoestima como especie; por un lado, transhumanismo y, por el otro, extrema vulnerabilidad.

Sin ir más lejos, este nuevo libro abre con un relato acerca de la Optogenética, palabra con la que se designa un método de estimulación cerebral que modifica genéticamente algunas neuronas para hacerlas sensibles a la luz, con el fin de poder activarlas mediante destellos luminosos, y concluye con otro relativo al GPS de nuestro cerebro, lo cual puede dar una idea de la atractiva novedad de la obra que tenemos ahora a la vista. Entre ambos textos, una extensa lista de breves relatos, atingentes, entre varios asuntos, a qué tan inteligentes pudieron ser lo dinosaurios, a si es o no posible revivir el cerebro, a las neuronas de la sed y a la frecuencia de la picazón contagiosa, a las neuronas que nacen en el cerebro de un adulto, a la posibilidad de crear neuronas, a la sensibilidad de las plantas, a lo que tienen en común los ostiones y los telescopios, a las modificaciones cerebrales que pueden causar los celulares, a cómo ataca al cerebro el CoronaVirus, a la hormona que hace retroceder el deterioro mental, y al reloj cerebral que controla la agresividad.

No siendo posible detenerse en todos los relatos, lo hago en el que se llama La magia de la música triste. ¿Por qué será que nos gustan las canciones tristes? Pues bien: la respuesta está en nuestro cerebro. Un estudio realizado por científicos de la Universidad Libre de Berlín mostró que la música triste genera pulsiones de actividad y pensamientos introspectivos en el cerebro, los que pueden potenciar capacidades para la resolución de problemas para la creatividad e incluso para combatir la depresión. ¿Música triste para combatir la depresión? Así de complejas pueden ser las cosas que atañen a nuestro cuerpo y su funcionamiento. Simplemente, la música triste, haciéndonos conscientes de la tristeza ajena, aminora la propia o permite entenderla como una condición insalvable de toda nuestra especie. Entonces, un enamorado que acaba de ser apartado por su pareja, y que se encuentra muy triste, podría mejorar algo si se alejara cantando, como en el bolero, “Entonces yo daré la media vuelta, y me iré con el sol, cuando muera la tarde…”.

Los textos que componen este libro fueron escritos por estudiantes de pregrado, de Magister o Doctorado en Neurociencia de la Universidad de Valparaíso, y tienen la virtud de despertar nuestra curiosidad, o de satisfacerla, a fin de conocer no poco de asuntos en los que el conocimiento científico avanza aceleradamente y del lenguaje que sustenta tales avances. Este último suele sonar extraño en oídos de quienes no estamos familiarizados con él, y otra de las bondades de este libro es que cada uno de los textos concluye con un breve glosario de los términos científicos más importantes que han sido empleados por los distintos autores. Las palabras importan, siempre importan, puesto que con ellas pensamos, nos comunicamos, y hasta hacemos cosas con las palabras. Con ellas atrapamos la realidad y damos cuenta de esta, compartiéndola con los demás. Perder palabras, en consecuencia, es perder las cosas que ellas designan, mientras que ganar palabras es ampliar nuestra comprensión de la realidad. Gracias entonces a los autores por sus textos, y gracias también por habernos puestos por delante algunas palabras que no conocíamos y los significados que ellas tienen.

De más está decir que los textos pueden leerse en cualquier orden, en el que elija cada lector, guiándose para ello por el título de los mismos, títulos por lo demás muy atractivos, muy incitantes también, de modo que se puede ir saltando de uno a otro, crecientemente maravillados con lo que cada uno de ellos explica. La ciencia abre los ojos y nos muestra la complejidad de lo que somos y de la biodiversidad del mundo que habitamos, certificando que la especie humana no es centro ni amo del universo, sino que lo es la vida, la vida en sus diversas expresiones. De allí que Albert Einstein haya escrito un breve libro que tituló Reverencia por la vida, y no solo por la vida humana, sino por la riquísima variedad de vida del planeta en que nos encontramos y, quizás, fuera de él.

El Centro Interdisciplinario de Neurociencia de Valparaíso puede estar tranquilo y, más aún, satisfecho. Este libro como todas sus publicaciones dan cuenta del precioso trabajo que realizan allí investigadores y estudiantes, con un ojo puesto en el avance del conocimiento y el otro dirigido a un público atento e inquieto por saber más acerca de neurociencias y de cómo estas no se encuentran volando lejos, sino muy cerca de nuestras preocupaciones más básicas como especie. El Centro hace buena ciencia, muy buena ciencia, y sabe también la importancia que tiene la difusión científica.

Hacer ciencia exige varias virtudes, entre ellas la perseverancia, y el Centro la ha tenido, y mucha, sobre todo a la hora de impulsar el proyecto que llevará sus instalaciones hasta su nueva sede en el Bario La Matriz. Allí, como indicamos antes, se han encontrado vestigios del viejo Valparaíso, e incluso del viejísimo Valparaíso, lo cual es prueba de que lo nuevo se teje en lo viejo.

Este libro, DeMente, trata precisamente de eso, de la mente y del cuerpo que la hace posible a la vez que reconocible, sumándose a la abundante bibliografía que está produciendo el esfuerzo de divulgación de un saber –la neurociencia- o de unos saberes –las neurociencias- que no dejan pasar un solo día sin sorprendernos con sus avances y con las sorprendentes tecnologías a que dan origen, produciéndonos tanta fascinación como inquietud.

No hay que creer necesariamente en el relato del Génesis para manifestarse de acuerdo con esta reflexión del teólogo jesuita Henri de Lubac: si Dios descansó en el séptimo día, ello fue porque en adelante alguien tendría que ocuparse del resto.

Sabemos bien quién es ese alguien: la inquieta especie humana que conformamos, y que, sin ánimo de parecerse a una divinidad, ni menos de suplantarla, se obstina en conocer y en conocerse a sí misma.

Agustín Squella

Premio Nacional de Humanidades de Chile

DeMente 2: Dos cabezas piensan más que una

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