Читать книгу Cuando Vips era la mejor librería de la ciudad - Alberto Olmos - Страница 18
La novela negra nos enterrará a todos
ОглавлениеLa novela negra no tiene nada que envidiar a la peste negra, ni siquiera los muertos. Se expande por las librerías, que colocan ya este tipo de libros en un espacio particular y privilegiado; invade las bibliotecas, que absurdamente entienden también necesario pastorear a los lectores hacia los libros más comerciales; clava su estandarte en el catálogo de sellos hasta ahora estrictamente literarios con colecciones o minicolecciones llamadas a llevar el peso anual de una cuenta de resultados. Novela negra es lo que gana últimamente el premio Nadal, para sonrojo de los que aún se acuerdan de El Jarama o de Las ninfas; novela negra es lo que gana el premio Planeta, el premio Primavera… (¡hasta los premios de novela negra los ganan novelas negras!; no es que haya habido un intercambio de propósitos entre certámenes literarios, no). Y más: una escritora de novela negra dirige Babelia, el suplemento de libros más (o menos) prestigioso de España. Este fin de semana dedicaron el número entero a vendernos novela negra.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Sin duda, matando a alguien.
Dice Ricardo Piglia que Edipo fue la primera historia detectivesca de todos los tiempos, pues en ella hay un crimen y un hombre que trata de resolverlo (para concluir que él mismo es el asesino). Menos osada es la genealogía que localiza el origen de la novela negra en algunos textos de Friedrich Schiller, Anne Radcliffe o Adolf Müllner. Sin embargo, existe consenso en señalar finalmente Los crímenes de la calle Morgue, de Edgar Allan Poe, como el primer peldaño del género.
Permítanme decir que es una de las narraciones más inverosímiles que he leído en mi vida.
Con todo, su inverosimilitud fue, al parecer, original. Se trataba de llevar la papiroflexia al argumento, de retar al lector, fabricando un crucigrama de vidas en el que dos preguntas hacían la ola desde la primera página: ¿quién lo hizo? y ¿cómo lo hizo?
La novela enigma (como la llama Andreu Martín en su iluminador ensayo Cómo escribo novela policíaca) alcanzó velocidad de crucero gracias a una lupa, un macferlán y un pico de heroína: Sherlock Holmes. Agatha Christie tomó el relevo (siempre británico) de Arthur Conan Doyle, acometiendo sucesivas virguerías aún hoy estimulantes: que el narrador fuera el asesino (El asesinato de Roger Ackroyd) o que todos fueran el asesino (Diez negritos).
En las historias del género siempre se presenta la novela negra americana (o hard boiled) como una evolución o salto a la madurez de la novela enigma. Dashiell Hammet, Raymond Chandler y James M. Cain son considerados los fundadores y maestros de este nuevo arte de matar, más embarrado.
Dijo Chandler: «Hammett alejó el asesinato del jarrón veneciano y lo llevó al callejón».
En realidad, la novela negra o policial al estilo de Raymond Chandler (ya saben: detective problemático, sociedad corrompida, bajos fondos, crítica del sistema y final sorprendente) le debe —a mi juicio— mucho más a la novela naturalista de Zola que al macramé narrativo de Agatha Christie, del que eventualmente podría incluso prescindir. Basta con leer La bestia humana para saber por dónde voy.
La novela negra (años cincuenta del siglo XX) evolucionó mediante la traslación de una serie de patrones de probada eficacia a nuevos ambientes (el entorno «sureño» de Jim Thompson; el Harlem de Chester Himes, etcétera), tuvo un momento de flaqueza con la irrupción de la novela de ciencia ficción en los años sesenta (Raymond Chandler, con su habitual bonhomía, afirmó tras leer algunas páginas de una novela intergaláctica: «¿Pagan por escribir esta mierda?») y se recuperó para llegar sana y pletórica hasta nuestros días a caballo de cientos de autores y de miles de novelas que, parece, nadie se ha molestado en catalogar.
Yo diría que hoy el género se halla instalado en una etapa muy clara: el folclore policial. Ya no importa quién lo hizo, ya no importa cómo lo hizo, pues hemos leído —o visto en el cine— todos los posibles asesinos y todas las posibles formas de asesinar. Importa dónde lo hizo. Es decir, los usos y costumbres de un pueblo.
La exitosa trilogía de Dolores Redondo, por ejemplo, no aporta otra cosa al género que un minucioso repaso de la repostería navarra con la selva de Irati de fondo; del mismo modo, Domingo Villar (salvando las enormes distancias) hace lo propio con la costa gallega. Se pone de moda la novela negra sueca, mayormente, por lo de sueca; la frontera mexicana es lo único novedoso en la obra de Don Winslow, que mata igual que se mataba hace casi cien años o un poco peor.
Si usted quiere ser un autor de éxito de novela negra, no piense ya en inventar un detective estrambótico ni en recrear crímenes aún más bizarros: piense en que alguien investigue crímenes en lugares hasta ahora no visitados por los lectores. El Vaticano ya se le ocurrió a Dan Brown, por cierto.
Lo de nuestro país lo deja claro Andreu Martín en el citado Cómo escribo novela policíaca: «En España surgió el boom de la novela negra como reacción contra unas formas literarias que no interesaban a nadie». Habla de los años setenta, y las formas literarias que no interesaban a nadie son, básicamente, las que cualquier persona cabal entiende como Literatura.
Martín-Santos, Benet, el Cela de Oficio de Tinieblas 5 o Juan Goytisolo.
«Estábamos hartos de esa literatura ensimismada que necesitaba veinte páginas para subir una escalera», subraya enseguida en el mismo ensayo Juan Madrid.
Desde los años setenta hasta ahora se han sucedido los autores, las modas y los festivales de novela negra. Hay librerías y revistas especializadas en novela negra y premios propios y una cosa llamada «Semana Negra de Gijón», que muchos piensan que podría llamarse «Semana de la Cerveza Negra de Gijón» y nadie notaría la diferencia. Eduardo Mendoza creó el subgénero de novela negra paródica y aún hoy tiene imitadores. Javier Marías o Antonio Muñoz Molina han recurrido a este tipo de relato en novelas como El invierno en Lisboa o Los enamoramientos. Actualmente disfrutan de un considerable éxito, aparte de Dolores Redondo y del propio Mendoza, Víctor del Árbol, Lorenzo Silva o Carlos Zanón.
Si nadie te conoce, además, siempre funciona decir que tus novelas negras son un éxito en Francia.
La novela negra supone prácticamente el fin de la literatura. En la mayoría de los autores del género no hay ni un gramo de esa sustancia blanca que define este arte: el estilo. Todos los narradores policiales escriben igual, e igual a como escriben los narradores policiales de cualquier otro país. Traducir una novela negra se diferencia muy poco de escribirla.
La novela negra degrada la literatura a una suerte de cine de bajo presupuesto, dado que convierte la ficción escrita en el campo de pruebas de una historia. Si esa historia funciona comercialmente, se pasará a mayores: se hará una película.
Desde la aparición del hard boiled, además, se ha difundido el mantra de que la novela negra es en verdad narrativa comprometida, un vehículo para la denuncia social. Lo cierto es que todos los grandes escritores de novela negra eran, al mismo tiempo, grandes reaccionarios. De hecho, el más destacado escritor de novela negra de nuestros días, James Ellroy, admira a Ronald Reagan y, para escribir Seis de los grandes, fue, según desvela en A la caza de la mujer, «en todo momento el racista provocador adherido a las almas de mis asesinos derechistas».
Esto es así porque la novela negra auténtica está escrita a partir de experiencias vividas en primera persona. O, dicho con mayor malicia, la novela negra es la novela de ese obrero que vota a la derecha.
El viaje por los bajos fondos que ofrecen estos libros es un viaje por todo lo que sobra para que nuestro sistema capitalista sea perfecto. De ahí que sobren los delincuentes y los mafiosos, pero, a menudo, también los homosexuales, los negros, las mujeres con iniciativa y los comunistas.
Por supuesto, hay novela negra intencionadamente izquierdista, pero siempre será de segunda división: el escritor ha tenido que documentarse y copiar a los grandes.
«Siempre que hay poder hay discurso oficial y, mientras haya discurso oficial, habrá una novela negra para desmentirlo», dice de nuevo —ebrio de heroicidad— Juan Madrid.
Volvamos al principio: ¿es posible que la novela negra vaya contra el discurso oficial o contra el poder cuando ocupa sitios destacados en librerías y bibliotecas públicas, recibe los principales premios comerciales del país y hay escritores de novela negra dirigiendo importantes suplementos literarios, antiguamente tan exquisitos?
Al conservadurismo ideológico del género hay que sumar una poética rutinaria que no admite riesgo y una vocación de complacencia masiva que —ay— solo tiene un objetivo: el mercado. No hay ningún escritor de novela negra de prestigio que no venda libros; de hecho, ser un buen escritor de novela negra es vender libros. Hacer dinero.
Me imagino en el futuro perdido dentro de una librería buscando un libro humilde, un poemario o una novela minoritaria; me imagino recurriendo al librero para localizarlo y que me diga, después de cubrir con un ademán medio establecimiento: «Todo esto es novela negra, el resto es literatura».