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De cómo la autoficción se convirtió en autopromoción

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Partamos del supuesto de que la historia de la novela es una historia de la diferencia. El arte de narrar no es otra cosa que un catálogo de formas. La novela que encuentra sitio en el canon, en las universidades o en los manuales de literatura siempre es una novela que dio inicio a una corriente estética o que la llevó hasta sus límites, incluso agotándola.

Supongamos también que en el siglo XIX la novela alcanzó la perfección. Era así como debía hacerse una novela. Capítulos y partes, descripciones y atención a los detalles, casi siempre un narrador en tercera persona que se deja llevar por el estilo indirecto libre; planteamiento-nudo-desenlace, diálogos y un final climático. Tolstói, en suma; Flaubert. ¿Se podían escribir más novelas después de Guerra y paz? ¿Se podían narrar de forma diferente a Madame Bovary?

La historia de la novela del siglo XX es la historia de cientos de novelistas que intentaron dinamitar la morfología narrativa de ese realismo depurado. Lo que queda del siglo XX (porque es leído, comentado, imitado o estudiado) es el modernismo, la generación perdida, el nouveau roman, Oulipo o la posmodernidad. Es decir, un legado eminentemente formal.

Si el modernismo fue un juego (una exploración) de los elementos básicos del relato, la posmodernidad es el juego (la exploración) de la recepción. Ya poco nos quedaba por explorar aparte de la figura del lector.

Y es ahí donde entra en escena la autoficción.

«Why so serious?», que diría el Joker. Bueno, aquí vamos de la gravedad a la patochada: denme tiempo. Y sigamos.

La autoficción es el legado literario de comienzos del siglo XXI. Autores como Emmanuel Carrère o Javier Cercas, entre otros muchos, quedarán como representantes de la novela que se hacía en el primer cuarto del presente siglo. También se han escrito otro tipo de novelas, evidentemente, pero lo que atesoramos como «canon», va dicho, ha de ser siempre otra cosa, una anomalía.

La autoficción de Carrère o Cercas es algo tan sencillo como novelas en las que el protagonista tiene el mismo nombre que el autor (o exactamente la misma profesión, edad, situación familiar…, en fin, identidad). De este gesto temerario se derivan consecuencias inmediatas para el lector: ¿es verdad lo que leo?; incluso: ¿qué es la verdad?

Si alguien escribe su autobiografía, el lector entiende que todo lo que se cuenta en ella son los hechos ciertos de una vida; si escribe una novela, el lector asume el carácter imaginario de lo narrado. Por ello no hay autobiografías donde una persona se convierta en un escarabajo o vuele. Es lo que se conoce, respectivamente, como «pacto autobiográfico» y «pacto de la ficción».

La autoficción no respeta estas convenciones, mezcla datos reales con otros inventados, lo que lleva al lector a una situación infrecuente: duda sobre qué está leyendo exactamente. Hay incluso lectores que se enfadan (el enfrentamiento de Arcadi Espada con Javier Cercas a raíz de Soldados de Salamina va por ahí), pues entienden que no están ante malabarismos del arte literario, sino frente a una desvergonzada estafa (imaginen que yo escribo una novela sobre un Alberto Olmos que fue violado de niño. ¿Se atreverían a decirme que es mala?, y ¿cuántos premios me darían?).

No es fácil huir de las modas, escribir sin atender a lo que tiene éxito o cosecha elogios. Por ello, numerosos escritores se han puesto a escribir autoficción, después de años haciendo novela más o menos tradicional.

La novela de Álvaro Colomer, Aunque caminen por el valle de la muerte, es —amén de un buen libro— un ejemplo de resistencia. Lo que se nos cuenta en ella es una batalla real y el relato se sustenta en una documentación exhaustiva. Sin embargo, el autor no aparece por ningún lado.

Lo que tendría que haber hecho Colomer para estar a la moda —quizá incluso para tener un enorme éxito— sería narrar no la batalla, sino cómo se documentó sobre la dichosa batalla: tomé un avión, llegué a El Salvador, pisé Irak, me dijo Fulano que no escribiera esta historia, que iba a tener problemas, mi novia me echaba mucho de menos en estos viajes… Todo ello entreverado con el relato de la propia batalla.

Es lo que hacen —un libro sobre cómo escribo el propio libro— muchos otros autores.

Sin embargo, lo cierto es que la autoficción se encuentra ahora mismo en un momento crítico. Personalmente no puedo ya más con tanta gente hablando de sí misma. Entre novedades, manuscritos a los que tengo acceso e incluso artículos de prensa, el grado de narcisismo de los autores hace tiempo que superó la categoría de ridículo y se dirige a toda velocidad hacia el diagnóstico de demencia.

El otro día tuve una iluminación, después de leer un texto particularmente vomitivo. La obra literaria se ha visto contaminada por las redes sociales: he ahí mi iluminación. Si los autores jóvenes y no tan jóvenes dedican diariamente varias horas a autopromocionarse en Facebook o Twitter (cualquier cosa buena que se diga de ellos es enlazada y aireada, amén de exagerada), a la hora de escribir novelas también creen que deben vendernos su éxito literario. Esto ha llevado a que abunden las novelas donde la auténtica trama es la ficción de un éxito, es decir, novelas que tratan de un autor que se nos propone como tal —justamente porque nadie lo conoce o valora, pocos lo leen, nadie lo traduce o nadie lo cita—.

El pringoso consejo según el cual para ser un escritor de éxito primero tienes que parecer (por el modo de vestir y de comportarte) un escritor de éxito alcanza en estos minutos de la basura de la autoficción su corolario definitivo: la propia obra. Escribo para que te creas que soy escritor, para creérmelo yo mismo.

Los rasgos de esta autoficción degradada son muchos: decir siempre que uno «solo sirve para escribir», hacer que los demás personajes te apelen como escritor, incluir algún viaje transoceánico para dar una charla en un festival donde también asistan escritores consagrados (dar sus nombres), ¡sacar a tu novia por su nombre de pila! (esto es muy importante), abusar del posesivo de primera persona («mi editor», «mi agente»…), así como transformar cualquier verbo de acción en un verbo que sugiera a los lectores que el universo gira en torno a ti (nunca «fui»: «me llamaron»; nunca «llegué»: «me recibieron»…) y, sobre todo, disponer de una potente excusa narrativa para levantar todo este tinglado egomaníaco (algo grave, por ejemplo, la muerte del padre).

La autoficción como autopromoción, como vehículo de vanidades, no puede sino ahuyentar a los lectores. ¿Quién quiere leer un libro sobre lo mucho que el autor se gusta a sí mismo? Sin embargo, llevo dos semanas leyendo libros, manuscritos y artículos de autores que se gustan mucho a sí mismos. Sin ironía (como aquel «Yo. Yo. Yo. Yo.» con el que empezaban los Diarios de Gombrowicz); sin empatía (como la que sentimos por el Javier Cercas de Soldados de Salamina, solo, sin trabajo y deprimido); sin modestia (no conozco buena literatura cuyo único presupuesto sea la soberbia).

Así las cosas, ¿cómo distinguir el yo mercadotécnico del auténtico yo literario? En realidad es muy fácil: con el segundo sientes que el autor habla de ti. Decenas de autores hoy en día parten de la premisa: «Lo yo cuento interesa porque trata de mí», cuando la literatura autobiográfica interesa porque, bien hecha, trata de todos nosotros. Es la diferencia entre lo doméstico y lo íntimo (que es lo universal).

El yo del nosotros: ese es el yo que estamos perdiendo.

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