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CAPITULO II

El animal extendió la mano aferrando la siguiente rama, se dispuso a dar un salto, pero en ese momento sintió un pinchazo en la espalda, se le nubló la vista, le fallaron las fuerzas y cayó sin tan siquiera emitir un lamento.

Kapoar se apresuró a degollarlo para evitar que sufriera.

El suyo no era tan solo el gesto de compasión que le enseñara su padre y que debía aplicarse a todo ser vivo que agonizaba; también servía para evitar que por culpa del intenso dolor sus músculos se contrajeran con lo que su carne se volvería dura y correosa.

Si se cazaban bien y se asaban a la justa altura sobre las brasas, los araguatos aulladores constituían un manjar tan solo comparable a la pata trasera de un cerdo salvaje bien cebado.

Cubrió con una gruesa capa de tierra la mancha de sangre con el fin de que su olor no se extendiera por el bosque llegando hasta el finísimo olfato de un jaguar que no dudaría a la hora de seguir su rastro y atracarlo por la espalda con el fin de arrebatarle tan apetitosa presa.

Y tal vez convertirlo en otra presa igualmente apetitosa.

El camino que le esperaba era largo; casi medio día de marcha a través del bosque, porque una primera regla que afectaba a los guerreros jóvenes establecía que debían buscar sus presas lo más lejos posible.

Si cazaban cerca del poblado los animales no tardaban en llegar a la conclusión de que la vecindad de los seres humanos resultaba poco recomendable y al poco tiempo las piezas más apreciadas cambiaban de aires.

Y esas piezas resultaban imprescindibles cuando caían auténticos diluvios y el suelo se encharcaba, o cuando los jóvenes se encontraban lejos y eran ancianos, mujeres y niños los encargados de conseguir el sustento diario.

Lo que estaba más a mano en «la despensa» debía conservarse en ella el mayor tiempo posible, aunque esta despensa fuera una jungla casi impenetrable.

Kapoar no tardó en echarse a la espalda al pesado pelirrojo y emprender a buen paso el regreso a casa con el fin de que los suyos pudieran celebrar un festín a la luz de la hoguera y su madre disfrutara del honor de ser la encargada de despellejar y aderezar a tan bien alimentado araguato.

Caía la tarde cuando escuchó voces y de inmediato comprendió que no eran voces «ahucas» sino voces de los temidos y aborrecidos hombres blancos.

Depositó en el suelo su carga y se deslizó por entre la maleza con el mismo sigilo con que solía hacerlo cuando seguía el rastro de una manada de jabalíes.

Sabía muy bien que quienes se encontraban cerca

–fueran «fogueiros», «garimpeiros», ganaderos o madereros– eran mucho más peligrosos, crueles y traicioneros que el peor de los jaguares.

A los pocos metros le asaltó su hediondo olor a ropa sucia y pies sudados.

También le llegó el inconfundible olor a «cachaza», y por las risotadas dedujo que habían bebido en exceso.

Por fin apartó con sumo cuidado unas ramas y pudo verlos.

Se habían instalado en la casa comunal que, como la mayoría de las casas comunales, no tenía paredes y tan solo estaba conformada por un techo de hojas de palma asentado sobre altos postes de madera de ceiba. Y un caboclo barbudo que parecía ser el más borracho se había acostado en la hamaca de su abuelo, lo que constituía una ofensa y una absoluta falta de respeto.

No distinguió a ningún miembro de su tribu, pero sí las huellas que habían dejado al alejarse, lo que tuvo la virtud de tranquilizarle puesto que no resultaba cosa extraña que unos salvajes que se consideraban a sí mismos civilizados tuvieran la odiosa costumbre de raptar mujeres a las que acababan convirtiendo en esclavas.

Al parecer, estos tan solo eran incendiarios.

***

–¿Y por qué hay menos incendios en esta zona?

–Porque abundan los caobos.

–¿Y eso qué demonios tiene que ver?

–Mucho, puesto que las llamadas «maderas nobles», especialmente la caoba, son de crecimiento lento pero de gran calidad y se pagan muy bien –el capitán Andrade trazó un semicírculo con la mano señalando cuanto se encontraba frente a él–. Debido a ello los «fogueiros» esperan a que se corten los caobos antes de prenderles fuego al resto.

–¿Y usted qué opina?

El brasileño la miró como si aquella fuera la pregunta más estúpida que le hubieran hecho nunca, dejó a un lado la cuchara, y se aclaró la garganta con un trago de cerveza antes de responder casi con acritud:

–¿Y qué quiere que opine, señorita? Soy marino de río y sé muy bien que cuando no haya selva no habrá ríos. El mar siempre estará ahí, más limpio o más sucio, pero los ríos y los lagos van desapareciendo, por lo que a este ritmo de destrucción dentro de veinte años nuestros barcos se quedarán varados en el fango.

–¿Como en Mar de Aral?

–¡Exactamente! Era uno de los mayores lagos del mundo y en menos de medio siglo lo han convertido en un secarral.

–¿Y realmente cree que puede ocurrirle al Amazonas?

–Al Amazonas, no, pero algunos afluentes por los que antaño navegábamos sin problemas se han quedado sin caudal ni para una canoa.

–Doloroso.

–Mucho. Es como asistir a la agonía de un gigante al que no le empieza a circular la sangre por los dedos y luego por las manos hasta que al fin comprende que pronto se le agarrotarán las piernas y los brazos.

Se encontraban cenando en la cubierta superior y bajo un cielo muy rojo, pero en esta ocasión no lo estaba por culpa de los incendios, sino porque la última luz de un sol que comenzaba a ocultarse parecía querer lanzar una advertencia sobre cuál sería el destino de los seres humanos si no cambiaban de actitud.

Miles de aves les sobrevolaban, unas hacia el norte, otras hacia el sur, el este o el oeste, la mayoría agitando con prisas las alas, otras dejándose llevar por las corrientes, pero todas regresando a sus nidos, ansiosas por descansar y dejar que los cielos nocturnos pasaran a convertirse en el campo de batalla de insectos y murciélagos.

Los segundos vencerían siempre, provocando masacres entre las filas enemigas, pero estas eran tan nutridas que apenas alcanzarían a notarse los efectos de tan feroz carnicería.

Noche tras noche, año tras año, milenio tras milenio, los cielos amazónicos hervían de una vida que engendraba nuevas vidas, y tan solo existía un enemigo que pusiera en peligro un ciclo esencial para la subsistencia de millones de criaturas: el fuego.

–¿Es de los que creen que habría que ejecutar a los incendiarios?

El capitán Claudio Andrade observó de reojo a la hermosa e intrigante mujer que le había hecho tan comprometedora pregunta y se limitó a responder:

–¿Le gusta la sopa?

–Deliciosa.

–Es de «comegente».

–¿Y que es un «comegente»?

–Una piraña.

–¿Cómo ha dicho? –quiso saber un horrorizado Bernardo Aicardi.

–Que es sopa de pirañas, a las que aquí llamamos «comegentes». Tienen demasiadas espinas pero como ve proporcionan una sopa excelente.

–Sobre todo a la hora de cambiar de conversación –le hizo notar ella–. Aún no ha respondido a mi pregunta.

–Escúcheme con atención, señorita –fue la áspera respuesta–. Esta es una tierra violenta que ahora se encuentra más convulsa que nunca y en la que si dices lo que piensas te arriesgas a que te vuelen los pensamientos. Ustedes me pagan muy bien, ¡demasiado bien a mi modo de ver!, o sea que les ruego que se limiten a preguntarme sobre ríos, selvas y bichos, y no me metan en problemas.

–De acuerdo… –aceptó ella en un tono que parecía indicar que aquello no quedaría así y que pronto o tarde volvería sobre el tema–. Respóndame entonces a otra pregunta que imagino que no le causará ningún problema: ¿Por qué su barco se llama «Kubichek IV»?

–Porque Juscelino Kubichek fue el mejor presidente que ha tenido Brasil, y uno de los mejores que ha tenido el mundo. Era humano, sencillo, honrado, trabajador y con una gran visión de futuro puesto que fue el fundador de Brasilia –hizo una larga pausa antes de añadir, sabiendo que iba a sorprender a sus interlocutores–: Y además era gitano.

–¿Gitano?

–Gitano.

–Primera noticia.

–Y auténtica. El único presidente de raza gitana que ha existido en la Historia de la humanidad.

–Pero era brasileño –intervino Bernardo Aicardi–. Y por lo que yo sé en Brasil no abundan los gitanos.

–Cierto –admitió su interlocutor–. Y es una lástima puesto que tal vez aparecerían otros Juscelinos. Nació en Minas Geraes porque su familia huyó de Centroeuropa, creo que de Checoeslovaquia, cuando los nazis decidieron exterminar a los judíos y a los gitanos. Por lo visto se subieron a un barco creyendo que los llevaría a los Estados Unidos y el destino quiso que acabaran aquí, lo cual es muy de agradecer. Mi hijo mayor se llama como él.

–¿Cuántos hijos tiene? –quiso saber Violeta.

–¿Y eso qué tiene que ver con que sepa llevarles adonde quiera que sea que quieren llegar?

El sobrino de monseñor Guido Aicardi no pudo evitar una sonrisa al ver la expresión que se le había quedado a la que todos consideraban su amante, ya que por primera vez la advertía desconcertada.

–Tiene razón –le hizo notar–. No tiene nada que ver.

–¡Tú no te metas!

–Es que le estás atosigando.

–¿Desde cuándo interesarse por cuántos hijos tiene una persona significa atosigarle?

–Desde que llevas toda la cena tocándole los cojones preguntándole sobre esto y sobre aquello –advirtió que el capitán se sentía molesto por sus palabras y alzó la mano en son de paz–. No se preocupe –añadió–. Suele utilizar un lenguaje mucho más soez pero aún no tiene la suficiente confianza.

–Pues espero que nunca la tenga –respondió el brasileño mientras se ponía en pie–. Y ahora les suplico que me perdonen porque tengo que buscar un lugar en el que pasar la noche sin que nos disparen los «fogueiros» ni nos tiren flechas los nativos.

En cuanto hubo desaparecido escaleras abajo Bernardo Aicardi comentó:

–Me gusta ese tipo.

–Y a mí.

–Pero tengo la impresión de que te gusta demasiado.

–Si con tu retorcimiento habitual estás insinuando que me apetecería acostarme con él, estás muy equivocado. La cama es el lugar en el que se estropean las amistades, y siempre he preferido ser amiga que amante.

–Eso es algo que sé por experiencia.

–Me alegra que las cosas queden claras. ¿Cuándo le diremos qué es lo que en verdad queremos?

–Aún no está lo suficientemente maduro.

–Puede que no esté lo suficientemente maduro, pero creo que empieza a preguntarse qué coño hacen un par de gilipollas como nosotros gastándose un dineral en un crucero por la Amazonia, cuando está claro que no somos zoólogos, botánicos, fotógrafos ni naturalistas.

–Lo bueno que tiene que te consideren un gilipollas, y te recuerdo que es un papel que llevo años interpretando, es que la gente suele aceptar tus gilipolleces sin hacer preguntas.

***

Cerró la noche y continuaban bebiendo, drogándose y comiendo de un caldero que habían colgado sobre una hoguera que habían encendido en el centro de la casa comunal, y en la que calentaban judías que habían extraído de latas de conserva por lo que el hedor le obligaba a apartar la cara.

El caboclo que se había apoderado de la hamaca de su abuelo dormía la borrachera y otro aparecía recostado contra un poste con el pecho cubierto de vómitos.

Tal como solía asegurar su padre, los «fogueiros» constituían el último eslabón de la especie humana y podría considerárseles parientes lejanos de los osos hormigueros.

–Teniendo en cuenta que los osos hormigueros ni se drogan ni se emborrachan… –había añadido con una sonrisa.

–¿Y por qué se drogan y se emborrachan?

–Quizás para olvidar que son «fogueiros».

Aquella era sin duda una respuesta válida puesto que cuando un hombre, por muy blanco, muy negro, muy mulato o muy caboclo que fuera, veía que lo que hasta momentos antes había sido un paraíso se convertía en un erial de cenizas humeantes por su culpa, tenía la ineludible obligación de sentir remordimientos.

Cabía entender que un cierto tipo de seres humanos odiaran a otros seres humanos hasta el punto de desear aniquilarlos, un segundo grupo odiaran a los animales y un tercero la naturaleza, pero se hacía necesario ser un auténtico desalmado a la hora de encender una antorcha y prenderle fuego a la selva.

Pero allí estaban las antorchas, aguardando el amanecer, debido a que los «fogueiros» tenían orden de dejar pasar un día desde que desalojaban un poblado hasta que iniciaban su trabajo.

Al presidente Bolsonaro no le gustaba que aparecieran cadáveres de niños calcinados.

No era buena publicidad.

A su entender las tribus indígenas eran una carga que lastraba el futuro de Brasil, una carga de la que se hacía necesario deshacerse sin excesivas estridencias.

Kapoar lo sabía, puesto que el padre Rufino, que solía visitar el poblado dos o tres veces al año, les mantenía al corriente de cuanto se fraguaba contra ellos desde las fastuosas mansiones de madereros, ganaderos y terratenientes.

Y últimamente desde el mismísimo palacio presidencial.

–Hasta no hace mucho teníais tres enemigos, pero ahora son cuatro y este es el más peligroso, puesto que se sabe apoyado por los otros.

–¿Y a nosotros quién nos apoya?

–Jesucristo.

–Pues de momento va perdiendo la batalla.

–A la larga siempre gana.

–Pero a la larga ya no quedará nada de nuestros bosques y nuestros campos… –se lamentó una mujer que cargaba con un niño a la espalda–. Una batalla en la que mueren inocentes siempre es una batalla perdida.

El padre Rufino no pareció sorprenderse por la sensatez de la respuesta ya que hacía mucho tiempo que conocía a los «ahúnas» y sabía mejor que nadie que constituían una comunidad sorprendentemente sensata.

La mejor prueba estaba en que nunca se habían dejado deslumbrar por los supuestos beneficios de la civilización, se negaban a beber alcohol, usar armas de fuego o aceptar dinero, pero sobre todo se negaban a abandonar la paz de sus bosques.

Los «garimpeiros», que de tanto en tanto visitaban su territorio buscando oro o piedras preciosas, sabían que nunca correrían peligro mientras no se aproximaran a menos de medio día de marcha de sus campamentos, cazaran justo lo necesario y no comerciaran con pieles de animales.

Respetar las reglas de sus ancestros constituía la mejor forma de conseguir que los antiquísimos sistemas ecológicos siguieran funcionando y no llegara un momento en que el firmamento se les viniera encima.

El destructor del Amazonas

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