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CAPITULO III

–Abajo está «La Coruja».

–¡Dios nos coja confesados! ¿Cuánto trae?

–Calculo que casi medio de litro.

–Esa mujer está loca. ¿Acaso intenta acabar con la humanidad?

Getulio se limitó a encogerse de hombros mientras respondía, como si fuera lo más natural del mundo:

–Se limita a hacer un trabajo que nadie más quiere hacer.

El capitán Rodrigo Andrade se aproximó a la barandilla, saludó con la mano a una esquelética mulata de encrespada melena que aguardaba sosteniendo una vasija de barro y que le gritó:

–¡Treinta kilos!

–¡De acuerdo! Pero no te muevas de ahí.

Lanzó un reniego por cuyo tono e intensidad podría creerse que estaba a punto de enfrentarse a todos los jaguares de la espesura y acabó por ordenarle a su primer oficial:

–Prepáralo todo y que Jesús nos asista.

–…Y la Virgen y San José.

–¡Amén!

En cuanto Getulio hubo desaparecido Bernardo Aicardi quiso saber:

–¿De qué se trata?

–De «La Coruja». ¿Es que no la está viendo? La mismísima «Coruja» en carne y hueso; una mujer cuyo solo nombre asusta a los niños… ¡Y a muchos mayores!

–¿Y eso por qué?

–Porque es la única capaz de recolectar uno de los venenos más letales del mundo. Una solo gota acaba con cincuenta adultos y basta con que te roce para que no sobrevivas cinco minutos.

–¿Y de dónde lo extrae? ¿De la «mamba» o la «coral»…?

–¡Qué «mamba» ni qué «coral»! No se trata de ninguna serpiente sino de la bestia más mortífera que pulula por los pantanos: la rana dorada. Los laboratorios pagan su peso en oro porque se ha convertido en un producto básico a la hora de producir analgésicos.

–¿Y no resultaría más sencillo criar esas ranas en cautividad? –intervino Violeta con lo que parecía una pregunta de innegable sentido común.

–Se ha intentado, pero en cuanto se las saca de su ambiente dejan de ser peligrosas. Por lo visto, aunque les ruego que no me hagan demasiado caso, su ponzoña se debe a que se alimentan de hormigas y de unos grillos diminutos que son los que generan las toxinas. Un médico me aseguró que ese veneno es como nicotina altamente concentrada.

–¿Acaso los grillos fuman?

–Supongo que únicamente los que fueran amigos de Fidel Castro o del Che Guevara pero en esos endemoniados pantanales ocurren tantas cosas increíbles que uno acaba por creérselo todo. ¿Sabía que el ochenta por ciento de los medicamentos proceden de plantas o animales amazónicos?

–No, pero lo que no entiendo es por qué a las ranas no les afecta ese veneno.

–Al parecer cuando son pequeñas no consiguen cazar demasiados grillos por lo que luego se van volviendo inmunes.

–En algún lugar he leído que algunos reyes de la Edad Media ingerían minúsculas porciones de arsénico con el fin de volverse inmunes.

–Pero calvos y estériles… –le hizo notar el sobrino de Monseñor Aicardi al que evidentemente todo aquello no le hacía la más mínima gracia.

–Calvos y estériles pero vivos.

–Pues no sé yo si vale la pena vivir calvo estéril y con el resto del cuerpo envenenado con arsénico… –hizo una larga pausa antes de añadir–. ¿Y cómo se las arregla esa mujer para recolectar el veneno sin que le afecte?

–Por lo que me contó una vez, atrapa las ranas con una especie de cazamariposas y las introduce en un recipiente de barro relleno de algodón que coloca al sol. Como la ponzoña se encuentra en su piel, en cuanto empiezan a sudar impregna el algodón. Por lo visto cada una produce tres sudoraciones antes de morir deshidratada.

–Está claro que ese bicho estaba preparado para enfrentarse a todos los depredadores, excepto a los laboratorios farmacéuticos, que son los mayores depredadores del planeta. Supongo que no se le habrá pasado por la cabeza la idea de cargar un cacharro cuyo contenido puede matar a miles de personas.

–Cuando la subamos a bordo se habrá convertido en un sarcófago.

–¿Un sarcófago?

–Un sarcófago… –insistió Andrade–. Tenemos que sumergir la vasija en un cemento especial que fraguará en pocos minutos y la volverá impenetrable durante los próximos tres siglos.

–¿Y por qué tantos siglos?

–Por precaución y sobre todo por las características de ese cemento. Cuando se seca se convierte en una roca, pero si utilizáramos otro menos potente nos estaríamos arriesgando a que se produjeran grietas.

Violeta Ojeda, a quien el tema parecía interesarle de forma muy especial puesto que su pensamiento estaba yendo más allá del mero hecho de neutralizar venenos, se tomó un respiro antes de insistir con su tozudez habitual.

–¿Y de qué les servirá una roca a los laboratorios farmacéuticos?

–Saben abrirlas con sierras de alta velocidad y les aseguro que si el contenido de esa vasija puede matar a cientos de personas, también puede salvar a miles. La mayoría de los moribundos deberían agradecer la existencia de mujeres como «La Coruja», las únicas capaces de hacer más llevaderos sus últimos momentos –se puso en pie como dando por concluida la conversación y no hubiera nada más que discutir puesto que a bordo de su barco era él quien tomaba las decisiones–. Muchos epilépticos y desgraciados a los que el tétanos hace sufrir lo indecible lo necesitan, o sea que lo tienen muy claro: o viajan con un «sarcófago» o no viajan.

–Preferiría que fuera el de un faraón, pero ya que no puede ser, tendremos que resignarnos.

Asistieron, sin moverse de cubierta, al laborioso y sobre todo peligroso proceso de aislar un frágil recipiente teniendo en cuenta que si el cemento fraguaba con demasiada rapidez podía romperse, y si fraguaba con demasiada lentitud se corría el riesgo de que tanto esfuerzo resultara inútil.

Luego vieron como Getulio le entregaba a «La Coruja» tres sacos conteniendo cada uno diez kilos de sal, con los que la mujeruca desapareció entre la espesura visiblemente satisfecha.

–¿Sal…? –se sorprendió el italiano–. ¿Es eso lo único que quiere?

–¿Y qué otra cosa iba a querer? Allá donde va el dinero no sirve, pero esa sal vale una fortuna porque no sé si se habrá dado cuenta de que esta es una tierra sin sal en la que miles de personas y animales enferman o mueren por su carencia. En la Amazonia lo de «la sal de la tierra» no es solo una frase altisonante; es una dramática realidad.

–Pues sí que soy una acémila. Sabía que lo de «salario» viene de pagar el trabajo con sal, pero no que fuera hasta ese punto.

–Hay guacamayos que cuando están criando tienen que volar cincuenta kilómetros con el fin de llevarles a sus polluelos un poco de arcilla que contiene diminutas partículas de sodio sin las cuales no llegarían a adultos.

–Curioso. ¡Muy curioso! Ciertamente, este es un país para curiosos.

–Pero ándese con cuidado porque a veces la curiosidad mata al gato. «La Coruja» carga con un tesoro, pero en cuanto llegue a los pantanales, un solo error, el más mínimo movimiento en falso, le costará la vida.

A la hora de la cena, con el veneno ya a bordo y «La Coruja» lejos, la inasequible al desaliento Violeta Ojeda insistió sobre el tema:

–¿Es cierto lo que ha dicho sobre ese tipo de cemento: que se mantiene inalterable durante trescientos años?

–¿Y qué ganaría con mentirle? –quiso saber el paciente capitán–. Ni usted ni yo estaremos aquí para comprobarlo.

–Eso me temo. Y ahora me gustaría hacerle una pregunta que se le antojará estúpida pero que para mí puede ser muy importante: ¿Sabe cuántos teléfonos móviles están en uso en estos momentos?

El dueño del barco meditó unos instantes para acabar por admitir:

–No tengo ni la más pajolera idea.

–Unos seis mil millones.

–¡Caray...! La gente de las ciudades sí que habla.

–Demasiado para decir demasiadas estupideces. ¿Y sabe usted cuántos teléfonos móviles usados y desechados existen en estos momentos?

En este caso la respuesta llegó rápida pero en el tono de quien dice una cifra sin la menor esperanza de acertar:

–¿Mil millones…?

–Cuatro mil millones –le corrigió ella–. Casi todos los que tienen un móvil han tenido antes un par de ellos. A muchos les gusta cambiarlos pese a que aún funcionen.

–¿Y por qué hacen esa estupidez?

–Porque hay gilipollas que sufren más por carecer de lo superfluo que por carecer de lo imprescindible. Conozco a gente que si no pone sobre la mesa un móvil de última generación se considera un paria.

–Pues por aquí apenas los usamos puesto que suele haber mala cobertura. Funciona mejor la radio.

–Suerte que tienen, pero volvamos a lo que importa: ¿sabía usted que cuando un teléfono móvil se moja desprende compuestos órgano-clorados y fosforita radioactiva?

–¡Por los clavos de Cristo, Violeta! –la atajó un furibundo Bernardo Aicardi–. ¿Cómo pretendes que entienda de esas cosas? ¿Quién coño sabe lo que son los compuestos órgano-clorados y la fosforita radioactiva?

–Yo no, desde luego… –reconoció el brasileño–. Pero nunca está de más aprender algo que suena poco recomendable para la salud.

–Son venenos; no tan letales como el de esas ranas pero causan estragos debido a que provocan cáncer de piel, sobre todo en los niños.

El atribulado marino de agua dulce, al que jamás se le había pasado por la mente que algo así pudiera ocurrir y que fuera la tecnología de última generación la que estuviera amenazando el futuro de una humanidad cegada por sus éxitos, apartó con desgana el enorme chuletón que había estado devorando.

–La verdad es que tiene usted la virtud de endulzar la vista y el defecto de amargar el oído –masculló–. Cada vez que abre la boca me quita el apetito.

–En este caso ha valido la pena. ¿Cree que ese tipo de cemento podría utilizarse para convertir los teléfonos tóxicos en rocas?

–No veo por qué no, ya que es capaz de resistir siglos incluso bajo el agua.

–¡Bendito sea Dios!

–¿Estás pensando lo que creo que estás pensando? –intervino de nuevo el italiano–. ¿Tienes idea de qué gigantesca cantidad de cemento sería necesaria para aislar cuatro mil millones de móviles?

–No. No tengo ni la menor idea, querido, pero como dermatóloga tengo muy claro lo que costará el tratamiento de esos enfermos y que la mitad de ellos no sobrevivirán.

–¿Y qué podemos hacer?

–Exponer el tema y aportar soluciones. Si las autoridades conocen el peligro y cómo evitarlo por lo menos habremos cumplido con nuestra obligación. El Vaticano tiene un periódico y supongo que conocerás a muchos periodistas.

–Sí, en efecto. Conozco a muchos e incluso tenemos en nómina a algunos a los que se les supone abiertamente anticlericales.

–Pues que se pongan a trabajar; que dejen de hablar tanto de los políticos que están destruyendo el mundo y empiecen a hablar de las tecnologías que están destruyendo el mundo. Me consta que nunca podremos acabar con los políticos corruptos pero sí con la tecnología destructiva.

***

Tan solo habían dejado un centinela; un hercúleo pelirrojo que hacía muy bien su trabajo, no solo porque se tratara de un excelente profesional, sino porque a nadie le apetecía quedarse dormido a menos de diez metros del cauce de un río del que en cualquier momento podía surgir un caimán, y otros tantos de una espesura de la que en cualquier momento podía surgir un jaguar.

Sentado junto a una hoguera en la que parecía confiar más que en su capacidad de reacción, permanecía arma al brazo, ojo avizor y con el oído atento, tal vez preguntándose cómo había llegado a tan peligroso lugar desde su Irlanda natal.

Se había visto obligado a establecer su puesto de vigilancia y encender fuego lejos de la casa comunal, debido a que los sonoros ronquidos y las apestosas flatulencias de quienes se habían atiborrado de judías con chorizo le distraían, y tenía muy claro que un ligero descuido, un simple parpadeo que se convirtiera en corta cabezada, podía significar el fin del grupo.

Que el grupo sirviera de cena a los caimanes le hubiera tenido sin cuidado de no ser por el hecho de que formaba parte de ese grupo.

A sus espaldas había clavado un palo de casi dos metros en el que ondeaban trapos con el fin de desorientar a los murciélagos.

Odiaba a los murciélagos.

Los odiaba con el mismo fervor con el que los odiaba el común de los mortales y ahora les oía revolotear a su alrededor como un ejército de pequeños demonios a los que Satanás hubiera dado la noche libre.

Un minero ecuatoriano le había contado que en su país existía un tipo de murciélago, que por fortuna tan solo habitaba a casi tres mil metros de altura en la cordillera andina, que tenía la odiosa costumbre de alimentarse de sangre, y que si mordía a un ser humano después de haber mordido a un animal rabioso le trasmitía la rabia, «el mal para el que no existe cura».

Puede que no se tratara más que de una exageración o una burda leyenda de la selva, pero pese a que se encontraba muy lejos de los Andes, aquella historia siempre le rondaba la cabeza puesto que lo que menos le apetecía en este mundo era morir como un perro tan lejos de su amada Irlanda.

Un gran pez chapoteó en el agua por lo que su dedo se curvó sobre el gatillo del arma.

Pero no era más que un pez.

Oculto entre los árboles, más despierto que nunca, Kapoar decidió que había llegado el momento de actuar.

Preparó un dardo, pero sabía que en esta ocasión debía impregnarlo con el mismo tipo de curare que había utilizado para abatir al mono debido a que por su tamaño y constitución el pelirrojo tardaría demasiado en quedar paralizado, proporcionándole tiempo para disparar su arma o dar la voz de alarma.

Debía pesar diez veces más que un araguato y por lo tanto se veía obligado a utilizar una mezcla de curare al que tendría que agregarle una mínima cantidad de veneno de rana, y sabía que si cometía el más ligero error al impregnar el dardo y el veneno le rozaba la piel no volvería a respirar una nueva bocanada de aire.

Extrajo de su zurrón el pequeño recipiente de caña de bambú que contenía la odiosa ponzoña e intentó destaparlo pero se detuvo al advertir que las manos le temblaban.

En realidad todo el cuerpo le temblaba.

Maldijo entre dientes.

Si el mero hecho de realizar tan peligrosa tarea a la luz de día y sin enemigos en las proximidades exigía unos nervios de acero, intentarlo en plena noche y en semejantes circunstancias hubiera destrozado los nervios incluso de su tío Somm, que había sido el hombre más templado y el mejor cazador que conociera nunca.

Somm podía mantener recta durante largo rato una pesada cerbatana de chonta o aguantar sin pestañear el ataque de un jabalí.

Pero Somm era Somm y él tan solo era Kapoar.

Pasaron unos minutos antes de que pudiera sentirse seguro de sí mismo, impregnar el dardo, introducirlo en la cerbatana, apoyarla en una rama con el fin de proporcionarle mayor estabilidad, apuntar, esperar a que no hubiera viento y lanzar un soplido corto y fuerte.

El destructor del Amazonas

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