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CAPITULO IV

Los alcanzaron a media mañana.

Eran una treintena y avanzaban cargando con sus escasas pertenencias, agotados y hambrientos pero decididos a seguir adelante puesto que lo que quedaba a sus espaldas tan solo era violencia y muerte.

–¿Quiénes son?

–Lo «ahúnas». Suelen vivir a orillas del Bajhó.

–¿Y adónde van?

–No van. Huyen. Últimamente ha habido incendios y matanzas por aquella zona.

–¿Los madereros?

–Ni los madereros, ni los ganaderos ni los terratenientes incendian o matan, señorita. Según el gobierno quienes matan son pistoleros, aunque no aclaran quién les paga.

–De acuerdo. Invite a esa pobre gente a subir a bordo. Los llevaremos adonde quieran.

–Supongo que lo único que quieren es volver a sus casas.

–Eso no podemos hacerlo, pero podemos ayudarles a construir otras.

–¿Para qué? –quiso saber el evidentemente malhumorado capitán–. ¿Para que se las vuelvan a incendiar…? No sé de cuánto dinero disponen ni de dónde lo sacan, pero les garantizo que lo malgastarían. Este problema no se soluciona construyendo casas sino destruyendo un sistema que está corrompido de los pies a la cabeza.

–De todas formas embárquelos y los llevaremos lo más lejos posible. ¿Alguna idea?

–No me paga por tener ideas.

–No son para mí. Son para su gente.

–Ahí me ha pillado, ya ve usted. ¿Alguna vez le han dicho que además de condenadamente guapa es usted condenadamente lista?

–Lo primero casi a diario porque está a la vista. Lo segundo solo cuando lo demuestro.

–¡Me rindo! Usted no es una de esas mujeres que parecen estar al borde de un ataque de nervios; usted es de las que ponen a la gente al borde de un ataque de nervios. ¡Getulio…! –gritó hacia abajo–. Embarca a los «ahúnas» y dales cuanto necesiten.

En un principio los nativos se mostraron renuentes a la idea de subir a un barco temiendo que se los llevarían a una de las siniestramente famosas reservas indígenas creadas por el gobierno de Bolsonaro en las que acababan muriendo de hambre o tuberculosis y fue necesario demostrarles su buena voluntad proporcionándoles ropa y alimentos.

Durante un buen rato aún intentaron resistirse, pero lo cierto es que se encontraban agotados, hambrientos y asustados, por lo que acabaron por aceptar, acurrucándose en cubierta, lo más lejos posible de la sala de máquinas.

Para los «ahúnas» su ruido venía a ser equivalente al rugido de un demonio anunciando el apocalipsis.

Sabían que cuando aquel ronroneo metálico se propagara sobre las copas de los árboles venciendo el trino de las aves o los gritos de los monos al poco aparecerían hombres con armas y antorchas.

Y los hombres con armas y antorchas han sido siempre preludio de muerte, destrucción y cenizas.

–Me gustaría hablar con ellos… –señaló Violeta.

–Mañana. Ahora lo único que conseguiría sería intimidarlos. Si a veces me intimida hasta a mí, ¡imagínese lo que les ocurriría a quienes nunca han visto a una mujer de su tamaño! Déjelos descansar y la semana que viene los desembarcaremos en Güiría, donde hay un puesto del «Funai» en el que se encontrarán a salvo.

–¿Qué es el «Funai»?

–La «Fundacional Nacional del Indio». Ha sido de vital importancia para su bienestar durante mucho tiempo y aunque ahora los están desmantelando, aún queda gente honrada que sigue el ejemplo de los hermanos Vilas-Boas.

–Algo he leído sobre ellos.

–Orlando, Claudio y Leonardo fueron «Los Tres Mosqueteros» brasileños, los que se sacrificaron y pusieron en peligro sus vidas a la hora de proteger a tribus que jamás habían tenido contacto con la civilización. Pero me temo que el principal objetivo de la nueva administración es enterrar su legado.

–¿Realmente cree que podemos hacer algo a favor de los indígenas cuando tenemos que enfrentarnos al presidente del país? –quiso saber Bernardo Aicardi, que todo ese tiempo había escuchado en silencio pero sin perder detalle.

–¿Enfrentarse cómo?

–Como sea. Incluso por la fuerza.

El capitán Rodrigo Andrade pareció a punto de lanzar un reniego pero se lo pensó dos veces y tardó casi un minuto en responder:

–Usted perdone, pero soy brasileño y me está preguntando si un italiano barrigón y una chilena pechugona están en condiciones de enfrentarse por la fuerza al presidente de uno de los mayores países del mundo… ¿Qué opinaría si le tiro al río para que se lo coman las pirañas?

–Que estaría en su derecho.

–Me alegra oírlo. A la próxima estupidez de ese calibre lo haré –se volvió a Violeta con el fin de señalar–. Y perdón por el lenguaje.

–No me molesta el lenguaje; me molesta que crea que soy pechugona.

–Lo que creo es que tiene usted los pechos más bonitos que he visto.

–Gracias.

–Al César lo que es del César, a Dios lo que es de Dios, y a usted lo que está a la vista que es de usted. Y hablando del César; mañana entraremos en los territorios de don César Vargas.

–¿Y ese quién es?

–El mayor plantador de soja de esta zona.

–Me gustaría saber algo más sobre la soja.

–¿Nunca se cansa de preguntar?

–Soy mujer.

–Respuesta acertada. ¿Qué quiere saber?

–Todo lo que sepa.

–¡De acuerdo! Por lo que sé la soja es una de las causas del empobrecimiento de los suelos, la contaminación de los ríos y la eliminación de la agricultura tradicional. Pero resulta muy barata y se utiliza para la producción de biodiesel, así como de harina para piensos con destino a la cría industrial de animales con destino a la comida basura; es decir los que producen carne, leche y huevos de pésima calidad.

–¿Qué quiere decir con eso de «pésima calidad»?

–Estamos hablando de vacas, cerdos o gallinas que pasan toda la vida en espacios cerrados sin respirar aire puro ni haber visto una brizna de hierba fresca –el capitán Andrade hizo un gesto con la mano como exigiéndole un cigarrillo y mientras lo encendía puntualizó–: En pocas palabras, la soja significa lo mismo de siempre: el enriquecimiento de unos pocos y la ruina de otros muchos, en especial de estas selvas y quienes la habitan.

–¿Y piensan consentirlo?

–¿Y quién se cree que soy…? Un solo gesto o una palabra a destiempo y de entre aquellos árboles surge un tipejo con un fusil que te vuela la cabeza. Y tengo cinco hijos que alimentar. Ahora ya lo sabe; cinco.

–Ya me había enterado. Pero en estos momentos entre aquellos árboles no hay un tipejo con un fusil; hay un negro muy guapo que tiene los ojos verdes.

–No es un negro de ojos verdes; es una pantera.

–¡Ya me extrañaba a mí…!

***

La primera claridad del alba alumbró a un centinela que estaba siendo pasto de los caimanes y a cinco «fogueiros» fuertemente maniatados que observaban aterrorizados al que siempre habían considerado «un sucio salvaje», y que al poco se limitó a preguntar:

–¿Quién os envía?

Nadie respondió.

Sin duda Kapoar lo esperaba.

–¿Quién os envía? –repitió.

Idéntica actitud, por lo que el «ahúna» optó por extraer de su zurrón un dardo, impregnarlo en curare y clavárselo en la pierna a quien se encontraba más cerca, que comenzó a estremecerse, dejó escapar espumarajos por la boca, lanzó un sonoro lamento e inclinó la barbilla sobre el pecho.

–¿Quién os envía?

–Don Marcelo de Castro.

–¿Y ese quién es?

–No lo conocemos. Solo nos paga.

–¿Y dónde vive?

Nuevo silencio, pero bastó el gesto de volver a clavar el dardo en otra pierna para que la confesión llegara de inmediato.

–En Guariavé.

–¿Y dónde está Guariavé?

Uno de ellos hizo un significativo gesto hacia el río:

–A unos sesenta kilómetros, en su confluencia con el Payaré.

–¿Aguas arriba o aguas abajo?

–Aguas abajo.

Aquel a quien siempre seguirían considerando un salvaje hizo un gesto hacia lo poco que quedaba del centinela pelirrojo:

–Me voy, pero si vuelvo a veros aquí acabareis como él.

–¿Y nos vas a dejar así, atados, a merced de las bestias?

–Si no sois capaces de soltaros no deberíais haber venido a estos bosques. Son peligrosos.

Recogió sus armas, un saco de provisiones y otro de sal, los documentos, el dinero y algunas prendas de ropa de las que habían traído los «fogueiros», embarcó en la mejor de las piraguas, cortó las amarras de las restantes permitiendo que la corriente las arrastrase y se dispuso a emprender sin prisas el largo viaje hacia Guariavé.

En cualquier otra circunstancia habría optado por marchar en dirección contraria, intentando reunirse cuanto antes con los suyos, pero sabía muy bien que eso daría lugar a que su familia jamás pudiera regresar debido a que un tal Marcelo Castro, que nunca había puesto un pie en aquellas tierras, las reclamaba como suyas.

Hasta que don Marcelo Castro no renunciara a esos derechos, los «ahúnas» no serían más que vagabundos del bosque; un pequeño grupo de desarraigados que pronto o tarde acabarían convirtiéndose en vagabundos de ciudad.

Y no estaba dispuesto a permitir que su abuelo acabara entre cubos de basura, ni sus hermanas en prostíbulos.

Lo habían educado para ser un hábil cazador y un valiente guerrero no solo capaz de abatir araguatos o defender a los niños de las garras de un jaguar sino para serlo en cualquier circunstancia.

Y aquellas eran unas circunstancias fuera de lo normal en las que no bastaría con pensar y actuar como un hombre de la selva, sino como un hombre de ciudad.

Kapoar nunca había estado en una auténtica ciudad, pero por lo que le había contado el padre Rufino, Guariavé no era una auténtica ciudad sino tan solo un campamento «garimpeiro».

La calle principal estaba formada por chabolas de madera, almacenes, tabernas y casas de «preciosas buscadoras de buscadores de piedras preciosas», aunque en realidad la mayoría de las buscadoras eran bastante repelentes y la mayoría de las piedras únicamente semipreciosas.

Y por aquella calle, con sus palas, sus cubos, sus cedazos y sus armas al hombro, cruzaban los mineros a los que ansiosos compradores llamaban intentando quedarse con el botín que hubieran obtenido durante sus peligrosas internadas en la selva.

Los caimanes, las fieras, las fiebres, la fatiga, los insectos, las serpientes y las ranas doradas solían acabar incluso con los «garimpeiros» más fuertes, y si a ello se le unía una pésima alimentación y una vida desordenada resultaba lógico aceptar que nunca se hubiera sabido de ninguno que hubiera salido rico de la execrable Guaviaré.

Al avistarla Kapoar se aproximó muy lentamente y permaneció en la otra orilla hasta el oscurecer, observándola e intentando acostumbrarse a la suciedad que se advertía a simple vista y a la pestilencia que se expandía a su alrededor como el acre sudor de un talador de árboles.

A la caída de la tarde aspiró profundo, subió a su piragua y se lanzó a la incierta aventura de encontrar a un «grileiro» –que era como solía denominarse a los compradores ilegales de tierras– entre una pléyade de aventureros y malhechores.

***

Don César Vargas do Nascimento solía contratar sicarios con el fin de masacrar indígenas o eliminar enemigos, pero sus enemigos –que también tenían por costumbre contratar sicarios con el fin de masacrar indígenas o eliminar enemigos– no habían conseguido eliminarlo pero sí condenarlo a pasar el resto de su vida en una silla de ruedas.

Debido a ello, en su gigantesca mansión en la que predominaba la mejor caoba de los bosques y que se alzaba sobre una amplia colina que dominaba sus territorios hasta más allá de donde alcanzaba la vista, no existía ni una sola escalera ni el más mísero peldaño.

Todo eran espacios diáfanos y rampas de suave pendiente por los que la silla eléctrica de don César solía circular a considerable velocidad.

Al igual que el edificio central, toda la «Hacienda Pirarucú» constituía un sorprendente ejemplo de eficiencia puesto que su dueño exigía al personal que trabajara al máximo si no querían ser despedidos, y ser despedido no significaba, como en cualquier otro lugar del mundo, abandonar la hacienda; significaba abandonar el mundo.

El nombre de «Pirarucú» le había sido otorgado en honor a uno de los peces de río de mayor tamaño que existían, ya que podía superar los cuatro metros y los doscientos kilos gracias a que la particular estructura de sus escamas le permitía resistir los ataques de las pirañas.

Algunos lugareños aseguraban que incluso los caimanes preferían no incluirlos en su dieta puesto que tales escamas resultaban indigeribles y acababan provocándoles desgarros intestinales.

Algo de verdad debía haber en todo ello puesto que con el paso del tiempo la mayoría de las empresas dedicadas a la fabricación de chalecos antibalas y todo tipo de blindajes acabaron por imitar el sistema de protección del «Pirarucú» gracias a que descubrieron que un fuerte impacto deformaba las escamas pero no las rasgaba ni las rajaba, lo que les permitía recibir nuevos impactos.

No obstante tan sonoro nombre no había servido de nada a la hora de detener la bala que dejara inválido a don César Vargas do Nascimento, al igual que tampoco había servido para detener las balas que habían eliminado –en este caso definitivamente– a sus incontables enemigos.

Don César tenía dos hijas de personalidades absolutamente opuestas, ya que la mayor era una mulata de físico y personalidades apabullantes mientras que la menor era una escuálida muchachita de rasgos orientales, lánguida, tímida y casi etérea.

Por alguna extraña razón Brasil había sido siempre un destino muy apetecible para los emigrantes japoneses.

Como en el mundo de los ríos y las selvas las noticias volaban, en cuanto Tatiana y Etuko Vargas supieron que a bordo del «Kubichek IV» navegaba una pareja de extranjeros y que uno de ellos era director de cine –aunque se tratara de un director de cine fracasado– se empeñaron en que su padre los invitara a cenar.

–Si aceptan ir a «La Chocita de Caoba», les aseguro que cenarán opíparamente –advirtió a sus pasajeros el capitán Andrade–. Pero si no aceptan es muy posible que nunca vuelvan a cenar.

Como las opciones no eran excesivas, en cuanto el barco se aproximó a la orilla, un espectacular «Rolls-Royce» los recogió y los condujo a lo largo de unos veinte kilómetros hasta la amplia entrada de la hacienda.

Padre, hijas y un ejército de guardaespaldas y sirvientes los aguardaban en el porche y los acompañaron hasta un desmesurado salón.

Don César no era hombre al que le gustaran los rodeos y tampoco le gustaba que gente extraña rondara por sus dominios, por lo que fue directamente al grano.

–¿Y a qué se debe el placer de su visita a nuestras tierras?

–Estamos buscando localizaciones para una película sobre le vida de Arquímedes da Costa –se apresuró a responder Bernardo Aicardi.

–¿«El Nordestino»? ¿El líder de la rebelión de los caucheros?

–El mismo.

–Ya se hizo una película sobre él. Y resultó un fracaso.

–Sí, resultó un fracaso… –admitió el italiano dado que aquella era una realidad indiscutible–. Pero la culpa no fue de la historia, el director o los actores. Fue de la «Kodak».

–¿Y eso?

–Por aquel tiempo, hace ya más de cuarenta años, casi todas las películas se rodaban con negativos «Kodak», que era la dueña del mercado fotográfico, y cuando sirvieron el material no prestaron atención a las advertencias que les habían hecho teniendo en cuenta la temperatura y la humedad de la Amazonia. Lo despacharon sin la debida protección, y cuando lo positivaron descubrieron que había problemas de revelado, pero tardaron casi un mes en reconocerlo. Debido a ello casi la tercera parte de lo rodado resultó inservible.

–Ahora comprendo por qué no se entendía nada. Faltaban escenas y otras se cortaban de improviso.

–Esa es una de las consecuencias de los liderazgos empresariales. Aquellos directivos eran tan prepotentes que menospreciaron las nuevas tecnologías y al poco se inventaron las cámaras digitales que en menos de una década transformaron la industria. «Kodak» es el caso más sangrante de catástrofe económica por estupidez humana del que se tiene memoria.

Don César no había llegado a donde estaba por casualidad y además tampoco era necesario atar demasiados cabos como para alcanzar lógicas conclusiones.

–¿O sea que lo que se proponen es rodar una nueva película sobre «El Nordestino» pero con una tecnología digital que evitará los problemas de calor y humedad?

–Veo que lo ha entendido.

–Es que no es necesario ser un lince. ¿Y esta señorita tan guapa será la protagonista femenina?

–No –le corrigió Violeta de inmediato–. No soy actriz; soy dermatóloga.

–¡Me encantan las dermatólogas!

–A ti las que de verdad te encantan son las odontólogas, papá –puntualizó la escuálida de rasgos orientales–. Y cuanto más daño te hacen mejor puesto que siempre has sido bastante masoquista.

–Tengo que serlo para soportar a semejantes hijas… –el dueño del «Pirarucú» puso en marcha su silla de ruedas e hizo un gesto para que lo siguieran mientras comentaba:

–Quien habría hecho muy bien el papel de «El Nordestino» hubiera sido Charlton Heston. Siempre fue mi actor predilecto a pesar de haberse prestado a rodar aquella imbecilidad de «Cuando ruge la marabunta». La Amazonia invadida por millones de hormigas. ¿A quién se le ocurre? Si hubiera sido invadida por millones de putas me lo habría creído, pero hormigas…

La cena, servida sobre una larga y elegante mesa de cristal rojizo con platos y copas haciendo juego, poco tendría que envidiar al más sofisticado ágape versallesco, y por si fuera poco se encontraba muy bien aliñada por el peculiar, disparatado y estrambótico sentido del humor de los anfitriones.

La hija mayor aspiraba a ser protagonista de «telenovelas de amor y lujo», mientras que a Etuko le encantaba diseñar vestidos, y era justo admitir que sus dibujos tenían un innegable encanto.

Ambas sentían una gran curiosidad por las costumbres europeas, por lo que la conversación discurrió por cauces que podrían considerarse intrascendentes hasta que el dueño de la casa comentó que las cosas se estaban complicando por culpa de lo que denominaba «orugas peludas».

–En esta región la mayor parte de la tierra es arcillosa, por lo que al tercer o cuarto año la calidad de las cosechas disminuye de forma drástica. Si a ello se le unen esos malditos bichos no nos queda otro remedio que cortar árboles e incendiar bosques con lo que iniciar un nuevo ciclo.

–Algún día tendrán que interrumpirlo o todo esto acabará convertido en un erial… –señaló Bernardo Aicardi.

–¿Y de qué viviremos?

–Supongo que hay vida más allá de la soja.

–Para nosotros no.

Fue aproximadamente en esos momentos cuando se escuchó un estruendo ensordecedor y la casa se estremeció de punta a punta, por lo que el propietario se apresuró a calmar a sus huéspedes.

–¡Tranquilos! Tan solo es un rayo y nos protege el mejor sistema de pararrayos que existe… –alzó las manos con las palmas hacia arriba como si ello lo explicara todo–: Me costó casi un millón de dólares, pero no me quedó otro remedio porque gracias a Dios en esta zona los rayos y las tormentas son el pan nuestro de cada día.

–¿Y por qué gracias a Dios?

–Porque estas selvas se han formado con horas de lluvias torrenciales seguidas de horas de sol achicharrante. De otra forma no sería la imponente Amazonia; sería un miserable bosquecillo ucraniano.

–Chovinista hasta la médula.

El destructor del Amazonas

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